Fachos y fachistoides

Repaso el programa presidencial del candidato José Antonio Kast y, además de descubrir su ignorancia, encuentro en él la confluencia de tres matrices ideológicas. Hay ahí residuos del fascismo clásico, perceptibles en su nacionalismo monolítico y en el consiguiente rechazo del otro, racial, de clase o de género. Detecto elementos que provienen del tradicionalismo oligárquico chileno, del señorialismo, cuando el líder carismático fascistoide se metamorfosea y se convierte en una figura patriarcal mitológica. Y hace suyo el ideologismo neoliberal, aun al riesgo de una contradicción con su fervor nacionalista, sumándose de esta manera a la defensa planetaria del capitalismo en esta hora de su reconstrucción.

Por Grínor Rojo

Primero, una definición. Se han dado muchas, pero la que a mí más me acomoda es esta: el fascismo es una movilización popular que, con más o menos éxito, abarca a una mayoría transversal de la población dentro de un territorio determinado (de ordinario, el territorio de la “nación”), con un líder carismático a la cabeza y apelando a tres variables ideológicas esenciales: el odio de raza, el odio de clase y el odio de cualquier ejercicio de la sexualidad que no sea el masculino normativo. Estas variables son las fuerzas movilizadoras y por detrás de su actualización suelen asomar el uniforme de las fuerzas armadas y el dinero de unos empresarios que se sienten amenazados por el “caos social y económico” reinante y que dejan por eso de jugar a la democracia. Al fascista en ciernes se le promete defenderlo, no importa cuáles y cuán despiadados sean los métodos —de ahí las violaciones de los derechos humanos, la persecución, la tortura y el asesinato: entiéndase bien que la del fascista de profesión es una guerra a muerte, y con un enemigo al que ha definido en esos términos no cabe esperar contemplaciones—; defenderlo de que los “otros”, los que no son como él, porque son de diferente color, de diferentes ideas y de una sexualidad “anormal”, no vayan a hacerse cargo del poder y, por lo tanto, de su vida

Grínor Rojo, ensayista y crítico literario, dirige el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile.

Como se sabe, el modelo clásico se estableció en Italia y Alemania después de la Primera Guerra Mundial (muchos historiadores prefieren pensar hoy día en que esa fue una sola guerra, entre 1914 y 1945, con una especie de intermedio entre 1919 y 1938). En Italia, cuando la frustración de las masas era enorme y su presión sobre los siete gobiernos liberales que hubo entre 1919 y 1922 resultaba insostenible, esas masas adhirieron primero a la izquierda socialista, y luego a su desprendimiento comunista, desde enero de 1921, cuando Gramsci funda el partido. Pero pronto fueron arrastradas por el discurso revanchista, nacionalista y agresivamente antibolchevique de Benito Mussolini (a la revolución rusa el fascismo la demoniza como una bestia sedienta de sangre), quien se convierte en primer ministro el 29 de octubre de 1922. En Alemania, entre tanto, gobierna la socialdemocracia de Weimar, entre 1919 y 1933, pero el país viene saliendo de una derrota y una humillación, ésta la del tratado de Versalles que le rebanó gran parte de su territorio ancestral. No solo eso, ya que Alemania se encuentra literalmente en el suelo y el hambre hace allí de las suyas. En ambos casos, hay transformaciones que se requieren urgentemente y que podrían materializarse en cualquier momento. En esa circunstancia, los ricos le ofrecen financiamiento al fascismo para que obstruya esas transformaciones posibles y el fascismo les ofrece a cambio de ello protección.

Respecto del cuándo, los factores en abstracto son tres. Primero, debe prestarse atención a la existencia de una masa transversal de agraviados y a la incapacidad de los sectores de izquierda (por cualesquiera sean las causas, desde la represión a la crasa ineptitud) para responder a sus agravios. En segundo lugar, a la existencia de una derecha que ya no puede sostenerse recurriendo a sus recursos propios, que tiene miedo y tira así sus coqueteos democráticos por la ventana y se fascistiza. En tercer lugar, a unos gobiernos liberales o socialdemócratas, que están en el poder y que creen poder dejar las cosas como están, solo que introduciendo dentro de ellas algunas mitigaciones, sobre todo políticas, sociales y culturales. Me refiero aquí a la administración del Estado por parte de los autodenominados gobiernos “de centro”, los que aseguran que es posible conducir la nación en su crisis manteniendo al capitalismo como la economía rectora, pero aminorando sus estropicios, ya que saben muy bien que esos estropicios no son erradicables. Sin embargo, ellos estiman que van a poder contenerlos mediante una batería de analgésicos. La razón de esta creencia es política, me refiero a la sacralidad que reviste para estos líderes la democracia representativa, cuya sobrevivencia se encuentra indisolublemente matrimoniada, según han concluido, con la economía capitalista. En cuarto lugar, el fascismo define a sus enemigos cuidadosamente porque lo fortalece su diferencia con ellos, el que sus enemigos sean como son y el que ellos tengan la (por lo general, supuesta) fuerza que tienen. Hablo de: los extranjeros aborrecibles, preferiblemente los de otra “raza”, que conspiran contra la “identidad nacional” y les “quitan” sus trabajos a los compatriotas (en Italia, los comunistas extranjerizantes, antipatriotas y prosoviéticos. En Alemania, los judíos y los gitanos); los marginales, que por lo general son delincuentes; y, finalmente, los de un sexo inferior y/o indeseable: las mujeres que no quieren ser mujeres como corresponde, pues desdeñan la “familia”, quieren ser independientes y abortar cuando se les dé la gana, y los de las “llamadas” diversidades sexuales, todos estos pervertidos.

Hoy, en América Latina, cuando se está constituyendo entre nosotros un modelo de fascismo “fascistoide”, que además ha estrechado vínculos con la internacional de igual pelo (con el Vox español, entre otros grupos, y con personajes de tan execrable catadura como Álvaro Uribe, Keiko Fujimori, Andrés Pastrana y varios más), creo que necesitamos estudiarlo y para eso distingo un par de escenarios, los que si bien son diferentes están conectados. El primero es extralatinoamericano. Estoy pensando en la crisis generalizada del capitalismo contemporáneo y de su sistema de dominación. En los últimos cincuenta años, el capitalismo mundial ha ido perdiendo cada vez más terreno, lo que lo ha llevado a ensayar una estrategia de reacumulación que consiste no en cambiar sino en seguir haciendo lo mismo de siempre pero más y mejor. El nombre genérico de esa estrategia económica es “neoliberalismo” y fue desarrollada teóricamente primero por el gran adversario de John Maynard Keynes, el austríaco Friedrich von Hayek, y posteriormente, entre los años cincuenta y setenta, por los economistas de la Escuela de Chicago, Milton Friedman, Arnold Harberger y los demás. Su primera puesta en práctica parece haber sido la del Chile de Pinochet, la que, aunque madrugadora, no fue la decisiva. La realmente grande fue la de las políticas económicas de los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña en los años 80. Ellos son los que metieron el pie a fondo en el acelerador. Desmantelaron lo que aún quedaba en pie del “Estado de bienestar” keynesiano, les bajaron los impuestos a las grandes empresas, las facultaron además para meterse en el medioambiente y dañarlo y pusieron en la calle y reprimieron a millones de trabajadores.

Tuvo (y tiene aún) aquella puesta en práctica de la teoría económica neoliberal dos patas: una es la renovada privatización de los medios de producción y la otra es su globalización. La primera se apoya en la premisa de que el interés individual es el único que está en condiciones de hacer crecer a las comunidades y que por lo tanto debe otorgársele preferencia, allanándole el camino de la mejor manera (por ejemplo, pasando leyes antisindicales y beneficiando a las grandes fortunas porque son las que “crean trabajo”). Como su consecuencia necesaria, esta premisa involucra un abandono del sentido social de la actividad económica. Por ejemplo, constituye una herejía hablar en este contexto de la función social de la propiedad de la tierra o del agua. O sea, nada de discursear sobre cosas como la reforma agraria o de que el agua es un derecho humano, de que la tierra sea para los que la trabajan y el agua para todos los que la necesitan, etcétera.

Y la segunda premisa consiste en la unificación de la productividad del mundo en un solo sistema dentro del cual las transnacionales que provienen de (aunque no necesariamente se estacionan en) los países metropolitanos y más fuertes son las que se encargan de la producción de los bienes elaborados, aquellos que requieren de una alta tecnología, en tanto que las que actúan en los países periféricos y más débiles se ocupan de la producción de materias primas y alimentos (o, en el mejor de los casos, de bienes elaborados pero de baja tecnología). Con un agregado: en los países centrales se encuentran los centros que manejan la dimensión financiera del sistema.

Nada de esto ha sido fácil, sin embargo. Cierto que ha incrementado las fortunas a nivel mundial de forma obscena (leo en un artículo de Onofre Alves Batista Júnior y Fernanda Alen Gonçalves da Silva que, “según el Crédit Suisse de 2014, aproximadamente 0,7% de la población mundial, 35 millones de personas, se apropiaron de 44% de la riqueza mundial, mientras el 69,8%, 3,282 mil millones de personas, con patrimonio menor a 10 mil dólares, posee apenas 2,9%»), pero eso al costo de varios tropiezos, como las debacles financieras de 2007 y 2008, y de un malestar que crece como una mancha de aceite. En cuanto a esto último, basta observar la frustración en el corazón del imperio. Me refiero a la frustración de los estadounidenses, para quienes el salario mínimo se mantiene estancado en 7.25 dólares por hora desde 2009, pero no así los precios de los alimentos, la vivienda, los servicios, etcétera. Por otra parte, no existe en Estados Unidos una izquierda capaz de canalizar el descontento. La izquierda estadounidense es académica y de cortos alcances. Pero el descontento popular está vivo y un fascistoide, de las hechuras de Donald Trump, ha sabido apropiarlo y productivizarlo. Ha tocado para eso todas las cuerdas consabidas y sacándoles el máximo provecho a las tecnologías mediáticas. Ha hablado y actuado contra los inmigrantes, contra los negros, contra los pobres (delincuentes, claro), contra las mujeres, contra los homosexuales.

En América Latina, el descontento con el modelo neoliberal era visible ya a fines del siglo pasado y dio origen al ciclo histórico del llamado “socialismo del siglo XXI”. Este se extendió a lo largo de una decena de países y su apogeo duró un poco más de diez años. En 2010, presidía Venezuela Hugo Chávez; en Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva; en Ecuador, Rafael Correa; en Argentina se había producido ya el relevo posterior a la muerte de Néstor Kirchner, habiéndolo reemplazado en la presidencia su esposa Cristina Fernández de Kirchner; en Uruguay, José Mujica; en Bolivia, Evo Morales; en Paraguay, Fernando Lugo; en El Salvador, Mauricio Funes; y en Nicaragua, sobreviviente de la ofensiva de los “contra” y de vuelta en el poder en 2007, después de un interregno de diecisiete años, Daniel Ortega. En 2019, ese proyecto “progresista” era un edificio en ruinas. Hugo Chávez, muerto en 2013, fue sucedido en Venezuela por Nicolás Maduro, presidente desde la desaparición de su mentor y a quien hoy asedia una crisis económica de proporciones; Rafael Correa cumplió su mandato en la presidencia ecuatoriana en 2017 y lo sucedió Lenin Moreno, su antiguo vicepresidente, quien se transformó en su adversario y verdugo, y todo eso para que el banquero Guillermo Lasso entrara en el Palacio de Carondelet este mismo año 2021; también, cosa increíble, Luiz Inácio Lula da Silva fue a dar mañosamente a la cárcel y Dilma Rousseff, su heredera política, fue destituida. De lo que en Brasil vino después, la derecha corrupta de Michel Temer y la extrema derecha, aún más corrupta, de Jair Bolsonaro, más vale no hablar.

Podrían sumarse a los tres casos anteriores otros cuatro: el de El Salvador, un país al que las pandillas (las “maras”) le fijaban el rumbo hasta no hace mucho, concretamente hasta el ascenso a la presidencia del publicista Nayib Bukele, quien se dice que ha logrado contenerlas; el caso paraguayo, donde Fernando Lugo fue despojado de su cargo en junio de 2012 con un “golpe parlamentario”, y donde en la actualidad gobierna una derecha grosera, la de Mario Abdo Benítez, un apologista del antiguo dictador Alfredo Stroessner; el argentino, donde Cristina Fernández de Kirchner perdió en 2015 la elección presidencial frente al empresario futbolero y devoto neoliberal Mauricio Macri y donde Alberto Fernández está ahora mismo tratando de resolver el desmadre económico que Macri le dejó, y el de Nicaragua, donde Daniel Ortega parece haberse decidido a emular su antiguo rival el Tacho Somoza. A la desafiante UNASUR, la esperanza integracionista del bolivariano Hugo Chávez, la habían abandonado hasta abril de 2018 seis de sus socios más importantes: Colombia, Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú. Del socialismo del siglo XXI solo se mantenía en funciones el boliviano Evo Morales, quien sería el último en caer, en un golpe de Estado que tuvo lugar el 10 de noviembre de 2019.

Era la contraofensiva neoliberal, la reacción contra la tendencia redemocratizadora que representó el tan bullado socialismo del siglo XXI.   

Es decir que la tentativa latinoamericana de comienzos del siglo XXI para hacer frente a la reinvención planetaria del capitalismo, se frustró, que los proyectos de transformación de entonces fracasaron y que los gobiernos progresistas que los impulsaban desaparecieron. No desaparecieron el descontento y las aspiraciones de la gente a una vida mejor, sin embargo. Los políticos progresistas hicieron mutis del primer plano, eso es cierto, pero las personas seguían queriendo tener una vida decente. Los políticos mascaban su derrota y alguno de ellos trató de enmendarla mostrando buena conducta, pero las grandes mayorías continuaban tan mal como o peor que antes. Más bien, peor, porque los neoliberales que estaban de regreso venían con sangre en el ojo y no tardaron en sustituir el asistencialismo de sus antecesores por la explotación sin cortapisas, combinando la potencia de su ideología con los adelantos tecnológicos y con lo peor de las tradiciones domésticas. La aplicación de las recetas del neoliberalismo, vigente en Chile hasta hoy en plenitud y a medias en otros lugares, mejoró los indicadores macroeconómicos (¿sabía usted que ahora me lee que el ingreso per capita que se proyecta para Chile en 2022 es de 30.000 dólares? ¿Cuánto gana usted anualmente?), pero las condiciones de vida del pueblo no mejoraron. En su Panorama Social 2020, la CEPAL informa que entre 2014 y 2019 aumentaron en América Latina la pobreza y la pobreza extrema, de 27,8 por ciento en 2014 a 30,5 en 2019 y de 7,8 a 11,3, respectivamente.

Y así es como un pueblo maltratado, para cuya voz la vieja izquierda había prestado en el mejor de los casos solo una mitad de la oreja, empezó a escuchar otras voces: escuchó a Piñera en Chile, en 2010 y de nuevo en 2018, a Iván Duque en Colombia, en 2018, a Jair Bolsonaro en Brasil, en 2019, y a Guillermo Lasso en Ecuador, en 2021. Todos esos son giros a la derecha, algunos más y otros menos pronunciados. El peor es el de Bolsonaro, un payaso macabro, culpable de la ruina económica del Brasil y responsable de por lo menos un tercio de los seiscientos siete mil fallecimientos por covid-19 ocurridos en ese país hasta el día en que escribo, hasta este 30 de octubre de 2021. A él se le puede tildar, inequívocamente, de neofascista. El neofascismo latinoamericano actual no tiene a un mejor representante.

¿Y en Chile?

Repaso el programa presidencial del candidato José Antonio Kast y, además de descubrir su ignorancia (sus alusiones a la deconstrucción y a Michel Foucault son para la risa), encuentro en él la confluencia de tres matrices ideológicas. En primer lugar, hay ahí residuos del fascismo clásico (avalados tal vez por la historia familiar y la educación del candidato), perceptibles en su nacionalismo monolítico y en el consiguiente rechazo del otro, racial, de clase o de género. Los datos concretos son conocidos: el pueblo chileno es uno solo y desciende del conquistador español, que aquí se mestizó: “el chileno, que asume la herencia del mundo cristiano occidental mestizo, se comporta entre sus semejantes con la lógica de pertenecer a un mismo pueblo, una misma aldea, una sola gran familia, superando, a pesar de lo que se diga, clases sociales y diferencias geográficas” (esta es, dicho sea de paso, la tesis del historiador Sergio Villalobos y también la de Augusto Pinochet). Ergo: en Chile no existen los indios, a los que el programa de Kast prácticamente no menciona, y el conflicto en la Araucanía se reduce al terrorismo y la delincuencia a los que hay que tratar como tales. También debe contenerse la inmigración y aquellos pocos inmigrantes que consigan entrar al país, será porque fueron seleccionados con lupa. Correlativamente, el respeto por la autoridades, especialmente las uniformadas, es algo que debe reinstalarse en la ciudadanía de la manera más decidida y contundente, sin melindres humanitarios (autorización a la policía para hacer uso de la que ellos consideren “fuerza necesaria”, “más cárceles para Chile”, queda “clausurado” el Instituto Nacional de Derechos Humanos, el que será reemplazado por otra entidad “transversal dedicada a la defensa efectiva de los Derechos Humanos de todos los ciudadanos”, Chile se retirará del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y se ampliarán “las atribuciones del Estado de Emergencia”) ni en gastos (nuevos equipos, armas y tecnología de punta, mejores sueldos, etcétera). El Ejército intervendrá asimismo en los conflictos civiles sin restricciones. Además, se derogará la Ley de Exonerados Políticos. El programa no aclara si las condenas de los residentes en Punta Peuco van a ser revisadas, pero por otras declaraciones del candidato concluyo que eso es algo que también está en su agenda. 

En cuanto a las mujeres, su obligación es retornar al seno de la “familia”, que es el lugar que a ellas les corresponde según el orden natural. Nada de Ministerio de la Mujer ni cosa parecida, por lo tanto. Y ni nombrar una ley de aborto, ni siquiera la muy moderada de Michelle Bachelet, a la que habrá que derogar y, aunque otra vez esto sea algo que el programa no especifica, sería consecuente que esa derogación se hiciera metiéndola en un mismo paquete con la leyes antidiscriminación (Ley Zamudio) y de identidad de género (que, alejándose del naturalismo, define el ser hombre o mujer no como un condicionamiento biológico, sino como una “convicción personal e interna”) Finalmente, los desviados sexuales no tienen por qué ser amparados legalmente. Nada de matrimonio homosexual o de adopción homoparental. En suma: acabar así con la mentira de “los mal llamados ‘enfoques de género’ no menos que con “las ‘causas’ relativas a pueblos indígenas”.

En segundo lugar, detecto en este programa elementos que provienen del tradicionalismo oligárquico chileno, del señorialismo, cuando el líder carismático fascistoide se metamorfosea y se convierte en una figura patriarcal mitológica, que conocemos bien, la del bondadoso dueño de fundo, el que les da de comer y protege a sus siervos y al que estos admiran y celebran (“¡buena, patrón!”). Se une a eso un catolicismo ultramontano, que a mí me parece más a la derecha que el del papa actual y que se traduce en una abogacía fanática a favor de la educación privada católica. Desde un trato económico especial para esa clase de educación hasta el reforzamiento de la presencia religiosa en todo el aparato público y, en particular, en las escuelas públicas. La separación entre la Iglesia y el Estado, el Estado laico, que en Chile tiene un siglo y medio de vida, se elimina así de una sola patada. Valentín Letelier ha de haberse dado vueltas en su tumba.

Por último, el programa de Kast hace suyo el ideologismo neoliberal, aun al riesgo de una contradicción con su fervor nacionalista, sumándose de esta manera a la defensa planetaria del capitalismo en esta hora de su reconstrucción.

El programa al que le acabo de entresacar algunos de sus aspectos más notables, y esto no hay que perderlo de vista, es un legado. La principal inspiración del neofascismo de José Antonio Kast no es otra que la del plumario favorito de Pinochet, Jaime Guzmán Errázuriz, quien parece haberse escapado del cementerio y estar haciendo sus rondas una vez más. En sus años de estudiante en la Universidad Católica, Kast entabló con Guzmán una relación discipular y su programa presidencial recupera hoy yo diría que el noventa por ciento de las ideas del fundador de la UDI. Puede que la única diferencia sea la vertiente franquista de Guzmán vis-à-vis la alemana de Kast. Pero ese es un dato menor. Incluso el giro que se produjo en el pensamiento económico de Guzmán en los años sesenta, correlativo al que se produjo entonces en la economía franquista, desde el corporativismo económico al capitalismo sin más, tiene un eco en Kast y, como ya lo dije, contradiciendo su nacionalismo, ya que una economía desnacionalizada, globalizada y a cargo de las transnacionales, es un componente inextirpable de este programa que sin embargo es tan requetecontra chileno.

Foto en imagen destacada: Isac Nóbrega.

Hacia un país plurinacional

La concepción ilustrada y la concepción romántica de la nación (o comunitaria, en términos actuales) apuntan a dos realidades, a dos matrices y a dos lógicas que en aras de organizar la convivencia, la paz social, los derechos humanos e identitarios es necesario armonizar.

Por Bernardo Subercaseaux

Hablar de una nación plurinacional, que contiene a más de una nación parece para el ciudadano de a pie una contradicción. ¿Cómo puede ser que lo que es UNO sea también DOS y hasta TRES? Si aclaramos la génesis de los dos conceptos de nación y los ámbitos que involucran, la contradicción desaparece. Por una parte, tenemos el concepto de nación como institución política, heredera de la Ilustración y de la revolución francesa. Así concebida, la nación implica un Estado, una base territorial, una unión de individuos gobernados por una Constitución y unas leyes. Se trata de una institución propia de la modernidad que reemplaza a otras formas de territorialización del poder como fueron los imperios, los principados o las monarquías. Es dentro de este marco que Chile emerge como república en las primeras décadas del siglo XIX.

La concepción política de la nación va a ser, empero, rearticulada y cuestionada por el pensamiento alemán, con ideas que van a significar un viraje en el uso del concepto. En el romanticismo germano se gesta una concepción cultural de la nación que es antagónica a la ilustrada, en la medida que pasa a ser definida por sus componentes no racionales ni políticos. Contra la universalidad ilustrada abstracta, el romanticismo alemán rescata los particularismos culturales, lo singular e infra intelectual, la etnia, el origen, la lengua y el habla, aquello que el concepto de ciudadano oculta. En este uso del concepto la base del mismo pasa a ser no una frontera geográfica definida desde la política, sino un fondo cultural y espiritual: la nación como memoria compartida, como alma, como espíritu y tradición, como sentimiento y lenguaje, como cultura. Desde esta concepción se entiende que la nación política pueda acoger a más de una cultura y puede dar origen a un Estado plurinacional, como ha ocurrido en Canadá, Nueva Zelanda, Suiza y Bolivia. No se trata de copiar, cada país tiene una historia y particularidades diferentes, las que en un contexto participativo a través de diálogos y no sin dificultades han logrado una convivencia armónica entre la lógica política y la lógica cultural.

Forzar a la nación cultural en su diversidad a acostarse en el lecho de Procusto de la nación política ha probado ser históricamente inconducente, como demuestra lo ocurrido en la ex Unión Soviética. Como también lo ha sido recurrir a una ortodoxia culturalista y en base a ella anular y reprimir otras dimensiones, como ocurrió, por ejemplo, con el pangermanismo nazi o con el fundamentalismo religioso islámico en que se desconoce el concepto de ciudadano y los derechos políticos, civiles y sociales que este concepto implica. También resulta inconducente la independencia de un territorio bajo el argumento de su unidad cultural, desgajándolo de una nación política de larga data, con pérdidas mutuas para los dos ámbitos. La concepción ilustrada y la concepción romántica de la nación (o comunitaria, en términos actuales) apuntan a dos realidades, a dos matrices y a dos lógicas que en aras de organizar la convivencia, la paz social, los derechos humanos e identitarios es necesario armonizar.

La matriz ilustrada, y el Estado que responde a ella, proclama —al menos discursivamente— la dignidad y los derechos de todo ciudadano, pero el concepto de ciudadano —que históricamente reemplazó al de súbdito y al vasallaje— apunta a la matriz política y a la institución de una república, y tiene una carencia en la medida que oculta el particularismo identitario y cultural (la etnia, el sexo, el género, el sector social). Una carencia que en la medida que homogeniza lo que es diverso y no homogéneo contribuye a la desigualdad y, lo que es peor, la oculta. Por otro lado, el particularismo cultural o el fundamentalismo identitario por si solo resulta a veces atentatorio contra la dignidad y los derechos humanos. No siempre las costumbres o las prácticas culturales por ser culturales deben preservarse; es el caso, por ejemplo, de la mutilación genital femenina en Guinea o Mali, o el trato que se le da a las mujeres en Saudi Arabia. Por otra parte, la historia también nos enseña la extraordinaria perdurabilidad de la dimensión cultural en relación a una determinada institucionalidad política. En Perú el imperio incaico como institución política sucumbió hace más de cinco siglos, sin embargo, sus vasos sanguíneos siguen vivos y circulando en la música, en la literatura y en algunas costumbres. La cultura tiene una notable maleabilidad para mimetizarse, para hibridizarse, para perseverar y resurgir. En la feria artesanal que se instala los domingos en San Pedro de Atacama no se vende música peruana, ni música boliviana, ni música argentina, ni música chilena, se vende “música andina”. La cultura trasciende las fronteras y congrega lo que el recorte político nacional suele ocultar. En América Latina las fronteras políticas no coinciden con las fronteras culturales, lo mismo ocurre al interior de cada nación con la división política en provincias. El desajuste entre la lógica política y la lógica cultural está presente entre nosotros cuando ciudadanos mapuche, aymaras o pascuenses pueden votar pero no pueden ser reconocidos a plenitud en sus derechos identitarios y culturales y, por lo tanto, también políticos.

Si bien la lógica cultural puede ser en ocasiones contradictoria con la lógica política, en la necesidad de armonizarlas la pregunta es ¿quién articula a quién?, ¿lo político a lo cultural? o ¿lo cultural a lo político? Ya Ernest Renan en su famosa conferencia de 1882 «¿Qué es la nación?» esgrimió una respuesta. Aunque él no lo expresa así, sus ideas pueden ejemplificarse con la metáfora de la mano y el guante: la matriz política por medio de la reinvención del Estado en un Estado plurinacional es la que articula e integra los dedos culturales, si los ignora y los desconoce corre el riesgo de ser un mitón, que puede servir como guante de box pero no para tocar el piano de una democracia plural y de un país plurinacional. La perspectiva de una nación que armonice ambas lógicas debe legitimarse en una Constitución participativa que de origen a un nuevo Estado, proceso que debe considerar a los diversos pueblos originarios teniendo en cuenta la densidad demográfica y territorial de los mismos y sus luchas históricas. En alguna medida, ese proceso debiera contemplar ciertos grados de autodeterminación pero no de independencia. De hecho, los dedos no se pueden arrancar de la mano. La mano necesita los dedos y los dedos a la mano. En esa perspectiva cabe pensar una reinvención del Estado actual —en crisis neoliberal— para un Chile plurinacional.

En nuestro país tenemos antecedentes históricos que ya insinúan los dos usos del concepto de nación. En el momento de la independencia, el diputado José Gaspar Marín, secretario de la primera y segunda Junta de Gobierno (1810-1812), refiriéndose a los habitantes de la Araucanía, decía “los indios… han reconocido nuestra emancipación, nuestros derechos, del mismo modo que nosotros los límites del territorio chileno” (hasta el Biobío); luego se preguntaba “¿Con qué razón tratamos de internarnos más allá de lo que prescriben los tratados de tiempo inmemorial entre nación y nación?” (citado por Pedro Cayuqueo en Historia secreta mapuche). En este uso ya muy temprano late la insinuación de una nación política y una nación cultural. Hoy, en vísperas de una nueva Constitución, llegó el tiempo de articularlas y de establecer legalmente un país plurinacional.

La nación en su dimensión política tiene mucho que aprender de la nación en su dimensión cultural, y también viceversa. La lucha por la igualdad es también una pugna por el reconocimiento de la diferencia. No cabe duda entonces que el encuentro y la armonización de ambas lógicas y el reconocimiento y valoración de la variable cultural puede contribuir a armonizar la convivencia social, y de paso darle algo de lubricación a los medios de comunicación tradicionales —sobre todo a la TV— y a una democracia que a los ojos de los jóvenes y del ciudadano de a pie se perciben bastante oxidados.