Yásnaya Aguilar: “A mayor autonomía, mayores posibilidades de mantener tu lengua viva”

La lingüista y escritora mixe plantea que la vitalidad de una lengua depende del grado de autogobierno del pueblo que la habla. Y que la muerte de una lengua es el último eslabón de la violación extendida de los derechos humanos de sus hablantes. De ahí que deposite su esperanza no en lo que puedan hacer los Estados para proteger la diversidad lingüística y las lenguas indígenas, sino en lo que puedan dejar de hacer en favor del mayor control de los pueblos indígenas sobre su educación, justicia, salud y formas de vida política. Su invitación es a reimaginar el mundo «como una diversidad de cultivos donde ahora solo existe el monocultivo del Estado-nación».

Por Francisco Figueroa

Yásnaya Elena Aguilar Gil (Ayutla Mixe, 1981) se preguntó por qué su lengua materna, el ayuujk o mixe —hablada en la región mixe del estado mexicano de Oaxaca—, perdía hablantes cada año y por qué ella misma no sabía escribirla. Terminó llegando a una conclusión radical: el problema sería inherente a la conformación y operación del Estado-nación. No encontró la respuesta escondida en el fondo de una biblioteca de la UNAM, donde se licenció en Lenguas y Literaturas Hispánicas y obtuvo la maestría en Lenguas Hispánicas. La encontró en un tránsito de idas y vueltas, a tropezones, como fabricando un tejido con fibras vivas y rebeldes, entre sus estudios y su compromiso cotidiano con las luchas por la vida y el territorio de su comunidad, Ayutla Mixe, acunada en la sierra norte de Oaxaca.

La imaginativa radical de Aguilar ajusta cuentas, empleando agilidad y humor, con el nacionalismo, el colonialismo y la cultura patriarcal que sostiene el culto al Estado, tentativa que despliega en libros como Inventar lo posible. Manifiestos mexicanos contemporáneos (2017), Un nosotrxs sin estado (2018) y Äa: manifiestos sobre la diversidad lingüística (2020), y en las tribunas de la revista Este País y el diario El País, de España. Esa misma fuerza tuvo el discurso que pronunció en 2019 ante la Cámara de Diputados de México, 18 años después de que otra mujer indígena, la comandanta zapatista Esther, esa vez con pasamontañas, hiciera en el mismo estrado lo propio, que es también lo suyo: recordarle al Estado mexicano que los pueblos indígenas son, mal que le pese, su negación.

Habiendo seguido de cerca el proceso constituyente chileno, Aguilar recibió emocionada y sorprendida la elección Elisa Loncon como presidenta de la Convención Constitucional, un hecho, dice, “hace un tiempo inimaginable y de tremendo potencial subversivo”. De ese potencial y sus desafíos también trata esta entrevista.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Durante las últimas décadas, la desaparición de lenguas corre en paralelo a la proliferación de instituciones y políticas culturales que intentan salvaguardarlas. ¿Por qué pese a esos esfuerzos el problema persiste?

—El problema, creo, tiene que ver con dos hechos. Uno es que el Estado, que durante mucho tiempo fue abiertamente lingüicida, cambió el marco legal y creó instituciones, pero estas no tienen o el presupuesto o la visión. En los hechos no hay una voluntad política, sino una voluntad de hacer lo que Silvia Rivera Cusicanqui ha llamado el multiculturalismo neoliberal, que es esto de hacer festivales de poesía indígena mientras el sistema de salud o de impartición de justicia siguen siendo fuertemente monolingües. La inercia de cómo funciona el Estado no permite que sea de otra manera. Por otro lado, hay un error que lo han cometido tanto el movimiento indígena como las instituciones, y es creer que la lengua es cultura como sinónimo de manifestaciones estéticas. Entonces tienes la danza, la música y la lengua de los pueblos indígenas, todo junto. No quiero denostar la danza, pero no todos estamos danzando ni haciendo rituales todo el tiempo, tienen un lugar específico y una función social. La lengua va más allá, te atraviesa desde que te duermes y sueñas, lo empapa todo. Aquí quiero citar a un activista mapuche, Víctor Naguil, que dice “la lengua es un fenómeno societal”. Por lo tanto, el cambio tiene que ser societal: en la educación, en la justicia, en la salud, en todo. Así como pasa con la perspectiva de género, todas las instituciones del Estado debieran estar atravesadas por una perspectiva de diversidad lingüística. Y esto tiene una potencia política y autonómica muy fuerte, porque el lenguaje es un territorio cognitivo empalmado con la defensa del territorio, entonces crea algo que es una casa propia.

Si la lengua es un territorio cognitivo y no solo una forma de comunicación, ¿el lingüicidio sería también una forma de volvernos más ignorantes?

Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística. Yásnaya Elena A. Gil. Almadía Editorial, 2020. 216 páginas.

—Una pregunta recurrente es en qué nos afecta. Hay un filósofo británico de origen indio, Kenan Malik, que aboga en contra de la diversidad lingüística y dice que, si la gente decide que ya no quiere hablar mixe, por qué voy a violentar sus derechos lingüísticos y obligarlos a que lo sigan transmitiendo si ya no les es útil. No nos quedemos en el romanticismo de pensar que cada lengua es un mundo y una cultura, dice, porque una misma lengua no garantiza una misma visión de mundo. Hay varios puntos en su argumentación que de entrada parecen interesantes. Uno, es pensar que la existencia de lenguas francas debe atentar contra la diversidad lingüística. Pero eso no es verdad. La existencia del latín, que fue lingua franca durante muchos siglos, no hizo que la diversidad lingüística del mundo estuviera en riesgo. Porque hay un hecho obvio y básico y es que, por fortuna, el cerebro humano no te da a elegir. Yo puedo aprender chino mandarín e inglés para conectarme con el mundo y seguir hablando mixe. ¡Como los daneses! El danés no está en riesgo de desaparición, el inglés no atenta contra el danés, que tiene muchos menos hablantes que varias lenguas indígenas en el mundo. ¿Por qué unas pierden muchos hablantes y otras no? En realidad, lo que hay atrás es que son lenguas de Estado. El Estado-nación está peleadísimo con el multilingüismo. Es la construcción del Estado-nación la que pone en riesgo a las lenguas. No es la existencia misma del inglés como lingua franca, no es la globalización, sino el hecho de que toda la maquinaria contra las lenguas es impulsada por el Estado.

Ahora, ¿qué perdemos? Yo plantearía distinto la pregunta. Cuando una lengua se pierde lo que importa es lo que pasó antes, es decir, una serie de violaciones de derechos humanos terribles. A mí me interesa que las lenguas no mueran porque eso es signo de que los derechos lingüísticos de las personas están siendo respetados, de que no fueron golpeados, no recibieron balas en las manos, no fueron colgados, no sufrieron racismo. Sí me importan las lenguas, pero me importan más sus hablantes. Lo normal es que una lengua viva. Cuando una lengua muere es porque se ejerció una violación sistemática de derechos humanos a sus hablantes. Eso es lo que importa.

¿La supervivencia de una lengua es entonces inseparable de la autonomía y autodeterminación del pueblo que la habla?

—Así es. Yo me he preguntado mucho qué tiene en común el sami —una lengua indígena que se habla en Noruega, Rusia, Finlandia y Suecia— con nosotros. ¿Por qué mi lengua es indígena y la de ellos también? ¡Si son totalmente distintas! Ni geográfica, ni histórica ni gramaticalmente tienen ningún parecido. El persa y el español tienen más en común que el sami y el mixe, pero estamos juntos en esa cajita que se llama lenguas indígenas. Y todo esto me sorprendió más cuando me enteré que la lengua hermana del sami es el finés. ¿Por qué habiendo sido en algún momento la misma lengua, el finés no es una lengua indígena y el sami sí? Y claro, el finés es una lengua de Estado, el sami no: es un asunto político. Todos los Estados han combatido su diversidad lingüística en aras de una lengua, una identidad, una bandera y tal. El hacer equivaler al Estado con la nación —esa es la operación terrible de este tipo de estructuras— es responsable directo de la desaparición de las lenguas, por lo tanto, su fortalecimiento implica la autonomía. El Estado mexicano puede decir “yo respeto el multilingüismo”, pero si no me deja hacer mis planes y programas, mi didáctica y currículum de educación mixe, no se va a poder. Lo que se le pide al Estado es que deje de violar derechos lingüísticos. Cuando deja de hacerlo, las lenguas naturalmente florecen.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Entonces se trata de quitarle poder y atribuciones al Estado.

—Sí. Nos han enseñado que lo público es el Estado y que si voy contra el Estado lo que queda es el mercado. El Estado nos ha cooptado la imaginación del manejo de lo público. Pero lo público se puede hacer desde lo común. La vida en común no es del Estado, hay otros horizontes de vida. El Estado surgió como la estructura sociopolítica más funcional al capitalismo. Necesita del Estado, de su marco jurídico, para operar. Y también para que no se te rebelen. Necesitamos pensar fuera de eso, no hay solo dos sopas. Y ahí es difícil imaginar, por eso hay que sospechar. No hay nada más hegemónico que aquello que es imposible imaginar. El mundo lleva muy poquito tiempo con Estados-nación y es casi imposible pensar cómo funcionaría el mundo sin el Estado-nación. En un ejercicio radical, yo siempre pienso: ¿cómo funcionaría un hospital de cancerología o de nutrición? Dicen no, no se puede. Me impresiona que incluso imaginarlo no sea posible.

¿Y a dónde te lleva la imaginación? ¿Cuáles son esas otras estructuras y cómo podrían funcionar?

—Creo que es Pessoa el que dice, con su humor, que no hay que confundir el hecho divino de existir con el hecho satánico de coexistir. Y ese hecho satánico necesita coordinarse de alguna manera. A lo largo de la historia ha habido muchas opciones: repúblicas, monarquías, estructuras tribales, estructuras comunales. El gran asunto con el Estado-nación es que no permite otras estructuras, las combate. Y como dice la politóloga k’iche’ Gladys Tzul, nosotros, los pueblos indígenas de Mesoamérica, en 300 años configuramos otra opción que es la comunalidad. Es una estructura asamblearia que no genera clase política, donde el servicio público se ve como servicio. Aquí, el presidente municipal no cobra nada, no hay campañas políticas, la gente más bien evita esos cargos, porque implica un año de trabajar sin pago. Es una opción de hacer la vida en común que ha sido muy combatida por el Estado. Ahora es reconocida por el Estado, pero cuando el Estado reconoce algo lo controla. Positiviza la vida de los pueblos indígenas, la traduce a derecho positivo. Y ahí los riesgos que veo con el Estado plurinacional. Estas otras opciones quedaron como islas que el Estado no ha podido cooptar, estructuras minúsculas, con mucha autogestión, que es como funcionamos desde hace 500 años. Entonces, en lugar de pensar que México debe sí o sí existir, prefiero pensar en múltiples formas de coordinar lo que entendemos como el hecho satánico de coexistir.

Cuando imaginamos el futuro, es importante imaginarlo a detalle, amueblarlo, pensarlo desde cómo organizaríamos el drenaje. Hay quienes dicen que esto es utópico, pero hace 400 años una mujer mixe como yo debió haber dicho “esto está terrible”, porque murió muchísima gente entre las guerras de conquista, el trabajo forzado, la viruela. Yo hubiera dicho “el pueblo mixe va a desaparecer”. Pero, contra toda evidencia, 400 años después, sigo hablando mixe y aquí estamos. Me gustaría decirle a esa mujer: sí lo logramos, esta estructura que llaman utópica es la que nos permitió llegar vivos con nuestra cultura y formas políticas y lingüísticas al siglo XXI. Estas estructuras sí funcionan, son la opción ante la crisis climática, esa debacle provocada por el Estado y el capitalismo.

Yásnaya Aguilar. Crédito: Víctor R. López

Hacia un país plurinacional

La concepción ilustrada y la concepción romántica de la nación (o comunitaria, en términos actuales) apuntan a dos realidades, a dos matrices y a dos lógicas que en aras de organizar la convivencia, la paz social, los derechos humanos e identitarios es necesario armonizar.

Por Bernardo Subercaseaux

Hablar de una nación plurinacional, que contiene a más de una nación parece para el ciudadano de a pie una contradicción. ¿Cómo puede ser que lo que es UNO sea también DOS y hasta TRES? Si aclaramos la génesis de los dos conceptos de nación y los ámbitos que involucran, la contradicción desaparece. Por una parte, tenemos el concepto de nación como institución política, heredera de la Ilustración y de la revolución francesa. Así concebida, la nación implica un Estado, una base territorial, una unión de individuos gobernados por una Constitución y unas leyes. Se trata de una institución propia de la modernidad que reemplaza a otras formas de territorialización del poder como fueron los imperios, los principados o las monarquías. Es dentro de este marco que Chile emerge como república en las primeras décadas del siglo XIX.

La concepción política de la nación va a ser, empero, rearticulada y cuestionada por el pensamiento alemán, con ideas que van a significar un viraje en el uso del concepto. En el romanticismo germano se gesta una concepción cultural de la nación que es antagónica a la ilustrada, en la medida que pasa a ser definida por sus componentes no racionales ni políticos. Contra la universalidad ilustrada abstracta, el romanticismo alemán rescata los particularismos culturales, lo singular e infra intelectual, la etnia, el origen, la lengua y el habla, aquello que el concepto de ciudadano oculta. En este uso del concepto la base del mismo pasa a ser no una frontera geográfica definida desde la política, sino un fondo cultural y espiritual: la nación como memoria compartida, como alma, como espíritu y tradición, como sentimiento y lenguaje, como cultura. Desde esta concepción se entiende que la nación política pueda acoger a más de una cultura y puede dar origen a un Estado plurinacional, como ha ocurrido en Canadá, Nueva Zelanda, Suiza y Bolivia. No se trata de copiar, cada país tiene una historia y particularidades diferentes, las que en un contexto participativo a través de diálogos y no sin dificultades han logrado una convivencia armónica entre la lógica política y la lógica cultural.

Forzar a la nación cultural en su diversidad a acostarse en el lecho de Procusto de la nación política ha probado ser históricamente inconducente, como demuestra lo ocurrido en la ex Unión Soviética. Como también lo ha sido recurrir a una ortodoxia culturalista y en base a ella anular y reprimir otras dimensiones, como ocurrió, por ejemplo, con el pangermanismo nazi o con el fundamentalismo religioso islámico en que se desconoce el concepto de ciudadano y los derechos políticos, civiles y sociales que este concepto implica. También resulta inconducente la independencia de un territorio bajo el argumento de su unidad cultural, desgajándolo de una nación política de larga data, con pérdidas mutuas para los dos ámbitos. La concepción ilustrada y la concepción romántica de la nación (o comunitaria, en términos actuales) apuntan a dos realidades, a dos matrices y a dos lógicas que en aras de organizar la convivencia, la paz social, los derechos humanos e identitarios es necesario armonizar.

La matriz ilustrada, y el Estado que responde a ella, proclama —al menos discursivamente— la dignidad y los derechos de todo ciudadano, pero el concepto de ciudadano —que históricamente reemplazó al de súbdito y al vasallaje— apunta a la matriz política y a la institución de una república, y tiene una carencia en la medida que oculta el particularismo identitario y cultural (la etnia, el sexo, el género, el sector social). Una carencia que en la medida que homogeniza lo que es diverso y no homogéneo contribuye a la desigualdad y, lo que es peor, la oculta. Por otro lado, el particularismo cultural o el fundamentalismo identitario por si solo resulta a veces atentatorio contra la dignidad y los derechos humanos. No siempre las costumbres o las prácticas culturales por ser culturales deben preservarse; es el caso, por ejemplo, de la mutilación genital femenina en Guinea o Mali, o el trato que se le da a las mujeres en Saudi Arabia. Por otra parte, la historia también nos enseña la extraordinaria perdurabilidad de la dimensión cultural en relación a una determinada institucionalidad política. En Perú el imperio incaico como institución política sucumbió hace más de cinco siglos, sin embargo, sus vasos sanguíneos siguen vivos y circulando en la música, en la literatura y en algunas costumbres. La cultura tiene una notable maleabilidad para mimetizarse, para hibridizarse, para perseverar y resurgir. En la feria artesanal que se instala los domingos en San Pedro de Atacama no se vende música peruana, ni música boliviana, ni música argentina, ni música chilena, se vende “música andina”. La cultura trasciende las fronteras y congrega lo que el recorte político nacional suele ocultar. En América Latina las fronteras políticas no coinciden con las fronteras culturales, lo mismo ocurre al interior de cada nación con la división política en provincias. El desajuste entre la lógica política y la lógica cultural está presente entre nosotros cuando ciudadanos mapuche, aymaras o pascuenses pueden votar pero no pueden ser reconocidos a plenitud en sus derechos identitarios y culturales y, por lo tanto, también políticos.

Si bien la lógica cultural puede ser en ocasiones contradictoria con la lógica política, en la necesidad de armonizarlas la pregunta es ¿quién articula a quién?, ¿lo político a lo cultural? o ¿lo cultural a lo político? Ya Ernest Renan en su famosa conferencia de 1882 «¿Qué es la nación?» esgrimió una respuesta. Aunque él no lo expresa así, sus ideas pueden ejemplificarse con la metáfora de la mano y el guante: la matriz política por medio de la reinvención del Estado en un Estado plurinacional es la que articula e integra los dedos culturales, si los ignora y los desconoce corre el riesgo de ser un mitón, que puede servir como guante de box pero no para tocar el piano de una democracia plural y de un país plurinacional. La perspectiva de una nación que armonice ambas lógicas debe legitimarse en una Constitución participativa que de origen a un nuevo Estado, proceso que debe considerar a los diversos pueblos originarios teniendo en cuenta la densidad demográfica y territorial de los mismos y sus luchas históricas. En alguna medida, ese proceso debiera contemplar ciertos grados de autodeterminación pero no de independencia. De hecho, los dedos no se pueden arrancar de la mano. La mano necesita los dedos y los dedos a la mano. En esa perspectiva cabe pensar una reinvención del Estado actual —en crisis neoliberal— para un Chile plurinacional.

En nuestro país tenemos antecedentes históricos que ya insinúan los dos usos del concepto de nación. En el momento de la independencia, el diputado José Gaspar Marín, secretario de la primera y segunda Junta de Gobierno (1810-1812), refiriéndose a los habitantes de la Araucanía, decía “los indios… han reconocido nuestra emancipación, nuestros derechos, del mismo modo que nosotros los límites del territorio chileno” (hasta el Biobío); luego se preguntaba “¿Con qué razón tratamos de internarnos más allá de lo que prescriben los tratados de tiempo inmemorial entre nación y nación?” (citado por Pedro Cayuqueo en Historia secreta mapuche). En este uso ya muy temprano late la insinuación de una nación política y una nación cultural. Hoy, en vísperas de una nueva Constitución, llegó el tiempo de articularlas y de establecer legalmente un país plurinacional.

La nación en su dimensión política tiene mucho que aprender de la nación en su dimensión cultural, y también viceversa. La lucha por la igualdad es también una pugna por el reconocimiento de la diferencia. No cabe duda entonces que el encuentro y la armonización de ambas lógicas y el reconocimiento y valoración de la variable cultural puede contribuir a armonizar la convivencia social, y de paso darle algo de lubricación a los medios de comunicación tradicionales —sobre todo a la TV— y a una democracia que a los ojos de los jóvenes y del ciudadano de a pie se perciben bastante oxidados.