El poder contra los periodistas: un cortocircuito en la máquina de la democracia

Destempladas declaraciones contra periodistas desde los pináculos del poder. Telefonazos presidenciales a medios de comunicación que osan hacer su trabajo. Acoso a periodistas en las calles y las redes sociales. Las relaciones entre poder y periodismo están al rojo vivo en Chile, pero también en el mundo. Aquí, periodistas que ejercen y piensan su profesión analizan lo que consideran un revoltijo de autoridades desesperadas por la pérdida de control, un campo mediático quebrado y periodistas en busca del norte perdido.

Por Evelyn Erlij y Francisco Figueroa

Desde el inicio de la pandemia, pocas semanas han carecido de alguna fricción de connotación pública entre periodistas y autoridades políticas. Cuando partía la redacción de este artículo, el motivo era la entrevista al exfrentista Mauricio Hernández Norambuena en el programa Mentiras Verdaderas, de La Red, que el ministro vocero de gobierno Jaime Bellolio consideró, al día siguiente de su emisión, “una franja del odio, de apología a la violencia (…), una cuestión absolutamente inaceptable”. “Vergüenza”, añadió en Twitter el presidente de la UDI, Javier Macaya, tres minutos después de que la diputada María José Hoffmann se preguntara en la misma plataforma: “¿En qué país del mundo un asesino puede dar una entrevista desde la cárcel?”, afirmó, para cerrar anunciando: “Exigiremos al CNTV la máxima sanción y respeto”.

El caso adquirió ribetes de escándalo cuando Mirko Macari, periodista y columnista de Mentiras Verdaderas, exdirector de La Nación Domingo y El Mostrador, informó que Magdalena Díaz, asesora y exjefa de gabinete del presidente Sebastián Piñera, llamó a los propietarios de La Red para quejarse por la emisión de la entrevista. “Dale RT para que estos hijitos de papá sepan que Chile cambió”, tuiteó desafiante Macari. La semana siguiente, el periodista Eduardo Fuentes, responsable original del entuerto, se sintió obligado a aclarar: “Nosotros no promovemos como programa ni como canal la violencia”.

Con el paso de los días y de otros escándalos, la polémica se recogió. Pero como se recoge la marea en una playa sucia: dejando a la vista basura, algas descompuestas y trastos indeseados. ¿Qué pasa que el periodismo saca tantas ronchas cuando lo que considera de interés público difiere de lo que define como tal el poder político? ¿Se malacostumbraron las autoridades al periodismo ejercido como otro brazo de las relaciones públicas? ¿Copia pobre del bullying trumpista a la prensa? ¿O, peor, prólogo del acoso al periodismo que sofoca a las democracias más endebles del mundo?

Razones para encender las alarmas no faltan. Cuando termina la redacción de este artículo, CIPER informa que la Fiscalía indaga el monitoreo por parte de militares a cinco periodistas que investigan sobre corrupción castrense y violaciones de derechos humanos. Nuevos “telefonazos” desde La Moneda son el comentario obligado en las redes sociales, al punto de que La Red acudirá a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por las presiones del gobierno de Sebastián Piñera contra sus dueños, para “poner límites sobre lo que no puede ser tolerado en una sociedad democrática”, anunciaron en el canal. El Ejército reprocha públicamente una parodia emitida por televisión: lo secundan el Gobierno, la Fuerza Aérea y la Armada. Y los acosos a periodistas, en el entorno digital y las calles, por parte de agentes del Estado y particulares, engrosan las agendas de investigación de distintas escuelas de periodismo.

No es una realidad nueva ni en Chile ni el resto del mundo, pero en los últimos años, y en particular con el ascenso de líderes de la derecha reaccionaria, como Donald Trump en Estados Unidos o Viktor Orbán en Hungría, las arremetidas “oficiales” contra la prensa aumentaron y, en algunos casos, incluso se normalizaron. Llamar a los periodistas “enemigos del pueblo” ha pasado a ser un lugar común del discurso político en varios países, siendo Trump un exponente mundial en la materia. Steve Bannon, uno de sus principales asesores, llegó a decir que el partido de oposición para el gobierno no era el Partido Demócrata, sino la prensa, a la que acusó constantemente de difundir fake news y contra la que afirmó estar “en guerra”. Cuando los medios difundieron una imagen de su ceremonia de posesión en la que aparecía muy poco público, Trump aseguró: “los periodistas están entre los seres humanos más deshonestos”.

Trump frente a reporteros en la Casa Blanca. Crédito: The White House
Odio al periodista

“La prensa, en su tradición más liberal y en un plano filosófico, es un mecanismo de control de las desviaciones del sistema. Socavar al periodismo libre es, en sí, un ataque a la democracia”, advirtió en The New York Times el periodista argentino Diego Fonseca, quien citó allí un informe del Global Media Forum en el que se indicaba que la libertad de prensa en los Estados Unidos de Trump estaba “en un nivel de riesgo similar al de naciones autocráticas y fundamentalistas”. En esa misma línea, y en una entrevista con Palabra Pública, el periodista John Lee Anderson afirmó que el precedente que sentó el magnate estadounidense fue “nefasto en Occidente y (un) ejemplo para otros líderes represivos”, algo que también han advertido varios organismos internacionales que velan por la libertad de prensa en el mundo. En su informe anual de 2018, Reporteros Sin Fronteras (RSF) denunciaba un auge en distintos países de lo que suele llamarse “odio al periodista”, expresado sobre todo hacia quienes trabajan en investigación y en cobertura de manifestaciones, como ocurrió en Chile durante el estallido social de 2019.

Según Alfonso Armada, presidente de RSF España, este odio al periodista es un hecho tan generalizado como alarmante: “Lo que pretenden Putin, Trump, y cada vez más dirigentes de la vieja Europa con pulsiones autoritarias es que haya verdades alternativas, verdades útiles a una visión política. Intoxicando, manipulando y tergiversando logran que aumente el peligro para los periodistas”, dijo, lo que a su vez fomenta un clima social contrario a la prensa, como ha ocurrido en países como Malta, Eslovaquia, Hungría, Polonia, Reino Unido o Italia, donde, por ejemplo, en 2019 el ultraderechista Matteo Salvini, exministro del Interior, llegó a justificar agresiones a reporteros en la calle. En varias entrevistas, el presidente de RSF España ha sostenido la idea de que ha habido un retroceso en la libertad de prensa en el mundo, y ha denunciado, incluso, una tendencia en países como Alemania, Francia o Reino Unido de dar más poder a los servicios secretos para investigar a la prensa con la excusa de la seguridad nacional.

Para la periodista y académica de la Universidad de Chile Claudia Lagos, Doctora en Comunicación y Medios por la University of Illinois at Urbana-Champaign, la retórica antimedios que se propaga desde el poder fomenta un clima de odio hacia la prensa, lo que podría considerarse otro mecanismo de amenaza a los reporteros en un mundo en que la información es cada vez más difícil de controlar. “Esos discursos contribuyen a que haya otros actores de la sociedad civil que se hacen eco de estos estados de ánimo crispados hacia la prensa tradicional. Hay casos paradigmáticos en el Estados Unidos de Trump, donde, por ejemplo, partidarios suyos entraron disparando a la redacción de un diario hace un par de años (al Capital Gazette, de Maryland, en 2018). Está este efecto colateral en que los discursos agresivos contra la prensa son acogidos y puestos en práctica por seguidores de estos líderes”, asegura.

Medios que no median

“No creo que haya un retroceso en la libertad de expresión, aunque bien los datos pueden desmentir mi percepción”, opina el periodista y escritor argentino Diego Fonseca, maestro de la Fundación Gabo y columnista de The New York Times. “Lo que tenemos es mayor presión de gobiernos por intentar controlar un proceso que se ha roto. El mundo como lo conocíamos, el statu quo que comprendía medios tradicionales, gobiernos y partidos como parte del ecosistema de la discusión pública, ha volado por los aires. A la prensa le ha costado interpretar esa desintermediación, y los gobiernos tienen todavía mayores dificultades porque ahora deben lidiar con voces atomizadas. La respuesta, como en casi todas las reacciones de una élite, es tratar de fortalecer el control de un universo que ya no tiene las fronteras definidas”.

Fonseca, autor de casi una decena de libros de periodismo narrativo, exeditor de Etiqueta Negra y colaborador en El País, Gatopardo, Letras Libres y otros medios hispanoamericanos, plantea, a grandes rasgos, que hay que repensarlo todo, porque todo cambió: “Si la prensa perdió el lugar como curador cuasimonopólico de la producción social de sentido en la agenda pública, los gobiernos y las élites se encuentran con que han perdido el control institucional sobre qué es la realidad política. Antes estábamos en un mundo centralizado, ahora los márgenes están en todas partes, y rotos”, advierte. Eso, a su vez, ha llevado a que, en distintos países, desde los gobiernos y otras instituciones de poder se creen nuevas formas “oficiales” de control hacia medios opositores o simplemente “incómodos”—tanto tradicionales como independientes—, con el propósito de silenciarlos o limitar su trabajo.

“Lo que han comentado distintas organizaciones de derechos humanos y libertad de prensa en los últimos años es que se mantienen los mecanismo tradicionales de amenazas, sanción, persecusión y silenciamiento a la prensa, donde los casos de Nicaragua y México son de los más relevantes. Pero agregaría también el caso de El Salvador, donde el presidente (Nayib Bukele) ha puesto en marcha otros tipos de mecanismos de control a través, por ejemplo, de ciertas leyes de impuestos”, explica Claudia Lagos. Es lo que pasó en Polonia a comienzos de 2021, cuando el gobierno del ultraconservador Andrej Duda impuso una tasa a la publicidad con la que se buscó “asfixiar” la subsistencia y la independencia de la prensa.

“Hay una sobresimplificación del rol y estatuto de los medios, en parte dado porque una buena porción de esos gobernantes o dirigentes provienen de fuera de la escuela política tradicional. Son outsiders y carecen de los mecanismos introyectados de la discusión política, que implica una danza de intercambios en el establishment, que incluye a prensa y academia”, explica Fonseca. Y agrega: “Trump hacía política por Twitter. Nayib Bukele ‘dirige’ El Salvador con sus tuits. Bolsonaro, y no solo él, tuvo grandes beneficios de los grupos de Whatsapp. Estos medios también los emplean los dirgentes de la izquierda, porque son herramientas ubicuas. El asunto es qué haces con ellos. Y muchos han decidido que pueden prescindir de los medios o convertirlos en una usina de ataque a la prensa: nadie edita sus cuentas de Twitter, nadie cura ni verifica lo que dicen. No hay filtro más que la mueblería ética y moral que poseas”.

Diego Fonseca
Crédito: Fundacion Gabo.
Alejandra Matus.
Juan Andrés Guzmán
Crédito: Alejandro Olivares.
Claudia Lagos.

Para Lagos, la pérdida del poder de mediación de la prensa explica también uno de los rasgos más sobresalientes del caso chileno: el profundo descrédito de los medios. Y cita el informe 2020 del Reuters Institute que sitúa a Chile, junto a Hong-Kong, como el país donde la ciudadanía menos confía en la prensa: “El reporte habla de 15 puntos menos (entre 2018 y 2020), que comparado a otros países es una caída en picada. Ese es el ambiente en el cual están moviéndose los medios en la sociedad chilena. Y una de las razones es la enorme cercanía percibida entre la prensa y las élites, los medios son vistos como parte de las élites”, explica la investigadora.

El periodista Juan Andrés Guzmán, editor de CIPER y exdirector de The Clinic, se resiste también a colocar a los medios de comunicación chilenos en una vereda distinta a la élite política. Piensa, más bien, que lo difuso de los límites que separan a ambos mundos explica la espiral de descrédito que afecta a la prensa desde el estallido social de 2019. “La forma en que el periodismo puede acorralar al poder es con competencia. Y lo que ha pasado, yo creo, es que muchos periodistas son de una élite que se queda muy atrás, muy dormida y sirviendo a sus amigos cuando no tiene ninguna competencia. Eso ha hecho que la élite contara con medios que se la ponían muy fácil y que les hacían sentir que controlaban las cosas”.

Como resultado, dice el también autor de los libros Los secretos del Imperio de Karadima (2011) y La gran estafa: cómo opera el lucro en la educación superior (2014), la élite ha visto afectada su capacidad de comprender lo que está pasando en la sociedad. Para Guzmán, los periodistas también pueden ser colaboradores de lo que el cientista político Jeffrey Winters llama “industria de la defensa de la riqueza”, esa entidad “de especialistas que buscan argumentos para convencer a la sociedad de que no hay nada mejor que al rico le vaya bien, porque eso es bueno para todos, y así favorecer las posiciones de la élite. Y si añadimos a los periodistas que transmiten esto como cierto, lo que tienes es un engaño múltiple. Se engaña a la sociedad, pero también la élite empieza a engañarse y cree que lo está haciendo la raja”, explica.

Alternativas precarias

La periodista Alejandra Matus ha vivido en carne propia el accidentado derrotero de la libertad de expresión y el ejercicio del periodismo en el Chile de la postdictadura. Un derrotero que enfrenta una nueva etapa tras la consolidación de diversos medios digitales; fenómeno, dice, “que ha ido progresiva y paulatinamente rompiendo el cerco informativo, abriendo nuevas voces y generando audiencias más allá de la influencia que todavía tienen los medios tradicionales”. En ese contexto, piensa Matus, “los telefonazos, los seguimientos o acciones represivas contra medios populares, obedecen más que nada a la debilidad del gobierno. Es un gobierno que se siente amenazado, que en su arrinconamiento no se le ocurre otra cosa que recurrir a estos métodos del pasado para intentar controlar el flujo informativo; pero por supuesto que eso es inútil”, advierte.

Sin embargo, la autora de El libro negro de la justicia chilena (1999), colaboradora de distintos medios ya desaparecidos como La Época, La Nación Domingo y Plan B, y creadora del sitio informativo jaquematus.com, mira con optimismo el futuro del periodismo: “Creo que se han generado procesos periodísticos atrofiados en los medios tradicionales. Pero fuera de esos medios tradicionales existe un mundo ancho y amplio de distintos experimentos informativos, mediáticos; desde el mundo de los memes y las redes sociales, hasta periodistas haciendo trabajo por su cuenta. Creo que hay dos sistemas de medios contradictorios coexistiendo”.
Una visión más escéptica tiene Juan Andrés Guzmán: “No me preocupa tanto que unos pierdan poder y otros lo ganen, como periodista me preocupa otra cosa: ¿sé realmente lo que pasó y lo puedo contar? ¿Hasta qué punto? Ese trabajo es superpreciso, demandante. Los medios funcionan cuando cuentan con un buen director, editor y equipo que pueda discutir y retroalimentar. Pero necesitas un equipo con tiempo y recursos, no urgidos y que no se compren la primera tesis que les tire el político amigo. La precariedad impide eso”, afirma. Para el editor de CIPER, no hay salida a la situación de perpetua precariedad del periodismo sin políticas públicas que generen “un ecosistema de medios que permita competencia. Animalitos de distintas especies y tamaños, dedicados a distintas cosas”.

Guzmán lleva años planteando que la suerte del periodismo además se encuentra atada a la suerte de la democracia. Le resulta particularmente inquietante que las denuncias que hacen los periodistas no tengan efectos en las decisiones del Estado. “Si el periodista, así como el político, no tiene poder de cambiar la realidad, entonces se vuelve irrelevante”, postula. Y a continuación abrocha: “el periodismo tiene que poner unos cortafuegos muy importantes con la política, pero no nos es indiferente que haya una mala política”. Por eso desconfía de “la aparición de un sucedáneo de la justicia que es el periodista opinólogo, sin reporteo”, y no le entusiasman los colegas que se ufanan de haber descabezado ministros. Imaginariamente, les responde: “Ya, superbien, ¿y qué pasó después? ‘Ah, no sé yo pos, ese no es mi problema’”. Guzmán, en cambio, sí cree que es su problema, y el de todos los periodistas: “repensar cuál es nuestro rol en lo público”.

Saskia Sassen: «Hemos entrado a una nueva cultura, pero no es fácil reconocerla»

La socióloga que en 1991 acuñó el término “ciudades globales” para referirse a aquellos centros neurálgicos hiperconectados por sus flujos económicos, culturales y tecnológicos -como Nueva York, Londres o Tokio-, advierte hoy la aparición de nuevos sistemas de mayor complejidad, donde el capitalismo sobrevivirá: “Esta es una crisis monetaria que ya pasará, pero ya puedo imaginar nuevas modalidades extractivistas del capitalismo surgidas justamente por la pandemia”, afirma.

Por Denisse Espinoza A.

Lo ha venido repitiendo desde hace décadas: “a menos que los seres humanos aceptemos la complejidad de nuestros sistemas, no seremos capaces de comprender los profundos cambios que estamos viviendo como sociedad global”. Hoy, en medio de una pandemia que por primera vez en la historia ataca a escala planetaria, paralizando todos los mercados, las relaciones sociales y la vida cotidiana en su conjunto, la socióloga y académica nacida en los Países Bajos, Saskia Sassen (1947), vuelve a insistir: “nuestras economías y nuestras crecientes necesidades de todo tipo han ido marcando una nueva época. Pero en sistemas complejos -como lo son nuestras grandes ciudades- no es siempre fácil establecer que hemos entrado en una nueva época. Las manifestaciones de este cambio van siendo más y más evidentes, pero aún no lo son en el aspecto visual dominante”. Para Sassen, los cambios que se han venido dando durante las últimas dos décadas se parecen mucho al Coronavirus: invisibles a simple vista.

Saskia Sassen es socióloga y académica de la Universidad de Columbia en EEUU. En 1991 acuñó el término de «ciudades globales».

Sin embargo, la socióloga -quien también es una persona global o lo que antes se llamaba cosmopolita, pues creció en Buenos Aires antes de estudiar en Francia, Italia y Estados Unidos- tiene experiencia en descifrar estos cambios complejos o, al menos, atisbar algunos de sus fenómenos más prominentes. Lo hizo en 1991, cuando acuñó el término “ciudades globales” para referirse a las transformaciones que el neoliberalismo llevó a cabo en las grandes metrópolis mundiales -Nueva York, Tokio o Londres-, dando repercusión global a lo que allí sucediera a nivel cultural, económico o político. En 2014 arremetió con su libro Expulsiones, donde llevó más allá los conceptos de exclusión e inequidad, describiendo una serie de nuevos eventos en los que el capitalismo generó niveles de desigualdad inéditos, expresados a nivel económico, democrático y medioambiental. Es así como, en esos años, ya identificaba lo que tenían en común los desempleados dados de baja, las clases medias marginadas de los centros urbanos y los ecosistemas devastados: todos sufrían lo que ella llamó la «expulsión».

Invitada por el Festival Puerto de Ideas, Sassen dio una conferencia virtual en junio pasado al público chileno, y por estos días -aún atrapada en Londres debido a la crisis sanitaria del Coronavirus, que no da tregua- comenta las últimas noticias aparecidas sobre el panorama en Estados Unidos, país donde normalmente desarrolla su carrera como investigadora y académica en la Universidad de Columbia.

¿Cómo ve el actual panorama político de EE.UU. y las próximas elecciones para Trump en vista de su criticado manejo de la pandemia?

Estrictamente hablando, está bastante claro que, si hay elecciones más o menos ordenadas, gana Biden. El problema es que Trump simplemente no lo va a aceptar. Su capacidad de mentir y violar la ley nos la ha mostrado a través de los años. Además, una vez que salga del gobierno donde él está aún a la cabeza, lo van a arrestar. Así que el pronóstico es que él se queda en el gobierno. Algunos están diciendo que se negaría a salir del gobierno cuando se acabe este término, porque sabe que se iría a la prisión en cuanto deje de ser presidente. Ha abusado de la ley de una manera espectacular. Es una especie de monstruo dispuesto a violar todas las reglas del juego. Aunque el hecho de que esté ahora con la enfermedad puede cambiar las cosas, ciertamente.

-Hasta antes de la pandemia, siempre se había visto a EE.UU. como el gran faro del mundo, en el sentido de que, si existía alguna crisis mundial, sería sin duda el primer país en ir al rescate, cuestión que no ha sucedido en esta pandemia. ¿Cómo lo evalúa usted?

La caída de las grandes ciudades americanas en cuanto a poder, inteligencia, capacidad de ayudar y saber cómo manejar la crisis, todo eso y más se ha ido perdiendo, al igual que el reconocimiento público. Las decisiones de Trump en cuanto a la crisis han sido de no creerse, tanto por sus mentiras como por su incapacidad de desarrollar alguna modalidad de combate al virus y de ayudar a los desaventajados. Si uno compara este país rico que es Estados Unidos con, por ejemplo, otro país rico como Alemania, la diferencia es enorme. Da igual si ambos son ricos, Estados Unidos ha mostrado una indiferencia que da miedo, mientras que Alemania ha logrado uno de los mejores resultados en minimizar el efecto del virus.

«No veo que esta sea la muerte del capitalismo. Me puedo imaginar nuevas modalidades extractivistas que van a surgir precisamente por la pandemia, como la concentración de las necesidades y recursos por parte de las clases altas y las clases medias de ingresos altos, mientras que las clases pobres se empobrecen agudamente».

-En su opinión, ¿cuáles son las lecciones que hemos podido aprender con esta crisis sanitaria y cuáles serán los cambios profundos que tendremos como sociedades globales a la luz de esos hechos?

Es difícil establecer cuántas y cuáles son las lecciones que hemos podido aprender, quizás es así porque no es fácil, no nos es cómodo reconocer que las pautas de una época han ido cambiando y ahora empieza a mostrarse, a hacerse evidente, el hecho de que una nueva “cultura”, por así decirlo, se ha instalado. Y, en parte, no podemos reconocerlo porque esa nueva cultura tiene aún muchos elementos familiares, elementos que han existido y se han mantenido a través de las décadas. El cambio en sistemas complejos, como lo es una ciudad, no es siempre visible, no se anuncia diciendo: “OK, ¡llegó el cambio!”. En mi lectura, hay tres elementos en juego. Uno es que hemos entrado en una nueva época. Y en sistemas complejos no es fácil entender o notar este cambio. Lo que yo veo es una serie de cambios, no todos evidentes, que se han ido acumulando y en ese proceso han generado nuevas tendencias. O sea, no es que el cambio en sistemas complejos como lo es una gran ciudad implique que lo podamos ver con nuestros ojos. La inmovilidad de todo ese cemento -calles, torres, puentes y mucho más- genera una especie de camuflaje y es ese camuflaje lo que mayormente vemos. No vemos tanto las aplicaciones de nuevas capacidades e innovaciones.

-Al comienzo de la pandemia, algunos intelectuales plantearon que estábamos asistiendo a la muerte del capitalismo, ¿lo ve usted posible?

En efecto, creo que el jaque que vive el sistema sigue siendo parte de la situación. La pandemia afectó especialmente a los más pobres, los que viven en viviendas pequeñas con mucha gente, etcétera. Los hogares ricos, por lo menos de clase media alta, también perdieron a familiares y amigos, pero menos que los pobres, los pobres están mucho más expuestos al virus que las clases medias. Pero en cuanto al capitalismo, creo que lo que sufrió fue básicamente una crisis monetaria y momentánea que ya pasará. No veo que esta sea la muerte del capitalismo. Me puedo imaginar nuevas modalidades extractivistas que van a surgir precisamente por la pandemia, como la concentración de las necesidades y recursos por parte de las clases altas y las clases medias de ingresos altos, mientras que las clases pobres se empobrecen agudamente. También los inmigrantes y refugiados van a perder capacidad de reclamaciones, porque los ricos y las clases medias ricas se enfocarán más en sus propios intereses, y me los puedo imaginar llegando a ser extremos en cubrir sus propios intereses.

Efectivamente, hace ya una década, Saskia Sassen hablaba en Expulsiones sobre cómo las economías se estaban contrayendo y la biosfera, deteriorándose. “La concentración de la riqueza favorece el proceso de expulsión de dos tipos: el de los menos favorecidos y el de los superricos. Se abstraen de la sociedad en la que viven físicamente. Evolucionan en un mundo paralelo reservado a su casta y ya no asumen sus responsabilidades cívicas”. Y también advertía: “una nueva crisis financiera sucederá, estoy segura. He estado escudriñando las finanzas durante treinta años y los mercados son demasiado inestables, hay demasiados datos para analizar, demasiados instrumentos, demasiado dinero. Occidente ya no reina sólo en los mercados. No sé cuándo ocurrirá esta crisis ni qué tan grave será, pero algo se está gestando”, aseguró en una entrevista a Le Monde en 2014.

¿De qué manera los fenómenos que usted describe afectan a los países latinoamericanos, donde las economías aún dependen de esas grandes ciudades globales?

A mi parecer, por todo el mundo, en cada país, existen más o menos actores que siguen extrayendo y extrayendo valores de todo tipo –desde minerales a plantaciones hasta sistemas financieros. Una de las modalidades más marcantes de esta época que vivimos es cómo hemos reducido a gran velocidad y con mucha violencia el espacio de nuestro planeta: hemos matado diversidad de plantas y árboles, un gran número de especies de animales y peces, etcétera. Y, a medida que avanzamos con esto, vamos reduciendo el espacio de miles y hasta millones de plantas, aguas limpias, arenas y tanto más. Y se ve también en nuevas industrias como lo son Facebook o Google. Es bien importante que reconozcamos que cada innovación brillante y útil nos puede servir para algo que no vemos como algo negativo -el poder de extraer información de nosotros, de lo que queremos, de lo que nos estamos enfermando, de lo que nos es útil-, que al mismo tiempo no es tan bueno para el medio ambiente, porque como todos los sectores extractivos, también estas industrias dejan detrás masivas cantidades de basuras, metales, líquidos y más. Todo lo electrónico ha agregado montañas de basura muy difíciles de desaparecer, y aún no hemos visto suficientes iniciativas para reciclar o eliminar.

-¿Cómo cree que ha influido la pandemia para entender estos fenómenos?

El virus nos obligó a limitar el salir de nuestras viviendas y eso ya es un cambio enorme. Y un cambio que se constituye, además, como respuesta a un peligro, pero a un peligro que es invisible. Entonces, el hogar es un refugio básico, en el sentido que es absolutamente necesario y al mismo tiempo no es una solución. En gran parte, lo bueno que puede salir de este momento dramático y cruel es que nos muestra la capacidad de ser destruidos por estos “agentes” invisibles que son estos virus, y que debemos construir y desarrollar alianzas de todo tipo a través del mundo.

En esa línea, junto a Mary Kaldor -directora de la Unidad de Investigación sobre Sociedad Civil y Seguridad Humana de la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres-, Saskia Sassen acaba de lanzar un nuevo libro, Cities at War (2020), donde reúnen a un equipo internacional de académicos para examinar las ciudades como sitios de guerra e inseguridad contemporáneas. Al mismo tiempo que explica por qué y cómo la violencia política se ha urbanizado cada vez más, apunta hacia la capacidad de la ciudad para dar forma a un tipo diferente de subjetividad urbana, que ofrece resistencia y esperanza para un futuro más pacífico y equitativo. “Bajo las condiciones que vivimos hoy, es importante no hacer guerra entre nosotros, los humanos. Al contrario, es el momento para respetarnos mutuamente y para reconocer la contribución que podemos hacer todos a una vida manejable”, dice.

Nostalgia de la razón

Llegó a librerías La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump, de Michiko Kakutani, considerada la crítica literaria más poderosa, influyente y temida de Estados Unidos. Un ensayo urgente sobre el descrédito al pensamiento crítico en una época en que la distinción entre lo verdadero y lo falso se diluye, pero que también funciona como una defensa férrea a una tradición liberal en la que estarían supuestamente las raíces de una sociedad racional y democrática.

Por Claudia Lagos | Ilustración: Fabián Rivas

En la Convención Nacional Republicana de 2016, Donald Trump pintó a Estados Unidos como un país en estado de guerra afirmando que el crimen estaba descontrolado. Tras la intervención del candidato, la presentadora de CNN Alisyn Camerota discutió con el republicano Newt Gingrich sobre el enfoque alarmista: los datos muestran una sostenida disminución de los crímenes violentos en ese país y Camerota se lo hizo ver al exportavoz de la cámara de representantes. El diálogo, áspero, fue más o menos así:

—Gingrich: El estadounidense promedio no cree que el crimen haya disminuido, no cree estar más seguro.

—Camerota: Pero ESTAMOS más seguros y (el crimen) ha disminuido —dice, citando los datos sobre criminalidad del FBI.

—Gingrich: No. Ese es su punto de vista.

—Camerota: ¡Es un hecho! —responde, destacando que el bureau no es, precisamente, “una organización liberal, sino que la oficina que combate el crimen”.

—Gingrich: Lo que digo también es un hecho (…). Los liberales tienen todo un conjunto de estadísticas que, en teoría, puede que sean correctas, pero los seres humanos no son estadísticas. La gente está asustada y siente que su gobierno la ha abandonado… La gente tiene esa sensación…

—Camerota: Sí, sí, la tienen, pero los hechos no la avalan.

—Gingrich: Como candidato que soy, me atengo a lo que la gente siente. Le dejo a usted con los teóricos.

El episodio es citado por Michiko Kakutani en su libro La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump, un  ensayo dedicado a “todos los periodistas que trabajan, en todas partes, para llevar la noticia”. Kakutani fue durante tres décadas y hasta 2017 la editora de crítica de libros en The New York Times. Es calificada como “una leyenda”, “la mujer más temida en el mundo editorial” y como la crítica literaria más influyente, poderosa y temeraria en Estados Unidos. Se le atribuye un rol clave en impulsar carreras de escritores como Zadie Smith, David Foster Wallace o George Saunders, y ha criticado implacablemente libros de autores consagrados como Susan Sontag, Norman Mailer o John Updike.

En su primera incursión como autora, Kakutani discute lo que llama “estos asaltos a la verdad” que, por cierto, son un fenómeno global: “En todo el mundo se han producido oleadas de populismo y fundamentalismo que están provocando reacciones de miedo y de terror, anteponiendo estos al debate razonado, erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo la experiencia y el conocimiento por la sabiduría de la turba”.

¿Le suena familiar? ¿Le parece conocida la estrategia de minar oficialmente… los datos producidos oficialmente? El 19 de marzo de 2019, la ministra secretaria general de Gobierno, Cecilia Pérez, era una de las invitadas al programa Mesa Central de Tele13 Radio. Estaba ahí para defender la propuesta del gobierno de ampliar las atribuciones policiales y permitir el control de identidad de adolescentes desde los 14 años. Ante las diversas y fundadas críticas de académicos que llevan años investigando el papel de las policías y la efectividad de este tipo de medidas, Pérez dijo: “Muchas veces los argumentos académicos no logran ver la realidad. No logran ver lo que siente un vecino de un barrio en Lo Espejo, de La Pintana, en La Florida, en Puente Alto, en Calama, en Ercilla o en Cañete. Y eso significa que no logran sintonizar con lo que están sufriendo las familias chilenas”.

El ensayo de Kakutani puede ser leído y criticado al menos en dos dimensiones: en primer lugar, es una detallada cuenta del estado de la cultura política estadounidense contemporánea y un condensado resumen de los estudios sobre opinión pública, producidos en y sobre la división política en Estados Unidos, incluyendo investigaciones sobre el rol del ecosistema digital en promover una esfera pública hiperfragmentada. En este nivel, el ensayo es valioso pues provee una síntesis de los dichos y prácticas de Donald Trump y de su corte torciendo los hechos, la historia y el lenguaje como presidente número 45 del país del norte y de la enorme producción periodística y académica en torno a ello. Ahí radica, en parte, su fortaleza.

Pero de esa fortaleza también arranca su debilidad: un trumpcentrismo y una defensa más bien cerrada a una tradición liberal ideal en la cual encontraríamos las raíces de una sociedad racional, democrática y de progreso. Lo que Habermas ha llamado el proyecto inconcluso de la modernidad. En otras palabras, la cojera del ensayo radica en la, digamos, cándida mirada para enfatizar el papel de Trump, Putin, el Brexit, internet y el posmodernismo y su énfasis en la deconstrucción del lenguaje y el imperio del yo y de la subjetividad en la muerte de la verdad y la razón. Asimismo, renuncia a la complejidad de la historia del tal liberalismo y a las bestias negras que él mismo ha incubado. Recordemos que en nombre del liberalismo se ha criminalizado la protesta social y se ha animado el hiperindividualismo. Si vamos aún más atrás, incluso hasta los llamados padres fundadores de Estados Unidos que la autora destaca sostuvieron e inspiraron el entramado del racismo, la esclavitud y el clasismo.

Katukani se concentra en el pasado reciente para explorar algunos de los fenómenos que estarían detrás del apoyo a Trump y su proyecto sociopolítico: el desencanto de la sociedad estadounidense “ha sido un producto colateral de la desilusión que provoca un sistema político disfuncional que se basa en los enfrentamientos partidistas; en parte, una sensación de desarraigo en un mundo que sale, tambaleándose, del cambio tecnológico, la globalización y la sobrecarga de información, y en parte también un reflejo de cómo la clase media perdió toda esperanza de que las promesas que forman la base del sueño americano —una vivienda asequible, una educación decente y un futuro mejor para sus hijos— pudieran cumplirse en los Estados Unidos de después de la crisis de 2008”.

“Denunciar la manipulación y la propaganda debe seguir siendo un objetivo político de nuestros tiempos. Es imperativo desnaturalizar la mentira como estrategia política sistemática”.

Sin embargo, la frontera del sueño americano no es la crisis de fines de la década del 2000. Era un sueño vedado para amplios porcentajes de la población antes de eso y sólo se ha agudizado: más de 3.800 localidades no gozan de agua limpia a lo largo y ancho de Estados Unidos y la evidencia sobre la re-segregación racial de las escuelas es abrumadora.

Michiko Kakutani
Crédito: Petr Hlinomaz / Galaxia Gutemberg

El horizonte histórico también es estrecho y tiene sólo ciertos hitos para indagar en las raíces de la propaganda y la desinformación políticamente intencionada (la propaganda soviética y la nazi y la extrema derecha contemporánea) y ciertos autores clave (Arendt, Orwell, Zweig). Es ahí donde el ensayo gana fuerza para un público hiperlocal, estadounidense, tal vez europeo, pero pierde sustento para proveer una mirada más compleja e internacional, totalmente ignorada, donde Estados Unidos ha promovido la tradición liberal tanto a través de la fuerza como de la diplomacia y el financiamiento para el desarrollo.

Porque, si no, ¿dónde ubicar el rol de los estudios en comunicación masiva y de sus padres fundadores, como Laswell, Siebert, Peterson y Schramm, por mencionar algunos? ¿Dónde ubicar en la reflexión de Kakutani el desarrollo de la propaganda en el último siglo ignorando las intervenciones en nombre de la tradición liberal que la autora valora y extraña ahora en su propio patio? ¿Cómo analizar el papel de esta misma tradición liberal, racionalista, científica que Kakutani advierte hemos perdido, en minar sus propias bases? ¿Cómo comprender el rol del periodismo, al que Katukani dedica el libro, si no lo entendemos también críticamente?

Denunciar la manipulación y la propaganda debe seguir siendo un objetivo político de nuestros tiempos. Es imperativo desnaturalizar la mentira como estrategia política sistemática (sólo en su primer año como presidente, The Washington Post calcula que Trump emitió más de dos mil declaraciones falsas o equívocas). Pero también es indispensable entender este panorama en sus contextos políticos y sociales a escala local y global (no es lo mismo Trump que el Brexit que el referéndum por la paz en Colombia o que Bolsonaro) y, desde ahí, repolitizar la discusión y rehumanizar nuestra vida en común. Si hemos leído algo de historia estadounidense contemporánea (agregaría latinoamericana) estamos enterados de que la manipulación y la desinformación no es nada nuevo. Tal vez lo que seguimos sin descifrar del todo es la constitución de las bases de apoyo a estos proyectos político-culturales racistas, xenófobos y misóginos.

La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump

Michiko Kakutani
Galaxia Gutenberg, 2019
142 págs.