Nuestra contemporánea desorientación política

¿En qué sentido es político el comportamiento ciudadano en las elecciones? No se trata de un comportamiento militante, más bien comporta un grado importante de escepticismo hacia las políticas de la representación. Existiría en el presente, a la base de nuestra forma de comprender la democracia, un gran malentendido. Inevitablemente tendemos a pensar la democracia como la expresión de sujetos (individuales o colectivos) que, desde la conciencia de sus intereses, necesidades, proyectos expresan sus expectativas racionales hacia la institución política. Sin embargo, es un hecho que hoy la definición de preferencias políticas es un misterio. Podría verse en esto un rasgo de apoliticidad, pero también puede tratarse de formas nuevas de subjetividad, más complejas y dinámicas.

Por Sergio Rojas

Una atmósfera de final se respira en el mundo. Algunos atisban desesperadamente el horizonte esperando ver los signos de un nuevo estado de cosas; otros, en cambio, se limitan —o resignan— a constatar el “derrumbe” del orden existente. En cualquier caso, es el orden mismo de la hegemonía lo que parece estar hoy en crisis (lo que Hardt y Negri denominaron imperio: el orden global del poder, articulado en redes y destinado a exceder incluso los límites materiales del planeta). Más allá de las diferencias propiamente ideológicas acerca de la administración de la política y la economía, es la forma misma en que se ha organizado nuestra existencia lo que habría llegado a un límite. Se trata de un límite respecto al cual la política, tal como la conocemos, no permite “una salida”. Lo que me interesa especialmente es el hecho de que esta “percepción”, la de encontrarnos como agolpados contra el borde interno de un tiempo que se acaba, no es simplemente un diagnóstico que venga desde la academia o el análisis político, sino que define en gran medida el clima de urgencias que hoy se respira en el mundo.

El término “neoliberalismo” se impone de modo insoslayable en todos los debates e interpretaciones del momento actual. La causa de la crisis ya no sería el capitalismo sin más, sino precisamente el hecho de que este habría llegado a un límite en su lógica de mercantilización de lo existente conforme al principio del crecimiento del capital, y cabe denominar a esto como “neoliberalismo”. Laval y Dardot proponen el concepto de sociedad neoliberal (en lugar de política o economía neoliberal), contrapuesto a sociedad democrática. El prefijo “neo” es equívoco, pues lo que parece anunciar es más bien el advenimiento de un prolongado tiempo post. En 2017 el cientista político Juan Pablo Luna pronosticaba a nivel social “una larga transición hacia un orden poscapitalista, la cual estará marcada por soluciones institucionales precarias y por la ausencia de una acción política coordinada y legítima, capaz de proveer una solución viable a la crisis”. Por lo tanto, el contemplativo escepticismo de unos y la desesperada inquietud de otros no se debe, en último término a la simple inmovilidad del orden de cosas imperante y donde la desigualdad parece ser el problema principal, sino que nos encontramos en el corazón de una transformación en curso sin sujeto. Se trataría de la crisis irreversible de aquello que Luna denomina el “capitalismo democrático”. ¿Cómo orientarnos en este “universo” que parece evolucionar entrópicamente hacia un estado de máximo desorden posible?

El filósofo Sergio Rojas.

Con acuerdo a un cierto sentido común, para comprender políticamente un tiempo determinado procedemos identificando un conflicto central y luego los bandos que se definen ideológica y programáticamente en torno a ese conflicto. Lo que esperamos obtener de esto es la orientadora diferencia entre conservadores y progresistas, derechas e izquierdas, reformistas y revolucionarios, etcétera. Se trata, en general, de la confrontación entre quienes son partidarios del orden de cosas vigente y aquellos que exigen urgentes transformaciones estructurales. Ahora bien, una pregunta es si acaso hoy tiene sentido político la noción de “conservador”, lo que implica preguntarse si existe una mirada política que no vea de forma manifiesta lo que se denomina problemas estructurales. “La nueva derecha —señala la historiadora y periodista Anne Applebaum, a propósito del populismo— no quiere conservar ni preservar nada de lo existente. (…) son hombres y mujeres que quieren derrocar, sortear o socavar las instituciones existentes, destruir todo lo que existe”. Los parámetros heredados de comprensión política, por ejemplo, la clásica diferencia izquierda/derecha, ya no parece fiable. La determinación de cada una de estas posiciones supone una determinada concepción del poder y de la política; más precisamente: supone que la política es una forma de hacerse sujeto del poder. Pues bien, esto último es lo que ha sido puesto en cuestión desde hace ya varias décadas. ¿Dónde está el poder? ¿Está en un lugar? El concepto de biopolítica vino justamente a poner en cuestión esta concepción espacial del poder. ¿Se trata todavía de la clásica “disputa por el poder”? Respecto a la repentina politización de la juventud en Chile, Luna señalaba en octubre de 2016 que la adhesión que el movimiento estudiantil provocó en un determinado momento en la sociedad chilena no se debió a un “giro a la izquierda”, sino a que expresaba “un fuerte sentimiento antiestablishment”. De alguna manera, y desde distintos sectores de la sociedad, a la base de las expresiones más radicales de descontento se encuentra la convicción de que es necesario “cambiarlo todo”, junto con el sentimiento de que ello es imposible.

Los resultados de la primera vuelta en la última elección presidencial provocaron sorpresa, en algunos casos franco estupor o desazón. ¿El análisis y los pronósticos previos estuvieron “errados”? Cuando se trata de pensar lo que hay de inédito en el tiempo que estamos viviendo, habría que comenzar por el hecho mismo de que no comprendemos el mundo en que vivimos, y la actual crisis de la democracia es una clave de ingreso en la cuestión. Tal vez lo que sucede es que el comportamiento del electorado no se deja analizar políticamente. ¿En qué sentido es político el comportamiento ciudadano en las elecciones? No se trata de un comportamiento militante (como en los 70), más bien comporta un grado importante de escepticismo hacia las políticas de la representación (y donde activismo y escepticismo no son necesariamente extraños entre sí). Este es un punto esencial. En el tiempo de las redes digitales, la multitud ha devenido ella misma irrepresentable, como si la representación política correspondiese a un tiempo más lento, un tiempo de la demora y de la espera, incluso de la esperanza. Existiría en el presente, a la base de nuestra forma de comprender la democracia, un gran malentendido, que no es simplemente un error epistémico, una falla de cálculo o falta de información. Inevitablemente tendemos a pensar la democracia como la expresión de sujetos (individuales o colectivos) que, desde la conciencia de sus intereses, necesidades, proyectos expresan sus expectativas racionales hacia la institución política. Sin embargo, es un hecho que hoy la definición de preferencias políticas es un misterio. Podría verse en esto un rasgo de apoliticidad, pero también puede tratarse de formas nuevas de subjetividad, más complejas y dinámicas.

Sigue siendo difícil explicar la revuelta que se desencadenó el 18 de octubre de 2019 y, tal vez, sea algo que llegará a ser en último término imposible. En efecto, una cosa es exponer las condicione políticas y económicas de insatisfacción ciudadana, caracterizar incluso el patrón cultural del malestar cuando este se hace sentir como cotidiana e íntima infelicidad, y otra cosa es intentar comprender la forma en que aquello sucedió. Para explicar los hechos de la “violencia octubrista” ha sido verosímil el recurso a una supuesta “rabia contenida”. Este es, por cierto, un modo de hablar, que comporta implícitamente la idea de que el descontento es algo que fue “creciendo” y “acumulándose” en el tiempo, hasta su desenlace en un “estallido” de proporciones. Metáforas para dar cuenta de esa “energía desatada” (otra metáfora). Cuando se trata de comprender procesos de alta complejidad, el recurso al lenguaje figurativo es válido, por cierto, si somos conscientes de ese uso. En el grito de protesta “no son treinta pesos, son treinta años”, se expresa la lógica de “la gota (el alza de 30 pesos en el pasaje del Metro) que rebasó el vaso (la rabia contenida)”. Sin embargo, esa supuesta capacidad de contención que habría posibilitado durante décadas el disciplinamiento de la subjetividad ciudadana es lo que mayor explicación requiere. Es cierto que, como sostiene Anne Applebaum, “la ‘economía’ o la ‘desigualdad’ no explican por qué en este preciso momento todos se enfadaron tanto. (…) En este momento está ocurriendo algo más; algo que está afectando a democracias muy diversas, con economías y demografías muy distintas, y en todo el planeta”. El problema no es cómo ignoramos el hecho de que habitábamos en el no-mundo, sino precisamente lo contrario: ¿cómo fue posible domiciliarse en un régimen de cotidianeidad de cuya inhabitabilidad teníamos noticias en cada momento? Estandarización de una “forma de vida” que se define esencialmente por el consumo y que hegemoniza el imaginario de la felicidad. Una democracia mercantilizada produce una paradójica demanda individualista de igualdad, traduciendo acceso por “accesibilidad” crediticia conforme a la lógica del consumo, produjo una profunda transformación de la democracia. La mercantilización de la libertad consistió en aceptar que la satisfacción del propio interés no debía ser una opción política, sino una simple necesidad natural. No es posible ser sujeto del interés que me mueve ni someterlo a una instancia superior, externa, pues constituye algo estrictamente individual, no es ideológico, de clase, de género, etcétera. El interés no hace sujeto. Como señalara Foucault a fines de los 70, el homo economicus es un individuo eminentemente gobernable, pero no desde el gobierno, sino debido a su propio sometimiento a la realidad del mercado en nombre de ese intransferible interés propio. Acaso el consumismo sea el modo en que el individuo se aferra a la idea de que existe en él un “interés propio”.

Foto de Kelly L / Pexels.

No se trata de que hayamos vivido en una especie de descomunal error que ahora intentamos abandonar, como si la historia en verdad no hubiese ocurrido sino “en la medida de lo posible”; más bien lo que sucede es que, de pronto, no encontramos en nuestro pasado las claves para imaginar el futuro. En otras palabras: el futuro ya está sucediendo, pero al no poder concebirlo con los códigos que hemos heredado, no llegamos a hacernos sujetos de ese futuro. Señalamos entonces con la fórmula lingüística “treinta años” la causa de nuestra irresponsabilidad.

Las redes digitales articulan una dimensión importante de los tópicos que se discuten en el espacio social, operando como canales de expresión directa de las personas. En las redes sociales los usuarios están permanentemente “enviando mensajes”, queriendo “decir algo”, expresando una expectativa, un estado de ánimo, un descontento. Más que referirse a una realidad o a un hecho determinado, lo que se hace es más bien comentar, objetar, confirmar, etcétera, lo que alguien dijo acerca de ese hecho. Es una forma de entender la democracia: el ejercicio de mi derecho a comentar y criticar las opiniones de los demás. Ahora bien, la confianza en la potencia transformadora de la democracia implica la posibilidad de constituir institucionalmente voluntades colectivas mediante mecanismos de representación. Hoy el descrédito de la política es también un cuestionamiento a la democracia de la representación, generando expectativas hacia formas de democracia directa.

Es imposible poner en duda la incidencia del soporte digital y las denominadas redes sociales en el territorio de la política; sin embargo, no existe consenso acerca de la naturaleza misma de aquella incidencia. El sociólogo español Manuel Castells sostiene que, en virtud de las redes digitales de comunicación autónoma, los individuos “superan la impotencia de su desesperación solitaria comunicando sus deseos. Luchan contra el poder establecido identificando las redes de la experiencia humana”. Su tesis de base es que la esencia de los movimientos sociales radica en la autonomía de las comunicaciones. Se trataría, en último término, del cuestionamiento de la democracia representativa. Applebaum, en cambio, señala que “para manifestar un cambio brusco de afiliación política, lo único que tenemos que hacer es cambiar de canal, visitar un sitio web distinto por las mañanas o empezar a seguir a un grupo diferente de personas en redes sociales”. Es decir, el sentido de aquella autonomía viene a ser algo incierto. El riesgo es que la autonomía política de las comunicaciones en la “sociedad red” (utilizando el término de Castells) termine generando una “realidad” paralela, autosuficiente. Es en atención a esto que el filósofo coreano Byung-Chul Han considera a las redes sociales como redes de indignación antes que de transformación. En diciembre de 2019 el periodista Jon Lee Anderson señalaba que todavía no comprendemos cómo se relacionan entre sí el mundo virtual de las redes digitales y el mundo real, llegando a afirmar que, al menos por ahora, “el mundo virtual y el mundo real no son compatibles”.

La crisis de la democracia hoy no significa que esta deba confrontarse con “alternativas” de carácter autoritario, sino con un latente presentimiento de que la democracia no resolverá los problemas que en el presente enfrentamos. Por lo tanto, no se trata de defender a la democracia frente a otras formas de gobierno, sino frente a la realidad misma de los conflictos, en el inquietante presentimiento de que la democracia, tal como la conocemos, “no alcanza para todos”.

¿Es la democracia representativa la forma política que mejor puede corresponder a las demandas de igualdad? ¿Cuál es el sentido político de la igualdad en un “mundo” que, en más de un sentido, se define cada vez más por la escasez? ¿Se reduce el sentido de la igualdad al ámbito de la seguridad y subsistencia material de la vida? Las demandas de igualdad pueden ser la expresión de insatisfacciones más complejas, justamente cuando el individuo no puede ser sujeto de su infelicidad. La definición política del sujeto a partir de condiciones de clase, raza, nacionalidad, incluso género, hoy parece estar en retirada.

La desilusión de la política conlleva la fatiga de la democracia que se expresa en el escepticismo. Las personas consideran que sus expectativas personales de bienestar y progreso no son correspondidas por la clase política. Desde la perspectiva de una existencia aparentemente “despolitizada”, avocada cotidianamente a demandas básicas relacionadas con salud, vivienda y empleo, resultan ajenas o lejanas las discusiones en torno a, por ejemplo, medioambiente, diversidad sexual, género, deuda del Estado con pueblos originarios, derechos de los inmigrantes. La separación entre estos dos ámbitos de la discusión por parte de la ciudadanía (entre el régimen material determinado por políticas de la escasez y el orden de las diferencias definido por políticas de la hospitalidad) es un claro signo de debilitamiento de la democracia. Esto nos conduce a la paradoja de que sea posible votar contra la democracia. Se trata de una cuestión fundamental para reflexionar nuestra incomprensión política. En tiempos de escepticismo, la democracia tiende a operar, ante todo, como un medio de expresión antes que como instancia de transformación. Incluso, como señala el antropólogo indio Arjun Appadurai, en varios lugares en el planeta “las elecciones se han convertido en una vía de salida de la propia democracia, en lugar de ser un medio de reparación y debate político democrático”. Es la reacción de un escepticismo agresivo frente a la dificultad de intervenir y modificar un orden de cosas que se trama a escala planetaria.

Hoy, frente a las nociones de crisis o derrumbe, todavía circunscritas principalmente al ámbito de las políticas económicas, surge la idea de colapso (el concepto de colapsología fue elaborado recientemente por los ecologistas Raphaël Stevens y Pablo Servigne). Se trata de una idea que seduce a algunos a la vez que espanta a otros, en cierto sentido debido a lo mismo: la imaginación estupefacta e íntimamente excitada ante lo que considera su irresponsabilidad ante una realidad fuera de quicio. En pocas palabras, “colapso” dice que la realidad se nos ha escapado de las manos; refiere no solo la magnitud de la catástrofe, sino el hecho de que esta rebasa incluso nuestra imaginación. La filósofa española Marina Garcés sugiere que la condición póstuma en la que estaríamos ingresando “es el no-futuro del capitalismo desbocado”. No se trata del término del capitalismo, sino del advenimiento de un tiempo sin futuro. El covid-19 operó como un siniestro anticipo de aquella situación. La pandemia hizo una abrumadora radiografía de nuestras “fallas estructurales”. Como señala Kathya Araujo, el neoliberalismo implementado en Chile durante al menos cuatro décadas, redefinió aquello que las personas consideran “el mínimo digno vital”. En este sentido, la desigualdad que en el presente constatamos se debe en gran medida a la democratización de las expectativas de calidad de vida que el capitalismo generó, y a las que hoy difícilmente podría corresponder.

Cómo la pandemia agudizó la crisis de los cuidados (y por qué puede ayudarnos a enfrentarla)

Históricamente, las mujeres han asumido en mayor medida el trabajo reproductivo y de cuidados. Una labor invisible, poco valorada, pero central. La pandemia evidenció el agotamiento del modelo que se sostiene únicamente sobre los hombros de las mujeres y aceleró la discusión sobre la corresponsabilidad social de los cuidados.

Por Pamela Barría Osores  

Una isapre le rechazó la licencia médica a Ariadna y ella no entiende cómo es posible después de todo lo que ha pasado. Para apelar tuvo que someterse a un peritaje psiquiátrico. Le explicó al especialista que no, que si bien no ha pensado en el suicidio, sí necesita descansar y reorganizar su vida, que está triste y agotada. Y cómo no, hace apenas dos meses murió su padre, a quien bañó, vistió y alimentó hasta sus últimos días.  

Desde marzo, producto de la pandemia, asumió sola su cuidado, también el de su madre adulta mayor y el de su hija, de nueve años. Para reducir los riesgos de contagio, la persona que la ayudaba con los quehaceres domésticos, otra mujer, no siguió trabajando en su casa. El papá de la niña estaba en cuarentena total hasta hace poco, y no siempre había permisos disponibles para padres separados en Comisaría Virtual. “Tenía tres jornadas laborales: la de mi trabajo, la del cuidado de mi papá y la de acompañar en el colegio a mi hija”, dice.  

La experiencia de Ariadna no es única. Histórica y globalmente, son las mujeres las que han asumido en mayor medida el trabajo reproductivo y de cuidados, es decir, todas aquellas tareas cotidianas destinadas a sostener la vida y atribuidas culturalmente a las mujeres. Un trabajo agotador como cualquier otro, pero invisible y no remunerado, una sobrecarga muchas veces brutal, justificada bajo el supuesto de un inagotable amor.  

Lorena Flores es economista y directora ejecutiva del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile.

Esta realidad, en el actual contexto de pandemia, persiste con una magnitud preocupante. Así lo han advertido organismos como ONU Mujeres y Cepal, que en el informe Cuidados en América Latina y el Caribe en tiempos de COVID-19: hacia sistemas integrales para fortalecer la respuesta y la recuperación (agosto 2020), señalan que la crisis “ha demostrado la insostenibilidad de la actual organización social de los cuidados, intensificando las desigualdades económicas y de género existentes, puesto que son las mujeres más pobres quienes más carga de cuidados soportan y a quienes la sobrecarga de cuidados condiciona, en mayor medida, sus oportunidades de conseguir sus medios para la subsistencia”.  

Para Lorena Flores, economista y directora ejecutiva del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile, lo más preocupante de esta crisis es el retroceso en la participación laboral femenina. “En marzo se notó un impacto inmediato en las mujeres. El 16 de ese mes cerraron los establecimientos educacionales, entonces la mujer que perdió el empleo se declaró inactiva, dejó de buscar trabajo, y eso tiene que ver con estar a cargo de los cuidados de otros y del hogar”, explica.  

La tasa de participación laboral de mujeres cayó 7,6 puntos, llegando a un 45%. “Es una cifra similar a lo que existía en 2004. En estos meses se ha retrocedido 16 años en participación laboral femenina y no sabemos cuánto va a durar, sobre todo porque la reactivación que se ha anunciado se dará en sectores que son mayoritariamente masculinos, como la construcción, logística y transporte. Los establecimientos educacionales tampoco están abriendo y eso hará que la decisión de las mujeres sea quedarse en la casa, que no salgan a buscar empleo si no está resuelto el tema del cuidado”, advierte Flores.  

Mujeres en primera línea 

“Las mujeres siempre somos carne de cañón en las crisis”, dice la doctora en Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, Carolina Franch. “Con el cierre de colegios, las madres hoy han tenido que ser coadyuvantes de la educación de sus hijas e hijos, una carga que no existía antes. Además, tuvieron que asumir tareas como la alimentación y la limpieza de la casa, domesticidad que un porcentaje de mujeres tenían resuelta a cargo de otra mujer de otra clase social”, describe.  

Precisamente, las trabajadoras de casa particular, quienes han reclamado por años el reconocimiento de sus derechos laborales, representan uno de los sectores altamente feminizados que se han visto más golpeados por la pandemia. La Coordinadora de Organizaciones de Trabajadoras de Casa Particular estima que se han perdido unos 120 mil empleos, correspondiente al 40% de los puestos de trabajo. Sin embargo, recién el 9 de septiembre, a medio año de iniciada la crisis, lograron que se aprobara el proyecto de ley que las incorpora al Seguro de Cesantía. “Es un sistema completo el que desvaloriza todo el quehacer femenino”, complementa Franch.  

La antropóloga apunta a otro factor, la corresponsabilidad. “Tras la pandemia no ha existido una corresponsabilidad en la redistribución de trabajo. Muchas veces ocurre que los hombres cierran la puerta de la pieza en la mañana y la abren a las 6 de la tarde, cuando terminan su jornada laboral. Mientras tanto, las mujeres no hicieron eso: tuvieron que abrir el computador desde la cocina, acompañaron a los hijos en el estudio, hicieron funcionar una casa a la vez que intentaban mantener un ritmo laboral. En los trabajos de los hombres también se asume que ellos pueden encerrarse y no atender nada más que el trabajo”, agrega.  

“El derecho al cuidado desde que naces hasta que mueres debe incluirse en los principios de la nueva Constitución, porque se debe organizar la economía y la sociedad en torno a la reproducción social de la vida”, asegura Teresa Valdés, coordinadora del Observatorio de Género y Equidad. 

Sin embargo, el problema está lejos de ser sólo individual y puertas adentro. La invisibilización de la división sexual de los cuidados compromete incluso la contención de la pandemia, porque está afectando a la primera línea de resistencia del Covid-19.  

“Más de un 70% de la fuerza laboral en salud son mujeres. Por los estereotipos de género que persisten, para las trabajadoras de la salud ha sido especialmente dura la pandemia, por la sobrecarga de cuidados y porque han debido mantener sus trabajos con mucha más carga asistencial. Nosotras hemos hecho una defensa de las médicas y, en colaboración con otros gremios de la salud, hemos empujado algunas alternativas legales, como por ejemplo que algunas de las trabajadoras que tienen hijos e hijas pequeños puedan acogerse a teletrabajo si es que no tienen a nadie con quien dejarlos”, cuenta Francisca Crispi, encargada de género del Colegio Médico de Chile.  

“La autoridad sanitaria ha sido bien ingrata con las trabajadoras de la salud. Hasta ahora, han entregado nulo apoyo a los cuidados, pese a que lo solicitamos. Nos dieron la opción de salvoconducto para cuidadoras y cuidadores, pero ha funcionado muy mal, tenemos más de 20 casos en que simplemente no se les respetó el salvoconducto”, detalla Crispi.  

Por otro lado, está el problema de los recursos. “Las médicas, en general, van a poder pagar a un tercero que cuide, pero es superimportante identificar qué integrantes de los equipos de salud no pueden costear en este minuto y dar un bono compensatorio para asegurar los cuidados, y también flexibilidad para adaptar los horarios laborales”, complementa.   

Un cambio obligado  

Según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo del INE, de 2015, en el Chile prepandémico las mujeres dedicaban 5,89 horas al trabajo no remunerado por día, superando en más de tres horas a los hombres, quienes destinaban 2,74 horas a las mismas labores.  

En junio de este año, un estudio del Centro de Economía y Políticas Sociales de la Universidad Mayor, a cargo de la economista Claudia Sanhueza, determinó una pequeña variación en esa brecha en cuarentena: las mujeres dedican dos horas más por día que los hombres a las tareas domésticas. Mientras ellas suman 5,6 horas, ellos lo hacen 3,8 horas. 

Irma Palma, es doctor en Psicología, académica de la Universidad de Chile e investigadora principal del estudio “Vida en Pandemia”

La doctora en Psicología, Irma Palma, académica de la Universidad de Chile, está a cargo del estudio longitudinal Vida en Pandemia, que está monitoreando la forma en que la crisis sanitaria impacta a distintos grupos de la población en diversos temas.  

El segundo informe de la investigación, explica Palma, tiene el siguiente eje. “Cuando se iniciaba la crisis se formulaba una hipótesis -fundada en la experiencia histórica de crisis humanitarias y desastres naturales- que decía que con el cierre de escuelas se profundizaría la desigualdad entre hombres y mujeres en el trabajo no remunerado. Puestos en la desestabilización de la vida cotidiana, cuyo orden estaba basado en la desigual distribución de estas labores en perjuicio de las mujeres, ¿es que los hombres no asumirían nada o poco de la nueva carga debido a la crisis de más trabajo doméstico en los hogares, de cuidado de la niñez y del inédito trabajo educacional?”. 

Se les preguntó a hombres y mujeres cuánto habían hecho en las últimas dos semanas, si “mucho menos”, “menos”, “igual”, “más” o “mucho más” que en las primeras semanas de marzo. Entre los resultados, el 69% de las y los entrevistados hace “más” o “mucho más” en la crisis de las actividades como cocinar o hacer limpieza en su casa. No obstante, las mujeres han incrementado en mayor medida que los hombres la cantidad del trabajo doméstico que realizan: 52% de mujeres y 37% de hombres declaran hacer mucho más que en el pasado inmediato a la crisis. 

El informe también reporta que existe una brecha de género en la distribución del trabajo de cuidado infantil, en favor de los hombres, y que al mismo tiempo ha aumentado la cantidad de hombres que durante la crisis asumieron el trabajo de cuidado infantil. En cuanto al trabajo educacional en casa, también existe una diferencia de género: 67% de madres y 43% de padres, respectivamente, acompaña a niñas y niños en la educación en casa todos los días de la semana. 

“Observamos un hecho nuevo, un aumento del trabajo por parte de los hombres, y a esto hay que atender en el futuro, pues en las crisis multidimensionales, complejas y diferenciadas, emergen formas nuevas de hacer, de relacionarse y de pensar, y puede que esto vaya a ocurrir en el plano de la división sexual del trabajo no remunerado”, asegura Irma Palma. 

Un dato llamativo es que existe una diferencia entre lo que los hombres informan sobre su propia participación y aquella que sobre ellos declaran las mujeres. Sólo 23% de mujeres dice que el padre acompaña en la educación en casa todos los días de la semana, no 43% como aseguran los hombres, y 31% de mujeres informa que el padre no hace nunca acompañamiento, no 9% como declaran los hombres.  

En cambio, mujeres y hombres coinciden en el alto nivel de trabajo educacional de las madres: 65% de los hombres dice que la madre acompaña en la educación en casa todos los días de la semana, prácticamente lo mismo que dicen las mujeres sobre las madres (67%). 

“Es necesario explorar de qué modo en las nuevas condiciones de la vida cotidiana se reorganiza el trabajo no remunerado, si permanece intacta la división histórica o ésta misma se desestabiliza. No se trata de cómo se comportan las brechas en la crisis, aunque sea injusta, por cierto, la posibilidad de que crezcan. Observamos un hecho nuevo, un aumento del trabajo por parte de los hombres, y a esto hay que atender en el futuro, pues en las crisis multidimensionales, complejas y diferenciadas, emergen formas nuevas de hacer, de relacionarse y de pensar, y puede que esto vaya a ocurrir en el plano de la división sexual del trabajo no remunerado”, asegura Irma Palma. 

Los cuidados al centro 

“Pienso que estamos en un tránsito, en un momento de inflexión. O avanzamos hacia que los cuidados son responsabilidad de todos o reafirmamos el modelo anterior”, plantea Camila Miranda, directora de la Fundación Nodo XXI, quien apunta a algunas medidas urgentes e inmediatas para enfrentar esta crisis, por ejemplo, una encuesta nacional que se aplique a la brevedad. 

“Hay varios países que por ley realizan encuestas para visibilizar la división sexual del trabajo. Eso en Chile no está. La última es la del INE del 2015, sobre uso del tiempo, y ese tipo de cuestiones son importantes de producir, tanto para visibilizar el tema como para comprenderlo con exactitud”, explica. 

Camila Miranda, directora de la Fundación Nodo XXI

La directora de Nodo XXI también propone que desde ya se comience a articular un sistema integral de cuidados, en el que participen los ministerios de Salud, Educación, de la Mujer y Equidad de Género y de Desarrollo Social, “todas las institucionalidades que pueden apoyar en este momento en que no existe una institucionalidad central que se encargue de los cuidados, esa es otra pelea más a largo plazo”. 

Finalmente, la investigadora apunta al endeudamiento femenino derivado de los cuidados, por cuestiones básicas como la alimentación. “En ese sentido, se puede proponer la condonación de deudas por este concepto o un aporte basal que está en la lógica de la renta básica universal, y que se podría discutir en lo inmediato”, plantea. 

“Las políticas públicas deben ir hacia cómo se logra la corresponsabilidad social en el cuidado, tanto en el espacio privado como en el público, pasando por la comunidad. Se tiene que asumir que esa tarea no es de las mujeres ni es exclusiva de las familias, sino que la reproducción social es tarea común de la sociedad”, fundamenta la socióloga y coordinadora del Observatorio de Género y Equidad, Teresa Valdés. 

Una tarea que el feminismo ya ha puesto sobre la mesa de cara al debate constitucional que se aproxima. “El derecho al cuidado desde que naces hasta que mueres debe incluirse en los principios de la nueva Constitución, porque se debe organizar la economía y la sociedad en torno a la reproducción social de la vida”, agrega Valdés.   

Ollas comunes: lección de resistencia y solidaridad en tiempos de crisis

Dicen que siempre hay dos caras de la moneda y que siempre una crisis trae consigo una oportunidad. Autogestionadas, sin colores políticos y con mucho corazón, las ollas comunes vuelven a aparecer en Chile para combatir el hambre en medio de la pandemia, al igual que hace más de 30 años, durante la dictadura. Ellas son hoy el reflejo de un país más pobre de lo que hubiéramos querido creer y al mismo tiempo son ejemplo de la lucha de un pueblo que, unido, es capaz de organizarse por sí solo en la adversidad de su propia historia.

Por Denisse Espinoza A.

Ese 18 de mayo otra olla a presión explotó. Venía bullendo hace tiempo, vacía de alimentos, pero llena de necesidades, impotencia y desesperación. Fue en la comuna de El Bosque donde el brutal escenario quedó al descubierto, donde decenas de pobladores decidieron romper la cuarentena que el gobierno había decretado para salir con mascarillas y palos a gritar simplemente: ¡hambre! Fuerzas Especiales llegó a contener la protesta, a intentar acallar la furia de los pobladores, pero el mensaje ya había sido entregado. Tras las medidas de cuarentena obligatoria y el creciente desempleo, ya se instalaba una pandemia aún peor: la de la cesantía y falta de alimentos. 

Así, luego de casi tres meses de confinamiento, las mismas multitudes que golpearon con cucharas de palo ollas y sartenes como instrumentos sonoros de protesta, hoy las sacan para darles de comer al pueblo. A lo largo de todo Chile son los propios vecinos de las poblaciones vulnerables quienes se organizan para compartir un plato de comida caliente que les permita seguir viviendo con dignidad. Según una encuesta del Centro de Microdatos de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, el desempleo marca un 15,6% en Santiago, la peor cifra en 35 años; y de acuerdo al INE, un 11,2% a nivel nacional en el último trimestre. La ecuación es simple y desoladora: el virus trajo la cuarentena, la cuarentena trajo cesantía y la cesantía trajo hambre. Así, como dos curvas paralelas en ascenso, se multiplican también los casos de contagiados (sobre los 300 mil) y fallecidos confirmados por Covid-19 (7.057, según cifras del DEIS). Frente a esto, el pueblo se organiza en una estrategia de resistencia y solidaridad que sólo se había visto con esta intensidad en los años 80, en plena dictadura y crisis económica. El flashback a esa época es inquietante y deja en el aire la pregunta: ¿qué tan cierto es que Chile ha superado la pobreza en estos 33 años de posdictadura?

La vecina de El Bosque, María Valdera, junto a un equipo de mujeres preparando los ingredientes para su olla común.

“Tengo 57 años, soy diabética crónica, insulinodependiente, podría en este momento estar en mi casa, haciendo mis cosas, viviendo mi mundo, pero así me enfermaría más. Prefiero estar afuera, ayudando a mi vecino y lo hago de corazón. El Bosque va a salir adelante, vamos a salir victoriosos y el gobierno va a tener que darse cuenta de que hay mucha necesidad, nadie mira el bolsillo del pueblo”, dice María Valderas, vecina de El Bosque, de la calle Las Pataguas, quien trabaja de lunes a sábado en una olla común que entrega 360 colaciones al día. Debido a la pandemia y para evitar al máximo el contacto físico, levantaron un sistema de delivery, que permite a los vecinos que están inscritos recibir su almuerzo en casa. Además, los 30 trabajadores, entre cocineros, asistentes y repartidores, están equipados con guantes, mascarillas y mallas para el pelo. “Nos levantamos a las 8.30 de la mañana a poner agua a hervir y empezar a cocinar, hay vecinos que se llevan a su

casa unos sacos de papas o zanahorias para pelarlas y cortarlas, también hay gente para la limpieza y lavar los fondos, empezamos el día antes a adelantar las cosas. A las 12 ya estamos emplatando en los envases para que a las 12.30 se empiece a repartir”, explica María. “Estas son ollas autogestionadas, recibimos donaciones de vecinos y gente anónima que hace aportes. No hemos recibido ayuda del municipio ni la queremos, porque acá no hay colores políticos y no queremos avalar ningún proyecto de gobierno”, agrega. 

La prontitud y eficacia con la que estas organizaciones se levantaron y están actuando en los territorios ha dejado corto al gobierno, el que ha sido dura y transversalmente criticado por la insuficiente ayuda anunciada el 17 de mayo pasado por el presidente Piñera: 2,5 millones de cajas de mercadería que irían sólo al 70% del 40% de la población más vulnerable de Chile, según el Registro Social de Hogares. Muchas familias aún esperan la caja que incluye cereal, legumbres, arroz, fideos, conservas, aceite, leche, detergente, jabón líquido y no mucho más.

Las redes sociales han sido clave para que estas organizaciones se levanten y funcionen pidiendo aportes voluntarios. Una de las primeras en Twitter fue @comunolla, que partió con 32 y ahora ya suma 345 en todo Chile. También se puede consultar el hashtag #elpuebloayudaalpueblo para obtener información detallada de dónde, cuándo y cómo ayudar; o acceder al sitio web ollasolidaria.cl, que tiene un registro de varias iniciativas y donde se puede donar en línea. En su mayoría, las organizaciones cuentan con su propia cuenta de Facebook e Instagram, donde van subiendo fotos de sus labores y campañas. Además, la Universidad de Chile e integrantes de la Fundación Vértice están elaborando un mapa virtual con todas las ollas comunes y campañas solidarias a lo largo de Chile.

Donde comen cuatro, comen 100

 Celia Ramírez vivía en Conchalí, pero junto a su familia viajaba todos los veranos a Las Cruces, donde tenía un trabajo haciendo aseo en una residencial. Hasta que un día, la dueña le ofreció quedarse, le consiguió una casa y hoy Celia, junto a su marido Claudio Valenzuela y sus hijos Noemí de 24 y Lucas de 13, viven hace cinco años en el balneario. Les cambió la vida. “Jamás volveríamos a Santiago. En Conchalí estábamos en un sector con mucha delincuencia, droga, teníamos que vivir encerrados en una burbuja porque todos los fines de semana había balacera”, cuenta Celia, quien hoy va en ayuda de sus vecinos al liderar la olla del Comedor Solidario Las Cruces. “Como familia nos conmovimos porque supimos de muchos abuelitos que vivían solos y no tenían cómo alimentarse. Empezamos el 5 de abril, llevándoles almuerzo a 40 adultos mayores. Muchos creen que por no tener una situación económica buena no se puede ayudar, pero todos podemos hacer algo”, dice Celia, quien hoy está entregando, junto a su familia, 160 almuerzos los martes, jueves y sábados. Los domingos hacen desayunos para los niños u onces que también llegan a toda la comunidad y también han realizado actividades vendiendo empanadas a $1.000 para recaudar fondos. También en este último mes pasaron de cocinar en la casa de Celia a ocupar la sede del Club de Pesca y Caza Los Halcones de Las Cruces.

Algunos de los integrantes del comedor solidario del balneario Las Cruces.

Detrás de cada olla común hay historias de vida unidas no sólo por la necesidad de alimentarse sino también la de encontrarse con otros que comparten contextos de vida similares. Otro rasgo que se repite en estas ollas comunes de ayer y hoy es el liderazgo de las mujeres. Un ejemplo claro es el del grupo de vecinas conformado por Elizabeth Tejeda, Angélica Ríos, Fresia Bravo, Rosa Tejos, Evelyn Pichinao y Verónica Henríquez, de la población El Progreso en Temuco, quienes hace más de 10 años vienen trabajando en su comunidad realizando ferias de trueque, haciendo celebraciones de Navidad, Día del Niño y de aniversario de la población, que partió como toma en 1990. “Nuestros maridos trabajan, son obreros de la construcción, pero ahora están cesantes”, dice Elizabeth. “Juntas, nos propusimos primero ayudar con almuerzos a los adultos mayores y partimos con 20 personas, pero hoy ya entregamos colaciones tres días de la semana a 220 personas. Se ha sumado mucha gente por el tema de la cesantía, hay muchas mujeres solas criando a sus hijos, que también necesitan pañales y ropa”, añade.

“La municipalidad no se ha acercado para nada, nosotras hacemos todo con donaciones anónimas y de vecinos, por ejemplo, El Club de Leones ha costeado almuerzos, también la comunidad mapuche Trapilhue y Maquehue se han portado muy bien y están donando también a otras ollas comunes sus productos, los pescadores de Queule también nos trajeron pescado para las familias”, enfatiza Elizabeth.

Demasiadas veces hemos visto que cuando la necesidad es inminente, cuando la catástrofe se cierne sobre los más pobres, estos no tienen ni siquiera el tiempo para lamentarse o sufrir. Al contrario, rápidamente salen a las calles y luchan con más fuerza, levantan lo que ha caído al suelo, construyen una red de afectos y ayudas concretas, y al final del día hay siempre más sonrisas que lamentos. En tiempos adversos es cuando la solidaridad pareciera salir a la luz, pero lo cierto es que hay familias que vienen haciendo un trabajo de ayuda al prójimo más prolongado.

Es el caso de Estephanie Ortiz y Manuel Ruiz, matrimonio que desde hace tres años realiza un servicio a la comunidad entregando alimentos a personas en situación de calle. La actual pandemia, simplemente, amplificó sus labores. Partieron hace dos meses con tres ollas comunes y ahora ya suman siete desplegadas en las comunes de La Pintana, El Bosque y San Bernardo. “Cada vez hay más hambre”, dice Fanny, quien junto a un equipo de 30 personas entrega más de 2 mil colaciones a la semana. “También hacemos entregas directas de cajas con mercadería y ropa, además de otras ayudas. Hemos recibido muchas donaciones del barrio alto, pero lo cierto es que cada vez es más difícil parar la olla, porque es difícil que alguien done más de una vez”, cuenta Fanny, quien tiene cinco hijos junto a su marido Manuel Ruiz, dueño de una pyme, una pequeña pizzería en La Pintana. “Las cosas están pesadas para nosotros también porque las ventas han bajado, pero no vamos a bajar los brazos. A mis ojos, el gobierno no está haciendo ni la mitad de lo que el propio pueblo está haciendo”, dice Fanny.

Lo cierto es que, frente a la actual situación de hambruna, el gobierno ha pecado de ignorante. El pasado 28 de mayo, el ex ministro Mañalich reconoció que “no tenía conciencia” de la magnitud de la pobreza y hacinamiento en Chile. Sin embargo, los datos estaban a la vista. Según la Cepal, el nivel de pobreza pasará del 9,8% al 13,7% en Chile debido a la pandemia. Y, sin embargo, el gasto social público de Chile es el segundo más bajo de todos los países OCDE. En este ámbito, el gasto del Estado llegó al 10,9%, cifra que se ubica muy por debajo del 20,1% de la media que destinan los 36 Estados miembros.

“Si algo tiene el gobierno es disponibilidad de información, datos riquísimos. Si el gobierno no previó la situación actual es porque simplemente no quiso verlo, no puede declararse sorprendido”, afirma la psicóloga Clarisa Hardy, quien fuera ministra de Planificación en 2006 en el gobierno de Michelle Bachelet y hoy ejerce como presidenta del Instituto Igualdad. “En el primer gobierno de Bachelet, cuando empezamos a idear el sistema de protección social, advertimos que en la medición de la pobreza no se estaba consignando el índice de vulnerabilidad. Es decir, que frente a circunstancias que no se controlan, como enfermedades, accidentes, crisis económica, catástrofes naturales, inmediatamente un gran segmento de la población iba a caer en pobreza porque su nivel de ingresos es muy ajustado, les permite salir de la línea de pobreza, pero en el momento en que tienes un shock, lo pierden todo”, afirma la psicóloga.

Hace 33 años, Hardy iniciaba, bajo el alero de la Academia de Humanismo Cristiano, una experiencia de apoyo externo profesional a las ollas comunes que estaban emergiendo con fuerza en dictadura. “Hacíamos de mediadores para conseguir ayuda internacional, recursos para víveres, les dábamos asistencia técnica, por ejemplo, contratamos a una nutricionista para ayudarles a mejorar sus ollas, los asesorábamos sobre cómo ir al consultorio para exigir que a los niños los pesaran y midieran y así poder acceder a los programas de alimentación complementaria. Lo que hacíamos era una investigación en terreno, estudiamos la realidad, pero además actuamos y todo se hizo participativamente, los mismos pobladores llenaban nuestros formularios, nunca tuvimos encuestadores”, recuerda hoy la presidenta del Instituto Igualdad, quien en 1986 publicó el primer libro al respecto: Hambre + dignidad = ollas comunes, y en 1987, el segundo, Organizarse para vivir, pobreza urbana y organización popular. Ambos cobran hoy una vigencia inusitada, por lo que Hardy ya está en conversaciones para reeditarlos.

“La gran diferencia entre las ollas comunes de ese entonces y las de hoy es que antes era un país que no tenía el espacio fiscal que tenemos hoy ni tenía un gobierno democrático ni tenía partidos políticos ni debate ni organizaciones sociales legítimamente haciendo demandas. Entonces, hoy tienes un cuadro político absolutamente distinto y lo brutal es que estamos acercándonos a vivir una situación de crisis económica comparable a aquella”, afirma.

Ollas inmigrantes 

Sin duda, una de los segmentos más vulnerables de nuestra sociedad es la población migrante, de la cual una buena parte se concentra en el norte de Chile. Elizabeth Andrade es peruana y vive desde 2009 en la población Los Arenales en Antofagasta, compuesta por 1.700 familias, 85% de ellas migrantes. Ella, eso sí, llegó a Chile en 1995. “Tengo ya la residencia, pero nunca he dejado de sentirme inmigrante. Claro que en estos 25 años las cosas han cambiado. Primero vine trabajando de irregular, inventando cualquier excusa para poder cruzar la frontera Tacna-Arica, hasta que me pude quedar. Luego me fui a Antofagasta y trabajé como asesora del hogar puertas adentro e incluso me pude pagar mis estudios de educadora de párvulos, pero hace tres años dejé de ejercer para dedicarme a la dirigencia al mil por ciento”, cuenta Elizabeth, quien ahora, por la pandemia, ayuda a gestionar ollas comunes que reparten 400 raciones de lunes a viernes. “No es suficiente, pero es lo que podemos hacer por ahora. Nos dividimos en cinco comités y algunos de ellos incluso han decidido vender el plato a $1.000 para poder seguir financiándonos, pero en algunos lugares simplemente no hay dinero”, cuenta.

La organización ha sido vital y ya hace tres años existe la Red Nacional de Migrantes y Promigrantes en Chile que reúne a 50 grupos de chilenos y otras nacionalidades, la mayoría peruanos, bolivianos, ecuatorianos y en menos cantidad venezolanos, colombianos y brasileños. “He ido descubriendo cómo opera la discriminación y el racismo, pero también he visto el empoderamiento de vecinos y vecinas, nuestro reconocimiento como sujetos dignos de derechos y la sororidad, porque la mayoría somos mujeres”, dice Elizabeth.

  La Coordinadora Feminista Migrante, que es parte de la red, le entregó a la población Los Arenales $600 mil, con lo que pudieron armar cajas solidarias para 30 familias, mientras que otra brigada migrante de Temuco donó a la red $1 millón para que las distintas organizaciones pudieron comprar equipamiento de sanitización como mascarillas, alcohol gel, trajes especiales y una bomba de fumigación. “Hemos decidido migrar, hemos decidido ser parte de este Chile que ya despertó. Más allá de que las autoridades hayan hecho hasta lo imposible por mostrar una migración nefasta, nosotros mostramos una migración que es una oportunidad de conocer, de integrar las riquezas de nuestras culturas”, afirma la dirigenta.

De cartón y cholguán son la mayoría de las habitaciones del campamento La Pampa en Alto Hospicio.

A 417 km de ahí, en Iquique, está el campamento La Pampa, que abarca siete hectáreas en Alto Hospicio donde viven 90 familias, 95% de ellas migrantes. La mayoría no tiene trabajos formales ni están en los registros del gobierno municipal o nacional. Muchos llevan más de siete años en el país, pero siguen sin poder regularizar sus papeles. La precariedad del campamento es máxima. No tienen agua potable, la luz es un cableado que ellos mismos levantaron y sus viviendas están hechas de cartón y cholguán. Durante la pandemia, la cesantía y el abandono por parte de las autoridades se ha hecho sentir más que nunca. Así, desde abril comenzó a funcionar el comedor popular Mink’a (trabajo en comunidad en lengua quechua), donde se reparten entre 270 y 300 almuerzos diarios y que también es la casa del dirigente Enrique Solís, integrante del Movimiento Independiente por la Dignidad. “Ahora mismo no podemos estar peor, y por lo mismo tenemos que ser optimistas, vemos este momento como una oportunidad para mejorar nuestra situación”, dice el dirigente que ha contado con apoyo externo en la logística y acopio de alimentos y ayuda económicas de un grupo de académicos de la Universidad Arturo Prat.

Gracias a eso, el campamento tiene ahora los recursos para construir un comedor desde cero, una sala albergue para mujeres que sufren violencia intrafamiliar e instalarán cuatro postes de luces fotovoltaicas, que iluminarán las cuatro calles que componen el campamento. Pero uno de los problemas más grandes es la falta de agua potable y es lo que los mantiene en una tensa disputa con el municipio y el gobierno regional. “Hay 23 camiones aljibe privados que nos venden agua a través de unos bonos que nos entrega el municipio. Para una semana nos entregan 1.000 litros de agua, por los que pagamos 3.500 pesos, pero resulta que con eso no alcanza. Una familia necesita al menos el doble por semana, entonces, cuando se nos acaban esos bonos, tenemos que pagar 6.000 pesos, lo que es una barbaridad, es mucho más de lo que cualquiera paga en una casa residencial. Acá hay un lucro terrible y las autoridades no escuchan. Ahora, con la pandemia, el agua es indispensable para cuidar la higiene y evitar contagios”, reclama Enrique Solís.

Política de la calle

Aunque la mayoría de estas ollas comunes no tienen un origen partidista, sino que atienden más bien a las necesidades básicas humanas, lo cierto es que inevitablemente van apareciendo demandas políticas. Lo mismo sucedió hace 30 años, advierte Clarisa Hardy: “Esas ollas no nacieron como contestatarias a la dictadura, lo fueron en la medida en que se organizaron mínimamente para sobrevivir y a partir de ese encuentro comenzaron a analizar y a compartir experiencias y a politizarse. Hoy, tras el estallido del 18 de octubre, ha quedado claro que hay un tejido social reconstruible y que, ante la necesidad, este resurge espontáneamente”. 

Fue justamente así cómo nació el Comité de Cesantes de Quilicura, un grupo liderado por personas que hasta marzo estaban en la primera línea de la protesta y que cambiaron capuchas por mascarillas para seguir ayudando, esta vez en la organización de ollas comunes y un ropero solidario que se mueven por toda la comuna. “Estamos entregando 350 colaciones, dos días a la semana, en distintos sectores. Nos llegan aportes de vecinos de otras comunas, pero también tenemos harta ayuda de chilenos de fuera de Chile, compatriotas de Suiza, EE.UU. y Canadá que están viendo desde allá lo que ocurre y se han motivado en apoyar, porque la verdad es que las cajas del gobierno son totalmente insuficientes”, dice Alberto Vilches Mautz, coordinador general del comité. 

Un adulto mayor recoge su alimento en una de las ollas comunes de Quilicura, que organiza el Colectivo Cesantes de esa comuna.

A fines de junio y ante la proliferación de ollas comunes, la Subsecretaría de Prevención del Delito emitió un protocolo que obliga a obtener un salvoconducto a cada persona que participa en una olla común para reducir la movilidad de la gente en la calle. Este documento será enviado al mayor de Carabineros o al oficial de más alto rango de la comuna, quien lo validará y otorgará el permiso de circulación. La mayoría de las organizaciones rechaza la medida y desconfían de las buenas intenciones del gobierno. “Ninguna olla común tiene la capacidad de entregar la totalidad de las colaciones al domicilio de cada persona. Yo creo que es un protocolo para tener identificada a la gente, tiene otro fin. Son el tipo de medidas que usan para evitar que la gente se movilice y se agrupe, lo mismo que sucedía en Plaza de la Dignidad”, lanza Alberto Vilches. “Al gobierno le molestan estas organizaciones porque quedan mal afuera, porque se ve el hambre que hay en Chile”. 

Cabe preguntarse, además, por qué es la Subsecretaría de Prevención del Delito la que se hace cargo de emitir este protocolo y no otra entidad más afín a la naturaleza del problema, como el Ministerio de Desarrollo Social y Familia. En palabras de Hardy, “con estupor hemos conocido un protocolo para ollas comunes emanado de la Subsecretaría de Prevención del Delito, como si esta fuera una cuestión de orden público. Junto con tamaña insensibilidad aparece la ignorancia de la realidad y se aplica un protocolo único para toda la variedad de situaciones. Cuando no se confía en la participación ni en la descentralización y menos en la capacidad de organización ciudadana, se producen estas aberrantes decisiones”, afirma. 

Con el paso de las semanas y el persistente avance del Coronavirus, la subsistencia de las ollas se hace cada vez más compleja. Mientras crecen en número, la ayuda en donaciones se hace más difícil de sostener. A pesar de ser una red de solidaridad loable, organizada y eficaz, sin duda lo mejor sería que el Estado fuera capaz de resolver el problema del hambre. “Este es el momento para que Chile se endeude y haga el gasto social que corresponda, es el país con la tasa más baja de endeudamiento en América Latina y por esta crisis nunca antes habían estado más bajos los créditos, con tasas muy bajas, en rigor, vas a poder devolver la plata casi sin interés. No sé para qué más podría servir el Fisco y el gobierno si no es para acudir a salvar las necesidades mayoritarias de la población. No es este el momento para guardar la plata en un chanchito”, remata Hardy.

El gobierno y el manejo dogmático de la crisis

La austeridad financiera con que el gobierno ha decidido abordar la crisis sanitaria en Chile nos ha llevado a un círculo vicioso en el que no ha sido posible ni salvar la economía ni detener los contagios, debido sobre todo a la insistencia de las autoridades en ignorar la desigualdad social. En esta columna, el economista Andras Uthoff afirma que Chile está en condiciones de aumentar su crédito internacional para ir en ayuda de las familias vulnerables, ya que es uno de los países con los niveles de deuda más bajos del mundo, y para ello plantea una serie de medidas a corto y mediano plazo.

Por Andras Uthoff

Hoy tenemos una crisis cuyas causas escapan a las que los economistas acostumbramos a abordar. Su origen es sanitario y su mayor impacto sobre la economía es la incertidumbre que genera. Sobre lo primero no tenemos competencia y respecto a lo segundo, siempre ha sido limitada nuestra capacidad para seleccionar la oportunidad y el conjunto de instrumentos para abordarla. Sin embargo, todas estas dificultades no justifican la irresponsabilidad con que el gobierno la ha abordado. Con asombro e incredulidad escuchamos las excusas que dan las autoridades para justificar los equívocos originados por sus dogmas, y sobre todo con vergüenza, cuando una de ellas es que desconocían la realidad del país que gobiernan.

En toda la historia de Chile, este es probablemente uno de los momentos más críticos donde en representación del Estado, el gobierno debió haber reconocido y enfrentado las verdaderas restricciones presupuestarias y las desigualdades imprescindibles para abordar la crisis. En ello no cabían equivocaciones. Sin embargo, cegado por la preocupación de mantener bajo el riesgo país -calificación que realizan las clasificadoras de riesgo internacionales según el manejo de la estabilidad fiscal y financiera- para acceder al crédito internacional barato, el gobierno se autoimpuso severas restricciones presupuestarias e ignoró las desigualdades. 

El presidente Piñera supervisando las cajas de alimentos que se están distribuyendo como ayuda a familias vulnerables.

La realidad reveló la desigualdad y gatilló una de las peores olas de contagio y muertes por Covid-19 en el mundo entero. En pocas semanas, Chile pasó a liderar el ranking de países con mayor incidencia de contagios y mortalidad. Bastó que el contagio se expandiera desde la zona oriente al poniente de Santiago, y desde ahí al resto del país, para contradecir al gobierno. La austeridad, sumada a ineficientes, paternalistas y casi inexistentes medidas para apoyar a las familias vulnerables -como el reparto de cajas cuyo contenido y frecuencia son insuficientes- contribuyeron a la expansión del contagio y la mortalidad. 

El círculo vicioso de los riesgos

Como corolario, hoy disponemos de acceso barato al crédito, pero en medio de una pandemia sin control que limita la certidumbre y la oportunidad de una reactivación económica. Las insuficientes medidas para contener la pandemia gatillaron con fuerza el riesgo social: tener que frenar la actividad económica debido a la necesidad de que la población entre a cuarentena para evitar los contagios. 

Dentro de su ortodoxia neoliberal, y al restarle importancia a la cuarentena como la variable que condiciona toda la situación económica, el gobierno cayó en la trampa de un círculo vicioso. En este caso: al privilegiar reactivar la economía se ocuparon del riesgo país, para mantener el ranking internacional gastaron poco dinero y al gastar menos no lograron hacer respetar la cuarentena. La ausencia de cuarentena agravó la crisis sanitaria, la crisis sanitaria demandó una mayor cuarentena, pero hacer respetar la cuarentena les ha impedido recuperar la economía. 

Un complejo dilema, cuya solución implica reconocer sin dogmas las diferentes causalidades. El rol de la crisis sanitaria sobre la recuperación de la economía, el rol de la cuarentena en el control de la crisis sanitaria, y el rol de la economía en el cumplimiento de la cuarentena. 

En el Foro para un Desarrollo Justo y Sostenible hemos apoyado a los parlamentarios y a la opinión pública para que en el debate con el gobierno se corrijan estos errores. Como es habitual, los poderes fácticos han opacado nuestras voces.

«En lo inmediato, es posible sugerir un impuesto al patrimonio por una sola vez para ayudar a financiar la sustitución de ingresos de los afectados y la sostenibilidad de las micro y pequeñas empresas. También, considerar el uso del Fondo de Contingencia Estratégica, creado para enfrentar situaciones de crisis y financiar material bélico (de US$4.500 millones), para el financiamiento de medidas sociales y productivas que permitan enfrentar la crisis y apoyar la recuperación».

Propiciamos una estrategia que dé cuenta de la verdadera causalidad y que subordine la economía a la superación de la crisis sanitaria, para que luego, gradualmente, se ocupe de la reactivación. Identificamos cinco pilares: (1) apoyo a la atención primaria de la salud, (2) a los municipios, (3) a las familias de niveles superiores al de la línea de la pobreza, (4) a la protección directa del empleo mediante la asistencia financiera y técnica a las medianas y pequeñas empresas, y (5) una estrategia de inversiones públicas y rescate de empresas estratégicas.

En el control de la pandemia, el Foro ha establecido con claridad dos insuficiencias: la restricción presupuestaria que se autoimpuso el gobierno y lo limitado de la población objetivo, que definió a los grupos vulnerables sin considerar los nuevos focos de vulnerabilidad a causa de la pandemia. Argumentamos que lo limitado de la ayuda a las familias hizo fracasar la cuarentena y, por ende, el control de la pandemia. Esto está dilatando la fase de reactivación. 

En el ámbito de la estimulación de la economía, el Foro ha establecido con claridad dos fuentes de insuficiencias: la premura con que el gobierno llamó a una reactivación, saltándose la etapa anterior, y el limitado rol que se le ha destinado al Estado en la asignación de los recursos hacia los sectores que podrán reactivarse rápidamente. Argumentamos que el Estado debe recuperar su rol de agente activo en sus funciones de asegurar el financiamiento apropiado, gestionarlo en forma eficaz y eficiente, y asignarlo hacia todos quienes pueden beneficiarse de la reactivación. 

Responsabilidad fiscal

Nuestros análisis sugieren que un mayor esfuerzo fiscal responsable es posible. El Fondo de Emergencia debe tener un rango de entre US$12 y 15 mil millones adicionales y no el techo de US$12 mil acordado en el marco de entendimiento, para financiar las medidas propuestas. Chile puede recurrir a un mayor endeudamiento bruto y/o girar contra sus fondos soberanos. Sugerimos revertir la caída de US$1.527 millones en la inversión pública. Para Chile, un déficit fiscal entre 10-15% del PIB es sostenible en el corto plazo, rango en que se situarán los déficits públicos en la mayoría de los países de la OCDE y de América Latina. La deuda del gobierno se encuentra en los niveles más bajos del mundo y con espacio para aumentar en varios puntos del PIB, sobre todo considerando que la tasa de interés de largo plazo está en niveles muy bajos. 

Lo anterior no implica un gasto desatado. Por el contrario, el endeudamiento que hoy es barato sirve para aumentar los fondos de los que se dispone para enfrentar esta crisis. El gasto fiscal debe cautelosamente priorizar un Plan de Emergencia y luego activarse durante la reactivación. 

Reconocemos que ante la actual incertidumbre sobre la fecha de término de la pandemia, la regla fiscal que existe actualmente deberá modificarse. Habrá que hacerla compatible con criterios de credibilidad, transparencia y simpleza, y en un futuro será necesario un acuerdo político amplio para ello, con una trayectoria más pausada del balance fiscal estructural. 

La situación de emergencia que vive el país obliga a repensar la carga fiscal en el futuro. En lo inmediato, es posible sugerir un impuesto al patrimonio por una sola vez para ayudar a financiar la sustitución de ingresos de los afectados y la sostenibilidad de las micro y pequeñas empresas. También, considerar el uso del Fondo de Contingencia Estratégica, creado para enfrentar situaciones de crisis y financiar material bélico (de US$4.500 millones), para el financiamiento de medidas sociales y productivas que permitan enfrentar la crisis y apoyar la recuperación. A más largo plazo, deberá promoverse un acuerdo tributario (post 2021) que se concentre en los impuestos directos y a las grandes fortunas. Se debe aspirar a elevar en 5% del PIB la carga tributaria hacia los próximos cuatro años, avanzando hacia un aumento de esta equivalente a la media de la OCDE.

Crisis… ¿sanitaria? ¿Qué es lo que verdaderamente está en crisis?

Por Sonia Pérez

Detengámonos en esta experiencia: de un día para otro, nuestra movilidad espacial se ve reducida; palpamos la amenaza de una afección física e incluso la muerte de algún familiar, propia o de algún conocido; el trabajo de los pequeños emprendedores y productores es amenazado en su continuidad; la televisión nos bombardea con información atemorizante; no sabemos lo que pasará en una semana más ni al día siguiente; las informaciones oficiales son cambiantes y confusas; se activan las redes sociales con mensajes cuya fuente no conocemos; tenemos que preocuparnos de cómo ajustar nuestras modalidades de trabajo para no perder ingresos económicos; las escuelas dejan de funcionar; el futuro es incierto y no se sabe cuándo se retornará a la normalidad; y nos enfrentamos a priorizar qué es lo verdaderamente importante para sustentar nuestra vida cotidiana ante tanto cambio.

¿Coronavirus?

Sí y no, porque este escenario puede perfectamente relatar lo que ha experimentado Chile en alguno de los frecuentes desastres socionaturales de su historia reciente o incluso durante lo vivido después del 18 de octubre de 2019.

La académica y doctora en Psicología Social, Sonia Pérez. Crédito: Alejandra Fuenzalida.

Lo que está sucediendo con el Covid-19 hoy es, sin duda, una situación histórica a nivel mundial por su magnitud imprevista y sus múltiples impactos, pero en nuestro país no es la primera vez que nos enfrentamos a tanta vulnerabilidad. Cualquier medida que tomemos como país debe entonces considerar las particulares características de nuestro sistema social y nuestra cultura. En Chile, la brutal desigualdad en la que se anidan los problemas sociales –y ahora sanitarios– nos ha enseñado, con dureza, cuatro cosas:

1. Que las catástrofes no afectan a toda la población por igual. La experiencia actual de la cuarentena devela sendas diferencias con las que hemos convivido –y hasta hemos naturalizado– por muchas décadas. Mientras unos pueden cuidarse quedándose en casa, otros deben aún asistir a sus puestos de trabajo, exponiéndose al contagio. Mientras unos pueden cambiar su trabajo a modalidad remota, otros no tienen acceso a Internet ni a computadores. Mientras algunos han podido pagar seguros de salud, otros están indocumentados y en completa indefensión. Mientras algunos mantienen su salario, otros son desempleados o pierden la fuente de ingresos por la que se han esforzado durante largo tiempo. Mientras algunos encuentran en la cuarentena la posibilidad de usar el tiempo de manera creativa y laboriosa, otros ven agudizados sus conflictos relacionales y terminan expuestos a mayor violencia y maltrato. Mientras algunos pueden contar con redes de apoyo para abastecimiento y distribución de labores domésticas y productivas, otros concentran multifunciones en tiempos y espacios reducidos. Mientras algunos pueden refugiarse en propiedades con áreas verdes, otros deben encerrarse en sectores históricamente contaminados. Mientras algunos acceden a cumplir penas en sus casas, otros son aislados en insalubres y hacinadas cárceles. Mientras algunos se acompañan con las redes sociales, otros están aislados digitalmente. Mientras algunos pueden lavarse las manos frecuentemente, otros no tienen acceso a agua potable en sus hogares. Mientras para unos el acceso a la atención médica puede resolverse de manera privada, otros saben con angustia que no serán atendidos en caso de necesidad. Mientras algunos pueden seguir financiando la continuidad de tratamientos y espacios de contención psicológica, para otros el desgaste emocional abruma. Peor aún: mientras algunos disfrutan de todas estas primeras condiciones, otros se encuentran viviendo, a la vez, todas las segundas. La crisis de equidad y justicia está estructuralmente a la base de la crisis sanitaria. No se puede enfrentar una si se mantiene la otra.

2. Que las emergencias se vuelven desastrosas cuando no somos capaces de reducir los riesgos de manera integral. Las políticas sociales, de educación, de trabajo, de habitabilidad, económicas y de salud, siguen estando desarticuladas, entre sí y en relación con los territorios que pretenden beneficiar. La emergencia produce una crisis multidimensional que las personas no pueden resolver dimensión por dimensión de vida de manera secuenciada, por lo que la desarticulación de planes y programas es mucho más que un problema de gestión: es un problema de participación y validación de las necesidades que enfrentan las comunidades. En Chile, las personas están en riesgo de manera crónica y superpuesta: riesgo a perder el trabajo, a tener un trabajo precario e inseguro, a no tener una vida sustentable, a no contar con educación de calidad, a no ser atendidas como corresponde cuando se requiere de asistencia física o psicológica, a no poder cuidar como merecen a sus niños/as o abuelos/as, a ser discriminadas por discapacidades, a ser excluidas por su origen. Cuando todo se da al mismo tiempo, las personas terminan por priorizar la resolución de un problema, sabiendo angustiosamente que con ello profundizan los otros. Un sistema social garante del buen vivir no puede dejar tal responsabilidad a cada persona. La crisis política de desarticulación e insuficiente articulación con las comunidades sólo se puede enfrentar con soluciones colectivas y participativas, presentes en todos los territorios, integradas, que no prioricen las necesidades macroeconómicas por sobre las demás, sino que validen las estrategias y propuestas que las comunidades conscientes han levantado a partir de sus propias experiencias y proyecciones.

“Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida”.

3. Que la desconfianza incrementa el miedo y el control social. La ambigüedad y falta de claridad de una política de protección, junto a la percepción de abusos e injusticias, ponen en crisis la confianza y sentido de pertenencia a un sistema social. El miedo a enfermar puede ser tan grande en Chile como el miedo a no ser protegido cuando ello ocurra. Al mismo tiempo, la incertidumbre respecto al límite temporal que tendrá la emergencia convive con lo incierto que resulta el futuro del país en un proceso constituyente o el lugar social que ocuparemos en la sociedad que se construya. Estos miedos se sustentan en la desconfianza de las personas respecto a las instituciones, instalada ya por décadas en el seno de nuestra experiencia social. En dirección complementaria, la desconfianza amenaza con crecer entre las mismas personas, lamentablemente, a raíz del persistente disciplinamiento que han desplegado los medios de comunicación, desde donde se nos ha enseñado a temer al vecino. El saqueador de supermercados de octubre es presentado ahora como el acaparador en cuarentena en los mismos supermercados; el evasor, el violento callejero, es evocado hoy en el inconsciente como un portador del virus que camina por las calles. En ambos, la indisciplina es motivo de desconfianza, por tanto, fuente de miedo y, en consecuencia, una amenaza que debe ser controlada. El control del contagio ha perdido importancia en servicio del control social, lo que claramente no contribuye al sentido de tejido social que es tan relevante construir en estos momentos. Reconstruir las confianzas sociales que sustenten el desarrollo social y humano es una tarea de validación y reconocimiento de las capacidades sociales que se han puesto en juego tanto para hacer frente a esta amenaza sanitaria como a otras, de otro tipo, que se han vivido previamente. La crisis de confianza no puede abordarse sólo a través del control social, sino que debe considerarse, además, la protección, lo que implica, entre otras cosas, la regulación de abusos laborales y la especulación de los precios en bienes y servicios, por mencionar algunos. 

4. Que la vulnerabilidad es mayor cuanto más individualismo hay en el sistema social. La experiencia subjetiva de vulnerabilidad impacta incluso psicológicamente cuando seguimos pensando, casi de manera automática, que los problemas se resuelven a través del esfuerzo individual. Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva y el mérito con que se gana un beneficio, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida. Aprendimos a sentirnos vulnerables no cuando somos vulnerados en nuestros derechos, sino cuando no somos capaces de aguantar la vida que nos tocó. Por fortuna, hay unos pocos momentos en la historia, como el que estamos viviendo en cuarentena, que nos enseñan que la vulnerabilidad no podemos enfrentarla solos. Tal vez esta sea la crisis más beneficiosa: la crisis del individualismo atraviesa el cuerpo, las creencias y las prácticas, reportándonos a la necesidad de una conexión que vaya más allá de la competencia, a una subjetividad en donde reconocernos como seres “socio-naturales” en un lugar común. Hoy hasta el individualismo siente miedo de quedar solo.

En suma, la situación de Chile ante el virus no presenta los mismos desafíos que en otros países, pues no es un problema exclusivamente sanitario. Se requiere una plataforma de estrategias integradas a nivel social y económico que garantice la supresión de las desigualdades en la exposición a la amenaza sanitaria, que distribuya equitativamente las herramientas de prevención y protección, y que sea garante de los derechos humanos.

El modelo de sociedad, tal como lo hemos venido experimentando, con pilares de inequidad, injusticia, desarticulación, desconfianza, miedo, vulnerabilidades, individualismo, muestra su crisis ante la emergencia sanitaria del Covid-19, un virus que vino a interpelar con fuerza la sustentabilidad y la dignidad con que lo enfrentamos. El virus podrá ser controlado, pero luego de su paso nuestra sociedad ya no puede –ni debe– ser la misma de antes.

Salud mental y crisis social

Por Roberto Aceituno

Los problemas denominados de “salud mental” aparecieron referidos con fuerza este año al interior de la vida universitaria. Se trataba de la expresión a nivel subjetivo y psicosocial de un malestar colectivo e individual que durante años ha sido el resultado de un modo de vida implantado por lo que denominamos la “condición neoliberal”. Más allá de —o junto a— las cifras epidemiológicas frecuentemente citadas que reclaman, entre otras cosas, políticas públicas acordes a los necesarios recursos para abordarla, la salud mental en Chile expresa condiciones colectivas producidas políticamente, y cuyo abordaje requiere al mismo tiempo la especificidad de prácticas situadas y de cuidado, como el reconocimiento de que una vida mejor, “digna de ser vivida”, como aparece frecuentemente en las paredes de esta ciudad en crisis, exige transformaciones sociales y culturales de más amplio y profundo alcance.

Tal como ocurriera con la revuelta feminista del 2018, se incorporaban así —con las demandas estudiantiles por la salud mental— otras dimensiones de la desigualdad, del abuso o de la violencia, referidas hasta entonces —y con razón— a las condiciones estructurales e institucionales propias a ese estado de cosas, producido violentamente a partir de un golpe de Estado que implantó “experimentalmente” no sólo una lógica política basada en la acumulación financiera y la falsa expectativa de un acceso masivo al bienestar que produciría este “modelo” (que a estas alturas, estamos claros, de modelo no tiene nada), sino un sentido común anestesiado por las promesas incumplibles del modelo y/o un descrédito progresivo de la representación política a expensas de un malestar que sólo por la vía de la indignación activa alcanzaba periódicamente formas masivas de acciones de revuelta y de movilización.

“La salud mental en Chile expresa condiciones colectivas producidas políticamente, y cuyo abordaje requiere al mismo tiempo la especificidad de prácticas situadas y de cuidado, como el reconocimiento de que una vida mejor exige transformaciones sociales y culturales de más amplio y profundo alcance”

El abordaje de tales problemáticas quedó en cierto modo interrumpido —o, como comentaremos, desplazado hacia otras dimensiones— por el estallido social que reclama otros esfuerzos de trabajo y de acción, en el marco de una crisis no sólo social sino, sobre todo, política. Un cierto adormecimiento producido por las expectativas de acceso a mejores condiciones de vida —a través de un endeudamiento creciente de las capas medias y una precarizacion extrema de los sectores más vulnerados— mantuvo latente un estado de malestar que sólo explotaba cada cierto tiempo —por ejemplo, con las revueltas por la educación pública en el 2011— para luego decaer a partir del mínimo impacto en las políticas públicas y de un sistema político deslegitimado.

Crédito: Fabián Rivas

Como una síntesis de ambos procesos —crisis de las políticas públicas referidas al acesso a condiciones de salud, previsión, educación, laborales, entre otras— y, por otra parte, como una cuestión referida a las condiciones de género y de etnias, asociadas no sólo a expectativas socioeconómicas sino directamente culturales, el estallido social de este año vino a explotar bajo la forma de la indignación y de la indignidad. No es casual que sea bajo esa forma que aparezca el conflicto social hoy, porque de algún modo pone en cuestión la dimensión ética de una política que hasta ahora era comandada sólo por intereses económicos o donde la política ha sido reemplazada a menudo por la fuerza pura. La dignidad —o la indignación—, el abuso y la desconfianza, la corrupción, la violencia desatada como represión en el marco de una violencia estructural denegada, son nociones que apuntan a una dimensión del malestar que no se resuelve en la lógica simple de expectativas de desarrollo y su eventual satisfacción. Cuestión que no está alejada del problema así llamado de “salud mental”, en la medida en que sus mayores “trastornos” (que habría que considerar también como formas de resistencia) resultan menos de exigencias de emprendimiento para vivir mejor que de una percepción, ahora expresada elocuentemente, del menoscabo flagrante de los derechos, de la publicidad impúdica de la mentira institucionalizada, del quiebre de un pacto social basado en la denegación, la impostura y la arrogancia. Y del abuso, que es la síntesis más evidente de lo que vivimos hoy.

La lógica liberal supone —y esto forma parte de la declinación subjetiva, individual del malestar— que la sociedad se organiza en función de intereses individuales, donde el marco normativo e institucional de la democracia ofrecería condiciones generales de convivencia y desarrollo. Pero lo que olvida esta lógica es que el estado de cosas, construido historicamente, establece inequidades de base, naturalizadas, donde su eventual reducción sólo podría ser el resultado de una transformación profunda de la política social y de sus instituciones. No hay libertad individual —menos colectiva— posible sin un marco que otorgue legitimidad y reconocimiento a un proceso colectivo que requiere conducción política para la transformación radical del modelo.

El problema de la así llamada “salud mental” pone en juego en la esfera de la experiencia subjetiva y psicosocial condiciones que son propias a la sociedad y a la cultura. La individualización del malestar es tanto la expresión de imperativos basados en una ideología que exige a los individuos lo que la política colectiva desconoce, política colectiva que es el fundamento histórico de la noción misma de invididuo (social), ahora reducido a un consumidor, obligado a un emprendimiento que a falta de condiciones básicas —pensiones y salarios dignos, condiciones laborales respetuosas, cuidado garantizado para niños, ancianos, personas en situación de discapacidad física o psicológica, entre muchas otras condiciones más— como de un espacio de resistencia que visibiliza las demandas no sólo de mejores condiciones de vida en lo material y social, sino de reconocer y transformar un modo de vivir implantado violentamente que hace del abuso una práctica cotidiana y frecuentemente denegada.