Lo que teníamos, con lo que nos quedamos

Durante la dictadura cívico-militar, el Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago (MAPA) sufrió la pérdida de parte de su patrimonio por funcionarios de Pinochet. A 50 años del golpe de Estado, la exposición Memoria robada «da lugar a la reflexión sobre el pasado del museo (…) mediante la exhibición de su historia».

Por Diego Parra

Entramos a la sala y solo hay vitrinas vacías. Muchas cédulas de obra que describen objetos que no están en su lugar. Nos recibe una advertencia: esto tiene que ver con los 50 años del golpe de Estado. Más allá, otro texto un poco más largo nos da la clave para todo el lugar. Se trata de Memoria robada, una exposición que revisa la pérdida de piezas que sufrió el Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago (MAPA) durante la dictadura cívico-militar. Nury González, curadora de esta propuesta, nos indica que el museo fue parte de las múltiples instituciones que fueron expoliadas durante la intervención militar al interior de la Universidad de Chile, específicamente en su inmensa colección fundada por el poeta e investigador Tomás Lago en la década de 1940.

Es extraño que un museo decida visibilizar su historia mediante la ausencia, puesto que uno tiende a pensar que incluso el robo o destrucción de piezas tiene un vestigio material que puede ser expuesto, como por ejemplo las estatuas atacadas, las pinturas censuradas o incluso el registro de las acciones iconoclastas; cualquier cosa podría ser usada para dar una imagen a aquello que ocurrió. La opción del vacío, sin embargo, parece estremecer más a la conciencia, ya que nos recuerda que la destrucción del patrimonio deja una marca en nuestras sociedades que difícilmente puede ser resarcida, en especial en sociedades que no han implementado políticas de justicia y reparación.

  El arte contemporáneo ha hecho de la visibilización de la ausencia un método más para hacer presente todo aquello que ya no está (incluso a quienes no están). A ratos, pareciera que el simple gesto de apuntar al lugar donde antes estuvo algo que fue violentamente eliminado nos permite evocar con profundidad lo que ocurrió, gatillando recuerdos que ni uno mismo sabía que tenía guardados. Gran parte del arte que ha trabajado con la memoria entiende que la acción misma de recordar no es algo que controlemos del todo, ya que una imagen, un sonido o incluso un olor pueden desatar los cauces del pasado en nuestras mentes. La exposición del MAPA, desarrollada por González, encuentra su singularidad en que debemos entenderla prácticamente como una acción artística que da lugar a la reflexión sobre el pasado del museo. Esta particularidad radica en que aquello que podría haber sido divulgado mediante un ensayo, un libro, un documental o cualquiera de los métodos tradicionales de investigación, acá se comunica mediante la exhibición de su historia, para que quienes más importan a un museo —a saber, los públicos— tuvieran noticia de estos hechos del modo más directo posible.

¿Podemos entender esto como una suerte de “teatralización” de la historia? Por supuesto que sí, ya que ingresar a la exposición es una experiencia sensorial compleja e impactante, que nos hace lidiar con sensaciones contradictorias, como la frustración, el asombro, la tristeza y la curiosidad. Pero no es que aquello que vemos sea una “puesta en escena” desde la idea de una narración ficticia, es más bien volver concreta la ausencia en lo cotidiano: el objetivo último es experimentar lo que ocurre cuando perdemos algo importante. La tarea es difícil, ya que en general los públicos tienden a ser distraídos, y cuando entramos a un lugar que no nos estimula como esperaríamos, tendemos a abandonarlos así, sin más. Probablemente, las estrategias de visibilización de la ausencia deban ir sofisticándose cada vez más (pensemos que en la ciudad contemporánea cada estímulo está compitiendo por llamar nuestra atención), al punto de que puedan ofrecer visitas lo más transformadoras posible. Esto último también es parte de la propuesta curatorial del MAPA, que incluyó la simulación de una pieza desaparecida mediante el uso de inteligencia artificial. La simulación abre espacios insospechados para la investigación patrimonial, en especial para los dedicados a la cultura material, donde la pérdida de objetos es inmensa. Imaginemos por un momento poder ir al museo a conocer obras que fueron destruidas, o poder reconstruir lenguas muertas o en proceso de extinción, así como experimentar la vida en un determinado momento de la historia. La ansiedad por lo que se perdió inexorablemente se vería alterada de modo radical: quizá el pasado, por primera vez, no sería algo tan distinto del presente.

Lo trágico, sin embargo, sigue estando ahí. El expolio que sufrió el MAPA —así como la totalidad de la universidad— causó estragos que han determinado en gran parte su destino. El desprecio y sanción hacia cualquier forma de cultura que no fuera la que el mando militar determinara era habitual. En el caso del MAPA, todo aquello que no referenciaba al “Chile tradicional” fue parcialmente castigado por la desidia y el olvido, a tal punto que, como nos informa la exposición, muchas piezas fueron descatalogadas durante los ochenta por el abandono del que fueron víctimas. Su estado de conservación era tal que solo podían ser descartadas.

Otro caso son los robos o “desapariciones” que afectaron al museo. El actuar criminal de los funcionarios de la dictadura se extendió incluso al delito más común de todos: el hurto. Dado el valor material de muchas de las piezas —en las que había plata, oro o piedras preciosas, por ejemplo—, no faltaron quienes, sin escrúpulos, se adueñaron de dichos bienes. A lo largo de la historia no ha sido raro que esto ocurra; de hecho, a nivel internacional se han creado legislaciones que han permitido recuperar, entre otras cosas, las obras robadas por los nazis. A nivel local, ha sido virtualmente imposible recuperar todo lo que la Universidad de Chile perdió, ya que se hizo “siguiendo la ley”, mediante la estructura de confiscación y destrucción sistemática que desarrolló la dictadura cívica-militar contra el propio Estado.

No deja de ser necesario recordar que, en los primeros años de la transición democrática, la Concertación prometió “revisar” las privatizaciones que Pinochet desarrolló durante los 17 años que estuvo en el poder, una promesa que nunca se cumplió y que ni siquiera le fue hecha a la universidad. El expolio institucionalizado terminó convertido en una de esas cosas de las que era mejor no hablar, para así no perturbar la precaria situación en la que nos encontrábamos. Y así nos quedamos.

¿Qué más recordamos que antes estaba allí, pero ya no está? ¿Y cuándo sabremos por qué ya no está?

Un hito memorioso

El descubrimiento de 15 restos humanos en Lonquén, en 1978, fue la primera evidencia concreta de los fusilamientos y desapariciones durante la dictadura, rastro que se intentó borrar con la posterior destrucción del lugar. La exposición Lonquén, 10 años (1989), de Gonzalo Díaz, recogió este intento de eliminación del recuerdo.

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Mirar(nos) en el espejo del pasado

«Saber cómo las élites locales quisieron construir tanto el gusto oficial, como una imagen de lo nacional, nos ayuda a entender mejor muchos de los problemas que aún hoy persisten en la sociedad. Mirar de un modo contemporáneo el pasado es finalmente la forma que tenemos de mirarnos mejor en el presente», escribe Diego Parra sobre la exposición El canon revisitado. Una mirada al arte europeo desde América Latina, del Museo Nacional de Bellas Artes.

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Los años de las vacas gordas

Después de recorrer Casi, casi me quisiste, la exposición de la artista Claudia Lee en el MAC Parque Forestal, se hace aún más evidente la equivocación de quienes creen en la necesidad de superar las diferencias originadas en el pasado para construir el futuro a partir de ese olvido.

Por Antonio Urrutia Luxoro

La adolescencia era verdadera, la democracia no.
—Alejandro Zambra

I

El 11 de septiembre del 73 la sociedad chilena experimentó un severo trauma cognitivo que se fue acentuando en el tiempo. Los principales síntomas se manifestaron de manera más evidente en el lenguaje, tras el castigo sistemático a los cuerpos. Primero, el silencio perplejo que no fue capaz de emitir palabra alguna para denominar la magnitud de la violencia. Después, la confusión de nombres y conceptos apropiados para designar el estado de las cosas: pronunciamiento, golpe de Estado, liberación nacional, dictadura, dictablanda, el milagro de Chile, detenidos desaparecidos, etc. Una dificultad verbal enorme para establecer los límites entre guerra y paz. Para culminar con el olvido fulminante del repertorio gramatical previo a la fisura, se intentaron borrar las huellas del pasado combativo y se suministraron placebos a las víctimas para anestesiar el dolor de las pérdidas. Mientras en los 90 tomábamos onces-comidas con Julio Videla en TV abierta durante la crisis asiática, los criminales paseaban tranquilamente por los principales centros comerciales de la capital.

II

El último año del siglo pasado, Claudia Lee ingresó a la carrera de Bellas Artes (mención Escultura) en la desaparecida Universidad ARCIS. En la célebre institución originada en los 80 para la enseñanza de las artes, humanidades y ciencias sociales, pululaban prominentes figuras de la llamada “izquierda cultural”, altos dirigentes políticos y uno que otro intelectual francés invitado. Todos peces gordos, que de vez en cuando se dejaban caer en Las Vacas Gordas, unas concurridas y sofisticadas parrilladas ubicadas en la calle Huérfanos, a pocas cuadras de ARCIS. Iniciada la transición a la democracia, ARCIS fue un enclave pionero en acoger la discusión de diversos temas que tiempo después coparon la agenda del pensamiento contemporáneo. Me atrevo a decir que de manera bastante más fructífera que las universidades tradicionales de la capital, donde abundan académicos otrora timoratos que engrosan las magras páginas de sus investigaciones con ideas primero agitadas en la gloriosa Universidad ARCIS. Entre las numerosas tertulias artísticas e intelectuales que subieron el nivel de la discusión cultural en aquellos años de vacas gordas, se desarrollaron una serie de coloquios y seminarios en torno a diversos asuntos cruciales en el cambio de siglo. Uno de esos asuntos cruciales circula en el cuerpo de obra de Claudia Lee, actualmente expuesto en el ala norte del segundo piso del Museo de Arte Contemporáneo (sede Parque Forestal), en el contexto de la muestra Casi, casi me quisiste.

III

Quizás el más significativo de esos debates, al momento de aproximarse a los más de veinte años de trayectoria artística de Claudia Lee, es la pregunta por la relación entre memoria, historia y subjetividad. Una subjetividad golpeada por la pérdida del lenguaje producto del trauma histórico y el desarraigo, que la artista, junto a Claudio Guerrero (curador de la muestra y académico en los últimos años de ARCIS), reconstruyen a través de un amplio y lúdico recorrido, que da cuenta del desmembramiento de la memoria cultural, política y afectiva. Una fractura en la historia padecida no solo por Chile y América Latina, sino que también por la propia artista, su lenguaje y cuerpo de obra. Su experiencia de vida ha sido ruda. Nació mientras su padre estaba en el exilio. Cuando retornaron se enfrentó al choque cultural y fue víctima de crueles bromas infantiles alusivas a su familia. Una de las experiencias autobiográficas puesta en obra por Lee, y recogida en el relato curatorial consistió en un accidente de tránsito que cambió de manera radical la vida de la artista y su manera de relacionarse con el mundo a través de las palabras. Hace unos años, fue atropellada por un bus del Transantiago. Fue sometida a una cirugía de alta complejidad en su cráneo. Las secuelas incluyeron un cuadro de afasia crónica (ha tenido que asistir a sesiones de terapia para recuperar sus capacidades comunicativas verbales).

Casi, casi me quisiste.
Contramemorias de Claudia Lee.
Crédito fotografía: Alexis Llerena.

IV

La exposición acopia archivos personales, soportes audiovisuales realizados en colaboración con otros artistas, vegetales en proceso de descomposición o reacondicionamiento, residuos de proveniencia animal, colecciones de envoltorios y otros objetos producidos industrialmente. Acumulaciones de recuerdos y porquerías que reflejan el paso del tiempo. Cachureos vivos, inertes, biográficos e históricos cuyo origen y disposición también reflejan la identidad de su dueña. Además de la memoria dislocada del lenguaje en su cuerpo de obra, Claudia Lee plantea una reflexión sobre cierta estética asociada a la “chilenidad”, superando los códigos esencialistas que la han construido en virtud de su arraigo a un espíritu nacional vinculado al costumbrismo de diversa índole (folclórico, deportivo y culinario). Dicha reflexión visual sobre “lo chileno”, más allá del atavismo, sucede en la medida de que la exposición sitúa su acervo material y simbólico —incluso valiéndose de emblemas nacionales, como el cóndor o el copihue—, en el orden del consumo y la escatología. Lo que se come y se caga es reflejo de la identidad del consumidor, en un modelo de sociedad capitalista con tendencia a la instalación de nichos de mercado cada vez más individualizados. Todo esto prescindiendo de figuraciones humanas, pero recurriendo a un hábil sentido de la ironía que alude a los rastros de lo humano. Lo humano como excremento y documento de la memoria. Al fin y al cabo, Chile es un país amojonado, plagado de heridas.

Fecas de ganado apiladas minuciosa y monumentalmente formando surullos de dimensiones escultóricas. Baratijas de tercera mano ofrecidas sobre un paño, emulando el barroquismo gitanesco del comercio informal. El kitsch de un pavo navideño plástico contradictoriamente bello, que alegoriza una de las máximas del subdesarrollo local: la copia es más original que el original (los chilenos siempre podemos ser más gringos). La retrospectiva de Claudio Guerrero sobre el cuerpo de obra de Claudia Lee permite una lectura condicionada a la posible herencia formal de su origen en ARCIS, principalmente a través de la sintonía con la obra de Brugnoli, Errázuriz y otros. Sin embargo, su potencia conceptual radica en la aparente falta de contingencia (es agradable que su trabajo no sea amnésico ni tenga pretensión de pionerismo). A pesar de su condición retrospectiva que se aferra a un punto de origen pretérito, Casi, casi me quisiste. Contramemorias de Claudia Lee no rememora la nostalgia fetichista de un pasado superado. Coloca el suspenso de un pasado continuo, uno que sigue aconteciendo: el anacronismo de la Transición. La posibilidad latente de que, como sociedad, aún padezcamos afasia de la memoria (una incapacidad colectiva para evitar la repetición histórica de tragedias en clave de farsa).

V

A pesar del creciente negacionismo impulsado por la centroderecha respecto a los crímenes ocurridos en dictadura, y también a las posteriores violaciones de los derechos humanos ocurridas después del retorno a la democracia, en este caso, la afasia de la memoria no consiste en la falta de información ni en la carencia de palabras apropiadas para designar el horror (no así en la falta de justicia). En el contexto de la derrota de la centroderecha por parte de las fuerzas de izquierda reunidas en la candidatura de Gabriel Boric, la afasia de la memoria no consiste exclusivamente en “verdad y reconciliación”. Se trata de la manera en que, bajo ese pretexto disfrazado de crecimiento económico, se ha divorciado la relación entre política y sociedad desde la transición hasta la actualidad. De ese modo, la afasia de la memoria podría persistir en la medida en que se recurra a las mismas dinámicas de gobernabilidad implementadas bajo el orden cosmético de los años 90 (hielos gigantescos de exportación, candidatos disfrazados de obreros y mentirosos apretones de mano entre políticos que simulan pertenecer a sectores opuestos). Si antaño el ala progresista de la Concertación debía presentar certificados de buena conducta a quienes formaron parte del gobierno dictatorial, hoy podríamos correr el riesgo de que el gobierno entrante manifieste las mismas conductas, esta vez, ante quienes no tuvieron problemas en congraciarse con civiles y militares que participaron del gobierno dictatorial.

VI

A propósito de la construcción visual de memorias e identidades en la retrospectiva de Claudia Lee resulta pertinente revisitar los posibles anacronismos de la Transición en el contexto actual, determinado por el plebiscito de salida a la Convención Constitucional y la derrota electoral –momentánea– de la centroderecha. Del mismo modo, resulta pertinente la aproximación a la identidad nacional que la artista hace circular en sus instalaciones, ya que —como lo han advertido diversos analistas— el meollo del debate constitucional se ubica en el sujeto político de la Constitución. Si la Constitución vigente se sostiene en la familia y la propiedad privada como subjetividad política, ¿cuál debe ser el sujeto político que permitirá aprobar el futuro texto constitucional? Después de recorrer la exposición de Lee, se hace aún más evidente la equivocación de quienes creen en la necesidad de superar las diferencias originadas en el pasado para construir el futuro a partir de ese olvido. También se hace evidente la amnesia y el pionerismo de quienes piensan que es necesario tirar todo por la borda y escribir desde cero. Allí, en el transcurso del Estado desarrollista y social destituido ilegítimamente el 73, todavía queda mucha historia que restituir más que destituir.


Casi, casi me quisiste, Contramemorias de Claudia Lee
Museo de Arte Contemporáneo (sede Parque Forestal)
Hasta el 9 abril de 2022
La exposición considera una serie de actividades de extensión, como un acto performático a cargo del artista Ivo Vidal (26 de marzo) y el cierre agendado para el 9 de abril, donde la artista presentará Desde con cornucopia, continuando el proyecto realizado el 2019 en el módulo de experimentación AK-35.

Guillermo Núñez: “Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder”

Activo a sus 92 años, el Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 dibuja todos los días bocetos que de a poco convierte en libros. Abandonó la pintura hace algunos años, y ahora planea donar varios cuadros como legado a la Universidad de Chile. Aunque la pandemia lo tiene aún confinado, el artista sigue de cerca el acontecer nacional. Tiene esperanza en el proceso constituyente y anhela que se pueda reconstruir el país donde él se formó: “quizás uno era mucho más pobre, pero infinitamente más solidario”, dice. 

Fotos de Felipe Poga

Guillermo Núñez camina hasta uno de sus escritorios, toma un cuaderno, lo abre y comienza a leer en voz alta: “Métanse sus galerías de arte en la raja. Salgan a la calle burgueses culiados del arte. Creeré en el arte cuando esté hecho para la gente. Me meo en tu arte cuico. Arte, deleite burgués. Contra el arte burgués. MAC: templo del suitiquerío”. Se detiene. 

Las frases están escritas a mano por el artista y fueron recogidas de un libro sobre los rayados esparcidos por las calles durante el estallido de 2019. Aunque Núñez no pudo estar en la trinchera, como cuando era joven y fue parte del batallón de artistas que apoyó a Allende, sí siguió de cerca el nuevo movimiento social que originó el proceso constituyente actual, y como tantos y tantas, se sorprendió con la fuerza que adquirió el arte callejero en ese periodo, en oposición a lo que ocurrió con el arte institucionalizado. 

Elegido como director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad Popular, Núñez trabajó de manera incansable en esos años para acercar el arte a la gente, invitando a brigadistas a tomarse las paredes del museo para intervenirlo y abriendo las puertas al arte popular. A muchos, eso les molestó. “Los de derecha estaban en contra porque sentían que yo prostituía el museo, y los de izquierda decían que el arte no debía estar encerrado, sino en las calles. Yo solo pensaba que el museo era un arma y que teníamos que usarla para apoyar a Allende”, recuerda. 

Hoy, a sus 92 años, Núñez se lamenta de las divisiones que aún existen en el arte, entre las llamadas “baja” y “alta” culturas, las que se hicieron evidentes también durante el estallido social. “Hay una capa de artistas que son de extracción popular y que tienen muchas habilidades, pero que no se pueden desarrollar porque no se les permite expresarse abiertamente. Hay muchos quienes dibujan y venden sus dibujos a luca en la calle y, lo que es peor, los pacos los toman presos y les quitan sus cosas; entonces el artista pasa a ser un delincuente. Esos jóvenes fueron quienes, en los días de la revuelta, pudieron volverse locos y hacer cosas fantásticas. Los artistas de museo, en cambio, casi no participamos de eso. Hay un abismo enorme y eso me desconcertó”, dice. 

“No sé si todo lo que escribieron les sale del alma. Nosotros, los artistas de museo, somos contra quienes están reaccionando, o tal vez algunos todavía nos quieren. Quizás si hubiese sido joven para el estallido habría estado con esos chicos en la calle; de hecho, yo puse algunas cosas, pero, claro, las hice en la casa y algunas las pegaron en los muros. Mi defensa son los años. No tengo los treinta y tantos que tenía en la Unidad Popular”. 

En ese entonces, Núñez era parte de una avanzada de pintores políticos que veían en el arte una herramienta de lucha efectiva contra la opresión de las clases sociales y el conservadurismo de la época. Ahora, confinado en su casa de Peñalolén debido a la pandemia, pone en duda el poder político del arte. 

“Sigo trabajando todos los días, a veces fatigado y aburrido de la monotonía. En cierto modo, me he tenido que abstraer de lo que sucede afuera, porque me he dado cuenta de que uno no tiene ningún poder de cambio sobre estas cosas; lo que yo haga no significa nada. Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder. Si alguna vez tuvimos ese peso o creímos que lo teníamos, eso ya no es así”, dice. 

— Para el gobierno de Allende los artistas se volvieron muy importantes y visibles. 

“Ese fue nuestro periodo maravilloso. Era todo un pueblo entusiasmado con una idea de cambio generosa y alegre, y con sentido de la realidad, porque sabíamos que no lo teníamos todo y que se estaba construyendo algo con las patas y el buche, pero había mucha generosidad y ánimo de entenderse unos con otros, y eso fue lo hermoso. Y claro, muy pronto todo fue destruido violentamente”.  

El 3 de mayo de 1974, Guillermo Núñez fue detenido y torturado por agentes de Pinochet, luego de haber albergado a un dirigente del MIR. Semanas antes de ser apresado, había conocido a quien se convertiría en su esposa hasta el día de hoy, la crítica literaria Soledad Bianchi, quien mantuvo intacta la esperanza de volver a reunirse con él.   

Tras cinco meses, lo liberaron bajo libertad condicional. La experiencia lo marcó profundamente: por un lado había vivido en carne propia la represión estatal y, por otro, se reencontraría con su compañera. Fue Bianchi quien ayudó al artista a armar su primera exposición luego de su liberación, la que consistió en una serie de jaulas dentro de las que Nuñez puso diversos objetos y cuadros, que apelaban directamente a la experiencia vivida antes. Al día siguiente de inaugurar en el Instituto Chileno Francés, el artista fue tomado preso otra vez por los militares. 

—¿Por qué se arriesgó sabiendo que estaba bajo la mira de la dictadura? 

Lo que viví estando preso cambió la situación de todas las cosas, de todo lo que había hecho en mi pintura. Las noticias que antes me habían inspirado ahora me estaba pasando a mí. Había una necesidad absoluta de salida frente a eso que había vivido, y sabía los riesgos. Uno era que me metieran preso, como ocurrió, y otro que no me hicieran nada y eso era peor: que no tuviese ninguna repercusión. Mis hijos me decían: “papá, te van a meter preso”, pero no habría tenido el valor de mirarme al espejo si no lo hubiese hecho, habría sido un cobarde. Lo hice en cierto sentido por solidaridad con mis compañeros que habían quedado presos,  porque a mí me habían soltado en libertad condicional, de modo que tenía esa obligación moral.

—¿Por qué cree que lo dejaron vivo, siendo que a otros artistas, como Víctor Jara, los asesinaron? 

—Lo de Víctor fue en el primer momento, donde primaba la total irracionalidad de los militares. Yo caí en manos de la Fuerza Aérea mucho tiempo después, y ellos al parecer tenían una actitud diferente, un poco más tranquila; querían investigar más, no llegaban y mataban. La fuerza más represiva era la de la Dina, que dependía del Ejército, quizás si ellos me hubiesen metido preso sería diferente la historia.  

Tras estar preso en Tres Álamos y Puchuncaví por otros cinco meses, los militares decidieron liberarlo con un pasaporte válido solo para “salir del país”. Se exilió junto a Soledad Bianchi en Francia y solo regresó a Chile doce años después. 

—Durante la transición cada uno volvió a su casa, y de a poco el tema colectivo desapareció; nos volvimos más individualistas y nos enfrascamos en nuestros propios temas. Muchas de las cosas que creíamos a pie juntillas resultaron no ser ciertas. Lo que más echo de menos es mi niñez, porque uno vivía en un país que era pobre, pero infinitamente más solidario; la vida era más en común con la gente. Ibas a comprar a la verdulería que estaba al  lado de tu casa y no a esos monumentos anónimos que son los supermercados. 

—¿Y cómo ve lo que está pasando en la política hoy? 

Ahora con la Convención Constitucional hay un poco de esperanza, porque los cambios que hay que hacer son fundamentales para que este país tenga un sentido. Muchos se van a ver afectados, sobre todo la derecha económica y los grupos de poder. Va a ser un periodo difícil, y es de esperar que podamos resolverlo.  

Un artista irracional

Creador multifacético, Guillermo Nuñez partió trabajando en el teatro. Tenía poco más de 23 años cuando se convirtió en el diseñador del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, para el que creó más de cien escenografías y trajes que ahora serán rescatados gracias al proyecto Patrimonio Escénico TNCH: catalogación, conservación, registro y puesta en valor de la colección Guillermo Núñez, a cargo de la diseñadora teatral Valentina San Juan, quien acaba de adjudicarse un Fondart para hacer esta tarea. 

Durante la década de 1950, el artista diseñó la escenografía, decorados y trajes de producciones como El tío Vania, de Chéjov, El alcalde de Zalamea, de Calderón de Labarca, Las preciosas ridículas y El médico a palos, de Molière; Todos son mis hijos, de Arthur Miller, o Fuerte Bulnes, de María Asunción Requena. Hasta que a inicios de los 60 decidió abandonar las tablas por lo que él consideraba “su amante de los domingos”: la pintura.  

—Me fui separando del teatro cuando me di cuenta de que mi actitud como escenógrafo era demasiado elitista; cada vez tomaba más importancia lo que yo quería decir. En ese sentido, me interesaba más mi posición como pintor. Me retiré y no he tenido nada que ver con el teatro salvo por una aventura en Europa, cuando hice los decorados para Fulgor y muerte de Joaquín Murieta en un teatro en Alemania. Hace poco me lanzaron una invitación para hacer algunos decorados para una ópera en el Teatro Municipal de Santiago, pero dije que no. A estas alturas, haría una escenografía de pintor, y eso no tiene sentido. Los últimos decorados y trajes que diseñé eran demasiado personales, ya se habían desligado totalmente de la idea del colectivo. Hoy, mi hijo Pablo es encargado del vestuario del Teatro Municipal. Él sí vive el teatro desde dentro con pasión, como tiene que ser. 

Fue con la pintura que apareció su versión más comprometida, política y abstracta. Aparecieron los rojos, negros y azules profundos; las espinas y púas, los cuerpos desmembrados que aludían a la destrucción y la violencia humana. Comenzó con el óleo, pero pronto experimentó con el grabado, la serigrafía, la fotoserigrafía y el arte objetual. 

Tuvo también un periodo que él llamó “poplítico”, a partir de un viaje a Nueva York a mediados de los 60, donde se enfrentó a la gráfica y a los colores vivos del arte pop norteamericano y que lo llevaron a crear imágenes hoy icónicas, como el “leguario” (la boca con la lengua fuera) de varios colores, al más puro estilo de Andy Warhol. 

Después de una vida entera dedicada a sus grandes cuadros, en 2018 Núñez también dejó de pintar. Ahora está en conversaciones con la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile para donar una veintena de esas obras a la institución, con la idea de que sean exhibidas en alguna de sus sedes. 

No existe lugar en ningún museo chileno donde mis obras se puedan mostrar de forma permanente, y la Universidad de Chile es para mí el destino natural. Le debo a ella y al Instituto Nacional lo que hoy soy. Soy fruto de la educación pública, entonces esta donación es una manera de retribuir lo que ella me dió. Es lo justo —dice Núñez. 

—¿Siente que su trabajo es poco conocido? 

Bueno, dentro de la ley que creó los Premios Nacionales se establece que los premiados deben darse a conocer al público, pero eso no se cumple. ¿Alguien sabe quién es Pablo Burchard, el primer Premio Nacional? Nadie. No se han escrito libros sobre él, nunca se ha hecho una exposición siquiera, hasta donde sé. Entonces, claro, debería existir un museo de los Premios Nacionales. Hoy el premio está convertido en una especie de magra jubilación, y hay tantos artistas esperándolo, que es injusto, porque muchos se lo merecen, pero no alcanzan a recibirlo.

—Según usted, ¿quién debería recibir el premio? 

El Mono González, de quien soy muy amigo y a quien conocí cuando era director del MAC. Para mí, la Brigada Ramona Parra fue un descubrimiento, y me la jugué por meterla dentro del museo. Fue difícil, porque costó convencer a las autoridades universitarias de esa época, pero se logró. El Mono era un muchacho con mucho entusiasmo, y lo que hace hoy es cada vez mejor. Se merece el Premio Nacional mucho más que yo.

—¿Por qué? 

El sí que está en la chuchoca, yo no. Yo estoy separado de todas esas cosas y eso me angustia un poco, la verdad. Lo que hago ahora es demasiado intelectual. 

En los últimos años, Núñez se ha volcado al dibujo, el que practica a modo de bitácora o diario de vida. Así, como saltó del teatro a la pintura para hacer una obra más personal, el dibujo es el reflejo de sus reflexiones más íntimas. Siempre añade a sus trazos un texto, algún verso con el que intenta ir más allá de las líneas azarosas en el papel. 

Hay silencio en la música, la poesía /¿Y en la pintura? /Y el silencio, ¿es ausencia?/Estos dibujos, brotan desde el silencio /Para romper, derrotar, una realidad que nos aplasta, ir siempre más allá /tras “otra cosa” / lo que nos piden los filósofos chinos. /Esa “otra cosa”, ¿tiene nombre? ¿lo necesita? /¿de qué realidad habla? / Pintar, dibujar “de lo que no se puede hablar” /como quería Wittgenstein. 

Núñez se levanta de su asiento y vuelve con tres carpetas llenas de dibujos que nunca ha exhibido. Ha editado algunos en libros que según él nadie ve, porque nadie quiere comprar. En épocas pasadas, él mismo regalaba dibujos y serigrafías en la calle. Pero, como sabemos, el artista ya no sale. 

—¿Qué es lo que le interesa del dibujo que no encuentra en la pintura? 

Es más directo, nace y muere altiro, y eso me gusta. En la pintura necesitas más organización, no se puede dejar así nada más. Yo aquí me lanzo no más, es como un juego en que el azar es importante. He obligado a mi mano a que actúe sola y eso es algo que viene de la tradición de la caligrafía oriental. La pintura es más racional y yo cada vez soy más irracional. 

Martha Rosler y el arte de incomodar

La artista y ensayista estadounidense —una de las figuras más políticas del arte contemporáneo— estuvo en Chile para inaugurar la exposición Si tú vivieras aquí en el MAC Forestal. Antes de partir a Argentina y Hong Kong, Rosler habló en esta entrevista sobre las luchas que ha dado en sus cinco décadas de trayectoria y que hoy, a los 76 años, no abandona: desde el desarme de los roles de género y la política exterior de Estados Unidos, hasta la gentrificación y la relación entre el arte y el capital.

Por Evelyn Erlij

A comienzos de 1970, cuando Estados Unidos tenía fresco el recuerdo de las tres millones de muertes que dejó en la guerra de Corea, cuando el desastre de Vietnam estaba a poco de cumplir dos décadas y hacía años que la CIA extendía sus tentáculos hacia América Latina, Martha Rosler (Brooklyn, 1943) era una de las artistas jóvenes que creían que los problemas del arte no estaban en la forma y la materia —como pensaban los minimalistas— ni tampoco en el dinero o en los quince minutos de fama que prometían Warhol y el pop art. Por esos días, lo que inquietaba a Rosler estaba frente a las narices de todos: en los diarios, en las revistas, en los avisos de modelos en ropa interior o de electrodomésticos junto a imágenes espectaculares de las atrocidades que ocurrían en Indochina.

Crédito: @Josep Fonti para PIN-UP

El espacio doméstico se convirtió en su campo de batalla porque allí anidaban algunos de los males contra los que luchaban los antibelicistas y las feministas como ella, y así lo problematizó en dos famosas series de fotomontajes: Body Beautiful, or Beauty Knows No Pain (1966-72), una lectura sarcástica de los estereotipos femeninos —la dueña de casa, la mujer objeto— que promovía la cultura de masas; y House Beautiful: Bringing The War Home (1967-72), una crítica corrosiva a la inercia de los estadounidenses frente a la primera “guerra de living”: Vietnam fue seguida por millones de personas desde la comodidad de sus sillones. Los problemas del arte, al menos para Rosler, estaban dentro de las casas, en las cocinas, en los comedores; y fuera de las fronteras, por allá por donde la superpotencia expandía sus dominios.

—La relación de Estados Unidos con lo que se llamó “su patio trasero” es la historia del imperialismo de la segunda mitad del siglo XIX en adelante, y no entiendo por qué este asunto no le preocupaba a todo el mundo. Para nosotros, la gente joven de esa época interesada en el cambio social, era un tema central, y por eso los eventos en América Latina nos importaban tanto —cuenta la artista, que en agosto estuvo en Santiago para la inauguración de su muestra Si tú vivieras aquí, que hasta el 13 de octubre estará en el Museo de Arte Contemporáneo—. Por eso el experimento chileno y el progreso del gobierno socialista democráticamente elegido fue tan importante para mi generación. Entre mis amigos se hablaba del golpe militar chileno como “la guerra civil española de la izquierda americana”.

En 1977, cuenta, la invitaron a participar en una exposición en Nueva York para conmemorar el asesinato de Orlando Letelier y Ronni Moffitt, en la que presentó The Restauration of High Culture in Chile, un folleto en el que, a través de un relato ficticio, denunciaba la anestesia de la burguesía de los países desarrollados frente a la situación política en Chile, y cuya traducción al español fue incluida en su retrospectiva en Santiago. El intervencionismo de Estados Unidos, su política exterior y sus huellas en América Latina aparecerían en varios otros trabajos, entre ellos, Domination and the Everyday (1978), video en el que yuxtapone imágenes del Chile de Pinochet con escenas de la vida cotidiana de una madre estadounidense —una reflexión sobre las formas en que la política se cuela en la vida diaria— y Chile on The Road to NAFTA, Accompained by the National Police Band (1997), un registro hecho a partir de imágenes que grabó en su primera visita a Santiago, en 1995, cuando fue invitada por Néstor Olhagaray a la Bienal de Video y Artes Mediales de Santiago.

Rosler recuerda que lo que más la impresionó del país de la transición fueron la obsesión por dejar atrás los traumas de la dictadura y la manera en que Chile se había dejado colonizar por Estados Unidos, una realidad que se asomaba en los letreros de McDonalds y en los avisos de vuelos a Miami. Fotografió el Santiago de entonces, una ciudad con rincones donde aún no se oían los discursos exitistas de los años 90 —varias de esas imágenes son parte de la exposición del MAC— y que condensó en el video de 1997, donde se ven las contradicciones del supuesto “jaguar de Latinoamérica”: un camino semirural, unos hombres en carretas, una publicidad de Coca-Cola sobre la berma y, de fondo, la orquesta de Carabineros interpretando el tema principal de La guerra de las galaxias

—Ese aviso lo grabé desde el taxi cuando iba al aeropuerto y parecía ser un puño que salía de la tierra. Cuando nos fuimos acercando noté que era la mano de un hombre con camisa sosteniendo una Coca-Cola. Era un recordatorio explícito del neoliberalismo, en una época en que los chilenos estaban muy ansiosos por ingresar al Tratado de Libre Comercio de América del Norte sin que nadie se riera o dijera “pero no tiene sentido, Chile no es parte de América del Norte”. En esa imagen estaba la idea de qué produce la tierra y qué es impuesto. Supongo que pocos artistas que no fueran latinoamericanos se interesaban por lo que pasaba en estos lados. Pero yo nunca me vi dentro del mundo del arte. Siempre fui una artista periférica.

Esa posición en los márgenes le ha permitido abordar problemas sociales y políticos con una libertad ajena a quienes están insertos en el círculo vicioso del arte y el capital, animado por inversionistas, banqueros, coleccionistas y artistas ávidos de fama. Su acercamiento a estos asuntos ha sido también a través de la escritura: Rosler es una reconocida crítica cultural, docente y activista que lleva décadas publicando ensayos —su libro Clase cultural. Arte y gentrificación, sobre cómo el arte se ha vuelto un brazo más de la industria inmobiliaria, fue publicado en 2017 por la editorial Caja Negra. La artista no se cansa de repetirlo: hace rato que el arte dejó de ser vanguardia y política. Hoy, dice, es uno de los depósitos más grandes del exceso de capital.

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Martha Rosler es una de las figuras fundamentales del arte estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, y aunque lleva cinco décadas creando fotomontajes, instalaciones, performances, esculturas y videos —como Semiotics of the Kitchen (1975), un manifiesto visual citado por varias generaciones de feministas en el que, a punta de batidores, cuchillos y humor negro se mofa de la idea de que la cocina es el lugar de realización de la mujer—, recién en las últimas décadas ha recibido una mayor atención de parte del mundo del arte. A partir del 2000 empezaron a multiplicarse sus exposiciones individuales en lugares como el MoMA de Nueva York y el Centro Pompidou de París, reconocimiento tardío que se explica en esta cita irónica del colectivo de arte Guerrilla Girls: una de las ventajas de ser una artista mujer, dicen, es “saber que tu carrera puede repuntar cumplidos los 80 años”.

—Pienso en algunas mujeres que fueron muy conocidas en algún momento, como Barbara Kruger, Jenny Holzer y Lorna Simpson, que están vivas y hacen arte, pero apenas son visibles. En cambio, tenemos exposiciones de artistas hombres reaccionarios muertos hace rato —reclama Rosler. El auge del feminismo ha forzado a los curadores a saldar la deuda con las mujeres olvidadas por la historia, como Carol Rama, Alice Neel, Joan Jonas y Ana Mendieta, pero estos gestos hay que mirarlos con sospecha, asegura:

—No ha cambiado nada. Y dudo que algo cambie.

Chile on The Road to NAFTA, Accompained by the National Police Band (1997) // Martha Rosler/Gentileza MAC

—Al menos en los grandes museos, la política de inclusión y diversidad cultural y de género sigue siendo escasa.

Por más romántico que suene, siempre he visto estas batallas como si fueran una guerra. La premisa del mundo del arte es el novum, los nuevos fenómenos, igual que en la moda. Estamos tan acostumbrados que ya ni lo notamos: el mundo del arte se parece al de la moda, lo que me parece problemático. Hoy la voluntad de los artistas de convertirse en activistas resulta predecible también, porque desde hace un rato ya que el arte está pretendiendo ser un vehículo para el activismo social a través de proyectos que intentan hacer el bien, pero que no logran intervenir seriamente la política.

“Mi gran preocupación hoy es el presentismo. No se pueden comprender obras de arte del pasado sin entender su contexto de producción, lo mismo con las luchas políticas: sin esa información estamos mal equipados para combatir los contragolpes y caminar hacia adelante”.

—Muchos de sus trabajos de décadas pasadas abordan problemas políticos y sociales con los que todavía lidiamos: los estereotipos en torno a la mujer, la brecha entre ricos y pobres, la precarización de la vida, la guerra a escala global. ¿No le parece aterrador mirar hacia atrás y ver que seguimos luchando contra los mismos asuntos después de tanto tiempo?

Por un lado, sí, pero por otro me sorprende que proyectos como la liberación de la mujer, que parecían ganados, sufran retrocesos tan grandes, aunque la historia del feminismo ha sido así desde el siglo XVIII. Pasó en la década de 1980 con los movimientos sociales y antipatriarcales. Todo se mueve por olas: las fuerzas reaccionarias siempre están esperando que olvidemos que hay algo por qué luchar, pero nunca se sabe cuándo la lucha va a resurgir, en especial con los feminismos. En el arte pasa lo mismo: obras antiguas son tomadas en cuenta hoy esencialmente por afanes comerciales. Me parece cansador.

—¿Y cómo se podrían combatir esos ciclos de avance y retroceso?

Mi gran preocupación hoy es la enorme marea de deshistorización de la información, es decir, el presentismo, que es una reinterpretación del pasado desde el presente sin considerar el contexto histórico en el que se dieron los hechos. No se pueden comprender obras de arte del pasado sin entender su contexto de producción, lo mismo con las luchas políticas: sin esa información estamos mal equipados para combatir los contragolpes, los retrocesos, y caminar hacia adelante.

—Vivimos en tiempos oscuros: el calentamiento global, la desigualdad y los neofascismos no pintan un horizonte muy esperanzador. ¿Cuáles son los asuntos que más la preocupan hoy?

El calentamiento global es un problema urgente que necesita la energía de los jóvenes. Pero la gente como Trump sabe que siempre hay una forma de hacer que el presente sea tan agotador que ni siquiera quede energía para pelear la batalla más mínima. No es el planeta el que va a morir, todos vamos a morir, y no se puede luchar contra eso sólo con pactos políticos. Hay que intervenir el curso de la vida en el planeta. Para eso necesitas ser joven, estar en la calle, dar conferencias, hacer arte. Es un tema que me importa mucho, pero soy una artista vieja, y lo que pensamos los artistas viejos, a estas alturas, es “cuándo mierda voy a terminar este proyecto que empecé hace veinte años”. Para nosotros, los viejos, es “ahora o nunca”.

‘Semiotics of the Kitchen’, 1975. // Martha Rosler/Gentileza MAC