Luis Poirot contra un Chile desmemoriado

Es uno de los fotógrafos chilenos más reconocidos de las últimas décadas, testigo privilegiado de la historia y sus protagonistas. A sus casi 82 años, Poirot sigue fotografiando, leyendo y preparando nuevos libros y exposiciones, pero sin dejar de lado la que ha sido la obsesión de su vida, el resguardo de la memoria. En esta entrevista, habla de los nombres olvidados de la fotografía local y de su cruzada por recuperar y preservar el pasado de un arte que en Chile ni siquiera tiene un museo.

Por Sofía Brinck
1. El olvido de Chile  

La pantalla del computador de Luis Poirot (Santiago, 1940) dice “no hay foto”. Es un texto automático, que se refiere a la falta de una imagen de usuario, pero no deja de ser un mensaje curioso, porque si algo ha caracterizado al usuario en cuestión, es haber vivido las últimas seis décadas rodeado de fotografías. Podría haber sido un juego de palabras intencional, relacionado al hecho de que Poirot es un fotógrafo análogo, que usa únicamente cámaras con rollo, revela negativos y hace sus propias ampliaciones en papel. Pero es solo una coincidencia. 

Por el universo en blanco y negro de Luis Poirot han pasado escritores, cineastas, intelectuales, políticos; también algunos de los momentos más importantes de la historia contemporánea de Chile. Hay espacio para bosques, iglesias sureñas, puentes y moáis, y otros rincones más lejanos: el Harlem neoyorquino, Sitges, Barcelona y París. Poirot fotografía lo que quiere y como quiere, no como a sus retratados les gustaría. Trabaja por series, pero con una obsesión constante en la cabeza: la memoria. “Es endémico en los chilenos ser desmemoriados y lo abarca todo. Por ejemplo, el paisaje urbano de mi infancia, las calles donde jugué, ya no existen. Todo se destruyó. Por eso soy un desesperado de la memoria, por las cosas y las personas que creo no se deben olvidar”, dice.  

La memoria para Poirot no está solo en su afán por capturar rostros y momentos, sino en el rescate del arte que ha sido su oficio y profesión casi toda la vida. La desmemoria de la historia fotográfica en Chile lo irrita. Acusa que en el imaginario popular se cree que la fotografía partió recién en los 80, con la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI), y que se ha olvidado a quienes construyeron los cimientos de esta práctica en el país. Poirot es uno de los últimos representantes de una generación más antigua, una generación “eje”, como la llama él, que une la historia reciente con la trayectoria de los fotógrafos de los años 20. Pero el olvido ha borrado esos nombres. 

Su preocupación por la memoria lo persigue, como quien fuese responsable de una tarea que, por más que intenta, no logra cerrar. Por eso da charlas, entrevistas e insiste en rescatar nombres olvidados como Tito Vásquez, “el mejor retratista de mi generación”; Eric Bertens, que fotografiaba la cordillera, o Waldo Oyarzún, paisajista. Con un tono cansado, como de quien ha pasado mucho tiempo remando contra la corriente, se define a sí mismo como el “viejo mago de la tribu, que todavía tiene la memoria oral para contarle el pasado a los demás en torno a una fogata. Pero la memoria se irá conmigo, por eso yo cuento todo esto, para incitar la curiosidad”. 

Cuando muera, con él se irá parte de la historia de Jorge Sauré, retratista de los años 20 y primera persona en retratar a un joven Pablo Neruda, quien destruyó todo su trabajo tras la muerte de su hija. Poirot alcanzó a conocerlo en 1982, en un viaje a Chile desde su exilio, en Barcelona. Viejo y enfermo, Sauré lo recibió en casa, y logró hacerle una foto. Es una de sus favoritas: Sauré, en el ocaso de su vida, mira a la cámara desde un sofá, y mientras en un rincón se cuela una figura fantasmal. Era una niña que entró a la habitación sin que nadie lo notara. Cuando Sauré murió al año siguiente, nadie se enteró de la noticia. 

Con Poirot también se irán preguntas que no han tenido respuesta sobre la trayectoria del célebre fotógrafo Antonio Quintana, uno de los autores de la histórica exposición Rostro de Chile, hecha en los años 60. ¿Quién se preguntará por la influencia que tuvo Neruda en su trabajo, a quien Quintana, a su vez, le enseñaba de marxismo? “Las escuelas de fotografía le pueden enseñar la técnica a cualquiera en tres meses. Pero deberían obligar a los alumnos a hacer investigación sobre la historia de la fotografía. Leí hace un tiempo en internet una memoria sobre Quintana y está llena de errores. La memoria no es labor de una persona, es de mucha gente”, reflexiona. 

A mediados de junio, en el lanzamiento del libro conmemorativo de Rostro de Chile, editado por el Archivo Andrés Bello de la Universidad de Chile, Poirot habló de la fragilidad de la memoria fotográfica, de los nombres olvidados, de la historia de un arte que ni siquiera tiene un museo en Chile. “Los belgas me dijeron una vez ‘ustedes no tienen patrimonio, no tienen credibilidad internacional, porque no tienen historia ni fisonomía. Cuando quieran hacer la historia de la fotografía en su país, la van a tener que ir a buscar a Estados Unidos o Europa, porque no está en Chile’”, recuerda. Y luego enumera: hay fotos suyas en colecciones privadas en Inglaterra, en el Museo Reina Sofía, en Francia, en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. “Pero en Chile no hay quien pueda recibir mi archivo y preservarlo”, advierte. “Y no es porque yo crea que mis fotos son maravillosas, sino simplemente porque he fotografiado parte de la historia del país”. 

Es por esto que su heredera es Fernanda, su esposa, y sus hijas. Ellas decidirán qué hacer con la enorme colección de negativos que Poirot ha acarreado por el mundo durante toda su vida, tal como ocurre con la mayoría de las familias de los fotógrafos. Mares de fotos a la deriva, sin un lugar que las acoja. 

2. Ser testigo y no olvidar

La preocupación por la memoria no nace solo por la falta de institucionalidad fotográfica, sino que tiene raíces más profundas, en los años 70, cuando era amigo de Víctor Jara, conocía a Pablo Neruda y era cercano a Salvador Allende. De este último fue su fotógrafo de campaña y correligionario en el Partido Socialista. No trabajaba en La Moneda, pero entraba como “Pedro por su casa”, al punto de que sería el único reportero gráfico presente el 29 de junio de 1973, el día del Tanquetazo. Allende le pidió que cubriese la gira de Fidel Castro por Chile, en 1971, y que viajase con él a Buenos Aires al cambio de mando de Héctor José Cámpora. “Nunca me pidió que le mostrara las fotos, nunca nadie las vio. Allende quería un testigo de afuera, que no fuese un funcionario del gobierno, una mirada externa. Aunque nunca me lo dijo así”, recuerda.  

Luego vendría el golpe, el cuidadoso trabajo de dividir los negativos de su archivo y esconderlos, y el exilio. Pero el mandato de Allende pesaba y decidió volver a Chile a fotografiar la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, que llevaba nueve años cerrada. Así nació el libro Neruda, retratar la ausencia (1995). “Cuando empecé, sentí que era un encargo. Había fotos que, cuando las revelé, no recordaba haber hecho. Era como si otra mano hubiese apretado el disparador. Luego empezaron a acercarse a mí los amigos de Neruda, los testigos. Ese libro surgió porque la gente vino a mí, yo no los salí a buscar. Una vez publicado, traté de desprenderme, pero soñaba con el libro. Le decía a Pablo: ‘ya, viejo, está bueno. Cumplí”.

Lo mismo le pasa con Víctor Jara. El teatro fue lo que los unió, cuando ambos eran estudiantes de diferentes generaciones de esa carrera en la Universidad de Chile. Poirot empezaría su oficio en la fotografía teatral, mientras que Jara, creativo y brillante, ya se daba a conocer en el circuito chileno. En una de las paredes del abarrotado escritorio de su departamento, cuelga una foto en blanco y negro de una compañía de teatro sobre un escenario. En la mitad, sentado en una silla, Víctor Jara sonríe con esa boca franca que lo caracterizó. En una esquina, un jovencísimo Poirot de pelo oscuro y lentes posa en su rol de ayudante de dirección. Era el elenco de Ánimas de día claro, de Alejandro Sieveking, quien también se distingue en el grupo. 

Víctor Jara estaba presente cuando el fotógrafo salió a las calles de Santiago para el estallido social de 2019. Allende, su mandato y la memoria, volvían a él mientras fotografiaba. Pero su cámara no apuntaba los enfrentamientos o la primera línea. “Para mí era más interesante la señora con un cartoncito escrito a lápiz que decía ‘no alcanzo a llegar a fin de mes’. La acción individual de la gente era lo más importante”, dice. Eso fue lo que lo llevó a estar frente a la Biblioteca Nacional el 25 de octubre de 2019, día de la llamada “Marcha más grande de Chile” y de la convocatoria del colectivo Mil Guitarras por Víctor. “Estaba fotografiando las guitarras, y de repente empezaron a cantar lo de Víctor y me emocioné. Me largué a llorar y dejé la cámara al lado”, recuerda. Otra cámara lo captó: el director catalán Francesc Relea prepara hace un tiempo un documental sobre Poirot y estaba junto a él en ese momento. 

Víctor, Pablo y Salvador. Tres figuras de la historia chilena que lo acompañan, pero que también lo arrastran. “Son los muertos de uno. Y pesan. Cuando miro el archivo y me siento con una lupa en una mesa de luz, empiezan a aparecer. Y pesan”, comenta. Y luego, en voz baja, agrega: “Yo no olvido. A veces tampoco perdono. Y lo de Víctor, eso no lo perdono, porque no tiene perdón”. 

El último testigo se llama el documental de Relea, todavía en búsqueda de financiamiento. Un testigo por mandato y por convicción. “En España me di cuenta que, después de 40 años de dictadura, las generaciones jóvenes apenas conocían a Federico García Lorca, a Rafael Alberti. Y dije: en Chile a lo mejor va a pasar lo mismo, nos vamos a olvidar de la gente. Yo los conocí y tengo la obligación de tener memoria y transmitirla. Ser un Pepe Grillo”, dice. 

3. La memoria como forma de vida 

A sus casi 82 años, Luis Poirot se mantiene ocupado. Dicta talleres de apreciación fotográfica, es requerido para dar charlas, y participó en dos libros en 2021: El paisaje es el rostro (Lom), un libro suyo de retratos de escritores y escritoras; y Autorretratos: Conversaciones con Luis Poirot (Hueders), una compilación de cuatro años de diálogos con el periodista Francisco Mouat. Su agenda, llena de proyectos —un segundo tomo de escritores de regiones, un libro sobre Allende— sugiere una vida ajetreada, pero esconde el ritmo pausado con el que se mueve. 

Cuando Poirot hace una foto, no la revela inmediatamente, la guarda. Y pueden pasar años, incluso décadas, hasta que se siente en su mesa, ponga música, tome la lupa y la mire. Puede que le guste o no, puede que vuelva a ser guardada hasta que reciba una señal de que es hora de mirar de nuevo. Le pasó recientemente: no revela el tema, porque trae mala suerte, dice, pero sí cuenta que encontró negativos que han estado guardados por 20 años y que ahora deben ver la luz. “Por eso la rapidez de lo digital no me sirve, porque yo trabajo con lentitud. No me sirve sacar fotos y verlas en una pantalla. Necesito ese tiempo que pasa entre el momento en que disparo y el momento en que amplío”, explica. No es que reniegue de lo digital, tiene una cámara pequeña que lo ha sacado de apuros y una cuenta de Instagram donde comparte su trabajo. Pero desconfía de la durabilidad de los nuevos formatos, de la obsolescencia, de la calidad de las impresiones; elementos que van en contra de la conservación material de la memoria. 

Poirot es conocido por sus retratos, pero no es retratista. “No tengo un letrerito afuera que diga ‘Se hacen retratos de 9 a 5’. Yo fotografío a quien quiera y eso me da el derecho a no mostrar la foto si no me gusta. Y si no me gusta, no existe”, advierte. Hay quienes no le han caído bien, como Roberto Bolaño, a quien nunca quiso fotografiar. Hay quienes han intentado torcerle la mano, como Nicanor Parra, quien para su centenario se rehusó a escuchar sus indicaciones y posó de la forma en que él quiso. Esos negativos existen, pero nunca han visto la luz y, según Poirot, nunca la verán. Hay quienes han posado, como el presidente Gabriel Boric, pero el resultado no fue el esperado y sus fotos tampoco serán publicadas. “La miré y no me gustó. Tengo derecho a eso, uno tiene sus días buenos y malos”, explica. Pero cuenta que espera volver a intentarlo. 

Es una de las tantas particularidades de un fotógrafo que se ha visto obligado a partir de cero varias veces, la última cuando volvió del exilio y era un retornado, una palabra que aborrece. Particularidades que defiende y que caracterizan su trabajo tanto como los tonos en blanco y negro que lo han hecho tan conocido. Repasando los nombres que componen parte de su archivo fotográfico, varios de ellos fueron retratados muy cercanos a su muerte. Ahí están Lemebel, pidiendo que lo traten con cariño; Efraín Barquero, de mirada directa; el mismo Jorge Sauré. Y su amigo Raúl Ruiz, quien mira a la cámara con los ojos de “un hombre que ya sabe para dónde va”, en palabras de su autor. La muerte ronda su trabajo, tal como la memoria y la ausencia. “Yo persigo a la muerte, no es casualidad”, admite, sin dar más detalles, como si fuese un gaje del oficio. Uno de seis décadas y que aún no pretende terminar.