Sobre el acuerdo y el momento constituyente actual

Por Fernando Atria

I

En normalidad, las normas (las decisiones institucionales) son la medida de los hechos. Esto quiere decir algo simple y obvio: la infracción de una norma no muestra un problema con ella, sino con la acción infractora, que es “ilícita”. Discutimos las normas porque de ellas depende lo que ocurra en el mundo de los hechos. Las normas son dictadas por poderes constituidos, es decir, por poderes también creados por normas, y así especificados, regulados, limitados, relativizados, etc. Esto vale también para las normas que crean y regulan esos poderes: ellas son la medida de los actos de ejercicio de esos poderes; si los violan, actúan ilícitamente y sus actos son nulos, etc.

Todo esto cambia cuando irrumpe, como lo hizo el 18 de octubre, una fuerza social cuyo contenido es inicialmente negativo: no al orden actual. Esa fuerza social que irrumpe negando las condiciones de vida actual (en este sentido, demandando unas nuevas) es lo que la teoría constitucional llama «poder constituyente».

Este no es conferido por normas y por tanto no aparece limitado, regulado y relativizado. No tiene competencias delimitadas ni se ejerce a través de procedimientos preestablecidos. Es irrelevante que su acción sea calificada de «ilícita», y lo que produce no puede ser «nulo». No es una norma, es una magnitud real.

Cuando un poder constituyente irrumpe, la relación entre hechos y normas que caracteriza a la normalidad se invierte. Las normas dejan de ser la medida de los hechos y los hechos devienen la medida de las normas.

II

Una analogía puede explicar este punto. Las instituciones en condiciones de normalidad operan como quien diseña un canal de regadío hecho para que el agua llegue de un punto a otro. La velocidad y dirección en que fluye dependerá del modo en que él sea construido. Al diseñarlo, tomaremos en cuenta las áreas que conviene que sean regadas; algunas autoridades harán cálculos sobre las ventajas que obtendrán por satisfacer a unos en vez de otros: habrá intereses particulares que buscarán «capturar» el diseño del canal en su beneficio. Eso es política normal.

Las cosas cambian si lo que estamos diseñando es un canal para prevenir un posible aluvión. Ahora se trata de que el canal sirva de cauce a una fuerza enorme cuando esta se manifieste. La cuestión ya no es si queremos que el agua llegue a un determinado lugar o a otro por consideraciones de política, sino que el canal sirva para contener la fuerza que se manifestará. Si no sirve, el agua no fluirá por el canal. Pero esto no quiere decir que no fluirá, sino que lo hará por donde sea, causando un daño muchísimo mayor del que habría causado si el canal hubiera servido para contenerla.

La diferencia es fundamental: en un caso discutiremos dónde queremos que llegue el agua y esta fluirá según las decisiones que tomemos. En el otro, la cuestión ya no es a dónde llevaremos el agua, sino construir el canal para que pueda contener la fuerza que se manifestará.

Si los ingenieros que construyen un canal aluvional malentendieran su función y asumieran que construyen un canal de regadío, el resultado sería trágico. Y eso es exactamente lo que parece que estamos presenciando en el caso del acuerdo constitucional.

III

El acuerdo parecía mostrar que la política institucional había entendido la exigencia de un momento constituyente, la inversión de la relación entre hechos y normas. La derecha aceptó un plebiscito constitucional al que se había negado siempre y que ese plebiscito pudiera llevar a una convención elegida para discutir una nueva Constitución desde una hoja en blanco.

Es decir, parecía abrirse un camino hacia el poder constituyente, lo que podría llevar a una genuina nueva Constitución.

Poco después, sin embargo, el senador Andrés Allamand negaba que el acuerdo fuera constituyente porque su contenido permitiría cambiar sólo lo que la derecha estuviera dispuesta a modificar (esa es, por cierto, la enorme diferencia que hay entre 2/3 para una reforma constitucional y 2/3 desde una «hoja en blanco»). Ahora, con el trabajo de la comisión técnica aparecen nuevos condicionamientos, relativizaciones, normas y limitaciones escritas con una lógica propia de lo constituido más que de una conducida por la necesidad de crear un camino reconocible para el poder constituyente.

Crédito: Felipe PoGa

Esto es un error: el acuerdo tiene sentido desde la óptica constituyente de canalizar un poder que existe y busca manifestarse. Si lo canaliza, ese poder podrá constituir limitando el daño o la disrupción que producirá. Si no lo logra, también se realizará constituyendo, pero lo hará de cualquier modo, causando mucho más daño y disrupción.

¿De qué depende que lo logre o no? Por cierto, no de que una norma se lo ordene. Así como Chile no necesitaba la autorización de una norma para despertar, el poder constituyente no está vinculado a normas que le impongan el deber de manifestarse a través de ciertos mecanismos en vez de otros. El poder constituyente, con la magnitud que irrumpió en la política nacional el 18 de octubre, no es del tipo de cosas que están normadas.

El acuerdo logrará canalizar al poder constituyente si este ve en él un camino adecuado. Fracasará si se percibe como un intento de neutralización, una forma en que la «clase política», «los políticos», «los partidos», buscan, mediante la «letra chica», evitar la nueva Constitución. Para lograr esto, la política institucional comienza cuesta arriba. Porque su credibilidad está en sus mínimos históricos y cualquier cosa que acuerde será en principio vista con sospecha. Esto hace todo más difícil.

Hoy lo único que puede legitimar ese camino es su contenido. Y en eso el plebiscito de abril y la posibilidad de una nueva Constitución desde una hoja en blanco fueron fundamentales.

IV

Con el trabajo de la comisión técnica aparece un intento de introducir reglas, de normar, limitar, relativizar. La sospecha de estar ante un intento de neutralización aumenta.

Un ejemplo es el modo de elección de los miembros de la convención constitucional. El acuerdo decía que se elegirían aplicando el sistema electoral vigente para la Cámara de Diputados. Si fuera así, la convención no tendría paridad de género ni representación adecuada de pueblos originarios, y sólo estaría compuesta por convencionales elegidos en asociación a un partido político. Esto último es más que un problema con «los independientes». Como hoy los partidos políticos están notoriamente deslegitimados, una elección en que sólo los candidatos vinculados a ellos tengan opciones reales excluiría de hecho a buena parte de la ciudadanía social y políticamente movilizada.

La cuestión es si la convención será un reflejo de la política contra la cual Chile ha despertado o responderá a un intento visible de anticipar la política que viene. La respuesta a esta pregunta es apta para acreditar o desacreditar todo el camino constituyente del acuerdo.

V

En condiciones de política normal, las cuestiones se discuten y deciden atendiendo al modo en que afectarán a los grupos que participan de la discusión y decisión. Aquí no hay nada novedoso, así es la política normal.

Pero en momentos constituyentes, la óptica para actuar cambia. Ahora lo que importa es que ese camino sea reconocido como apto y útil, de modo que la fuerza que ha emergido lo reconozca y lo use para manifestarse con la menor disrupción y daño adicional posible. Pero la política constituida se resiste a reconocer lo especial del momento constituyente y adoptará la primera perspectiva si puede; así, buscará introducir una regla que disponga que el plebiscito de entrada sea con voto voluntario para disminuir el rechazo a la Constitución de 1980; o una cláusula ambigua en cuanto a si los 2/3 son necesarios para cada norma o adicionalmente para una decisión final, porque eso puede crear una oportunidad para defender la Constitución de 1980 en la hora nona; o un sistema electoral orientado a maximizar las posibilidades de tener resultados favorables.

El riesgo, por cierto, es que esto lleve a que el acuerdo sea visto como un «negociado», un arreglo de «los políticos» al que sería ingenuo reconocerle una genuina dimensión constituyente. Entonces el poder constituyente no lo reconocerá ni lo recorrerá.

¿Podemos esperar que la política constituida abandone la óptica que le es natural y asuma la perspectiva constituyente? Esto parece ingenuo; parece significar que los grupos políticos no buscarán sus propios intereses, sino el interés del país. No parece realista esperar que la UDI esté dispuesta a hacer la pérdida respecto de la Constitución de 1980 y a dejar de buscar cualquier oportunidad para que ella sobreviva.

Esto no es ingenuidad, sin embargo, porque es dicho con plena consciencia de que es altamente improbable. Es improbable que la misma política constituida entienda que se encuentra en un momento constituyente en el que la relación ente hechos y normas se ha invertido, que por eso exige una acción totalmente distinta a la habitual. Por eso, las nuevas Constituciones no suelen ser dadas a través de mecanismos establecidos por lo poderes constituidos de la política que busca ser superada.

VI

Dos caminos se abren ante nosotros. Si la política institucional logra, a pesar de lo improbable que parece, reconocer la exigencia especial del momento constituyente, podrá canalizar adecuadamente la crisis actual, que entonces podrá ser superada pacífica y democráticamente mediante la dictación de una genuina nueva Constitución; si ella actúa con la lógica de lo constituido, lo que haga no será reconocido como un camino adecuado por el poder constituyente. El poder social que ha irrumpido el 18 de octubre, entonces, se manifestará de cualquier modo, en lo que podría llevar a una crisis política que afecte el desarrollo del país por una generación.

Este es el momento en que cada uno deberá asumir su responsabilidad ante la historia.

Proyecto de ley de Educación Superior: Una apreciación general

El 26 de julio, la Universidad de Chile se reunió en pleno en su Casa Central para dar el puntapié inicial de un proceso de reflexión interno sobre los alcances de la reforma educacional propuesta por el Gobierno. En la instancia, el académico Fernando Atria detalló los que a su juicio son los aspectos centrales a debatir. A continuación, una versión editada de su presentación.

Por Fernando Atria / Fotografía: Felipe Poga

El proyecto de ley de Educación Superior intenta corregir déficits del sistema de Educación Superior chileno, pero sin cambiar la estructura de mercado que lo caracteriza. El falso supuesto es que éstas son dos cosas distintas. Dicho en el lenguaje que el programa hizo suyo, los déficits son manifestación de que el sistema trata a la educación como una mercancía, cuando ella es un derecho social. Esa es la incoherencia fundamental que recorre el proyecto de principio a fin.

Si el proyecto fuera aprobado tal como está, a mi juicio sería un retroceso. Pero al mismo tiempo hay que decir que su contenido no clausura, sino que abre perspectivas. El proyecto no es el fin de la discusión sobre Educación Superior, y no es siquiera el principio del fin de la discusión. Es el fin del principio. Con su presentación la discusión sobre el modelo neoliberal de Educación Superior termina de empezar.

Sobre el punto de llegada y transitar sin dirección

Quizás parte del problema es la manera en que las reformas son concebidas. Ellas se piensan desde la transición, sin tematizar el punto de llegada hacia el cual se quiere transitar. Esta es, evidentemente, una manera funesta de proceder. El modo racional es el contrario: primero es necesario identificar el punto deseado de llegada. Habiendo hecho eso, habrá que preguntarse cómo es posible unir ese punto y nuestra situación presente y hacer todos los ajustes que sean necesarios. No tiene sentido discutir medidas de transición sin tener claro cuál es el punto al que se desea transitar. Pero esto es exactamente lo que el proyecto contiene, y uno podría incluso decir que es la marca de la Nueva Mayoría: sus reformas no han sido capaces de mostrar cómo serían las cosas si las reformas intentadas fueran exitosas, porque su peculiar manera de entender el “realismo” y la “gradualidad” consiste en el deseo de transitar por transitar.

Lo público, lo privado, lo estatal

En ésta, una de las cuestiones centrales en discusión, unos dicen que lo público es lo estatal, y es por eso que las universidades públicas son las estatales. Otros sostienen que lo público y lo estatal son categorías obviamente diversas y lo que importa es lo público.

Ambas posturas son incorrectas, a mi juicio, pero no igualmente incorrectas: la afirmación de que lo público es lo estatal tiene un punto de partida más sólido y plausible, aunque sólo un punto de partida. Es necesario explicar qué relación hay entre lo público y lo estatal sin asumir que lo segundo implica inmediatamente lo primero.

Este punto de partida evita que la pregunta por lo público sea sólo una excusa para vaciar a esa noción de todo contenido, que es lo que hacen quienes niegan toda relación entre lo público y lo estatal. Para éstos, el concepto es tan vacío que incluso el rector de una universidad pontificia y confesional, que está sujeta al control de la Iglesia Católica y que recientemente debió ver cómo el arzobispo local prohibió a un profesor de la Facultad de Teología enseñar, cree que puede reclamar que su universidad es “pública”.

Sobre por qué es importante preguntarse por la relación entre lo público y lo estatal

La relación entre lo público y lo estatal está hoy fracturada menos por la existencia de universidades públicas no estatales que por el hecho de que hoy las entidades estatales deben actuar como si fueran privadas. Éste es el legado de décadas de neoliberalismo: la privatización del Estado, que es la consumación de la negación de lo público.

Esto no es una exageración: las universidades estatales se financian principalmente con aranceles pagados por sus estudiantes; el canal de televisión estatal vende publicidad para sobrevivir; y el banco estatal, además de avergonzarse de su condición al punto de cambiarse el nombre para esconderla, se relaciona con sus clientes incurriendo en las mismas prácticas abusivas de la banca privada.

Entonces, que un banco o un canal de televisión sean estatales no implica que sean públicos. Pero necesitamos entender qué es lo público sin referencia al Estado. Tenemos que tener un criterio que nos permita denunciar la privatización del Estado y decir: ¡necesitamos que por lo menos el Estado sea público!

Lo público es lo que no está sometido al régimen de la propiedad privada

En el sentido en el que yo creo que es importante, lo “público” es lo que carece de dueño, es decir, lo que no está sujeto al régimen de la propiedad privada. Dicho régimen se define porque tratándose de una cosa que es de alguien, ese alguien, llamado “dueño”, tiene derecho a decidir qué hacer con ella sin deberle explicaciones a nadie (por eso el art. 852 del Código Civil dice que el dueño puede actuar “arbitrariamente” respecto de su cosa). Si el dueño ha decidido que su cosa ha de servir un determinado fin y alguien le exige una explicación, él está en posición de decir: “porque es mía y yo así lo quiero”.

En ese sentido, la universidad es intrínsecamente pública (por lo que la expresión “universidad pública” es una redundancia). Con esto ya podemos decir qué tiene de especial una universidad, un banco o un canal público. Adicionalmente, nos ayuda a especificar por qué la idea misma de universidad es pública.

Una universidad pública, según lo anterior, sería una en que nadie tendría derecho a decidir unilateralmente y sin dar cuenta a nadie qué intereses ha de servir. Una privada, por su parte, sería una en que alguien tiene derecho a tomar esa decisión. Si el dueño quiere, la universidad estará al servicio de una ortodoxia religiosa, o política, o económica. En este caso, la institución no podrá ser una que se someta a los ideales de la investigación libre y la discusión abierta, al menos respecto de ciertas materias. Pero esto es precisamente lo que define a la universidad. Por consiguiente, hay algo esencialmente público (es decir, esencialmente incompatible con el dominio privado) en la idea misma de universidad.

Hoy, en Chile, sólo las universidades estatales son en este sentido públicas (las universidades del llamado G-3 son evidentes candidatas a ser universidades públicas no estatales. Responder esta cuestión exige discutir su estructura y organización con un detalle que aquí no es posible). Eso es una observación sobre el régimen institucional de las universidades y no supone ni implica que sólo las universidades estatales son de calidad, o interesantes, o bienintencionadas, etcétera. Sólo quiere decir que ese régimen deja a las universidades privadas entregadas a sus dueños o controladores. Algunos dueños usan esta prerrogativa, otros han decidido renunciar a ella, pero todos la tienen.

Este concepto de lo público nos permite decir dos cosas: primero, que es razonable que el Estado trate diferenciadamente a las universidades públicas (sin dueño) y las privadas (con dueño); segundo, que en principio es posible un régimen público (sin dueño) al que puedan acceder las universidades hoy privadas cuando su grado de desarrollo institucional las lleve a reclamar autonomía respecto de sus dueños.

Sobre la educación provista con fines de lucro

Hoy la situación es que la provisión con fines de lucro está prohibida en el caso de las universidades, pero no de los institutos profesionales y centros de formación técnica. La obligación actual de no retirar utilidades, entonces, es una obligación impuesta a todas las universidades, pero en los demás casos es una obligación (cuando existe) que se sigue sólo del hecho de que determinadas instituciones han asumido la forma jurídica de persona sin fines de lucro. Entonces, cuando una universidad retira utilidades está incumpliendo las condiciones legamente exigidas para ser universidad. Cuando un instituto profesional o centro de formación técnica retira utilidades no está actuando ilegalmente (si está organizado como sociedad) o está infringiendo la ley, pero no en cuanto a las condiciones para existir, sino porque al crearse se organizó como corporación o fundación. Es evidente que estos dos casos deben ser tratados de modo diverso por la ley, pero el proyecto los trata igual y entonces tiene reglas sobre las instituciones “que están organizadas como personas jurídicas sin fines de lucro”, ignorando que esa forma de organización es en un caso legalmente obligatoria y en el otro, legalmente voluntaria.

La solución, por cierto, debería impedir toda provisión con ánimo de lucro (estableciendo alguna modalidad de transición adecuada) o mantener la prohibición para las universidades solamente. En el primer caso sería razonable un régimen fiscalizador aplicable a todas las instituciones privadas; en el segundo, el régimen debería ser aplicable sólo a las universidades.

Sobre la gratuidad

La demanda por gratuidad terminó siendo la que resumió todas las demandas que irrumpieron el 2011. Pero precisamente por eso ha habido un esfuerzo considerable por confundirla y caricaturizarla. Conviene entonces intentar aclarar varias de estas confusiones, a propósito de las reglas contenidas en el proyecto.

El sentido de la gratuidad puede estar en la necesidad de financiar la educación de quien no puede pagársela o en la afirmación de que la educación es un derecho social. La manera correcta de entender la exigencia de gratuidad es la segunda, pero el proyecto opta por la primera. Y como las ideas tienen sistema, una vez que se ha decidido esto hay una serie considerable de cuestiones ulteriores que quedan decididas.

Si se trata de financiar a quien no puede pagar, la gratuidad será un beneficio focalizado. Así, por cierto, está tratada en el proyecto. Se ha dicho que eventualmente la gratuidad llegará al 100%, pero eso es políticamente imposible, tanto porque las condiciones para llegar al 100% (art. 48 trans.) son irreales, como porque el financiamiento con cargo a rentas generales hará que cada paso que se dé acercándose al 100% va a hacer al paso siguiente más difícil, dados los costos de oportunidad. Gratuidad para el 100% sólo es políticamente viable si los recursos utilizados no tienen usos alternativos y para eso sería necesario que la gratuidad fuera un sistema de seguro social (un “impuesto a los graduados”).

No falta el que dice, sorprendentemente, que esto no sería gratuidad, mostrando con eso una peculiar incapacidad para distinguir impuestos o contribuciones de créditos. La pregunta es si es gratuidad en el sentido relevante. Si al menos parte de la gratuidad fuera financiada con contribuciones de quienes estuvieron en la universidad, sería un sistema de seguro social que asumiría una forma análoga a un sistema de pensiones de reparto, en que quienes ya estudiaron contribuirían a financiar a los que están estudiando.

Gratuidad mediante convenios

El segundo sentido en que la gratuidad no es universal en el proyecto tiene que ver con que sólo “entrarán” a ella las instituciones estatales y algunas privadas. Esto descansa en la insólita idea de que la ley no puede obligar y sólo puede ofrecer a las instituciones un contrato, que verán si aceptan o no. Pero si lo que justifica la gratuidad es el derecho del estudiante, es absurdo que tal derecho pueda ser neutralizado por una declaración unilateral de la institución.

Si la gratuidad es parcial, no hay descomodificación. Si no hay descomodificación, no hay reconocimiento de que la educación es un derecho. La gratuidad genuinamente universal se enfrenta hoy a una extraña alianza: es criticada desde la derecha (que defiende el modelo neoliberal), y desde la izquierda (que exige que la gratuidad sea sólo para las instituciones estatales, y que financiarla con un impuesto especial o una contribución sería “gratuidad con letra chica”). Por consiguiente, el resultado probable de todo esto será un escenario de gratuidad parcial: para algunas instituciones y para estudiantes de los cinco, seis o siete primeros deciles. Esto obligará a entender la gratuidad como “beneficio”, como un voucher que no eliminará, sino que fortalecerá el mercado.

Sobre el tratamiento de la Educación Superior estatal

El proyecto tampoco impugna la idea neoliberal fundamental que ha llevado a la privatización del Estado: que éste debe actuar sujeto al mismo régimen que los agentes privados, que cualquier diferencia de trato es, en principio, “competencia desleal”.

Como antes, aquí también hay algo que puede ser resaltado en el proyecto. Es verdad que no impugna derechamente esa idea, pero hace inevitable que esa impugnación aparezca en la discusión que el proyecto provoca. Pero lo que por una parte el proyecto da, por otra lo quita.

Al crear un fondo especial para las instituciones estatales (art. 188), el proyecto introduce la idea de que las instituciones estatales son distintas de las privadas. Pero el fondo en cuestión no tiene contenido (lo determinará anualmente la ley de presupuesto) y debe convivir con el “fondo de desarrollo y mejora de las funciones de investigación y creación artística” (art. 187). Este segundo fondo es para todas las instituciones, públicas o privadas, que se adscriban a la gratuidad.

Aquí, por cierto, se hace relevante que los recursos públicos son de todos los chilenos: ¿por qué ellos pueden usarse para financiar las actividades de instituciones con dueño?

Sobre la ampliación de la matrícula

Las vacantes de las instituciones adscritas a la gratuidad serán fijadas por la subsecretaría, quien determina los criterios que deberán considerarse para hacerlo (art. 178). Dentro de esos criterios no aparece la calidad estatal o no de la institución. Esta es otra notoria posibilidad desperdiciada, la de fijar una política de ampliación progresiva de la matrícula estatal para que en el tiempo las instituciones estatales representen un porcentaje significativo de la matrícula total. Pero para hacer eso, el proyecto debería fijar la ampliación progresiva de la matrícula pública como una finalidad a ser perseguida por la subsecretaría al momento de fijar las vacantes, o al menos debería, al especificar los criterios que seguirá la subsecretaría, mencionar la naturaleza estatal o privada de la institución. Y no lo hace.