Los riesgos de la nostalgia

«El homenaje folletinesco que rinde Montero al relato de la hacienda chilena y sus alrededores, por más que divida con demasiada claridad a los buenos de los malos y pretenda desde ahí levantar una crítica social, es conservador y timorato como forma literaria», escribe Lorena Amaro sobre La muerte viene estilando, de Andrés Montero.

Por Lorena Amaro

La muerte viene estilando es una novela estructurada por seis relatos que se podrían leer autónomamente, todos con un inicio y un cierre que amarran la narración, y que muestran el ingreso de un sujeto citadino no solo al mundo rural, sino al espacio legendario de sus narraciones. Llevado por el hartazgo de una mecánica cotidianidad, este protagonista se interna en un camino de tierra, donde queda varado en medio de la noche y la lluvia. En un caserío cercano lo confunden con el patrón del fundo Las Nalcas y lo reciben en el velorio de una mujer que ha sido asesinada. En los capítulos siguientes se completarán distintos aspectos de esta historia, a través de diversas voces narrativas que nos llevarán hacia su futuro y pasado.

La novela es redonda: reordenados, los relatos funcionan como una historia que, a excepción de un entrecruzamiento identitario y narrativo (dos personajes de temporalidades distintas, que se intersectan al estilo de “Lejana”, el cuento de Cortázar), se puede disponer cronológicamente sin mayor dificultad. Es bastante esquemática, también, la organización de los espacios novelescos: la ciudad; un lugar del campo al sur de la capital; una caleta de pescadores que, a diferencia del campo, es habitada por personas libres del yugo del hacendado y una pequeña localidad de provincia que es más pueblo grande que ciudad. Los protagonistas transitan entre estos espacios en movimientos de ida y vuelta, tan notorios en su construcción como la interminable lluvia, que se desata enloquecida cuando se desenfrena la acción de los personajes. El libro ofrece, además, un marco narrativo muy claro, programático, que se observa en su inicio y cierre. Primero, hay una puesta en abismo: el “viaje” del hombre de ciudad (con una vida oficinesca y mecanizada) al camino rural donde se extravía, puede ser leído como un espejo de la experiencia literaria del escritor, su rechazo a la experiencia urbana y su opción por las tradiciones orales campesinas. El desplazamiento no se produce solo entre dos lugares, sino que entre dos tiempos, ya que el campo al que llega no es el de hoy, mecanizado, amenazado por el extractivismo y las necropolíticas, sino el de los patrones de fundo, bandoleros, apariciones y baqueanos. Esta apertura dialoga con el cierre, cuando se enuncia lo que puede ser entendido como la poética de este viaje literario: “Porque del otro mundo, del mundo sin inicio y sin final de las tradiciones, no era necesario despedirse: bastaba con hacer un homenaje, con las tres copas bien levantadas y un abrazo imaginario a lo inamovible, para que el espíritu de los que habían partido siguiera viviendo eternamente a través de las palabras, de las rimas y los naipes, en la pesca y los telares, en el sorbo de un mate colmado de azúcar…”. Este “lirismo”, con que la voz narrativa suele dilatar las peripecias de sus protagonistas, está al servicio de la nostalgia, motor principal del trabajo de Andrés Montero. Es la nostalgia la que encabeza no solo el ingreso a este mundo, sino también la forma de contarlo, en procura de un homenaje. Es como si se buscara revertir las reflexiones de Walter Benjamin en El narrador, para recuperar las antiguas historias que se contaban, sobre hechos lejanos en el tiempo y el espacio, y surgidas de experiencias que la guerra le arrebatara al mundo en que Benjamin vivió.

Andrés Montero. Crédito: La Pollera Ediciones.

Hasta aquí he intentado describir una propuesta narrativa. Creo que esto no valdría de mucho si no procurara pensar por qué este programa de Montero ha tenido una entusiasta recepción, traducida en premios y reconocimientos de la crítica. ¿Es posible, efectivamente, lidiar con lo que Benjamin llamó en su momento la pérdida de la facultad de “intercambiar experiencias”? En esta línea, la propuesta de Montero, aunque bien articulada, no deja de parecer una esquemática y vacía impostación. Hay en el gesto autorial un repliegue, una huida de la contemporaneidad problemática hacia una nostálgica e insólita recuperación de los valores tradicionales. Revestido de un humanismo teñido de paternalismo, el simulacro de escritura no plantea nada nuevo: La muerte viene estilando es, finalmente, un pastiche bien armado.

Montero no es el primero de nuestros narradores contemporáneos que se asoman al criollismo o al realismo social, procurando revivirlos con nuevas perspectivas. Pero hay una distancia grande entre leer estas tradiciones buscando darles una suerte de sumisa continuidad, a hacerlo desde el presente, asumiéndolas en un país y en un mundo que han cambiado, como lo han hecho, dramáticamente, los escenarios descritos de la caleta y el campo sureño, que en otro tiempo, otres narradores abordaron con el ánimo de mostrar, denunciar, emocionar o entretener, con más verdad que Montero. No uso la palabra verdad en el sentido del verosímil, sino de una reflexión que busca ser más amplia: ¿no habría razones para resistirse a este “regreso” a un tiempo, un lugar y un lenguaje en que las mujeres son asesinadas por nada, en que se dice “la mar” y no el mar, “llevar razón” en vez de tener razón, o “tener lunas” en vez de menstruaciones; en que los personajes (populares) no entienden “ni jota” porque están todo el tiempo aparentemente confundidos, como si eso pudiera despistar al lector del previsible curso de la trama; en que las mujeres engañadas por sus maridos reciben el trato paternalista del narrador: “la buena de Eulalia” o “la fiel Eulalia”? En el núcleo de la historia está el cadáver de Elena, producto de un femicidio. El narrador, en tránsito de convertirse de recién llegado sujeto urbano en violento patrón de fundo, lo banaliza en este comentario junto al ataúd: “Me pareció todavía más hermosa, y me di cuenta de que tenía un busto generoso”.

Lo que hallamos en este libro es un espacio en que hay duelos, violaciones, arrieros atrapados en la nieve, pero sin el vuelo subjetivo que le dio a una escena como esa Manuel Rojas, ni que se examine con profundidad la base de la asimetría social y la violencia, como lo hizo en su tiempo Marta Brunet. Solo el remedo, sin pizca de ironía. ¿No hay aquí cierto conservadurismo narrativo, estético y político, enraizado profundamente en la escritura de nuestra historia literaria, sobre el que podríamos detenernos por un momento a reflexionar, sobre todo en el momento de las búsquedas emancipatorias que viven los territorios? Es posible que el libro escarbe en la nostalgia como una manera de buscar otras formas de convivencia y existencia, pero ¿el latifundio chileno?, ¿el machismo atávico?, ¿la cofradía masculina que juega truco en un bar, como modelo de solidaridad y compañerismo?

El homenaje folletinesco que rinde Montero al relato de la hacienda chilena y sus alrededores, por más que divida con demasiada claridad a los buenos de los malos y pretenda desde ahí levantar una crítica social, es conservador y timorato como forma literaria. En Argentina, por ejemplo, la tradición de la gauchesca ha dado forma a una delirante y gozosa tradición paralela: la reescritura de la gauchesca, desde Borges y Di Benedetto a figuras muy recientes, como Gabriela Cabezón Cámara, Martín Kohan, Sergio Bizzio, Michel Nieva y Pedro Mairal, entre otros. Elles leen estética y políticamente el establecimiento de los ejes simbólicos de la nación argentina, desenmascarándolos, subvirtiéndolos, abriéndolos a otras alternativas. En Chile, sin ir más lejos, Cristian Geisse recoge los imaginarios populares del diablo para producir una estética desmesurada y atractiva, que aúna con una lúcida perspectiva social, rescatando archivos, restos y voces desgajadas del canon. En el caso de Montero, por el contrario, encontramos estereotipación y estancamiento: “Mis caderas se ensancharon y me crecieron los senos, y mi piel brillaba tanto que hasta las flores se giraban para verme pasar”, dice una de las narradoras, una vidente que es “ahijada” de la muerte y que parece sacada de una enciclopedia de realismo mágico.

Un texto como el de Montero puede estar bien cosido, ser una “obra” en el sentido moderno, estar cerrado en sí mismo, bien ejecutado en su ley. Pero están también su su didactismo y convencionalidad, que no se pueden dejar de lado. Pudiera entretener, aunque es posible demandar nuevas propuestas para pensar un presente desencantado, que ofrezcan otras aguas, frescas, curiosas, empapadas de nuevos lenguajes. Y no estas, estancadas, que estila la historia, efectiva aunque conservadora, de un mundo rural idealizado.

***

La muerte viene estilando
Andrés Montero
La Pollera, 2021
129 páginas
$10.000

Marina Latorre, una escritora incombustible

En muchos sentidos, este 8 de marzo es una fecha histórica para esta poeta, narradora, galerista, gestora cultural, editora y periodista nonagenaria, que logró hacerse un lugar en el ambiente cultural hostil y machista de mediados del siglo XX. Después de décadas de olvido, hoy su obra literaria vuelve a ver la luz gracias a la colección Biblioteca Recobrada-Narradoras chilenas, de la Universidad Alberto Hurtado, un proyecto que obliga a repensar la historiografía literaria y que comienza con Galería clausurada, una selección de textos de Latorre que resultan rabiosamente actuales.  

Por Evelyn Erlij

El nombre es destino: nomen est omen, dice esa vieja expresión latina, y Marina Latorre lo sabe bien. Cada gran escritor que celebró su obra —que hoy salta a la vista como un espejo de los cambios sociales, culturales y políticos del Chile convulso de la segunda mitad del siglo XX— cayó en la tentación de hacer juegos semánticos con su nombre, como si no hubiese nada más interesante que decir. “Marina Latorre Uribe, nombre y apellidos simbólicos para un hombre de Mar. Nombre ilustre por los tres costados. Nuestra Marina de Chile siempre ha tenido un acorazado Latorre y un destructor Uribe. Tu nombre tiene mil connotaciones marítimas”, escribió Francisco Coloane en el prólogo de su novela ¿Cuál es el Dios que pasa? (1978); mientras que Pablo Neruda, al recibir su libro Soy una mujer (1973), le contestó: “Querida amiga: tu nombre escrito en franjas rojas y negras flamea alrededor de mi cuello”. El nombre es destino, y el de Marina Latorre contiene el destino de todas las escritoras de su época: ser vistas como un accesorio, ser leídas como una anécdota en el campo cultural.

Esta fijación onomástica, que tuvieron también autores como Andrés Sabella y Hernán del Solar, es apuntada por la crítica literaria e investigadora Lorena Amaro en el prólogo de Galería clausurada, libro en el que se rescata una serie de textos de Latorre, y que inaugura la colección Biblioteca recobrada-Narradoras chilenas, proyecto de la Universidad Alberto Hurtado, dirigido por Amaro, que continuará con las obras de Inés Echeverría, Rosario Orrego y María Flora Yánez, escritoras olvidadas y marginadas de la historia literaria local de los siglos XIX y XX.

Marina Latorre. Foto: Fernando de la Maza.

“La construcción del canon literario chileno es muy mezquina con la producción de mujeres, las incorpora casi siempre bajo un régimen de ‘excepcionalidad’ —explica Lorena Amaro—. Se les da un mínimo de espacio, casi como una nota al pie de página. Tienen que tener un desempeño extraordinario (Mistral ganó el Premio Nobel) para que sean consideradas, a regañadientes, dignas de estudio y mención, cosa que no pasa con la escritura de varones, en que se va tejiendo un tramado mucho más denso, orgánico, de agrupaciones, movimientos, de los cuales las mujeres suelen también ser desplazadas por excéntricas. Todo esto invisibiliza el trabajo de una gran mayoría de creadoras, como ocurrió en el caso de Marina Latorre; la crítica que se hizo de su trabajo, si bien fue positiva, resultó también enormemente condescendiente, paternalista, anecdótica y muy poco atenta a lo que ella estaba proponiendo”.

En agosto pasado, su nombre volvió a oírse cuando Amaro publicó en Palabra Pública el ensayo “Cómo se construye una autora: algunas ideas para una discusión incómoda”, en el que, entre otras cosas, reclamaba frente al poco interés que existe en las nuevas generaciones de escritoras chilenas por leer y redescubrir a sus antecesoras. “Lorena Amaro, y su ensayo, vino a remecer y alegrar el aislamiento en el que vivo desde el estallido de 2019 y continuado hasta hoy por la pandemia. Establezco mi gratitud a ella, crítica brillante, por este acto de justicia necesario y esperado: el rescate de mi obra literaria”, dice Marina Latorre, que a sus más de noventa años sigue impulsando la lucha que comenzó muy joven junto a su marido, Eduardo Bolt, ya fallecido: nutrir el campo cultural a pulso, con o sin recursos; empujados, como dice ella, por su amor al arte.

Ambos abrieron la Galería Bolt, un lugar esencial para el arte chileno de mediados del siglo pasado; y fundaron Ediciones Bolt, con la que editaron novelas, poemarios y revistas, entre las que se cuenta Portal —cuyo primer período transcurrió entre 1965 y 1969—, uno de los medios literarios más importantes de la historia chilena; un espacio en el que escribieron, entre otros, Pablo Neruda, Jorge Teillier, Luis Oyarzún y Francisco Coloane. “A veces, ni me lo creo —confiesa Latorre—. Entrevistamos a Borges, a Yevtushenko, a Arguedas. Nos regalaban su poesía inédita y sus libros dedicados. Todavía conservamos algunos de estos tesoros, que, a costa de nuestras vidas, logramos salvar de la brutalidad de los esbirros de la dictadura. Actualmente me parecen invisibles, inexistentes, escritores e intelectuales semejantes. Escritoras a esa altura, salvando una cultura machista, comienzan a aparecer”.

Para esas nuevas voces, dice, leer a las antecesoras es fundamental: “Sin esa condición no se puede existir. He disfrutado desde niña con la lectura de varias grandes escritoras, todas extranjeras. De Chile, solo la Mistral, como si no existieran otras. Coloco aquí mi denuncia. Las escritoras chilenas no nos conocíamos. El culpable, un machismo entronizado por siempre. El mundo literario se componía solo de hombres —reclama Latorre—. Recién esta situación empieza a cambiar de la mano de los tremendos y hermosos movimientos de las mujeres de ayer y hoy. Debemos también agradecer a las redes sociales, que a pesar de sus inconvenientes han logrado democratizar la entrega y acceso a la información, liberándonos del monopolio de los medios tradicionales, cambiando esta situación de desconocimiento hacia nuestras colegas. Es necesario revertir por siempre esta situación de injusticia y menoscabo”.

***

En los años 50, cuando Marina Latorre llegó a Santiago desde Punta Arenas a estudiar Periodismo y Castellano en la Universidad de Chile, se dio cuenta de que para tener un futuro asegurado en la capital había que llamarse Errázuriz, Balmaceda, Matte, Zañartu, Astaburuaga. Una vez más, el destino estaba inscrito en el nombre, algo que hoy no ha cambiado; tampoco la hostilidad, el machismo y el clasismo que encontró en el ambiente universitario y literario, ni el poder de una élite decadente y con pocas ambiciones intelectuales. Esa mirada aguda a la sociedad chilena hace que una parte importante de su obra resulte profundamente actual. Por ejemplo, un cuento como “La familia Soto Zañartu”, justamente sobre el peso que tienen los apellidos para la clase alta local, funciona muy bien como un retrato de la élite del presente.   

Tanto esa vigencia, como su valor histórico y literario, fueron los criterios con los que Lorena Amaro escogió los textos de Galería clausurada: “’Soy una mujer’ me pareció de una tremenda actualidad, es un texto en que ella conversa con otras mujeres sobre las experiencias de discriminación y violencia machista. Fue escrito en los años 70 y me pareció que refería situaciones que podríamos vivir hoy —cuenta la crítica literaria—. ‘El monumento’ me pareció un texto muy de su tiempo, publicado bajo la Unidad Popular, en que trata de mostrar la perspectiva de una obrera en una circunstancia real, de sometimiento al patronazgo del mundo industrial chileno. Los análisis de Marina son muy lúcidos, casi siempre vemos a sus protagonistas en un proceso de toma de conciencia y revelación que me pareció podían interpelar a un grupo muy amplio de lectorxs”.

Frente a esto, Marina Latorre responde: “Me agrada comprobar que dejé en mis obras realidades que siguen intactas. Creo que por esas consideraciones queda demostrado que fui una mujer adelantada a mi tiempo. Aunque éramos varias adelantadas. Sin embargo, quiero entregar una dolorosa intuición. Pienso que tal vez, fueron o existen muchas mujeres conscientes de las mismas injusticias, pero que no han tenido, ni tienen la posibilidad de manifestarlas”, reclama la escritora, que retrató otros paisajes que tampoco han cambiado, como el esnobismo del ambiente artístico chileno, en el que la presencia de mujeres galeristas y gestoras culturales, como ella o Carmen Waugh, era escasísima. 

Esa fue una de sus hazañas: hacerse un nombre y construirse un lugar entre la misoginia del mundo intelectual santiaguino de los años 60 y 70; desatar, como dice ella, su “pasión irrefrenable” a pesar de todo: escribir, fundar revistas, ser periodista. Ese ímpetu la impulsó a ella y su marido a convertir su hogar —una casona con 17 piezas ubicada en la calle Londres, en Santiago, donde todavía vive—, en un centro cultural que pasó a ser un lugar esencial para el ambiente cultural capitalino; sede de la galería, de la editorial y de la imprenta con la que editaron libros y revistas que hoy son tesoros invaluables. En Portal, por ejemplo, se publicaron una serie de obras inéditas de Neruda, como una llamada La corbata poética para Nicanor Parra, y se crearon proyectos comoPortal siembra poesía, que consistía en pegar afiches en todo el país con textos de poetas de distintas regiones.   

“(Eran) carteles tamaño tabloide —recuerda Latorre—. La iniciamos con un regalo excepcional: “Oda al hombre sencillo”, que el propio Neruda nos regaló para que difundiéramos su contenido en todos los muros de las ciudades. Ha sido otra de las acciones más hermosas que realizamos con toda la energía y convencimiento de nuestros jóvenes corazones. Los carteles murales eran una fiesta de colores. Muchos poetas, de Santiago y provincia, se beneficiaron con la difusión de sus creaciones. El gran mérito: eran impresos en nuestra propia impresora de las antiguas, pero muy moderna en su época. Se confeccionaban las líneas con tipografía o tipos parados se les llamaba, fundidos en metal. Los carteles eran hechos artesanalmente por Eduardo Bolt, que al igual que para mí, constituía una fiesta este quehacer: diagramar, componer, imprimir y pegar los carteles en los muros de las ciudades. Comulgábamos con el poeta a través de su “Oda al hombre sencillo”:

“Ganaremos, nosotros,
 los más sencillos,
ganaremos,
aunque tú no lo creas
ganaremos”

En estos últimos años se ha empezado a releer desde una perspectiva feminista la obra de muchos creadores, como le pasó a Pablo Neruda, a quien se ha condenado por haber descrito una violación en sus memorias Confieso que he vivido. ¿Qué le parecen las relecturas que se han hecho de la obra del poeta?

—Yo voy a hablar de las muchas relecturas que hago siempre de la obra de Neruda para enriquecerme cada vez más. Me sorprenden los resultados e interpretaciones de otros lectores por el párrafo aludido en Confieso que he vivido. No hubiera querido hacerlo, porque serán conclusiones y verdades justas, claras e incómodas para los enemigos anticomunistas o desubicados o peor aún, los que no entienden lo que leen. Para ello, recurriré a la Teoría de la deconstrucción, planteada por Derrida: ante la dictadura del canon, la democracia de la polisemia. Quien lo entienda y domine, podrá acceder a toda la riqueza polisémica en los textos de Neruda.

En la introducción de Galería clausurada, Lorena Amaro habla de una característica que aparece en su obra y en la de otras de autoras del siglo XX: “su esquiva relación con las fronteras literarias de los géneros (…) atravesando de un lado a otro las posibilidades de lo autobiográfico, lo ficcional y lo ensayístico”. 

—Si existe esta característica en mi obra, la aplaudo, me aplaudo y me celebro. Yo creo que se debe a la necesidad de poder comunicar y sanar un torbellino interior de ideas, inquietudes, saberes que no pueden ser contenidas y encasilladas en los compartimentos cerrados en que nos enseñaron, característica de las fronteras de los géneros literarios. Si se observa lo mismo en el estilo de otras escritoras, aún mejor, saber que compartimos, lo que yo entiendo como una verdadera rebeldía. En ese momento yo era una feroz estudiante universitaria y seguramente sentía la necesidad de expresarme, de comunicar un verdadero volcán de ideas, de inquietudes, lo que se logró con la ruptura de lo tradicional exigido.

El 8 de marzo se ha convertido en un hito en el Chile reciente: millones de mujeres han salido a reclamar igualdad y derechos. ¿Cómo ve la explosión de los feminismos que se está dando desde hace unos años?

—Debemos tener muy claro qué se conmemora el 8 de marzo. Por varios años, nuestro entorno no tenía muy claro el significado de este día y como un modo de celebración, nos regalaban flores o chocolates. Esta atención no sería censurable si viniera acompañada de un estado de clara conciencia de los hechos sucedidos. En buena hora, han sido las mujeres, liderando los movimientos feministas, quienes han salido a la calle reclamando por sus derechos e igualdad. Personalmente, emocionalmente, para mí, este día, declarado por la Unesco como Día Internacional de la Mujer, tiene un gran sentido. Cada 8 de marzo ha tenido para mí una significación en cierto modo grandiosa, pero esta vez supera a todas, lejos de toda vanidad: me siento premiada, reconocida en mis derechos, al lado de valientes mujeres de todas las edades y condiciones sociales que por fin han despertado por nuestras reivindicaciones. Por otra parte, este 8 de marzo de 2021 me trae un hermoso regalo: el lanzamiento de la colección Biblioteca recobrada-Narradoras chilenas.

Usted ha sido una agente esencial del medio cultural chileno: con la galería, la editorial y las revistas ha dedicado su vida a difundir la cultura en Chile y América Latina. ¿Qué la ha motivado a insistir en un panorama cultural tan precarizado, en el que es difícil mantener proyectos en pie?

—A veces me pregunto de qué raro material debo estar hecha para vivir en una batalla permanente contra todas las dificultades sin cansarme jamás. Me honra, y me encanta, el reconocimiento de que he sabido aportar cultura y arte a través de las diversas actividades y organizaciones que he podido crear.  Pienso que cada ser llega con su destino trazado y el mío, lo siento, el mejor de todos. Si lo tomamos con un poco de humor podremos entender el porqué de mi insistencia en mantener proyectos en un medio precarizado, hostil por falta de financiamiento y apoyos; en invertir para compartir, la mayoría de las veces sin retribución económica. Todo hecho y entregado por amor al arte: galería, revista, clases, charlas, reuniones, libros, difusión, y mil cosas más. Si pudiera volver atrás y con la posibilidad de elegir, volvería a lo mismo sin titubear. He tenido amor, amistad y la enorme posibilidad de gozar del arte y la cultura, que lo siento como abrazar al mundo.

¿Qué planes tiene para su casona, ese lugar que Neruda llamó “La torre de la poesía”?

—Mi amigo Pablo Neruda hizo una analogía con mi apellido, agregándole más méritos a este lugar que tanto amo. Aquí han transcurrido los mejores momentos junto a Eduardo, el amor de mi vida. La larga trayectoria poética, cultural y humana aquí realizada ha sido divulgada en parte. El poeta me dijo alguna vez: “No te deshagas jamás de este lugar histórico patrimonial”.  Así lo siento y así lo creo. Me preguntas qué planes tengo para ella. Decido que permanezca por siempre como lo que siempre ha sido. Un lugar de la cultura y la poesía. Se hará aterrizadamente a través de la fundación con mi nombre. Lo declaro, como un deseo inamovible para cumplir los sueños de cultura y esperanza de mujeres, jóvenes y niños.

* Revisa esta entrevista hecha por Enrique Ramírez Capello a Marina Latorre en 1979, un documento histórico compartido por la propia autora.

Diamela Eltit: «Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura»

La escritora y Premio Nacional de Literatura habla de las consecuencias sociales y el manejo del Gobierno ante la pandemia del coronavirus. “Muchas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud”, señala. Además, reflexiona sobre las referencias a la contingencia en su obra, comenta la vigencia del CADA y los nuevos grupos que convocan. “LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo”, asegura.

Por Javier García Bustos

Hace más de una década comparte dos territorios lejanos. Habitualmente, la destacada escritora y académica Diamela Eltit (1949) pasaba algunos meses en Santiago, Chile, y otros en Estados Unidos, ya que es profesora en la Universidad de Nueva York. Entre septiembre y diciembre de 2020, la autora de Lumpérica, Premio de Narrativa José Donoso 2010 y Premio Nacional de Literatura 2018, estuvo otra vez en Norteamérica. Pero el panorama que vio fue desolador.

A un año de la propagación de la pandemia del coronavirus en el mundo, las consecuencias devastadoras en la población han sido evidentes. En Chile, en particular, se arrastraba una crisis mayor luego del estallido social de octubre de 2019.

“El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad”, comenta Diamela Eltit, quien desde comienzos de los ochenta ha construido una obra donde aborda el cuerpo femenino como un territorio político, y ha descrito la violencia de la sociedad de consumo desde la perspectiva de los menos favorecidos en títulos como Vaca sagrada (1991), Los vigilantes (1994), Fuerzas especiales (2013) y Sumar (2018).

Formada como profesora de Castellano, Diamela Eltit luego obtuvo una Licenciatura en Literatura en el mítico Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. A finales de los setenta, la autora, por entonces pareja del poeta Raúl Zurita, integró junto a él y los artistas Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y Fernando Balcells el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte).

Referente de la escena artística nacional, el colectivo realizó una serie de acciones urbanas que hasta hoy resuenan en otros grupos de arte y en la memoria colectiva. “El CADA pensó la calle justo en los momentos más desfavorables para los cuerpos ciudadanos”, ha escrito Diamela Eltit, quien en esta entrevista rememora sus acciones, alude a nuevos grupos de arte como LasTesis y Delight Lab, habla de los efectos sociales de la pandemia, cuestiona las medidas tomadas por el Gobierno y reflexiona sobre el proceso constituyente.

¿Cómo podría resumir 2020, un año marcado por la incertidumbre y la muerte?

—Fue un año inédito y angustioso. No sólo lo afirmo a nivel personal, pues formo parte del “grupo de riesgo” por la edad, sino especialmente por las personas pobres o muy pobres que se vieron hipercastigadas por la enfermedad. Estuve en Nueva York, donde enseño entre septiembre y diciembre, y el panorama allá era dramático por la cesantía y la cantidad de personas viviendo en las calles. Vi una situación de pobreza mucho más radical que la provocada por la crisis financiera de 2008. Y el virus diseminado locamente por una pésima política de la enfermedad. Lo que yo entiendo de manera muy contundente es que el neoliberalismo intensificado bajo el que nos regimos es incapaz de contener y manejar una crisis social. El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad mediante la generación de macrozonas de exclusión territorial y social, el intenso extractivismo, el crédito usurero, el hacinamiento para contar con un techo y la impunidad de un elitismo desenfrenado.

Al leer algunas columnas y entrevistas se hace evidente que ha sido crítica de la gestión de salud del Gobierno de Sebastián Piñera. ¿Cree que la intención de manejar de mejor manera la pandemia fue mejorando con el paso de los meses o nunca existió un mensaje claro hacia la población?

—Pienso que la pandemia bajo la dirección de Jaime Mañalich, Paula Daza y Arturo Zúñiga fue un desastre. Ellos compraron y compraron insumos, es verdad, tal como si el país fuera una clínica; consiguieron ventiladores, camas, arrendaron de manera turbia el Espacio Riesco, pero se olvidaron de la atención primaria, de confinar y de trazar los contagios. Ellos vienen del sistema privado de salud, ellos son Isapre, pero el país es Fonasa. Y lo más negativo en medio de la enfermedad era señalar cómo los felicitaban de todas partes del mundo por winners. Mañalich esgrimió su farsantería pública ya conocida, el menosprecio constante a las voces críticas con la complicidad del representante de la OMS en Chile, un veterinario que se plegó a Mañalich para obtener fondos públicos y corrió por los canales de televisión apoyando las pésimas medidas de salud que se implementaban. Pero las cifras de las lamentables muertes estaban adulteradas y pasamos a ser el cuarto país con más muertes en el mundo. Muchas de esas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud y dejando de lado las imágenes de los empresarios recibiendo ventiladores como si ese fuese el único centro de la enfermedad, dejando de lado la contención del virus. Enrique Paris, desde luego, es distinto, porque Mañalich fue una opción realmente dañina. Pero este médico Paris, más allá de su máscara de médico bueno, es un hombre funcional al sistema neoliberal. Un acólito. 

La crisis sanitaria dio paso a una crisis social y económica, donde el hambre volvió a estar presente, incluyendo la masificación de las ollas comunes. Muchas personas recordaron acciones como las del grupo CADA. ¿Qué le produjo este ambiente reiterativo y recordar las acciones de ustedes?

—Ya el estallido social, que en realidad puede ser entendido como una microrrevolución, repuso la comunidad y lo comunitario como la vía política para ejercer demandas. Una comunidad unida desde las diferencias, formada e informada por las importantes dirigencias vecinales, pero con un objetivo común: la reparación de la vida social del país marcada por una inequidad masiva. La pandemia visualizó los espacios y demostró que el hambre estaba latente ante cualquier vaivén del sistema en que vivimos. Pero, tal como durante la dictadura, ahora, ante la falla del Estado, se levanta la comunidad para suplir (y no hablamos de los sectores del 20%, sino del 80%, siguiendo el resultado de la Constituyente), y eso es extraordinario y conmovedor. Con respecto al CADA, junto con procedimientos teóricos-estéticos, se planteó siempre en los ejes arte-política-espacio público. Pero sí me impacta ver el NO+ generado por el CADA en 1983, se levantó el NO+ con la seguridad de que iba a ser completado por la ciudadanía y casi cuarenta años después continúa vigente. Ahora, la situación por la que atravesamos es muy delicada, un prolongado estado de excepción, muertos, heridos, presos políticos que el sistema renombra como delincuentes. Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura, el actuar salvaje de Carabineros y los crímenes de lesa humanidad que ya acumulan. Y para qué seguir hablando de la corrupción, el robo, la colusión “desde arriba” que zafa con una impunidad asombrosa.

En este último tiempo, ante el desencanto de la gente, se ha podido ver el trabajo de nuevos grupos de arte como el colectivo LasTesis y Delight Lab. ¿Cómo ve la evolución del arte, en este sentido, y qué le parecen estos grupos que interactúan con la ciudadanía con un claro mensaje social?

—Sobresalientes, LasTesis, poniendo y disponiendo la performance como espacio para escenificar, políticamente, el asedio al cuerpo de las mujeres y denunciarlo en escenarios públicos y convocantes. Ya en 2018 se puso de relieve la dimensión del reclamo de las mujeres a su subordinación y asimetría social. Mientras que Delight Lab y su cuidadosa y eximia administración del arte lumínico denuncia masivamente el hambre, el crimen y la injusticia. Y no puedo dejar de mencionar acá el homenaje lumínico efectuado a la artista Lotty Rosenfeld y su trabajo con los signos de circulación ciudadana. LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo.

Los olvidados de la historia

Traducida al inglés, francés, italiano y griego, Diamela Eltit es autora de una sólida obra compuesta de novelas y ensayos que ya superan los veinte libros, donde destacan, entre otros títulos, Por la patria (1986), Mano de obra (2002), Signos vitales (2008), Impuesto a la carne (2010) y Réplicas (2016). En los últimos meses, el sello Planeta editó una colección que reúne gran parte de su trabajo.

Como dijo el crítico peruano Julio Ortega, los libros de Diamela Eltit “convierten la lectura en una sediciosa labor clandestina, de vocación anarquista, radicalidad estética y despojado estilo”. Por estos días, la narradora prepara un nuevo trabajo, pero aún sin coordenadas definidas. “Estoy esperando que la escritura se ubique en el lugar correcto de mi deseo”, comenta Eltit, y en seguida alude a las conexiones de su obra con la contingencia.  

En su libro Sumar se pueden encontrar ecos de lo que fue el estallido social y las demandas de los trabajadores. En Fuerzas especiales, de alguna manera, se prefigura la represión de Carabineros. ¿Le motiva la idea de encontrar referencias de la realidad en su ficción o es una decisión consciente reflejar la realidad en una historia?

—Desde luego, más allá de las fallas ostensibles del sistema y su estela de victimización social, la dimensión del estallido no estaba prevista. Sumar fue la escritura de una ficción fundada en el malestar de un grupo de personajes. Mientras escribía, leí que la primera marcha hacia La Moneda (a principios del siglo XX) fue la llamada “Marcha del hambre”, entonces tomé prestados los nombres de algunos dirigentes de la marcha (muy relegados por la historia social) y se los puse a “mis” personajes. Me interesó la calle como escenario y la marcha como historia social. Los ambulantes me pareció que nombraban lo móvil y también al vendedor ambulante, aquel que está en todas las ciudades visible e invisible a la vez. Pensé una marcha interminable en tiempo, número y espacio, pensé en La Moneda como el sitio preciso: dinero y política. Pensé en el ayer y los olvidados por la historia. Pero, claro, era una ficción, quizás la literatura se funda también en un futuro.

¿Y cómo ve esta relación con la realidad en el caso de Fuerzas especiales?

Fuerzas especiales es mi novela más urgente de estos últimos veinte años. La escribí conmocionada por la indiferencia de los sectores acomodados o medianamente acomodados o semiacomodados ante la terrible segregación del territorio, el elitismo político y un sospechoso no ver dónde estamos parados. Los sectores pobres, liberados a su suerte, con sus dirigentes vecinales extenuados y solos, encuentran un asidero posible ya sea en las iglesias evangélicas, con sus normativas extremas, o el narco y su clara organización paramilitar. Los partidos políticos y el Estado los abandonaron hace décadas. La delincuencia está ligada a la desigualdad, es proporcional a ella, es un costo considerado marginal por el sistema. Y la policía, básicamente los «pacos», son los que cumplen una función terrible y liberadora para el sistema político: asedian, maltratan, roban, se coluden con el narco, posibilitan los noticiarios televisivos que permiten asociar pobreza y peligro, pobreza y delincuencia, culpar al pobre de su pobreza y descargar así de responsabilidades al empresariado, a los políticos que se han coludido o han permitido graves abusos financieros. Las Fuerzas Especiales de Carabineros se enfrentan asimétricamente con las fuerzas especiales que requieren vastos sectores del país para sobrevivir a una pobreza a menudo disfrazada de clase media. Bajos de Mena es una zona de sacrificio en la ciudad. Mientras escribía Fuerzas especiales, que desde luego es una ficción posible, necesité una inmersión radical y psíquica en los bloques, viví y morí allí mientras escribía, vi a los “pacos” exudando odio, pisé cada escalón para llegar al cuarto piso de esas construcciones. 

Desde hace un tiempo la clase política sufre el desprestigio y da la impresión de que nadie es fiable para reemplazarla. Quien levanta la voz, generalmente, es desacreditado. ¿Son tiempos de mayor intolerancia o son otros síntomas los que llevan a actuar de esta manera?

—La política chilena, desde los años noventa, en la llamada centroizquierda, emprendió una desafiliación del pueblo, y cada año fue peor, todo agravado por los desmesurados salarios que reciben los congresistas. La cultura selfie, la filiación a un yo y la falacia de una democracia fundada en el consumo fue creando una fisura entre la realidad chilena y los representantes políticos, y por eso hay un abismo entre ellos y el pueblo. Yo pienso que hay que esperar, no me asusta ni la protesta ni el descrédito, es necesario decantar los abusos, reprochar las faltas, poner de relieve las insuficiencias, develar las máscaras y las mascaradas políticas hasta llegar a un espacio donde el respeto sea una condición y cada persona, más allá de su formación, de su economía y de su subjetividad, forme parte.

¿Qué espera del proceso constituyente, que este 2021 tendrá la elección de los candidatos a la convención, y un camino que debería finalizar con la Constitución de 1980 y dar paso a la creación de una Constitución democrática?

—No sé, espero que al menos se deje de lado el Estado subsidiario, que los recursos naturales le pertenezcan al territorio y se limite la voracidad empresarial. No me cabe duda de que se van a cursar “derechos” como igualdad entre hombres y mujeres, pero esos temas son muy complejos, funcionan muy bien como declaraciones, pero su realidad requiere de una multiplicidad de factores. La igualdad salarial será una escritura posible, pero es inexistente en el mundo, se necesitan décadas para obtener esa paridad. Proteger la infancia, como otro ejemplo, es indispensable, pero si no cambia el sistema socioeconómico, los niños pobres seguirán su ruta de un trágico maltrato, porque hoy el Sename es un negocio para los sostenedores. Todos los derechos no pasan por las buenas intenciones o no son suficientes.  Se necesita una nueva articulación y repensar de arriba a abajo la educación, la familia, la ley, el habitar completo. Desde luego, es muy positivo cambiar esa Constitución “maldita”, pero, en último término, se necesita de una nueva era a la que habría que llegar.