Derechos culturales, besos y libertades (a la memoria de Pedro Lemebel, un irreducible)

Por Faride Zerán

La crónica donde Pedro Lemebel describe cómo cruza el teatro repleto de jóvenes que aplauden el retorno de Serrat a Chile, a inicios de la transición, es memorable. Su nombre le sabe a hierba y es la voz que, cual banda sonora de las décadas de la ira, retumba en ese auditorio de la Universidad Arcis repleto de chicas y chicos que han tarareado las canciones de su ídolo y lo aplauden a rabiar.

Lemebel avanza por el pasillo, se para frente a Serrat y le estampa un beso en la boca. Los insultos no se hacen esperar. Maricón es lo más suave que se escucha de esa audiencia macha que se mira progre pero que no resiste la performance de loca y de fan con la que Lemebel los provoca.

Algo similar hará Lemebel cuando recibe el Premio José Donoso de la Universidad de Talca, premunido de sus tacos altos aguja, ante la formalidad y el terror de su rector.

¿Qué es el arte sino el gesto que provoca, que incomoda, que interpela, que critica, que reinventa la forma de mirar?

¿Qué es la creación sino el intento de subvertir los límites de la realidad otorgándole otros horizontes éticos y estéticos desde donde imaginar, narrar, plasmar otros mundos, otros horizontes, otros lenguajes?

En un país que se debate entre los efectos brutales de la pandemia y la demanda de escribir una nueva Constitución, la pregunta por el lugar que ocupan las artes, las culturas y los patrimonios no es retórica ni casual.

La respondió en su momento la propia ministra del área, al señalar que no se trataba de un ámbito prioritario, o cuando este año el gasto en cultura se tradujo en un 0,3% , lejos del 2% que la UNESCO recomienda como piso; o cuando el Observatorio de Políticas Culturales nos dice que el 81% de los trabajadores de la cultura encuestados en Chile sufrió una disminución o el cese de sus actividades y el 54% no obtuvo ayuda en medio de la crisis, a diferencia de países europeos donde los Estados ayudaron al sector, como la Alemania de Merkel, que anunció un aporte de alrededor de 2.100 millones de euros para la cultura.

Y es que no basta que el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos señale que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Es letra muerta, al menos en Chile, donde los creadores están condenados a concursar/competir por recursos estatales; donde el analfabetismo funcional es alarmante; y donde en plena pandemia se abren las puertas de los centros comerciales, no de las industrias culturales que alimentan el alma, sino de aquellas que nutren las arcas de los grandes empresarios, asumiendo que un mall abierto es menos peligroso que un teatro, una librería o una sala de conciertos con aforos limitados.

Pero hablar de cultura o esgrimir la necesidad de que los derechos culturales estén en la nueva Constitución, implica asumirnos en una diversidad y pluralidad que va más allá de los cánones formales con que se expresa “lo cultural”. Significa re-conocer territorios, etnias y disidencias sexuales. Nos exige re-mirar y re-democratizar las dimensiones artísticas, culturales y patrimoniales que nos constituyen, sobre todo en tanto comunidades críticas, complejas y problematizadoras.

Nos demanda interpelar al poder que no tolera los trazos y las obras del arte callejero en medio de un estallido social, y que, amparándose en la impunidad de los toques de queda, los borra, como si con ello desaparecieran las causas que lo originaron. O denunciar las amenazas a quienes dibujan con luz las palabras “hambre” o “pueblo”, como ocurrió con los hermanos Gana; o reaccionar ante las querellas contra LasTesis y sus performances contra la violencia machista, por citar ejemplos recientes.

En definitiva, si hablamos de derechos culturales en la nueva Constitución debemos prepararnos para luchar por ampliar los márgenes de la libertad de expresión y de creación; por ensanchar los límites de la democracia; por asegurar el acceso amplio de los territorios a cada una de estas manifestaciones; por asumir que sin libros, sin cine, sin teatro, sin música, sin filosofía, sin grafitis, sin Lemebel estampando un beso en la boca de un rector o de un cantante, la vida puede ser la letra muerta de una mala canción o una horrible caricatura de sí misma.

Como ocurrió en 1992, cuando una gran mole de hielo, blanca, sin identidades ni memorias, fue la representación cultural de Chile en la famosa Expo de Sevilla. Eran los inicios de la transición, Chile se mostraba como un país blanco, frío, sin memoria, sin dolores, sin historia. “El iceberg de Sevilla” se levantaba, así, como una metáfora de la simulación. Sin embargo, treinta años después, la faz sumergida de ese iceberg, estalló.

Mohamed Bouaziz, Sergio Bordillo y Daniel Blake: narrativas sobre humillados

Por Faride Zerán

Usted seguramente no sabe quién fue Mohamed Bouaziz; quizás tampoco le suena el nombre de Sergio Bordillo, aunque de pronto, si es cinéfilo, se puede acordar del personaje de la película Yo, Daniel Blake, del cineasta Ken Loach, que obtuvo en Cannes la Palma de Oro hace cuatro años. La línea que une a los tres hombres, el primero, tunecino; el segundo, un ciudadano chileno; y el último, un carpintero británico enfermo y pobre en la ficción de Loach, es la humillación. Un sentimiento que aflora cuando quienes deben responder por sus derechos y bienestar, por acción u omisión disocian la palabra dignidad de aquella que define a la pobreza. Mohamed Bouaziz fue un joven vendedor ambulante tunecino, quien, a los 26 años, cuando funcionarios municipales le confiscaron su carro de frutas y en protesta por el abuso y la humillación de ese acto que le impedía ganarse la vida, decidió inmolarse el 17 de diciembre de 2010. Su muerte desató una ola de protestas que dio origen a la Primavera Árabe, protagonizada principalmente por jóvenes pobres y desempleados que salieron a las calles en Túnez, Egipto y otros países de la región.

Daniel Blake es el carpintero de 59 años que, luego de un infarto y de la recomendación de su doctora de dejar de trabajar por un tiempo, asume que sólo puede sobrevivir si obtiene la ayuda del Estado, una ayuda que se escurre cada vez más en medio de una burocracia que lo humilla en las largas esperas, en los extensos interrogatorios kafkianos o en papeleos que debe llenar solo a través de una computadora que no maneja. Finalmente, esa despiadada burocracia lo lleva a rebelarse y a maldecir las políticas de Thatcher en el sistema de seguridad social británico, cuyos efectos devastadores finalmente le provocan la muerte.

De Sergio Bordillo, pese a que es chileno, que vive en Colina y que lo vimos en los noticieros de televisión hace sólo unas semanas, conocemos menos. Sabemos, por ejemplo, que es un buen padre y abuelo, porque pese a la cuarentena que le impedía desplazarse, consiguió un permiso para hacer una larga fila ante el Registro Civil de Colina para activar la clave única de su hija, requisito fundamental para poder acceder a la ayuda estatal.

Pero este vecino no era el único que estaba tras ese trámite. Decenas de hombres y mujeres hacían largas filas esa mañana fría y lluviosa de invierno y pandemia. La situación, luego de más de cuatro meses de encierro obligado, de pérdida de empleos, de ausencia de políticas de ayuda oportuna a millones de ciudadanos, tornaba insostenible cualquier espera.

Por ello, la escena protagonizada por Sergio Bordillo no sólo era desesperada, sino que contenía toda la angustia que encerraba el lugar. Se puso de rodillas y, a viva voz, con las manos en alto, le rogó a la funcionaria que pasaba por su lado que por favor lo atendieran porque en su familia estaban todos cesantes y esa clave única le abría las puertas a una ayuda que resultaba vital.

La humillación de este vecino de Colina, quien expuso su drama ante todo el país, era similar a la que seguramente sintieron muchos hombres y mujeres que abrían las puertas de sus casas para recibir las cajas de alimentos básicos que entregaba el gobierno, pero a quienes nadie les había advertido que junto a las cajas esperaba más de alguna autoridad de turno, con cámaras y flashes, transformando un derecho, una ayuda estatal para las personas que en momentos de catástrofes requieren apoyo para sobrevivir, en un gesto de limosna ejecutado arbitraria y mediáticamente por quienes detentan el poder.

Quizás advirtiendo esta realidad, cientos de mujeres han asumido en sus barrios y poblaciones que las ollas comunes no sólo son una repuesta ante la necesidad y pobreza frente a la crisis sanitaria, social y económica que vive actualmente el país, sino que además son una expresión de organización, solidaridad y resistencia.

Muchas de ellas poseen una memoria social frente a contextos adversos, como los de inicios de la década de los años 80, cuando en plena dictadura la miseria y el desamparo golpeaban los hogares de los más pobres con empleos precarios ofrecidos en programas estatales como el PEM y POJH, creados por el régimen para mitigar la miseria.

Con un desempleo del 23% en 1982 y de 31,3% en 1983, ese año sería clave en tanto marcaba la primera protesta nacional contra el régimen y su modelo.

De las ollas comunes de ese tiempo a las que surgen hoy en distintos sectores de Santiago y del país hay casi cuatro décadas de distancia. En ellas se ha ido consolidando no sólo un modelo de desarrollo y una forma de crecimiento, sino también una manera de mirar, de analizar, de sentir el devenir de un país, en un consenso que ha sido compartido transversalmente por décadas.

Ese acuerdo sobre el modelo económico que va más allá de las sensibilidades políticas, porque cruza a toda la élite, de gobierno y de oposición, hoy nuevamente ha sido puesto en jaque. Porque ante la magnitud de la crisis, ahora está siendo confrontado por una opinión pública que en más de 80% está dispuesta a sacar el 10% de sus ahorros previsionales para sobrevivir en un momento en que las ayudas estatales resultan escasas o tardías ante la profundidad de la catástrofe.

Es decir, una mayoría de chilenos y chilenas que no son parte de ese acuerdo, porque nunca fueron consultados, están interpelando a esa élite que se niega a escuchar.

Esto es tan grave como las vidas, demasiadas vidas, que ha cobrado la pandemia. Porque no sólo corrobora la disociación de esa élite que define los destinos del país sin escucharlo, sino que reitera lo que el vecino de Colina pensó cuando se arrodilló frente a una representante del Estado –que debe protegerlo– clamando por un número de atención o lo que las mujeres que están tras las ollas comunes intuyen desde hace décadas.

Porque sin preguntarse y sin manifestar interés en la legitimidad política y social de sus decisiones, esa élite pareciera no estar dispuesta al cambio. Entonces, la promesa de un pacto social es sólo promesa, y no basta con historias como la de Daniel Blake, en la ficción de Loach, o la de Mohamed Bouaziz, cuya inmolación dio origen a la revuelta árabe.

Pese al horror del presente de pandemia y su secuela de vidas destrozadas y de muertes, instalar la mirada en octubre con su promesa de plebiscito y de debate constituyente adquiere una urgencia política e institucional dramática. Porque, como dice Neruda, aunque muchos esperen cortar todas las flores, no podrán detener la primavera.

La cola y el diablo

El contenido del actual proyecto de ley sobre universidades estatales conocido por la opinión pública en las últimas semanas ha sido rechazado en sus partes importantes. Este rechazo incluye no sólo a los rectores que integran el Consorcio de Universidades del Estado de Chile, sino a amplios sectores de la opinión pública y, particularmente, a todos los estamentos de la comunidad de la Universidad de Chile, incluyendo su máxima autoridad, su Senado y Consejo Universitario, las agrupaciones de académicos, funcionarios y la FECH.

Las razones se han explicitado profusamente en declaraciones, columnas de opinión y entrevistas que apuntan a repudiar las propuestas, especialmente en torno a la gobernanza de dichas casas de estudio, que con este proyecto cambiarían sus estructuras actuales por juntas directivas con presencia mayoritaria de agentes externos, pasando a llevar no sólo la autonomía universitaria, sino la historia de dichos planteles; al rechazo ante los componentes del financiamiento, o bien a la precarización de la condición laboral de funcionarios y académicos, entre otros puntos.

Lo que se esperaba con expectativas, una ley que fortaleciera a las universidades estatales pensadas como motoras del desarrollo económico, social y cultural de la República, devino en un balde de agua fría que lavaba no sólo ese rol, sino sus épicas resistentes y todo vestigio democratizador propio de una universidad crítica, hija de la Reforma de Córdoba de 1918.

La universidad plasmada en parte de los articulados de este proyecto de ley no era aquella que exigió al Estado un compromiso público con sus planteles, sino una fiel exponente del modelo neoliberal que con tanto éxito ha permeado nuestro país.

De ahí la advertencia del Senado Universitario cuando señalaba que “coherente con la lógica gerencial que se quiere imprimir a las instituciones de educación superior, el proyecto introduce normativas que eventualmente podrían flexibilizar la vinculación entre la Universidad y su personal académico y no académico, precarizando aún más las condiciones laborales en las universidades. Unido a lo anterior, si bien el proyecto avanza en la materia, entrega fondos insuficientes para enfrentar el enorme desafío de reconstruir universidades abandonadas por el Estado que puedan contribuir significativamente al desarrollo del país y no modifica en su esencia la política de financiamiento del Estado y sus instituciones”.

Sin embargo, luego de conocerse este proyecto, cuyo articulado mayoritariamente vulnera las promesas y expectativas que lo precedieron, la pregunta que ha rondado diferentes círculos es cuándo, en qué minuto el diablo metió su cola y cambió tan radicalmente lo que era un proyecto esperado por todos quienes creen que es indispensable una ley que potencie a las universidades del Estado.

Pero más que una cola separó al gobierno y al ministerio de Educación. Lo que a estas alturas se evidencia con claridad es más bien la superposición de “dos almas”, dos proyectos de país y de educación pública que no terminan de encontrarse y que hacen que cada mes las reformas avancen y retrocedan dependiendo de quién gane la pugna en cuestión.

Por ello la preocupación de las universidades del Estado, cuyas comunidades hoy están expectantes y exigen ser escuchadas. Escuchadas por sobre aquellos poderes que, parapetados en las lógicas tecnocráticas, pretenden torcer el espíritu de una ley y hacer de estos planteles un remedo de universidad; una intervenida por los gobiernos de turno, domesticada por el poder de los fondos concursables y precarizada en su inestabilidad laboral.

Escenas de racismo cotidiano

“Queridos compatriotas, sabemos que estamos viviendo momentos difíciles, todos pueden verlo en las noticias y en las redes sociales, pero les quiero informar que vienen momentos peores, pero sé que somos un pueblo resiliente y vamos a poder sobrevivir”. Así comenzaba su saludo el profesor de lenguaje y migrante haitiano, Yvenet Dorsainvil, cuando presentaba en la Casa Central de la Universidad de Chile el primer diccionario kreyol-español de su autoría, en un salón repleto de haitianos.

Era inicios de julio de este año, y esa tarde de fiesta para cientos de migrantes de todas las edades que se congregaban para celebrar este gesto que facilitaba el encuentro entre dos pueblos, dos culturas, dos idiomas, era empañado por el anuncio de la nueva exigencia de solicitud de visa para los migrantes haitianos.

Un anuncio efectuado pese a las demandas de distintos sectores de una nueva ley migratoria con enfoque de derechos y no de seguridad nacional como opera actualmente. Una ley que data de 1975 y que concibe al migrante más como un enemigo interno que como un ser humano digno de acoger.

Algo del espíritu de esa ley promulgada en plena dictadura debe haber sentido en carne propia la joven Joane Florvil cuando intentó explicar a los guardias y luego a carabineros que ella no había abandonado a su bebé. Pero no sólo la barrera idiomática sino el racismo y la discriminación que se extienden como una lacra en todos los ámbitos de la sociedad chilena completaron lo que se transformaría en un episodio cruel que retrata a un país entero.

La mujer de 28 años había sufrido el robo de su cartera mientras estaba en la Oficina de Protección de Derechos de la Municipalidad de Lo Prado. Para salir tras los pasos del ladrón, dejó a su pequeña hija en coche al cuidado de un guardia. Cuando regresó, alguien del municipio había llamado a carabineros acusándola de abandonar a la niña. Joane no logró hacerse entender, no pudo explicar tampoco que su marido estaba realizando un trámite en una oficina de empleos, y terminó detenida en una comisaría, con su hija entregada en custodia al Sename, y luego internada en la Posta Central por golpes que se habría provocado por la desesperación, para después ser trasladada a otro centro hospitalario donde finalmente murió.

La prensa en esos días también aportó a esta cadena de equívocos alentada por la irresponsabilidad de quienes tienen el deber de confirmar los hechos y no plegarse a las lógicas discriminatorias. En titulares como “Detienen a mujer que dejó abandonado a hijo de dos meses”, publicado por La Tercera el 31 de julio, o “Mujer que abandonó a bebé se dio cabezazos en celda y está en la Posta”, del diario La Cuarta, se escurre no sólo el rol de los medios en la construcción de una sociedad más decente como la dimensión ética y profesional de cada uno de ellos.

En un país donde el origen indígena es negado o bien criminalizado, y en el que algunos de sus políticos en plena campaña electoral vinculan migración con delincuencia, o bien llaman a “seleccionar” migrantes, hechos como los ocurridos a Joane no son casuales.

Hace poco nos enteramos que un taxista que circulaba en la comuna de Renca decidió expulsar de su vehículo a una pareja de colombianos que se dirigía a un centro asistencial cuando la mujer estaba a punto de dar a luz. En plena vía pública, Lina García, de 21 años, tuvo a su hijo y en estado de shock vio cómo se le moría en la calle.

Estos hechos nos exigen repensar el país que hemos construido en relación a la educación en Derechos Humanos, a la formación de una ciudadanía respetuosa del otro distinto, y a la dimensión que tienen en el debate público aquellos discursos discriminatorios y racistas que han calado de manera alarmante en diferentes estratos de nuestra sociedad.

Porque si bien se trata de alcanzar una política migratoria democrática, dentro de los marcos y compromisos que el país posee en materia de DDHH, también debemos hacernos cargo desde la política, los medios, los colegios y universidades de esa pulsión discriminadora y racista que cada tanto afloran con la naturalidad de quienes se sienten superiores. La pregunta sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo está más vigente que nunca y no responderla hoy puede llegar a ser un acto criminal.

Posverdad: normalizando la mentira

Desde que el diccionario Oxford definiera “posverdad” como la palabra del año 2016, mucho se ha especulado sobre el sentido y los alcances de este término que se instaló con fuerza a partir de tres hitos que sorprendieron a la opinión pública internacional: el triunfo del Brexit en el Reino Unido, el de Trump en las elecciones estadounidenses, y el del NO en el plebiscito realizado en Colombia para validar el proceso de paz con las FARC.

La posverdad ha sido definida como el espacio donde la información objetiva y los datos duros -dos elementos claves en el ejercicio del periodismo- influyen menos que las emociones y las creencias personales, cuestión que en las redes sociales y en un cierto periodismo de bajos estándares profesionales tendrían uno de sus nichos privilegiados.

En la era de la sospecha, la explicación de este fenómeno estaría en la creciente desconfianza de las personas no solo en las instituciones y elites de poder, sino en las fuentes tradicionales de información, lo que conduciría a buscar en las redes aquellas verdades que les estarían siendo vedadas y que conducen, por ejemplo, a enterarse de falacias como que la diputada Camila Vallejo poseía un Audi de 50 millones de pesos; que la Presidenta de la República iba a anunciar su renuncia; que los mapuche y miembros de las FARC estaban incendiando el sur de Chile, etcétera.

El más reciente ejemplo que nos conduce también a los entramados de la información “seria” tiene alcances internacionales y se relaciona con el ataque químico contra civiles sirios en la provincia de Idlib. Las noticias apuntaron al régimen de Bashar Al Assad y su ejército como responsables de este crimen, pese a que a comienzos del 2016 la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) había anunciado la destrucción total de esas armas por parte del régimen sirio.

Sin embargo, el 21 de abril último la Comisión Investigadora del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas para Siria emitió un comunicado señalando que no había evidencias que demostraran el uso de armas químicas por parte de Damasco contra la población, cuestión que no fue tan ampliamente difundida como aquella que responsabilizaba a Al Assad, instalándose esta última como una verdad irrefutable. Algo similar ocurrió hace una década cuando con la misma excusa tropas comandadas por EEUU invadieron Irak y asesinaron a Saddam Hussein, pero nunca pudieron encontrar ni una sola arma química.

Cuando hablamos de posverdad nos referimos a noticias falsas, verdades a medias, ausencia de fuentes confiables; en definitiva, al mal periodismo. Se trata de un viejo tema con nombre nuevo. Porque confirmar la información, chequear las fuentes, ampliarlas, confrontarlas y contextualizar los hechos son parte de un periodismo cuya dimensión ética es intrínseca a su quehacer. Ocultar viejas prácticas bajo nuevos nombres no mitiga el impacto ni la gravedad de la falta.

El 12 de septiembre de 1976, en el sector de Los Molles, apareció el cuerpo de una mujer. Su cadáver había sido lanzado al mar desde una aereonave luego de ser detenida y confinada en Villa Grimaldi, donde murió a consecuencia de las torturas. Los diarios El Mercurio y La Segunda la describieron como una bella joven víctima de un crimen pasional, aunque al poco tiempo el odontólogo y académico de esta Universidad, Luis Ciocca Gómez, identificó el cadáver como el de Marta Ugarte, profesora y militante del PC de 42 años. En esa línea, y a propósito de la muerte de Agustín Edwards y del rol de El Mercurio en el ocultamiento de crímenes de lesa humanidad, el caso de Marta Ugarte resulta otro ejemplo de muchos, de cómo la posverdad es la naturalización de la mentira disfrazada de posmodernidad.

Acoso sexual y cambio cultural

Para Hobsbawm, uno de los efectos más relevantes del mayo francés que marcó la década del ‘60 en gran parte de Europa y Latinoamérica fue el cambio cultural que se venía gestando y que se traducía entre otros aspectos en la demanda de mayor incorporación de la mujer al trabajo; la píldora anticonceptiva y la apertura y liberalización de las relación sexuales, así como el cuestionamiento al patriarcado y a otras formas de expresión de la autoridad.

No era la Toma de la Bastilla ni la instauración de otro régimen lo que movía a los miles de manifestantes que ocupaban las calles pintando en los muros que se prohibía prohibir y que levantaban como consigna “la imaginación al poder”. Fue un fenómeno social y político que sin duda puso en jaque al poder establecido, pero que no surgió en las fábricas, sino al interior de los campus universitarios, atravesando incluso las fronteras ideológicas impuestas por la propia Guerra Fría.

Muchos de esos aires de cambio expresados cotidianamente en las relaciones humanas y jerárquicas se perciben hoy en medio de las crisis propias y ajenas que habitan dentro y fuera de nuestras fronteras. Cambios que ponen en cuestión temas y formas de comportamiento naturalizados por décadas, muchos de los cuales pasaron inadvertidos incluso para la vieja izquierda pese a los discursos emancipadores y libertarios que cruzaron el siglo XX. Temas y formas que hoy las nuevas generaciones no están dispuestas a dejar pasar.

Por ejemplo, la relación de respeto hacia los derechos de los pueblos originarios; la valoración y defensa de nuestro ecosistema; la defensa a los derechos de las disidencias sexuales; el respeto a la autonomía de las mujeres en torno a sus cuerpos y sus derechos sexuales y reproductivos; sus derechos al trabajo y a la igualdad salarial frente a los hombres; su derecho a no ser discriminadas, ni cosificadas, ni asesinadas por el hecho de ser mujeres.

De ahí que hoy resulte un escándalo lo que antes podía haber sido “una humorada”, como lo ocurrido con el episodio de la “muñeca inflable”, desnuda, con la boca tapada y exhibida como trofeo de empresarios y políticos; los hechos de la fragata Lynch, cuando nueve marinos grabaron en la intimidad de sus dormitorios a cinco de sus compañeras de armas; o que sea inadmisible que estudiantes sean objeto de acoso sexual de parte de sus pares o profesores en los campus de nuestras universidades y, lo que es peor, que algunos de esos “maestros” salgan en defensa de los acosadores calificando las denuncias como “sobrerreacción casi nerviosa”, en tanto ponían en peligro las “brillantes carreras” de algunos de los acusados.

Hacerse cargo de esos procesos de cambio representa un desafío tanto en materia de legislación y políticas públicas como en la implementación de protocolos y normas claras que den respuesta a las actuales demandas de igualdad, dignidad y no discriminación que se levantan con fuerza en todos los espacios de nuestra sociedad.

Sin duda, lo más difícil es cambiar la mirada sobre aquello que por siglos ha sido naturalizado, más aún cuando quienes se resisten son líderes de opinión o figuras que han sido objeto de admiración para los propios jóvenes.

En la Universidad de Chile, institución en la que también ha habido denuncias sobre el tema, luego de elaborar y difundir en las aulas manuales contra el acoso sexual y contribuir como política institucional a establecer normas de acompañamiento, investigación y sanciones, ahora se acaba de aprobar un completo articulado que se hace cargo del tema de manera integral, a través de una política para prevenir el acoso sexual, y un protocolo de actuación ante denuncias sobre acoso sexual, acoso laboral y discriminación.

Se trata de un hecho inédito en las instituciones de Educación Superior en Chile y de una noticia digna de celebrar. Lo que falta ahora es que en cada aula, campus o biblioteca, concluya el necesario y urgente cambio cultural.

La era Trump

Por Faride Zerán

La tolerancia es un concepto que se expresa con fuerza en el siglo 17, y que en el siglo 18, con Voltaire y Diderot, alcanza su máxima validación intelectual. Es la reivindicación que se levanta en Europa cuando la Iglesia Católica perseguía a quienes no abrazaban sus ideas, y es el estandarte de quienes apostaron a ella como el valor máximo de la ilustración.

La carta sobre la tolerancia de John Locke a fines del siglo 17 es la expresión de esa necesaria separación entre Iglesia y Estado. Tres siglos más tarde y tras millones de muertos en guerras declaradas y otras escondidas, esos valores, sumados a los de la diversidad que nos hablan del respeto a los derechos civiles, sociales y reproductivos, se levantan como las grandes conquistas del humanismo para este milenio

De Martí a Simón Bolívar en nuestro continente; de Ghandi, Luther King a Mandela; o de Fanon, Sartre, a De Beauvoir, las generaciones del siglo 20 crecieron siguiendo las luchas anticoloniales y antimperialistas de los pueblos, aprendiendo que ciertos términos debían ser desterrados de nuestro lenguaje, como racismo, apartheid, gueto, segregación. Y, más tarde, que otras debían ser denunciadas como discriminación, machismo, sexismo, misoginia, etcétera…

Desde la Declaración Universal de los DD.HH. de Naciones Unidas de 1948, la humanidad ha avanzado asumiendo que todos somos sujetos de derecho y que la tolerancia y la diversidad deben ser protegidos no sólo con leyes y normas, sino también en el ejercicio cotidiano de la comunicación.

Porque lo “políticamente correcto” no nos remite al eufemismo en la esfera de la socialización, donde se disimulan la ignorancia y el prejuicio, sino que nos lleva a una forma de lenguaje que tributa al respeto y tolerancia hacia toda la humanidad.

De ahí que el discurso racista y misógino del recientemente electo Presidente de EE.UU. Donald Trump, resulte alarmante, así como sus amenazas antimusulmanas; de construcción de un muro en la frontera de tres mil kilómetros con México, y de expulsión del país de cerca de dos millones de mexicanos, más otras expresadas urbi et orbi.

Las similitudes entre EE.UU. hoy y la Alemania que votó en las urnas a Hitler en marzo de 1932 pueden resultar lejanas y exageradas para muchos. Sin embargo, un ejemplo más reciente al interior de EE.UU. es la figura del senador Joseph Mc Carthy, que entre 1950 y 1956, con la Guerra Fría como telón de fondo, marcó una época de persecución, cárcel y destierro para miles de estadounidenses, que acusados de “actividades antiamericanas” fueron despedidos de sus trabajos, acosados, encarcelados o exiliados.

El actor Charles Chaplin; el periodista inmortalizado en la película Buenas noches, buena suerte, Edward R. Murrow; el escritor Dashiell Hammett; o Arthur Miller, entre muchas figuras de literatura, el cine o el teatro fueron víctimas de esta “caza de brujas” que marcó de manera dramática la vida política, social y cultural de la sociedad estadounidense de la década de los cincuenta.

Pero hoy es la humanidad y sus valores de tolerancia y respeto a la diversidad lo que nuevamente está en juego. Con ellos, la vida de millones de desplazados de las intervenciones del mundo occidental en las zonas de Asia y África, en la mayor catástrofe humanitaria de los últimos tiempos.

En el inicio de la era Trump, el futuro de esas millones de personas, en su mayoría musulmanes, así como el de miles de mexicanos cuya permanencia en EE.UU. se ve amenazada, es incierto. ¡Pero no son los únicos!

Por ello la humanidad apuesta a que en el futuro Trump se escriba con la T de tolerancia y no de tragedia.

Cuestión de autonomía

Por Faride Zerán

En el marco del intenso debate sobre el proyecto de ley de Reforma a la Educación Superior, ya en discusión en el Congreso, se produjeron varios hechos que contribuyeron a avivar la controversia y las suspicacias en torno a la naturaleza de dicha reforma en dos frentes; tanto en relación al fortalecimiento de un sistema de universidades estatales como a la necesaria autonomía e independencia de dichas casas de estudios frente al poder político o gobiernos de turno, cuestión que desde los tiempos de Federici no había sido un tema relevante.

Uno de ellos, acaso el principal por el impacto mediático y el rechazo transversal que provocó, fue la intempestiva petición de renuncia a la ex Rectora de la Universidad de Aysén, Roxana Pey, a casi un año de haber sido nombrada para estructurar y poner en marcha el proyecto de una de las dos universidades regionales del Estado que la Presidenta de la República había comprometido.

“No es posible que el gobierno de turno le solicite la renuncia ni al rector ni a ningún académico de una universidad pública”, señaló el Cuech en una declaración emitida el 28 de julio y dada a conocer por el Rector Ennio Vivaldi, quien además reiteró su apoyo a Pey y el respeto a la autonomía universitaria. Todo esto, mientras rectores del Cruch, el Senado Universitario y personalidades del mundo de la cultura y la educación condenaban este acto que, como lo explicitaran en una carta abierta cerca de dos mil académicos, “desnuda claramente el sesgo ideológico del Ministerio, orientado a favorecer a las grandes corporaciones educacionales y sus políticas neoliberales de privatización, toda vez que la rectora Pey –en conjunto con los rectores el Cuech– ha sido coherente en exigir una universidad estatal y pública para Chile que no obedezca a las lógicas corporativas–financieras”.

De cualquier forma, pese a la falta de prolijidad del hecho, sustentado en argumentos poco convincentes, y al desdén hacia la opinión del mundo académico, el Gobierno, a través del Ministerio de Educación, no dio pie atrás en su decisión, mientras se ponía el foco en otra controversial propuesta de dicha cartera.

Paralelamente al proceso de renuncia de la ex Rectora Pey se conocía la propuesta gubernamental contenida en la ley de Reforma a la Educación Superior, que sugiere un directorio con cuatro representantes del Estado, sumados a los cuatro de la comunidad universitaria más el rector, asumiendo que esta adición no afecta la autonomía ni independencia porque los primeros serían representantes del “Estado”, no del gobierno. Un argumento que nos remite al lamentable cuoteo de TVN, donde la diversidad o pluralismo de su directorio –nombrado por el Presidente de la República y ratificado por el Senado– se aloja en los partidos políticos ahí representados, y cuya defensa de una “televisión pública” ha tenido como correlato alianzas entre los miembros de las coaliciones políticas para defender no una mirada de país, sino aquella más bien acotada que tiene que ver con los intereses partidarios y el juego de oposición-gobierno que en general hegemoniza las reuniones de los directorios.

Estos antecedentes, más la poca empatía exhibida por el Gobierno ante propuestas concretas de autoridades de la U. de Chile y del propio Cuech, que permitan fortalecer –y no perjudicar- a las universidades del Estado, por ejemplo a través del aumento de su matrícula, hacen pensar que hoy está en riesgo no sólo la autonomía de las universidades del Estado, sino su futuro, en tanto las señales hasta hoy han sido erráticas o simplemente confusas.