El proceso constituyente y las infancias: ¿una nueva relación entre el Estado y la niñez?

Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva de niños, niñas y adolescentes en el proceso constituyente. Marginarlos compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones, sino también construir un horizonte donde quepan los anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.

Por Camilo Morales

Uno de los temas que ha generado una discusión inédita en el marco del proceso constituyente, y que inicia una nueva etapa luego de las elecciones de las y los integrantes de la convención constitucional, es la discusión acerca del lugar que potencialmente podrían tener niñas, niños y adolescentes en la nueva Constitución. El 25% de la población hoy no tiene un espacio formal de participación en un proceso de carácter histórico pero que incidirá tarde o temprano en sus vidas.

Desde diversas organizaciones se han venido impulsando diferentes acciones con el propósito de visibilizar la importancia del reconocimiento constitucional de la niñez y promover la participación de un grupo que, por su condición de minoría de edad, ha quedado históricamente excluido de la posibilidad de participar activamente en la vida social y política del país. Lamentablemente, el protagonismo y capacidad de acción política que han demostrado en la serie de movilizaciones sociales de los últimos años no han sido elementos suficientes para reconocerles su condición de actores sociales.

Camilo Morales.

Con todo, comprender la importancia del reconocimiento de la niñez y la adolescencia en el proceso constituyente sigue siendo una tarea fundamental que deberá estar al centro de la deliberación de la convención.

A partir de lo anterior, propongo una reflexión intentando responder la siguiente pregunta: ¿Por qué es tan relevante asegurar la participación de niñas, niños y adolescentes en el proceso constituyente, junto con el reconocimiento constitucional de sus derechos?

Primero, la posibilidad de que una nueva Constitución reconozca a niñas, niños y adolescentes como sujetos titulares de derechos es un acontecimiento único, de relevancia política, jurídica y ética. Posiblemente al nivel de lo que fue en su momento la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño en 1990, pero que por las condiciones estructurales definidas por el modelo neoliberal se integró de forma incompleta y limitada. El potencial transformador del proceso constituyente supone una posible ruptura con el estatuto hegemónico que ha tenido la infancia en nuestra sociedad, a saber, sujetos invisibles definidos desde la incapacidad y la vulnerabilidad.

Segundo, un nuevo contrato social puede configurar una nueva forma de relación entre el Estado, la sociedad y la infancia. Esta relación sigue fuertemente delimitada por una visión tutelar y proteccionista. Históricamente ha sido a través de la caridad y el control social el modo en que los niños se han vinculado a las instituciones públicas y privadas encargadas de la protección. Predomina en nuestras políticas y legislaciones la idea de que el niño es una persona que debe recibir pasivamente cuidado y protección sin mayor participación social, siendo la familia y la escuela sus espacios “naturales” de socialización. El reconocimiento constitucional puede ser un impulso para producir avances que hagan efectivos los derechos de los niños a través de cambios legales y políticas públicas que los reconozcan como sujetos de derechos y permitan desarrollar otros espacios de vinculación social.

Tercero, una nueva relación entre el Estado y la infancia solo será posible a través del cambio de modelo socioeconómico y político vigente que, en este caso en particular, ha producido un sistema de mercantilización y privatización de la protección de la niñez. Este modelo implementado durante la dictadura, pero profundizado durante la democracia a partir del 1990, penetró en diferentes esferas de la vida social siendo una de las más perjudicadas el campo de la protección de los derechos de niños y niñas. La subsidiariedad del Estado se expresa radicalmente en la configuración de una institución como el Servicio Nacional de Menores (Sename) cuya racionalidad mercantil tiene hoy una continuidad a través del nuevo servicio “Mejor Niñez”, próximo a implementarse y que no modifica la actual relación público-privada en esta materia. Un nuevo modelo socioeconómico y político debe tener como horizonte la idea de un Estado que cuide, que recupere el sentido de lo público en la esfera de la protección integral de los derechos.

Cuarto, la legitimidad del proceso constituyente se basa en la participación ciudadana. Por lo tanto, la forma en cómo se defina la participación de todos los actores sociales, incluidos, niños, niñas y adolescentes, es fundamental para fortalecer el carácter democrático del proceso y generar condiciones que permitan reestablecer los lazos sociales entre la política y la sociedad. Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva incorporando diferentes formas de expresión y deliberación. Considerando también aquellos espacios de organización espontánea e informal que no entran en los cánones de la participación tradicional. Con todo, la participación no puede quedar reducida al momento de la elaboración de la nueva carta fundamental. El desafío es desarrollar mecanismos institucionales permanentes e incidentes que permitan a este grupo de la sociedad una vinculación mayor con la vida social y política de sus comunidades y del país. La distribución del poder también debe incorporar la dimensión de las relaciones generacionales, considerando las condiciones de subordinación que subyacen estructuralmente entre niños y adultos.

Finalmente, el proceso constituyente contiene la promesa de configurar un proyecto de sociedad a través del reconocimiento de derechos sociales y de una nueva forma de distribuir el poder. Marginar a niñas, niños y adolescentes, desconociendo su capacidad de agencia, compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones y experiencias, sino que también construir —a partir de una diversidad de voces— un horizonte político que de lugar a los proyectos y anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes en la calles y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.

Iniciamos el camino hacia la plurinacionalidad

La convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. No se trata de un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, que permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, como la propia madre tierra, y hacer realidad principios como la equidad intergeneracional. La incorporación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao, en tanto, no es un simbolismo, sino una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.

Por Verónica Figueroa Huencho

¡Tenemos convención constitucional paritaria, elegida por la ciudadanía y con representación de pueblos indígenas! Se trata de un hecho histórico que marcará la vida de quienes hemos tenido la oportunidad de participar de este proceso, pero también para las futuras generaciones, que se verán impactadas por las decisiones que emanen de esta instancia responsable de escribir la nueva Constitución política de Chile.

La participación de los pueblos indígenas constituye, sin duda, una oportunidad para enriquecer el debate y favorecer un diálogo para el que no estamos acostumbrados: uno de carácter intercultural. Quizás el Parlamento de Tapihue en 1825 haya sido la última oportunidad que tuvimos de dialogar en un contexto de respeto a la autodeterminación de los pueblos indígenas y de acuerdos de convivencia y respeto mutuo al más alto nivel político. Han sido siglos de exclusiones y discriminaciones para los pueblos indígenas, tanto de los espacios públicos y de toma de decisiones como de los espacios cotidianos, privando a la sociedad entera de propuestas, alternativas y conocimientos que podrían haber enriquecido la problematización de los grandes temas que nos afectan en la actualidad. La interculturalidad, por lo tanto, se vio impedida de avanzar por decisiones tomadas desde este Estado nación que buscó integrarnos de manera forzada a su propuesta hegemónica de mundo, de ciudadanía, de mérito, de progreso. Y si bien estas definiciones fueron ejecutadas de manera sostenida por más de 200 años, los pueblos indígenas seguimos existiendo, seguimos estando presentes, seguimos buscando correr el cerco de lo posible.

Verónica Figueroa Huencho. Vicepresidenta del Senado Universitario de la Universidad de Chile y profesora asociada de su Instituto de Asuntos Públicos.

Esta resistencia histórica tiene hoy una representación concreta en la elección de 17 constituyentes indígenas, quienes a través del sistema de escaños reservados llevarán las voces de los 10 pueblos indígenas que la ley 19.253 reconoce de manera oficial. No es suficiente. Falta la voz del pueblo selknam, luchadores incansables por este reconocimiento. Falta la voz del pueblo afrodescendiente, reconocido en Chile como pueblo tribal por la ley 21.151, pero excluido de los escaños reservados de manera arbitraria, aun cuando le son aplicables las normas establecidas en el Convenio 169 de la OIT, ratificado por el Estado de Chile en 2008. Pero no me cabe duda que gran parte de las y los constituyentes elegidos, no solo los pertenecientes a pueblos indígenas, llevarán esas voces a la convención, pues han manifestado su voluntad de representar la diversidad que caracteriza al Chile actual.

No fue fácil recorrer este camino. La discusión que derivó en la ley 21.298 que modificó la Carta Fundamental para reservar escaños a representantes de los pueblos indígenas en la convención constitucional no recogió las demandas de representación por peso demográfico que pedían las comunidades y organizaciones que pasaron por el Congreso. Ello amparado en la Declaración Americana sobre Derechos de los Pueblos Indígenas que establece en su artículo 1º la autoidentificación como criterio fundamental, debiendo los Estados respetar el derecho a la autoidentificación individual y colectiva, conforme a las prácticas e instituciones de cada pueblo indígena.

Tampoco consideró las críticas a la construcción de un padrón electoral indígena en tiempos de pandemia, con grandes asimetrías de información. No fue fácil para las candidaturas explicar las formas en las que se construyó ese padrón (recordemos que se construyó desde diferentes bases de datos: personas con calidad indígena certificada por CONADI, datos administrativos con apellidos mapuche evidente, nómina de postulantes a beca indígena desde 1993, registro especial para elección de consejeros indígenas CONADI, registro de comunidades y asociaciones indígenas, elección de comisionados CODEIPA para Isla de Pascua). Las personas indígenas tenían un plazo acotado (25 de febrero de 2021) para revisar el padrón, solicitar su incorporación y quedar habilitadas para votar a través de escaños reservados. Lo anterior incidió, sin duda, en la baja participación de personas indígenas, donde solo un 23% del padrón (1.239.295 personas indígenas) lo hizo por esta vía.

A ello debemos sumar un contexto de pandemia, la lejanía de ciertos territorios para acceder a los lugares de votación, la falta de medios de transporte, la falta de información y capacitación por parte de SERVEL a todos los actores involucrados. De hecho, en diferentes plataformas y redes sociales se daba cuenta de los problemas que electores indígenas tuvieron para ejercer su derecho a sufragio. Sin embargo, dado lo inédito de este proceso, solo quedan oportunidades para mejorar a futuro, para adaptarnos a la interculturalidad y su incorporación como proceso sustantivo para la vida democrática. Los errores son un aliciente para seguir avanzando en el reconocimiento de derechos para los pueblos indígenas.

Crédito: Felipe PoGa.

En ese sentido, la convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. Un primer desafío será definir las reglas de funcionamiento de la convención a través del reglamento, el que debe incorporar en sus definiciones las particularidades que aporta la interculturalidad. Por lo tanto, las formas y metodologías de trabajo, los mecanismos para tomar decisiones, la asignación de responsabilidades, los sistemas de rendición de cuentas y transparencia, entre otros, deben asegurar que esa interculturalidad sea efectiva como expresión legítima de la voluntad de avanzar en esta materia. La convención debe asumirse, necesariamente, como intercultural y contribuir, con el ejemplo, a impulsar los cambios que necesitamos para dejar una sociedad mas justa, en todos los sentidos, a las próximas generaciones. La participación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao (primera mayoría indígena, con más de 15.560 votos) no debe ser vista como un simbolismo, sino como una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.

Un año parece poco tiempo para romper con siglos de exclusiones. Pero la composición de la convención constitucional en general, y la legitimidad de las propuestas de las y los constituyentes indígenas en particular, abren una puerta a la esperanza. Las convicciones y el liderazgo de estas y estos representantes son una base fundamental para la incorporación de los derechos de los pueblos indígenas, pero también el apoyo mayoritario mostrado por una ciudadanía que busca cambios profundos. La plurinacionalidad no debe ser entendida como un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, y su incorporación en la Constitución permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, entre ellos a la propia madre tierra o la naturaleza. La equidad intergeneracional debe ser un principio fundamental para guiar los debates y propuestas, algo que los pueblos indígenas han defendido desde tiempos ancestrales.

Por ahora, nos queda acompañar este proceso, participar activamente y confiar en las posibilidades que ofrece. Para los pueblos indígenas, si bien es histórico, también es un paso más en nuestro camino hacia la autonomía y la libre determinación, que nos permite soñar un futuro mejor para nuestros niños y niñas, pichi keche y pichi domo, para que crezcan plenos, para que el buen vivir sea una realidad, para que los sueños de nuestras y nuestros ancestros sean, por fin, realidad.

El momento en que el agua dejó de ser un bien de uso público

El Código de Aguas de 1981 no se gestó solo. Tuvo grandes aliados que permitieron que este recurso natural se concibiera como el bien privado que hoy conocemos y que permite ventas por millones de dólares. Entre los aliados a este documento hubo líderes y defensores reconocidos del neoliberalismo. Hablamos de Hernán Büchi, Miguel Kast, Roberto Kelly y Sergio de Castro, entre otros; quienes pululaban en la supervisión de la Comisión Especial encargada del agua. Pero también había una aliada, que se mantiene viva e imperante hasta el día de hoy: la Constitución del 80. Este capítulo del libro El negocio del agua (Ediciones B), escrito por Alejandra Carmona y Tania Tamayo, revela de manera inédita los pormenores de la creación del Código. También confirma la importancia de la creación de una nueva Constitución para que el acceso al agua sea un derecho humano.

Por Alejandra Carmona y Tania Tamayo

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Un código para el mercado

En 1981 Luis Simón Figueroa del Río, subsecretario del Ministerio de Agricultura, y meses antes subsecretario del Ministerio de Tierras y Colonización, estuvo a cargo de la Comisión Especial que entregaría el nuevo Código de Aguas a la Junta Militar.

Desde 1976, diversas habían sido las estrategias y posturas de parte de los ministros de Pinochet, militares y civiles, en las carteras de Economía, Agricultura, Hacienda y Odeplan para finiquitar el asunto de las aguas. También de Jorge Prieto Correa, secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de Riego, institución que se desempeñó como «dueña de casa» en las sesiones del Consejo del organismo y desde donde se encargó a la Comisión Especial la importante y doble tarea de hacer coincidir los fundamentos del nuevo código con la postura de la nueva Constitución Política de 1980, que para esa fecha aún se estaba elaborando.

La propiedad de las tierras, del agua, de los bienes en general —creían los funcionarios de la dictadura—, había sido devastada en su naturaleza más profunda por la Unidad Popular. Y ahora, desde cada ámbito de la administración castrense, tenía que ser relevada.

En el caso del recurso hídrico se trabajaría con un nuevo Código de Aguas, pero también con la Constitución de 1980 en su pronta promulgación.

Desde el Código Civil de 1855 de Andrés Bello, los otros códigos (de 1951 y 1967) habían declarado al agua «bien nacional de uso público», razón por la cual, en el apogeo de la revolución capitalista, había que armar una defensa que constituyera un incentivo al mercado y desplazara al Estado, donde la fortaleza del código nuevo debía ser inamovible.

Las reuniones para terminar de perfilar el código definitivo, después de cinco años con distintos colaboradores, se realizaron en las dos subsecretarías donde se desempeñó Figueroa entre 1980 y 1981. A ellas asistieron Víctor Pellegrini Portales, ingeniero hidráulico; Raúl Matus Ugarte, también ingeniero, y el abogado Samuel Lira Ovalle, anterior asesor de la subcomisión de Propiedad para el preproyecto de la Constitución de 1980. De ahí que el nombre de Samuel Lira se apreciara como preponderante, justamente porque encadenaba las dos instancias.

Todos, los cuatro, unos más, otros menos, sintieron que con este trabajo ad honorem realizaban algo heroico, introduciendo una nueva dimensión del ser humano, una postura refundadora, una revolución. Los derechos de aguas publicados prontamente (29 octubre de 1981), gracias al Decreto con Fuerza de Ley N° 1.122, colindarían desde ese momento con un sistema de transacciones en el mercado y estarían sujetos a la ideología neoliberal como ningún otro país en el mundo. El agua chilena, como un recurso privado, es hasta hoy caso de estudio en diversas latitudes del planeta.

Por esa razón, sus integrantes no reclamaron cuando además de asistir a las reuniones que se realizaban una vez por semana, debieron trabajar en sus casas sacrificando tiempo y familia. Las antiguas lámparas encendidas de sus antiguos escritorios fueron testigos de aquella abnegación. Pero en sus mentes había un objetivo claro, concebir al recurso natural como una propiedad privada que estuviera en función de los medios de producción.

Se trató de un momento particularmente significativo para Figueroa: «Nos mostramos los textos entre nosotros mismos —afirma 36 años después—. Fue muy discurrido y pacífico, porque esto que parece muy simple, cuando íbamos llegando al detalle, no era tan simple. Había que analizarlo vuelta para adelante y para atrás. Esto esconde detrás noches de desvelo, no fue llegar y soplar, y hacer el Código. Todo lo que parece fácil esconde noches de esfuerzo».

1981 fue el año de la Ley General de Universidades y de Instituciones de Salud Previsional, conocidas como Isapres, también de graves crímenes de lesa humanidad, estados de sitio y censuras. Y tres meses antes se habían creado las AFP. No obstante, en la médula de la toma de decisiones del régimen, donde se sucedían sesudas tertulias de profesionales con incólume trayectoria, el recuerdo de la Unidad Popular era el único fenómeno que pesaba.

El periodo socialista de Allende actuaba «permanentemente en el subconsciente de los miembros», como lo había afirmado el abogado titulado en la Universidad Católica, creador allí del Movimiento Gremial, y asesor en temas políticos, jurídicos y económicos (incluso de juventud y propaganda, como admitió) de la dictadura militar, Jaime Guzmán Errázuriz, en la Comisión Ortúzar. Instancia donde se gestó la nueva Constitución y donde su opinión era, a lo menos, preponderante. Mucho más que la de su presidente, el abogado Enrique Ortúzar Escobar, y la de todos los otros miembros.

Las periodistas Tania Tamayo y Alejandra Carmona.

Entre 1970 y 1973, entre otras malas decisiones —pensaban los personeros de Pinochet—, se habían fijado los precios del pan y la harina, y de productos de primera necesidad. Una política casi tan dañina como la Reforma Agraria, «la tierra para el que la trabaja» y toda aquella perorata totalitaria que había partido en el gobierno de Jorge Alessandri Rodríguez, pero se había cimentado con Eduardo Frei Montalva y fortalecido con Salvador Allende, sin transar.

En el gobierno de Allende —aseguraban— hubo poca precisión a la hora de legislar y administrar los bienes del Estado. Los funcionarios públicos no tuvieron, como sí tendría el mercado, la sabiduría en materias políticas y técnicas de gestión de aguas. Por ejemplo, ¿cómo podían los personeros del Estado destinar el uso de las aguas? Ese caballero anónimo de equis servicio, ¿qué conocimientos manejaba? Tampoco podría decidir —pensaron los consultores de Pinochet— qué era lo más importante y dónde establecer prioridades a la hora de otorgar derechos: el agro, la minería o el saneamiento de las aguas para el uso domiciliario de la población. Había que detener el disparate de lo público.

—Entonces, ¿cuál es el precio del agua? El precio es el sistema de la oferta y la demanda —argumenta para este libro Luis Simón Figueroa.

«El precio lo pone el mercado, y no le va a quedar otra a otro señor que quiere el agua, de inventar algo mejor. Pero eso tuvo que ponerse en marcha. Entonces fue heroico lo que se propuso, y los militares aprobaron eso. Ese mecanismo inducía a la incorporación de tecnologías nuevas, simples o sofisticadas, para la mejor captación, conducción y empleo. Entonces se ahorra agua para poderla usar, porque si algo me sobra, la arriendo o la vendo y el otro la compra».

Escritas a mano y tinta azul, aún se conservan las actas de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Nacional de Riego, instancia compuesta por importantes personajes de la revolución capitalista, egresados de la Escuela de Economía de las universidades de Chicago y Columbia. Entre ellos Miguel Kast Rist, ministro director de Odeplan; Sergio de Castro Spikula, substancial ministro de Hacienda; y Hernán Büchi Buc, subsecretario de Economía, quien estuvo tan inserto en el tema del agua, que incluso volvería a ser invitado por el presidente del Consejo a las reuniones de la Comisión Especial (realizadas en Américo Vespucio Sur, comuna de Las Condes) cuando en 1981 ya era subsecretario de Salud, con el solo objetivo de continuar la supervisión del trabajo.

Todos estaban empeñados en integrar las doctrinas de sus escuelas.

Alfonso Márquez de la Plata como ministro de Agricultura, un par de años antes, se había manifestado firme sobre uno de los borradores del nuevo Código de Aguas presentado el 27 de abril de 1978 por otros expertos: «Me preocupa profundamente que el Estado, mediante un procedimiento administrativo pueda decidir cuánta es la cantidad de agua, con la cual un detentador de un derecho de aprovechamiento pueda satisfacer las mismas necesidades que satisfacía con anterioridad».

Así se consignaban los asistentes a las reuniones, tan importantes como los ministros de Hacienda, Obras Públicas, Agricultura, o los subsecretarios de Hacienda y de Economía y el secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de Riego. La mayoría encabezadas por Sergio de Castro, antes ministro de Economía, ultraliberal y gestor de la línea de los «Chicago», que previo al golpe había comenzado a trabajar la estrategia económica que impondría la dictadura.

No era casual que para la construcción de un nuevo código de agua con una postura meramente bursátil fuera él quien encabezara las reuniones.

Desde entonces, el sistema de precios del agua, en tanto mercancía luego de ser inscrita sin un pago mediante, iría cambiando según su rentabilidad. Con los años, ser titular de derechos de aguas se volvería un negocio inconmensurable, millonario y sin parangón. Que también significaría acaparamiento, especulación y lucro.

Por eso, lo esencial sería establecer el derecho de aprovechamiento como real para generar bienes de consumo, porque, respecto de él, se tendría propiedad que sería una certeza perpetua. La certidumbre jurídica de lo heredable y transferible, donde el agua, así como otros bienes, de la misma manera que un bien inmueble, se podría vender, comprar y arrendar.

Propietarios de derechos como Jorge Wachholtz Buchholtz, ingeniero civil hidráulico que luego de inscribir gratuitamente derechos de distintos cauces en diversas regiones del país, terminó vendiéndolos en millones de dólares a distintos proyectos, algunos de ellos hidroeléctricos; el ingeniero Isidoro Quiroga Moreno, el «zar del agua», conocido por amasar una fortuna a partir de derechos inscritos de manera gratuita y sus posteriores ventas millonarias a empresas de diversos rubros, principalmente, mineras; o Ricardo Ariztía de Castro que vendería en dos millones de dólares sus derechos a una iglesia evangélica.

También, vendiendo al Estado, como el empresario paltero Roberto Cáceres Olivares, quien el 26 de julio de 2003, junto a sus hijos, constituyó la Sociedad Agrícola Ana Frut Robert Limitada, y en 2012 vendieron terrenos a la municipalidad de Petorca por cincuenta millones de pesos, que incluyen derechos de aguas que Cáceres Olivares había cedido a la sociedad que originalmente él controló.

Son solo ejemplos.

«Trabajé mucho y no fue fácil —afirma Luis Simón Figueroa— porque ahora lo he mirado desde lejos y resulta como raro. Se trataba de hacer algo tan obvio, tan simple, pero algo pasa con el agua, sobre todo en esa época. Los temas de agua producen emoción, tensión. La gente discute, se producen rivalidades. El agua es tan necesaria y tan importante que motiva a la pasión, y eso pasa en los niveles muy altos, muy serenos. Pero la gente que viene de regreso, que entiende realmente lo que hicimos, es poca».

Figueroa, al contrario de otros testimonios que reconocen una evidente diferencia de posturas por esos días —la más estatista y nacionalista proveniente del Ejército; la de los grandes agricultores traumados con las expropiaciones y preocupados meramente del agro; y la emanada de la corriente teórico-económica laissez faire, laissez passer que significa «dejar hacer, dejar pasar», una de las más estrictas respecto de la libertad de acción en asuntos monetarios—, no reconoce gran discusión en las posiciones, pero sí predominancia de la última.

Insiste que solo hubo «meditación sobre el discurrir». La discusión, afirma, se dio como si se tratara de un «distinguido proceso crítico y agudo» con gente acostumbrada al «análisis de sus propios actos», y que fueron los economistas quienes impusieron su pensamiento.

«Incluso el presidente Pinochet hizo confianza en nosotros y así se hizo. Yo creo que el resultado ha sido bueno, todo el mecanismo marcha bien y sin bulla alguna. No hay problema. Las críticas de hoy no tienen sentido, porque el Estado, ¿para qué se quiere meter? Simplemente por una demagogia comunicacional. Como no conocen, no distinguen entre el derecho de aprovechamiento, de la entrega material del agua, alegan».

Sin embargo, un diálogo registrado en las actas de la Junta Militar, fechada el 29 de diciembre del año 1980, muestra cierto nerviosismo manifestado por Pinochet. Esta vez con el letargo de la entrega del Código, y la compra y venta de derechos de agua sin una institucionalidad creada. En la sesión, el general pregunta en qué estado de tramitación se encuentra el Código de Aguas y enciende la alarma.

«Pero ahí tengo el siguiente problema, que varios ya están aprovechando y están realizando ventas y negocios de aguas. No vaya a suceder que por traspasarse…».

Y continúa:

«Varios se están aprovechando», afirmó Pinochet. Sin embargo, la tardanza del trámite también inquietaba al ministro Sergio de Castro desde su vereda inversionista: «El ministro de Hacienda señala enfáticamente que la demora de la promulgación del Código está retrasando gravemente una importante inversión en el país y que no es posible que la discusión del proyecto demore dos años».

Paralelamente, la Comisión Especial se esmeraba para entregar a tiempo. No era «llegar y soplar», como dice Figueroa, quien quiere que se sepa cuán difícil y meticuloso tenía que ser un trabajo, que ahora es «torpemente criticado», enfatiza.

Pero esa no fue la primera vez que Pinochet se extrañaba por las medidas del nuevo Código. Ya había pedido detener el Decreto Ley en abril de 1979, porque le merecía «dudas» lo que ocurriría durante el periodo de transición entre un código y otro. El acta número 31 del Consejo de la Comisión Nacional de Riego establece: «El Ministro de Agricultura informa que el proyecto de decreto ley está detenido por Su Excelencia el Presidente de la República». Que estuviese detenido por el capitán general no era menor.

No obstante, Figueroa solo confirma un episodio confuso: «Hubo un momento en que ocurrió algo muy extraño, se formó una instancia extrañísima en que trataron de arrebatarme el Código. Dio botes por ahí, unas vueltas en el aire, unas vueltas de carnero. Después volvió tranquilito a mis manos. Lo que pasa es que hubo orgullos heridos, ambiciones de quienes lo habían tenido antes».

Por su parte, las actas de la Comisión y de la Junta Militar dan cuenta de otros dos traspiés anteriores en el proceso y de una falta de liderazgo que fueron volviendo el camino pedregoso.

Por un lado, en 1977 se había encargado el estudio a un abogado «experto en aguas» llamado Jorge Peña Riesco, pero tras seis meses de labor, el abogado Peña fallece, momento que obliga al Consejo a dar las «condolencias a la viuda», pero principalmente, a apurar el tranco «en un plazo de no más de diez días», se exige.

Otra polémica se generó un año y medio después, cuando el documento, que aún no veía la luz, quedó a cargo del abogado José Luis Pérez Zañartu, en ese momento asesor de Endesa (la Empresa Nacional de Electricidad, creada en 1943, por acuerdo del Consejo de la Corporación de Fomento de la Producción, en el marco del plan para electrificar el país), quien fue despedido por una «inadaptación política» descrita escuetamente en el acta: «Al respecto, el Sr. Ministro de Agricultura explica que, si bien esta Comisión trabajó sobre la base del anteproyecto redactado por el abogado, José Luis Pérez, él debió ser modificado por su inadaptación a las políticas nacionales vigentes».

Para este libro, Pérez fue contactado con el objetivo de obtener su testimonio. Sin embargo, el abogado y exministro de la Corte Suprema, se negó a dar la entrevista esgrimiendo razones de salud.

A la luz de los hechos, las «políticas nacionales vigentes» que se enarbolaron en esa ocasión para sacar a Pérez, solo se vieron reflejadas en los años 1980 y 1981, con el trabajo de la Comisión Especial.

Figueroa se convertía finalmente en el dueño y señor del Código de Aguas.

Pero Pinochet nunca dejó de dudar y solo su asesor, Jaime Guzmán, atenuó su nerviosismo.

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El negocio del agua. Cómo Chile se convirtió en tierra seca
Alejandra Carmona y Tania Tamayo
Ediciones B, 2019
232 páginas
$12.000

Roberto Gargarella: «La Constitución mínima tiene la trampa de hacer ficticia la deliberación»

El jurista argentino, especialista en constitucionalismo en América Latina, considera el hartazgo ciudadano con las élites un estruendo producido por el derrumbe del viejo modelo de representación: “murió y es irrecuperable”, advierte. Por eso, si bien valora la perspectiva de incorporar más derechos a la “espartana” Constitución chilena, la considera limitada si no la acompaña una profunda democratización del poder. De lo que se trata, dice, es de “abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional”.

Por Francisco Figueroa Cerda

La de Roberto Gargarella (Buenos Aires, 1964) es una de las voces más escuchadas en materia de cambio constitucional, teoría de la democracia y derechos humanos en América Latina. Pero la suya no es una voz dulce para los oídos del poder. En su libro más influyente, La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010), publicado en 2014, cuestiona cómo, pese a sus barrocos decálogos de derechos, las constituciones de la región han mantenido intocada nuestra elitista organización del poder. Y en el más reciente, La derrota del derecho en América Latina (2020), explica la degradación de la democracia como resultado de “la autonomización de la clase dirigente” y la perpetuación de estructuras institucionales “hostiles a la intervención política de la ciudadanía”.

Para el sociólogo y abogado, profesor de las universidades de Buenos Aires y Torcuato di Tella, la crisis de la democracia contemporánea es la crisis de un sistema institucional pensado en los siglos XVIII y XIX para repartir el poder entre minorías y controlarlo en base a contrapesos internos al Estado que han terminado por incentivar a las élites (empresarios, jueces y políticos) a pactar entre sí; una sala de máquinas que la ciudadanía —hoy diversa y multicultural— se limita a mirar por la cerradura cada vez más estrecha del voto, ya sea para elegir representantes sobre los que no tiene ningún control o entre opciones sobre las que no tiene nada que decir.

No es de extrañar, entonces, que Gargarella despierte escasa simpatía tanto en la derecha como en el populismo de izquierdas. Tampoco que su trabajo ponga en tela de juicio algunas de las bases mismas del Estado de derecho como lo conocemos, como el punitivismo penal o el elitismo judicial. Lo suyo es una concepción deliberativa de la democracia, donde lo central es el involucramiento “del común” y la “conversación entre iguales”, y la bencina la pone el compromiso con una larga deuda latinoamericana: la realización simultánea de los ideales de autonomía individual y autogobierno colectivo.

Has dicho que una Constitución es virtuosa cuando se hace cargo de los grandes dramas de una sociedad. ¿Cómo puede una Constitución hacerse cargo de la desigualdad?

—Me parece que la sociedad chilena y la argentina, como tantas latinoamericanas, no terminan de identificar la desigualdad como lo que es: uno de nuestros grandes problemas desde la independencia. Y lo que ha hecho la Constitución es reproducir y expresar esa desigualdad, tanto en la ausencia de compromisos sociales —que todavía se notan en la Constitución chilena—, como en la organización del poder que refleja esa desigualdad. Atacar eso son puntos de partida. Por supuesto, no es que uno cambie la sociedad desde la Constitución. Pero la Constitución tiene una parte que jugar y eso creo que tiene que ver con la afirmación de ciertos compromisos sociales y con armar un diseño institucional que ayude a resistir esa desigualdad. Para no quedarme en abstracciones: si uno concentra el poder geográfica y políticamente, uno está reproduciendo esa desigualdad.

En tus trabajos muestras que en América Latina el combate a la desigualdad no ha ido de la mano de la democratización del poder, sino de su concentración. ¿Por qué crees que ha ocurrido eso?

—Porque no es de extrañar que la Constitución sea reflejo de la élite que la escribe. Una élite que vive y goza de los privilegios de la desigualdad, ayuda a blindar su poder y a alambrar el escenario institucional en su entorno a través de la ley, de la Constitución. Se explica por la historia de desigualdad y los modos en que ha estado concentrado el poder. Distintas sociedades latinoamericanas han mostrado ese gobierno de élites. Chile ha sido ejemplar, tanto en los niveles de concentración como en los niveles de resistencia. Formas de reacción social como no se han dado en otras sociedades de América Latina, por la radicalidad. En parte, una radicalidad que reacciona frente a lo que ha sido la historia desde 1811, 1823 y 1833, con un ordenamiento salvajemente elitista.

No solemos hablar de los derechos en términos de las alteraciones en las relaciones de poder que supone hacerlos efectivos. ¿Nos obnubila el tecnicismo del derecho? ¿El concebir los derechos como favores de la élite?

—En la historia de América Latina creo que se han combinado algo de ignorancia, algo de oportunismo y algo de hipocresía desde el poder. Hay doctrinarios que se han preguntado de buena fe qué podemos hacer a favor de la igualdad y han encontrado como respuesta “y bueno, lo que ha hecho toda América Latina todo este tiempo: agregar derechos”. Esa es la marca latinoamericana desde México 1917, el constitucionalismo social. Lo que domina en el discurso jurídico de la gente que quiere cambios —más allá que desde el poder tenían muy claro lo que querían hacer y no hacer— es una manera muy latinoamericana de ver el derecho: mirar afuera y ver qué hay para agarrar. Eso creo que están pensando muchos en Chile: “agarrar el tren que perdimos”. Por supuesto que en el contexto de Chile —donde la Constitución quedó muy espartana, sin derechos sociales, económicos, culturales, humanos— hay que incorporar nuevos derechos. Entre otras cosas, porque vivimos en culturas jurídicas formalistas, legalistas, textualistas, y entonces el juez tiene una gran excusa cuando no encuentra un compromiso constitucional. Dice: “no, a mí no me pidan eso, porque eso no está en la Constitución”. Lo inaceptable es que se siga conviviendo con un esquema que reproduce la desigualdad y hace muy difícil el enforcement de esos derechos.

La idea de una “Constitución mínima”, que deje fuera los mayores desacuerdos, entregados a la deliberación de la política representativa, ha cobrado fuerza en el debate constitucional chileno. ¿Te parece una estrategia adecuada?

—Yo estoy de acuerdo en que los detalles se tienen que definir democráticamente, en el debate público, pero tenemos que ser conscientes, particularmente los latinoamericanos, de que eso requiere lo que [Carlos] Nino llamaba precondiciones de funcionamiento del procedimiento democrático. Y esas precondiciones no son simplemente decir “bueno, desde esta situación de extrema desigualdad y concentración del poder en la que estamos, hablemos”, porque hay gente que no entra a la cancha: está marginada, está excluida en los hechos por la organización del poder. Entonces la Constitución mínima tiene esa enorme trampa: en nombre de la deliberación hace ficticia la deliberación. Decir “bueno, con poquitito largamos”, en una cancha desnivelada extraordinariamente, es un insulto a la idea del debate. Y las instituciones que tenemos, montadas hace siglos, se han desgastado desde dentro —lo que se llama la erosión democrática—. Entonces el diálogo debe ser inclusivo, pero sobre todo inclusivo de la ciudadanía, no un diálogo entre instituciones desgastadas y controladas de modo muy aceitado por una élite.

En el proceso constituyente chileno la participación popular sigue limitada a la elección de constituyentes y al voto en el plebiscito de salida. ¿Te parece suficiente?

—No solo no me parece suficiente, sino que me parece problemático. Entre otras cosas, por tener una visión muy crítica (que yo considero realista, simplemente) sobre los plebiscitos. Veo mucho espacio para lo que llamo la “extorsión democrática”, que es cuando uno se ve obligado a votar a favor de lo que repudia para poder sostener aquello que prefiere. Como cuando le hacen un plebiscito de salida a la Constitución de Evo Morales y la situación del boliviano promedio es que quiere enfáticamente un mayor reconocimiento de los derechos indígenas, pero rechaza profundamente una nueva reelección de Morales (como quedó claro en el plebiscito que hicieron después). “Ah, no”, te dicen, “si quieres derechos indígenas, tienes que votar a favor de la reelección. Es una cosa y la otra, o te quedas sin derechos indígenas”. Bueno, tomo los derechos. “Ah, ¡cómo les gusta la reelección a los bolivianos!”. Casos así hay miles. Sobre todo cuando se refieren a textos amplios, esas formas de consulta popular son muy extorsivas porque niegan lo que para mí es lo único importante: el diálogo ciudadano. Tengo que tener la posibilidad de decir esto me gusta, esto no, esto más o menos, esto lo omitieron, esto es inaceptable, cámbienlo. Y no, no puedo decir absolutamente nada. Entonces es muy tramposo que digan “miren la participación que estamos abriendo”, “esto lo reafirmó el pueblo chileno”. No, no le llames a eso voluntad popular. Si quieres conocer la voluntad popular, trata de averiguarla. Esto otro es un método para negar el conocimiento de esa voluntad popular.

¿Lo deseable para ti serían plebiscitos intermedios? ¿Espacios deliberativos con ciudadanía?

—Se pueden ver cosas distintas. El proceso islandés mostró que hay otras maneras de escribir una Constitución, de formas mucho más inclusivas: un proceso que está todo el tiempo abierto, al que pueden llegar propuestas y críticas desde afuera, que hace un buen uso de los recursos electrónicos. Está bien, es una sociedad chica y homogénea, pongamos eso como una utopía, pero se pueden hacer miles de cosas. Llevar adelante una dinámica de asambleas ciudadanas como la que Chile llevó adelante a fines del gobierno de Bachelet. Si uno quiere, puede encontrar maneras de integrar y lograr que la gente pueda decir “esta Constitución tiene mucho que ver con nosotros”. ¿No lo quieren hacer? Entonces no me vengan a engañar después con que el pueblo participó a través de un plebiscito final. Las preocupaciones por la paridad de género y la inclusión indígena me parecen importantes. Pero mi temor es que, así las cosas, la estructura desigual del poder se va a mantener y va a ser una oportunidad perdida.

Hay quienes…

—En todo caso, perdón, la situación de la que se parte, una Constitución con la marca Pinochet, es tan dura que hace bienvenido e importante cualquier cosa que signifique salir de ahí. Solo digo que, dadas las circunstancias, con todo el involucramiento social que ha habido, fácilmente se puede ir más allá.

Hay quienes, desde la derecha, proponen plebiscitar temas como la pena de muerte, el aborto y la ratificación de tratados internacionales de derechos humanos…

—Los demócratas convencidos tenemos que hacer una aclaración por fin de qué es lo que repudiamos en el modo como se han pensado esas consultas: no como modo de promover la deliberación, sino de negarla. La idea de democracia que defendemos los deliberativistas tiene tres pilares: igualdad, inclusión y discusión. Los plebiscitos, tal como se los ha pensado muy habitualmente en América Latina, afirman la inclusión negando la discusión. Eso es tan repudiable como una deliberación de élites y merece ser resistido democráticamente. Hay que resistir la idea de que uno honra el ideal democrático con ese tipo de instrumentos. Pero mira, en términos del aborto, el ejemplo de Argentina —que nunca es ejemplo de nada— es fantástico, porque demostró que era posible, interesante y muy valioso abrir la discusión sobre un tema complicadísimo, que nos tenía superdivididos, y que lo importante está en los matices. Aborto no era sí o no, era sobre doscientos millones de matices que están en el medio.

Contra las estrategias del “silencio” y la “acumulación” de modelos contradictorios en la creación constitucional, tú abogas por la de “síntesis”. ¿En qué aspectos consideras prioritario producir esas síntesis?

—En las cosas que he escrito, doy el ejemplo de las estrategias para tratar la cuestión religiosa en distintas convenciones constituyentes de América Latina. Un ejemplo es México 1857, que fue guardar silencio. Otro es Argentina, que fue poner al mismo tiempo lo que querían los conservadores (adhesión del Estado a la religión católica) y los liberales (libertad de cultos), uno en el artículo 2, otro en el 14; o sea, una Constitución que nace con una contradicción. Otro es la imposición, donde un buen y horrible ejemplo es Chile 1833. Y está la síntesis, donde la solución norteamericana es interesante —en otros puntos estuvo muy mal—, que fue: busquemos un punto no intermedio sino en el que todos estemos convencidos y lo podamos suscribir. Nadie, ni usted anglicano, ni usted evangelista, ni usted católico, de llegar al poder puede imponerle al otro su religión. Fue un punto de encuentro, resultado básicamente de una negociación conversada y minuciosa, de pensar conjuntamente qué nos conviene a todos. Es lo que [John] Rawls llamaba no un mero modus vivendi, un “si no, nos matamos”; sino un acuerdo moralizado, producto de una convicción que todos tenemos.

Si uno vincula los análisis sociológicos sobre lo diversa que es hoy la sociedad chilena con tu preocupación por el pluralismo de las sociedades contemporáneas, asoma como un gran problema la representación, que en tu último libro propones repensar radicalmente. ¿Cómo puede la Constitución chilena ser innovadora en ese sentido?

—En las actuales circunstancias (en Chile, Argentina, Estados Unidos) la vieja idea de representación murió y es irrecuperable. Entre otras cosas, porque en todos nuestros países se pensó la representación para sociedades no solo y de modo muy relevante más pequeñas, sino también más homogéneas, que estaban divididas en pocos grupos, internamente homogéneos. Pero eso se murió, porque hoy hay muchos grupos con posiciones diversas y cada persona es una diversidad de cosas. Dicho eso, ¿qué cosas se pueden hacer? Lo primero es asumir que la vida política está sobre todo por fuera de las instituciones representativas, de los congresos. Uno puede ver maneras de abrir discusiones sobre temas relevantes por fuera de las limitaciones de las instituciones tradicionales —como Chile y la Constitución, Argentina con el aborto o Francia con las convenciones constitucionales sobre medioambiente—. Se trata de cómo abrir la toma de decisiones a una ciudadanía que está fuera del viejo corsé constitucional. La representación quedó como un traje muy chico que revienta por todos lados, hay que buscar voces fuera del Congreso porque ahí no van a entrar y van a estar cruzadas por intereses que van a alejarlas de las demandas que están fuera. ¿Implica echar a la basura el viejo corsé? No, pero sí empezar a buscar formas de salida, empezar una transición. De lo contrario, va a hablar y decidir siempre la élite, que es el camino previsible para nuestros países.

Buena parte de la élite chilena parece más preocupada de cerrar que de abrir la política con la centralidad que le da al orden público, a la idea de contener a una ciudadanía desbocada…

—Haría un punto lockeano-jeffersoniano. [John] Locke, un pensador liberal-conservador, decía que cuando la gente se levanta más vale tomarla en serio. Porque el común de la gente quiere hacer lo suyo, estar con su familia y no molestarse con salir en público. Entonces, cuando pasa eso (pensaba en la revolución inglesa), Locke dice que algo mal debe estar haciendo el gobierno. El razonamiento era: los gobiernos se justifican para la protección de ciertos derechos, si hay una violación muy grave de esos derechos el gobierno pierde autoridad y justificación. Esto a partir de una observación muy básica de la sicología humana: la gente no sale a la calle a poner el cuerpo por deporte, por sacarle la gorra al policía, lo hace por desesperación. Cuando hay esos focos extendidos en el tiempo de enojo social, yo aconsejaría ser lockeano; no decir “uy, qué desequilibrados que están”, sino entender que debe haber un problema en el gobierno. Como indicio, como presunción rebatible. Pero lo pensaría así, no desde la compasión, sino como una cuestión de justicia que nos lleva a preguntas básicas, como cuándo se justifica un gobierno, por qué razones y con qué límites.

Grínor Rojo: ¿Hay esperanzas para la razón sin lugar para la cultura?

Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Por Grínor Rojo

En una conferencia para un congreso sobre “Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica”, que tuvo lugar en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016, el intelectual boliviano Álvaro García Linera, todavía en aquel entonces vicepresidente de su país y quien sin duda es una de las inteligencias más perspicaces en la izquierda latinoamericana de hoy, reconoció que “las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto ‘fin de ciclo’ que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente”. De parte del vicepresidente García Linera, esa era una suerte de autocrítica, y en ella un lugar destacado lo ocupaba su reproche al escaso interés del izquierdismo por la función de la cultura, no obstante ser esta el “escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas”, pues los “los significantes y representaciones simbólicas son los ‘ladrillos’ sociales con que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etcétera”. Su conclusión:

“el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no sólo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas”.

Yo no puedo menos que manifestar mi acuerdo con él. Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Grínor Rojo. Ilustración de Fabián Rivas.

Si esto es así, si como yo pienso no existe un “orden natural” del universo cuya perfección la ciencia tendría que mapear o, peor aún, en el que tenemos que creer —peor aún, en este caso, porque no poseemos constancia alguna de la entidad del objeto de nuestras creencias—, sólo nos queda disponible nuestra razón. Quiero decir con esto que la verdad no es una estación de llegada, sino un paradero más en el viaje interminable de nuestra razón y que, siendo esta un patrimonio común de la especie, las diferentes culturas, que son las diferentes interpretaciones de lo verdadero a cuyo servicio se habrá puesto la razón, necesitan confrontarse, pero no para hallar así el calce exacto del intellectus (es decir el universal inexistente) con la res (la cosa inaccesible como lo que es), menos todavía para dialogar y zurcir soluciones de consenso, sino para acceder al máximo de verdad al que podemos aspirar los seres humanos de una cierta época para resolver nuestros problemas. Por ejemplo, la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro como adversario e incluso como un enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas son problemas reales y acuciantes en el Chile de hoy y nadie que esté en su sano juicio osaría a negarlo. ¿Por qué entonces no aplicamos el mismo criterio que tenemos para distinguir tales obstáculos, para removerlos y reemplazarlos en el articulado fresco y sano del texto de una nueva carta fundacional?

Por eso, porque yo siento que la razón es un patrimonio de la especie, disponible para todos quienes la integramos, pero que se actualiza de maneras distintas en tiempos y espacios distintos, yo someto mi verdad a la inteligencia de mis pares. No para inculcarles qué y cómo deberían pensar sino para poner mi cultura al lado de la suya. Y para que, al fin, habiéndose concluido ese cotejo, el argumento que prevalezca sea el más sólido y persuasivo, el que se habrá demostrado capaz de conducirnos hacia un ver y un actuar mejor.

En la historia de la izquierda latinoamericana (y, quizás, en la historia de la izquierda mundial), yo pienso que hay tres posturas básicas respecto del significado y valor de la cultura. La primera y peor no difiere de la de la clase en el poder: la cultura es la quinta rueda del carro, es un ornamento para exhibir sobre la mesa del living room o, esta vez en el discurso más condescendiente dentro de ese mismo repertorio, es algo que está ahí para el recreo sensorial e intelectual de la humanidad en la hora de sus “esparcimientos”. La cultura no produce saber, no nos protege de nada, no cambia nada. Su esencia es la de un juego inofensivo, excepto por la cuota de disfrute que algunos pueden derivar de ella. No es casual entonces que lo que hace medio siglo Guy Debord llamó la cultura de la “sociedad del espectáculo” sea un ingrediente infaltable en el menú de la política contemporánea y que un payaso como Donald Trump sea al respecto un maestro de maestros.

Que la clase en el poder privilegie esta idea de la cultura tampoco es raro, por supuesto. Para esa clase, las cosas están bien como están y, si bien es cierto que a veces acepta y hasta promueve el cultivo de la imaginación y el pensamiento de un nivel un poco más alto, lo que acepta y promueve no es la producción de lo nuevo y transformador sino la reproducción y (en el mejor de los casos) la innovación de lo que ya existe y es estructuralmente inamovible. Que la izquierda se pliegue, aunque sea sólo a ratos, a una perspectiva como esta a mí me parece contradictorio.

La segunda perspectiva es coincidente con el dictamen según el cual la cultura importa, en la medida en que aquí se la considera como uno más entre los espacios que constituyen el todo social. Es el piso de arriba en el famoso edificio de Marx. Quienes la hacen suya, sin embargo, no suelen profundizar en el por qué la cultura es importante excepto cuando sugieren que es una de las dimensiones del quehacer humano, a la que, como lo hace o va a hacerlo con las demás —las dimensiones política, económica y social—, la voluntad progresista se compromete a darle un tratamiento tan generoso como el que les da a las otras. En 1970, en el Programa básico de gobierno de la Unidad Popular esto se expresaba hablando del “derecho” del pueblo chileno a una “nueva cultura”, en la que los contenidos principales eran la “consideración del trabajo humano como el más alto valor”, la “voluntad de afirmación e independencia nacional” y la conformación de una “visión crítica de la sociedad”.

Todo lo cual estaba muy bien, aunque los tres “deberes” que ahí se anotan puedan ser reemplazados por o complementados con otros, e incluso cuando de eso de la cultura como un “derecho” uno infiere una oposición un tanto sospechosa entre ausencia y presencia. En un marco teórico como ese, que es el de la conquista de algo de lo cual se carece, se subentiende que son los “cultos”, los que “poseen la cultura”, quienes deben “llevársela” a los que no la poseen, para que estos la empleen en beneficio propio y de los demás y eventualmente se tornen en propietarios de una “cultura popular” (como si no existiera en ellos de antemano).

Pero, como quiera que sea, esa perspectiva daba cuenta de las buenas intenciones de un sector social que era distinto a la clase en el poder, que entendía que un pueblo culto era indispensable para la misión transformadora que la UP se proponía y que, por lo tanto, no participaba ni del conformismo ni de la banalidad.

Pero el ítem cultura estaba perdido por allá en las últimas páginas del programa de la UP, casi como cayéndose del texto. De hecho, ocupaba unas veinte líneas rápidas antes de navegar hacia el puerto, presumiblemente más seguro, de la educación. La cultura era importante, se decía, pero el lector del programa podía darse cuenta de que no era lo más importante. Y, cuando importaba, era porque se estaba pensando en una cultura pertrechada con unos deberes muy precisos, que eran comprensibles por cualquiera, que nadie intentaría cuestionar. Era esa una cultura con obligaciones pedagógicas concretas, y debía limitarse a cumplirlas.

Y esto me lleva a la tercera perspectiva, la de García Linera y la mía. García Linera reconoce la importancia “primordial” de la cultura y afirma que la derecha anda con la suya en el cuerpo, que esta forma parte de su ADN, y que cuenta además con un poderosísimo aparato para convertirla en materia de “sentido común” y para de ese modo difundirla y hacer que el resto de los ciudadanos participe de ella (a través de los medios de comunicación, universidades, etcétera. En otra parte, yo he escrito que la derecha contemporánea apoya su dominio cada vez menos en el ejercicio de la fuerza bruta y cada vez más en lo que Pierre Bourdieu caracterizó como “violencia simbólica”).

Ahora bien, estando yo de acuerdo con García Linera, debo observarle que todos (y todas), y no sólo los/las de la derecha, andamos con nuestra cultura en el cuerpo. Que no existe un ser humano que esté desprovisto de ella, que el instrumento transversal y más útil mediante el que esa cultura se moviliza es nuestra razón y que esa razón puede y debe entrar en un debate de verdades con la razón de los otros. Si nos encontramos con que los resultados de ese debate se corresponden bien con lo que los tiempos demandan, si al cotejar lo que nosotros pensamos con lo que piensan nuestros pares conseguimos que de ello emerja una idea del mundo preferible a la que actualmente nos rige, le habremos dado un palo al gato.

Y eso significa que la cultura no es un ornamento, pero que tampoco es una más entre las varias dimensiones del quehacer humano —como la economía, la política o el orden societario—, sino que ninguna de esas dimensiones (o de otras, la de la ciencia sin ir más lejos) es visible, ni menos aún comprensible, sin su intervención. La cultura es más que ellas o mejor dicho las precede, porque es la que define, clasifica y deslinda, es la que les pone sus nombres a los seres y las cosas, la que orienta en definitiva nuestras acciones. La cultura es el sistema simbólico sin el cual seríamos como los ciegos de la novela de Saramago, esos que se imaginaban estar viendo cosas que en realidad no veían. Por su parte, la razón es el vehículo para procesarla, exponerla y defenderla, el que nos permite construirnos y reconstruirnos día tras día con el fin de percibirnos a nosotros mismos y de infundirle sentido a una exterioridad que no lo tiene por sí sola.

Finalmente, en mi opinión nuestra convención constitucional (¿por qué ese miedo estreñido a nombrarla por su nombre verdadero y a hablar de una vez por todas de asamblea constituyente?), esa que los chilenos tenemos ahora ad portas, debiera ser un lugar donde esto que acabo de escribir se tomara en serio. Yo la veo, por lo tanto, como una asamblea que tiene que empezar reconociéndose a sí misma como el locus de un cruce de culturas, como un campo para la coexistencia pero también para la disputa, dentro del cual las que se miden son las verdades respectivas, argumentadas siempre en su mérito, con independencia, sin la intromisión de intereses y poderes espurios. Que haya cultura en la asamblea constituyente no significa entonces que los teatristas van a ir ahí a darles sus obras a los asambleístas, ni los poetas a asestarles sus poemas, ni los pintores a colgar sus cuadros en el recinto escogido (lo que por lo demás podría hacerles harto bien), sino que significa que ese es el sitio por excelencia donde los chilenos debiéramos encontrarnos todos con todos (estemos o no presentes in corpore) y donde lo que ha de primar es el ejercicio del discernimiento, en unas discusiones donde tendrán que exponerse y lidiar razones múltiples y heterogéneas, sin miedo de las diferencias, a veces con dureza, pero sin excomulgarse las unas a otras (no es equivalente la dureza intelectual a la agresión de palabra o peor), sino enriqueciéndose a través del contacto.

Quizás de esa manera es como van a lograr pensarse y escribirse los artículos principales del texto fundacional de otro Chile, en el que la sinrazón de la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro adversario o enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas (malas, pero no se han inventado hasta ahora unas que sean superiores) no tengan la oportunidad de volver a empoderarse. Y el orden social que de ahí emerja tampoco va a ser un orden eterno, durará hasta que otros ciudadanos, con otras razones, ojalá mejores que las nuestras, manifiesten su descontento y decidan que de nuevo ha sonado la campana del cambio.

El sur austral dialoga sobre la cultura en la nueva Constitución

Interculturalidad, participación y descentralización son palabras clave en el glosario utilizado por el mundo de la cultura del sur austral. La de los derechos y la diversidad cultural es la lingua franca de los territorios de Chiloé, Aysén y Magallanes cuando se trata del reconocimiento de sus culturas, el fomento de sus artes y la protección de su patrimonio. Un diálogo que sus universidades públicas, a través de la Red Patagonia Cultural, han decidido estimular y proyectar de cara al proceso constituyente.

Por Equipo Palabra Pública

Más de 600 kilómetros separan Ancud de Coyhaique. Mil a Coyhaique de Puerto Williams. Y más de 2 mil a Quellón de Punta Arenas. Son distancias inimaginables para esa mentalidad santiaguina que suele agrupar a regiones extensas y diversas bajo etiquetas empobrecedoras como “el sur” o “el norte”. En los territorios de Chiloé, Aysén y Magallanes, sin embargo, las distancias se viven como un vínculo que los acerca, y a partir del cual revindican el valor de la diversidad de sus culturas y de la producción artística que recorre sus islas, mares y pampas.

Es lo que quedó patente en el ciclo de conversatorios “Proceso constituyente desde el sur austral: Miradas sobre educación pública, género, cultura y territorios”, organizado a fines de 2020 por la Red Patagonia Cultural, que conforman las universidades de Los Lagos, Aysén y Magallanes, con el apoyo de la Red de Universidades del Estado de Chile. La iniciativa de las universidades públicas y regionales del extremo sur convocó a distintas voces del mundo local de la cultura a dialogar, desde sus experiencias y junto a la ciudadanía, sobre las oportunidades que abre el proceso constituyente que enfrenta el país.

Salvados por la cultura

Para la fundadora de Fundación Daya Punta Arenas y cocreadora de las cooperativas magallánicas de trabajo Caudal Cultural y Rosas Silvestres, Verónica Garrido, la actividad artística tiene la posibilidad de entrar por la puerta ancha al debate constituyente luego de la pandemia: “el mundo de las artes ha sido un pilar fundamental de las personas durante la pandemia, no sólo para el cuerpo, también para el espíritu. Considerando, sobre todo, la crisis de salud mental que vivimos. Ha servido para sobrellevar mejor toda esta situación”.

Una opinión que comparte Magdalena Rosas, cofundadora de la Escuela de Música y Artes Integradas de Coyhaique y cocreadora del Festival Internacional de Chelo de la Patagonia (CheloFest), pero que requiere “generar un marco teórico desde el cual conversar. Es clave entender que cultura es la capacidad que tenemos los seres humanos para reflexionar sobre nosotros mismos. Las artes y el patrimonio son parte de eso, pero lo estructural son nuestros sistemas de valores, tradiciones, creencias y modos de vida. Lo dice la declaración de UNESCO de 1982”.

“Es complejo el tema de la cultura —complementó Rosas, profesora de Música—, porque cada uno entiende lo que quiere o en base a lo que ha vivido. Lo importante es ser empático y entender las visiones de los demás. Ampliar la mirada y establecer ciertos acuerdos. Ya la construcción de una nueva Constitución es un proceso profundamente cultural. En ese sentido, a lo que yo más aspiro es a integrar la diversidad humana que tenemos en este país. En términos de género, de formas de relacionarnos, de educarnos”.

Para Fernando Álvarez, director del Museo de las Tradiciones Chonchinas y presidente del Centro para el Progreso y el Desarrollo de Chonchi, los procesos sociales que han vivido el país y el archipiélago de Chiloé han interpelado fuertemente a los espacios culturales en el sentido señalado por Rosas: el reconocimiento y valoración de la diversidad cultural. En el caso de la institución que dirige ello ha significado repensar “el rol del museo en la comunidad donde se inserta. Buscamos redefinirnos como un museo que se pone a disposición de la rearticulación del tejido social”.

“La pandemia y previo a eso el estallido social —añadió Álvarez— nos han llevado a plantear nuevas formas de comprender la gestión cultural. Más allá de tener acceso al museo como un bien de consumo cultural, se trata también de generar mecanismos desde el Estado para la protección de los trabajadores que son los productores de estos bienes culturales. Y comprender la importancia de los derechos culturales como derechos sociales y colectivos, por la diversidad de culturas existente en el archipiélago”.

Expectativas en torno a una nueva Constitución

En el debate conducido por la periodista Bárbara Besa, de la Universidad de Aysén, y convocado por la Red Patagonia Cultural, los artistas y gestores culturales coincidieron en ver el proceso constituyente como una oportunidad para cambiar el carácter de las políticas culturales del Estado.

“Cuando hablamos de derechos colectivos hablamos necesariamente de la Constitución como un pacto intercultural. Y de la cultura como un derecho social, donde el Estado garantice los derechos de producción, de acceso, autorales, a la diversidad”, sostuvo Fernando Álvarez. Para Magdalena Rosas, la pregunta por los derechos culturales interpela tanto a los artistas como al resto de los ciudadanos. E implica definir, dice, “cómo vamos a reconocer y expresar las realidades locales, comunales y regionales. Cómo avanzaremos para eliminar la concursabilidad y generar estrategias de desarrollo regional”.

Para el abogado constitucionalista de la Universidad de Chile Fernando Atria, que también integró el debate, “la concursabilidad es la lógica de mercado. Viene de la afirmación de que incluso ahí donde no hay mercado, hay que organizar las cosas del modo más parecido al mercado”. El problema, añadió, es que “entregada la cultura al mercado suele no encontrar condiciones de fomento y reproducción. Por eso esperaría que la Constitución consagre el derecho a participar de la cultura”.

Un contrapunto puso Verónica Garrido: “por un lado es un momento inédito, pero la Constitución no es una varita mágica, es un proceso constituyente. Un momento para sentarnos a dialogar, reflexionar y avanzar en el ejercicio de la tolerancia”. Que se avance en ese proceso, explica, tiene mucho que ver con la participación y asociatividad a nivel local. La misma convicción, desde Chonchi, expuso Fernando Álvarez: “es muy importante que levantemos demandas territoriales y empoderemos a nuestros barrios, que son la primera fuente de nuestra diversidad cultural”.

[Diálogo] Derechos culturales y nueva Constitución

El 26 de noviembre de 2020, en el marco del primer Noviembre Cultural para Chile, iniciativa que permitió compartir con el país el trabajo artístico, cultural y patrimonial de la Universidad de Chile, la ministra de Cultura y Patrimonio de Ecuador Angélica Arias, la senadora Yasna Provoste y el director de LOM Ediciones Paulo Slachevsky, moderados por la directora del Archivo Central Andrés Bello Alejandra Araya, debatieron sobre el lugar de la cultura y los derechos culturales en la nueva Constitución que Chile se apresta a elaborar. A continuación, presentamos una síntesis de esta conversación.

Moderó Alejandra Araya
Ilustración de Fabián Rivas.

—Alejandra Araya: me gustaría iniciar con la cuestión de los derechos culturales, las artes, la cultura y el patrimonio como derechos humanos. ¿Qué son los derechos culturales? ¿Los podemos entender como derechos humanos? ¿Por qué debieran estar en una Constitución?

Angélica Arias: quisiera iniciar hablando sobre algunos procesos que se han llevado a cabo en el Ecuador respecto a cómo se consideran los derechos culturales en la Constitución, específicamente la de 2008, cuando los derechos constitucionales empiezan a incluir a los derechos culturales.

La Constitución determina que el Ecuador es un Estado de derechos, y esto implica que todos los derechos, sin distinción, son categorizados como derechos constitucionales, estableciendo la obligatoriedad suprema de su observancia y protección. Es así que se establece la construcción y prevalencia de la propia identidad cultural. Además, se desarrollan conceptos de observancia obligatoria del patrimonio material e inmaterial, dotándolo de una salvaguarda estatal y no taxativa.

Es importante mencionar también que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 27, dispone que toda persona “tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. En la misma declaración de la UNESCO se establece que la cultura debe ser considerada el conjunto de los rasgos distintivos, intelectuales, materiales, afectivos que caracterizan a una sociedad o grupo social y que caracterizan, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores y las creencias.

El reconocimiento de los derechos constitucionales de la cultura y el patrimonio, sin embargo, no es garantía de su cumplimiento. La cultura no se considera una prioridad en la mayoría de los países de América Latina y sufre constantes restricciones, razón por la cual alcanzar la plenitud del goce del derecho constitucional a la cultura es una tarea pendiente.

Yasna Provoste: es central que en este proceso constituyente entendamos que los derechos culturales son esenciales. Chile es un país de 20 millones de personas habitando un territorio que se extiende sobre tres continentes, lo cual le otorga una diversidad de rostros, colores, climas, recursos naturales, pueblos, naciones y cultura. Cuando hablamos de derechos culturales no estamos refiriéndonos a un objeto separado de nuestra propia subjetividad colectiva; estamos hablando de nosotros mismos, de nuestros saberes, identidades y sueños, de nuestras expectativas y de nuestra memoria. Que el proceso constituyente incorpore la cultura como derecho significa el anhelo de que en el centro de todo esté la persona y su dignidad esencial, como ser racional y libre, con derechos que son anteriores y superiores al Estado.

Paulo Slachevsky: los derechos culturales son derechos humanos reconocidos de manera vinculante por las Naciones Unidas en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, que establecen claramente el derecho a gozar y a participar de la vida cultural. Es muy interesante porque el pacto parte con el concepto de dignidad, que nos hace tanto sentido a los chilenos desde octubre de 2019. Ese primer párrafo dice: “no puede realizarse el ideal del ser humano libre, liberado del temor y de la miseria, a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de sus derechos civiles y políticos”. Ahora, ¿qué son los derechos culturales? En tiempos de neoliberalismo tendemos a confundirlos con el derecho al acceso, con la lógica del consumo. Claramente, el pacto del 66 va mucho más allá. Hace explícito el derecho a tomar parte de la vida cultural y la necesidad del desarrollo económico, social y cultural para salir de la miseria y ser ciudadanos verdaderamente libres.

Se mencionó la convención de UNESCO para la diversidad cultural. ¿Por qué es tan importante? Porque vivimos en un mundo donde la división del trabajo también se fomenta a nivel cultural; tenemos países productores culturales y países consumidores de cultura. Más del 90% de las pantallas de cine del mundo están ocupadas por el cine de Hollywood, que es interesante, pero representa sólo el 5 o 6% del cine que se produce a nivel mundial. En ese sentido, el mercado no permite un equilibrio, al contrario, favorece la concentración. Por eso es necesario que los países tengan derecho a proteger su cultura y que la cultura no funcione bajo la lógica de los tratados de libre comercio, que con su letra chica impiden que los países tengan una verdadera soberanía cultural. Por último, ¿por qué deberían estar en la Constitución? El mundo de la cultura ha estado en todos los cambios que hemos tenido como país —en los 80 contra la dictadura, también a partir de octubre de 2019—, pero en los 90 quedó fuera. Tardíamente se genera un Ministerio de las Culturas, el pariente pobre de los ministerios. Es necesario cambiar esa lógica si queremos ser sociedades con un desarrollo humano. Si vemos la Constitución del 80, cuatro veces se menciona la palabra cultura, contra 129 veces que aparece en la Constitución de Ecuador, 29 en la de Colombia y 99 en la de Bolivia. Eso establece un piso diferente, una voluntad explícita de que la cultura sea parte de la construcción de una vida digna.

—Alejandra Araya: hay constituciones que han considerado la cultura un elemento sustantivo de la democracia, pero esto podría ser una arenga para los convencidos de siempre. ¿Qué cambia en la vida cotidiana decir que los derechos culturales están considerados en la Constitución? ¿De qué forma uno podría decir que hay un antes y un después de garantizarlos constitucionalmente?

Angélica Arias: en mi país, mediante la asamblea constituyente, se modificó la concepción del Estado como pluricultural para transformarlo en Estado intercultural. Justamente, en el artículo 1 de la Constitución, se concibe la construcción de una sociedad por medio no sólo del reconocimiento de la cultura y sus distintas manifestaciones —que es a lo que se refiere lo pluricultural—, sino que parte de la necesidad de intercambio e interacción entre quienes la conforman, bajo el principio de iguales. Entonces, pasamos de reconocer las distintas culturas a poner en práctica su igualdad. Y eso lo que hizo fue abrirnos muchas puertas en cuanto a posibilidades de política pública.

Respecto a la relación entre democracia y derechos culturales, éstos están protegidos por mecanismos de participación social, que les dan a los ciudadanos la potestad de defenderlos en el marco de cuatro principios que se establecieron en la Constitución: participar en los asuntos de interés público, presentar proyectos de iniciativa popular, el derecho a ser consultados y a fiscalizar los datos del poder público. Estos cambios empujan a los ciudadanos a actuar en las decisiones de la vida pública y cultural. Los efectos se revisan en su vida diaria, porque empieza a haber una corresponsabilidad en las decisiones que se van tomando. Nos falta avanzar bastante en este sentido, porque nos hemos dado cuenta de que ni la función pública ni la ciudadanía están preparadas para los procesos participativos.

Yasna Provoste: garantizando el derecho a la cultura nos pasa lo mismo que garantizando la educación pública y de calidad; estamos contribuyendo a la cohesión social y, en definitiva, a lograr la paz. Tal vez por mi visión comunitarista de las relaciones sociales tiendo más a un Estado intercultural, lo cual supone la existencia de diversas culturas, pero también la legitimación del pluriculturalismo presente en nuestro país y el reconocimiento recíproco entre culturas. Y eso entraña un consenso sobre los valores comunes de esas culturas; por ejemplo, el respeto a los derechos fundamentales. La Constitución de Bolivia, al igual que la de Ecuador, refuerza el concepto de interculturalidad y dice que la interculturalidad es el instrumento para la cohesión y la convivencia armónica y equilibrada entre todos los pueblos y naciones. Esa es la mejor reflexión de por qué nosotros tenemos que garantizar en esta nueva Constitución estos valores.

Paulo Slachevsky: en 2013 me tocó participar de una carta que varias asociaciones del libro le hicimos a los candidatos a la Presidencia sobre la importancia de tener una política del libro. Les planteamos que la cultura y la política del libro son transversales a muchos de los desafíos que tenemos como país. ¿Es acaso posible mejorar, por ejemplo, los niveles de la educación, sin mejorar la comprensión lectora? ¿Es posible salir del cerco de ser exportadores primarios y del extractivismo que arrasa con nuestras tierras y recursos naturales no renovables si no potenciamos nuestras capacidades culturales y creativas? Y la misma democracia: ¿es posible tener una verdadera democracia sin sujetos críticos, pensantes, activos y creadores?

—Alejandra Araya: En esta pandemia dos grupos han visto vulnerados de manera violenta sus derechos: las trabajadoras de casa particular, a quienes no se les reconoce su labor como trabajo propiamente tal, y los trabajadores y trabajadoras de la cultura, cuyas actividades no son valoradas desde la lógica del capital. ¿Qué se requiere para instalar la cultura como bien común en términos de protección social y laboral?

Angélica Arias: nos pasa algo similar en Ecuador. Cuando empezó la pandemia y se pensó desde el gobierno nacional en unos bonos mínimos para que la gente pudiera atender las necesidades básicas en los momentos más crudos, uno de estos bonos se pensó para el sector cultural, que en Ecuador tiene una informalidad muy alta. Y cuando se plantea, una mayoría preocupante de la sociedad ecuatoriana reclamó que se repartía este recurso en un ámbito “inútil”, que no “produce”. Varias de esas voces eran de los mismos artistas y gestores culturales. Con eso nos hemos dado cuenta de los muchos procesos que debemos llevar a cabo para tener un reconocimiento de la actividad cultural y artística. Todos sabemos que, en la oscuridad de la pandemia, lo que nos logró dar un respiro, un poco de ánimo, fue el acercamiento con el arte y la cultura.

En cuanto al reconocimiento de la cultura como un bien común y esencial, un buen paso es que esté en la Constitución, pero no es el único paso ni el definitivo. Luego de la definición como bien común viene la definición de la política pública, en los distintos ámbitos y sectores, y después su implementación. Todo este esfuerzo normativo que va desde la Constitución hasta los instrumentos más pequeños y territoriales se tiene que hacer garantizando que las políticas lleguen a todos los sectores de las culturas, las artes y los patrimonios. Estos marcos normativos tienen que adaptarse y estar abiertos a la diversidad de la cultura viva.

Yasna Provoste: un bono para los trabajadores culturales y artistas es algo que nosotros no tuvimos. La pregunta de las organizaciones culturales acá era de qué servía tener un ministerio si el ministerio iba a permitir la vulnerabilidad y precariedad del sector. Entonces, la conexión entre democracia y cultura es algo que nosotros hemos visto debilitarse. Durante tres años consecutivos, el ánimo permanente de esta administración ha sido reducir los presupuestos culturales y entender la cultura como algo accesorio. Lo que anhela uno es que este proceso constituyente se haga mirando experiencias que sean positivas, por eso me alegra compartir con la ministra de Cultura de Ecuador. En nuestro país fue bien premonitoria la discusión sobre el nombre del ministerio, que es el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. Pero esa definición queda inconclusa si no somos capaces de tener escaños reservados para que nuestros pueblos [indígenas] no tengan que tener voceros en este proceso, sino que sean ellos mismos capaces de recuperar la palabra y generar en este nuevo proceso constituyente, no un artículo, sino una Constitución entera que se impregne desde el primer hasta el último artículo de una lógica de reconocimiento de derechos culturales y de respeto a la diversidad y la presencia ancestral de pueblos en este territorio.

Paulo Slachevsky: la desigualdad imperante es un tema de la sociedad en general, más allá del mundo de la cultura. El único camino es avanzar hacia el salario básico universal, que la riqueza de nuestros países sea para todos, todas y todes. Ahora bien, en ese camino es fundamental revalorar el espacio de la cultura y a quienes se dedican a ella, garantizando sus derechos básicos: salud, educación, vivienda y previsión. Lamentablemente, como el trabajo cultural es muchas veces un trabajo parcial y fragmentado, es fundamental que políticas públicas puedan garantizar esos derechos. Siempre en Chile celebramos a Gabriela Mistral, a Pablo Neruda, pero, al mismo tiempo que se celebran, los nuevos autores de poesía se excluyen de las bibliotecas porque “no venden”, y, al final, los mecanismos de apoyo del Estado son los concursos. Una vez más, compitiendo unos con otros en vez de construir juntos, llegando al límite de considerar que el gasto en cultura es una pérdida de recursos. Cuando, al contrario, es una inversión en las personas y la sociedad toda. Hay que cambiar el chip y recordar a las huelguistas de Massachusetts, que decían “queremos pan y también las rosas”.

Alejandra Araya: Para cerrar, les quiero ofrecer la palabra para algunas conclusiones finales.

Angélica Arias: como les decía, si bien ya tenemos varios instrumentos normativos que reconocen la interculturalidad, todavía nos falta mucho por avanzar. Nos falta mucho trabajar con las comunidades en plantear los proyectos de abajo hacia arriba, desde los territorios. Si hay algo que me apasiona de Latinoamérica es que tenemos estas diversidades impresionantes, pero no logro entender por qué no logramos consolidarnos como región teniendo anhelos muy parecidos. Uno de los temas más fuertes es lograr institucionalidad en cultura. A veces pensamos que, cuando se trata de cultura y de arte, la institución o la norma nos sacan de ese aspecto tan creativo y flexible. Pero no es así, deberíamos tener instrumentos que nos ayuden a avanzar.

Yasna Provoste: nos dijeron durante 40 años que el motor del desarrollo era la competencia y no la colaboración. El que quería colaborar era tildado de ingenuo. No es baladí que los esfuerzos a los que accede el Gobierno para incrementar los recursos en cultura sean mediante más fondos concursables. Lo decía Paulo: lo que hay detrás de esa lógica es hacernos competir. Cuando vemos un malestar generalizado en la sociedad, cuando vemos que el 25 de octubre pasado la ciudadanía se manifestó por aprobar un cambio constitucional, hay quienes buscan aferrarse a ciertos modelos culturales y uno de ellos es la competencia. Nos tratan de colocar esta lógica en todos los espacios, incluidos los espacios culturales. Es un momento para que todos contribuyamos a la pregunta sobre qué país queremos construir, qué modelo educativo necesitamos, qué desarrollo de las culturas, las artes y el patrimonio.

Paulo Slachevsky: quiero recoger unas palabras de la intelectual hindú Vandana Shiva: “nuestra única opción es curar la tierra y, al hacerlo, curar y recuperar nuestra humanidad, creando esperanza para nuestro único futuro como una humanidad en un planeta”. Para lograr ese cambio, claramente la cultura debe ponerse en un lugar central. Se trata de un cambio cultural en el sentido amplio; en la forma de hacer política, en la forma de relacionarnos con la naturaleza y con el prójimo, liberándonos de la cultura de la competencia y de la explotación de unos sobre otros, de la cultura patriarcal. Estas culturas están en nuestras cabezas y no es fácil cambiarlas. A propósito de la pandemia, podríamos decir que al menos tres pandemias han ejercido una violencia brutal sobre nuestras expresiones culturales: el colonialismo, con el colonialismo cultural, que sigue siendo muy fuerte cuando valoramos más lo que viene de afuera y marginamos nuestra producción; la dictadura, con su brutal represión, que hizo un corte abrupto en la cultura que aún no se ha logrado reconstruir; y el neoliberalismo, que ha mercantilizado la cultura anulando la diversidad y reduciendo todo a mercancías. Recordemos que Paulo Freire escribió en Chile Pedagogía del oprimido, donde habla de la lectura como una experiencia de libertad que tenemos que lograr que viva toda la sociedad. Basta de comprar tanques y potenciar la represión, basta de gastar dinero en escopetas y balines que le quitan los ojos a chilenos y chilenas. Es necesario apostar por la cultura, la creación propia. Así, claramente vamos a tener un país diferente.

Angélica Arias: ministra de Cultura y Patrimonio de Ecuador. Es arquitecta y magíster en Gestión del Desarrollo Comunitario. Fue subsecretaria de Memoria Social, directora ejecutiva del Instituto Metropolitano de Patrimonio de Quito y gestora de sitio de Quito como Patrimonio de la Humanidad.

Yasna Provoste: senadora por la Región de Atacama. Es profesora y magíster en Educación. Fue diputada y ministra de Educación, además de intendenta de la Región de Atacama y gobernadora de la Provincia de Huasco. En el Senado integra la Comisión de Educación y Cultura, la cual presidió entre 2018 y 2019.

Paulo Slachevsky: fotógrafo y periodista. En 2014 fue condecorado como oficial de la Orden de las Artes y las Letras de Francia. Actualmente, integra el Observatorio del Libro y la Lectura de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile y es director de LOM Ediciones.

Alejandra Araya: historiadora de la Universidad de Chile y doctora en Historia por El Colegio de México, especializada en historia de las mentalidades en Chile y América colonial. Es directora del Archivo Central Andrés Bello de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile.

Salvador Millaleo: Autodeterminación indígena y derechos culturales frente al proceso constituyente

Los derechos humanos específicos de índole cultural y lingüística de los pueblos indígenas deben reflejarse en una nueva Constitución, así como en toda la legislación. El desafío constitucional consiste en implementar esos derechos para darles realidad dentro del sistema jurídico interno, estableciendo también las instituciones que los hagan posibles.

Por Salvador Millaleo

Los pueblos indígenas han planteado como su principal demanda para el proceso constituyente chileno en curso el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, en cuanto garantía a la plurinacionalidad del país.

El sentido de las declaraciones de la ONU y la OEA sobre los derechos de los pueblos indígenas (2007 y 2016, respectivamente) ha sido reconocer una autodeterminación que, mediante acuerdos entre Estado y pueblos indígenas, pueda incorporar constitucionalmente el estatus de un pueblo indígena y sus derechos colectivos. Esta autodeterminación no destruye la autodeterminación externa del Estado frente a otros Estados, en cuanto un pueblo indígena no podría autodeterminarse internacionalmente sino sólo hacerlo dentro del sistema constitucional del Estado. La autodeterminación es más bien interna, y exige una redistribución del poder entre el Estado y los pueblos indígenas, mediante acuerdos constructivos que implementen los derechos humanos de los pueblos indígenas y permitan resolver las deudas históricas que la construcción del Estado y la sociedad nacional implica respecto de ellos. Dichos acuerdos deben tomar lugar, en primer lugar, en este proceso constituyente en marcha.

Los derechos culturales de los pueblos indígenas son derechos humanos que fluyen tanto de los derechos de las personas a participar en la vida cultural de su comunidad, de los niños a su lengua e identidad, y de los pueblos indígenas a la autodeterminación, de la cual se desprenden los derechos culturales, así como los derechos lingüísticos indígenas. Hay que observar que, desde la perspectiva de los pueblos indígenas, todos los derechos se desprenden de la autodeterminación y la vida cultural está presente en todos, pero las taxonomías jurídicas occidentales han demarcado derechos culturales específicos dentro de los derechos humanos que se suelen distinguir de los derechos indígenas territoriales y políticos. 

Los derechos humanos específicos de índole cultural y lingüística de los pueblos indígenas deben reflejarse en una nueva Constitución, así como en toda la legislación. El desafío constitucional consiste en implementar esos derechos para darles realidad dentro del sistema jurídico interno, estableciendo también las instituciones que los hagan posibles. Una urgencia es la co-oficialización de las lenguas indígenas, con el mandato a la ley para un sistema de protección y recuperación de la lengua. Asimismo, se ha hecho urgente la protección del patrimonio y propiedad intelectual indígena frente a las apropiaciones indebidas por empresas privadas, sin consentimiento ni reparto de beneficios con los pueblos indígenas, especialmente respecto del patentamiento o constitución de derechos de obtentores de nuevas variedades vegetales (UPOV) sobre plantas tradicionales estrechamente relacionadas con las culturas indígenas y de valor medicinal (murta, maqui, etc.), o bien de la inscripción de nombres y conceptos indígenas como marcas o nombres de dominio.

Los derechos culturales y lingüísticos deben permitir la realización del principio de interculturalidad, el cual debería incorporarse en la nueva Constitución y es un pilar clave de la plurinacionalidad. La interculturalidadse refiere a la interacción equitativa de diversas identidades y la posibilidad de generar expresiones compartidas, a través del diálogo y del respeto mutuo. Esto no implica simplemente un contacto entre culturas, sino un intercambio que se establece en términos equitativos, en condiciones de igualdad.

Los derechos culturales tienen por objetivo garantizar que las personas y comunidades tengan acceso a la cultura y participación en la cultura de su elección, en condiciones de igualdad, dignidad humana y no discriminación. A pesar de haber sido considerados como un pariente pobre del resto de los derechos humanos, esta situación cambió desde los noventa, pues se empezó a considerar a los derechos culturales como un elemento constitutivo de la democracia, una condición previa indispensable para la dignidad humana, la paz y la estabilidad.

En base al art. 22º de la Declaración Universal de Derechos Humanos y del art. 15º del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el art. XIII de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y el art. 14º del Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en el Área de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, se puede indicar que los derechos culturales incluyen en general los elementos siguientes: el derecho a participar en la vida cultural; el derecho a disfrutar de los beneficios del progreso científico y sus aplicaciones; el derecho de toda persona a los beneficios que se deriven de la protección de los intereses morales y materiales derivados de cualquier producción científica, literaria o artística de la que sea autor; y los derechos a la libertad para la investigación científica y para la actividad creativa. Dichos elementos han sido especificados en la Declaración de la ONU de los derechos de los pueblos indígenas: art. 5º referido a la conservación y refuerzo de las propias instituciones culturales; art. 8º referido a la prohibición de la asimilación forzada y la destrucción de su cultura; art. 11º referido a la participación y revitalización de tradiciones culturales; art. 12º referido a la manifestación, desarrollo y enseñanza de tradiciones espirituales; art. 13º sobre el uso, revitalización y transmisión de sus idiomas, historias y sistemas de pensamiento indígenas; art. 14º sobre el control de sus propias instituciones docentes; art 15º sobre el derecho al reflejo en la educación pública de la dignidad y diversidad de sus culturas; art. 16 º sobre el acceso a los medios de comunicación; art. 24º sobre el derecho a sus medicinas tradicionales; art. 31º respecto al derecho al patrimonio cultural y la propiedad intelectual indígenas. 

Por su parte, los derechos lingüísticos son derechos humanos que repercuten en las preferencias lingüísticas o en el uso que hagan de los idiomas las autoridades estatales, las personas y otras entidades. Estos derechos protegen el derecho individual de las personas y el colectivo de grupos lingüísticos para usar el idioma o idiomas propios y elegir el idioma para comunicarse tanto en el ámbito público como en el privado. Incluyen el derecho a hablar su propio idioma en los actos jurídicos, administrativos y judiciales, el derecho a recibir educación en el propio idioma y el derecho a que los medios de comunicación transmitan en el propio idioma.

Para los pueblos indígenas, la oportunidad de utilizar el propio idioma puede ser de crucial importancia, ya que posibilita la identidad y la cultura individual y colectiva, así como la participación en la vida pública. Los derechos lingüísticos son un requisito previo necesario, pero no suficiente, para el mantenimiento de la diversidad lingüística y la visión de mundo de los pueblos indígenas. En particular, las violaciones de los derechos lingüísticos, especialmente en las prácticas de educación y salud, conducen a una reducción de la diversidad lingüística y cultural de la humanidad. La disolución o pérdida de un idioma disminuye la diversidad humana y afecta directamente la capacidad de cada hablante individual de ser uno mismo, de acceder a su propia identidad. Esta situación es lamentablemente una amenaza real, en cuanto más de la mitad de las lenguas del mundo actual desaparecerán durante el siglo XXI.

Por lo anterior, el art. 27º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos garantiza que las minorías lingüísticas puedan utilizar sus propios idiomas en su comunidad. Así también han reconocido los derechos lingüísticos la Declaración de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas, la Declaración de la ONU sobre los derechos de las personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas, religiosas y lingüísticas, y la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares, entre otros instrumentos internacionales.

La realidad de nuestro país es una en la cual se han llevado adelante, durante mucho tiempo, políticas de asimilación cultural forzada y de discriminación del uso de las lenguas indígenas, cayendo hace mucho dichas lenguas en una situación de disglosia. Aun cuando no se oficialicen las lenguas indígenas, estas no pueden ser discriminadas en el uso por las instituciones públicas o privadas. En Chile se presentó un proyecto de ley general de derechos lingüísticos de los pueblos indígenas (Boletín Nº9424-17), pero que no ha tenido avances en el Congreso. Esperemos que pronto nos pongamos al día como país a través de este proceso constituyente y que le sigan muchas normativas que realicen los derechos culturales que sean reconocidos en la nueva Constitución.

Cultura y proceso constituyente: un debate de primera necesidad

¿Cuál debería ser el lugar de la cultura en una nueva Constitución? ¿Es la cultura un insumo básico que tendría que estar entre las exigencias inamovibles de una Constitución del siglo XXI? Abrimos la conversación a días del histórico plebiscito del 25 de octubre para saber la opinión de creadores, gestores, académicos y representantes del mundo del arte. Hablan Gonzalo Díaz, Antonio Becerro, Jaime Bassa, Bárbara Negrón, Santiago Schuster, Consuelo Andronoff, Tomás Peters y Cristóbal Gumucio. 

Por Javier García Bustos

Se convirtió en uno de los libros más vendidos tras el estallido social y siguió siéndolo hasta hace algunas semanas. No era un nuevo título de Harry Potter ni de Dan Brown. Empinada en el ranking de bestsellers e impresa por Editorial Jurídica de Chile, la Constitución acaparó el interés de los ciudadanos.   

¿Por qué la urgencia en leer la Constitución que nos rige desde 1980? Y, ¿qué dice sobre la cultura la Constitución redactada en dictadura y que ahora podría modificarse ante el histórico proceso constituyente que se inicia con el plebiscito del 25 de octubre? 

Ilustración de Fabián Rivas.

“La presencia de la cultura es marginal en la Constitución de 1980, pues no tiene un reconocimiento que dé cuenta de la riqueza y complejidad de las culturas en el país”, explica el abogado Jaime Bassa. “La actual Constitución no garantiza ninguna forma de derecho fundamental en torno a la cultura, pues no hay reconocimiento alguno a la dimensión relativa al acceso individual, así como tampoco al papel que cumple la actividad cultural en la vida de las personas y en el desarrollo de la sociedad”, agrega Bassa, autor de los libros La constitución que queremos (2019) y Chile decide (2020).

La idea de los derechos culturales “está presente en el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, donde se establece que ‘Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico’”, explica el abogado Santiago Schuster. “De igual modo, el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de 1966, adoptado por Naciones Unidas, consagra el derecho a toda persona a participar en la vida cultural… Estas disposiciones, de reconocimiento universal, contienen la más concreta consagración de los derechos culturales como derechos fundamentales”, agrega. Y sobre referencias internacionales de cómo incluir la cultura en la Constitución, Schuster cita ejemplos europeos: “La Constitución de España, Grecia, Italia, Portugal y Suecia consagran el derecho de libertad de creación intelectual y artística”.

Del ámbito americano, Tomás Peters, sociólogo y doctor en Estudios Culturales, cree que podemos aprender de México. “Si bien no ha integrado en su Constitución esta discusión, sí ha elaborado dos leyes específicas sobre derechos culturales: ‘Ley General de Cultura y de Derechos Culturales’ y la ‘Ley de los Derechos Culturales de los Habitantes y Visitantes de la Ciudad de México’, y en ambos casos yo creo que se puede aprender mucho para nuestro actual proceso”.

¿Qué opinan creadores, gestores, académicos y representantes del mundo del arte sobre cómo abordar la cultura en una posible nueva Constitución para Chile?

El Premio Nacional de Artes 2003 Gonzalo Díaz comenta la relevancia de que “el espíritu y el texto de una nueva Constitución promueva una convivencia social, donde las enormes desigualdades tiendan a disminuir drásticamente, y al mismo tiempo garantice que la práctica del abuso desmedido de la minoría ya no será posible”. El académico cree que “declarando con precisión y con fuerza los derechos de los ciudadanos, la salud, la educación, la vivienda, la jubilación, el acceso a la cultura considerados como derechos efectivos, será el mayor logro cultural que podamos soñar como país y como nación”.

Para el artista visual Antonio Becerro, “no se trata solo de cambiar las leyes o la Constitución, sino que este cambio debe ir acompañado de la derrota de la pedantería de la cultura actual neoliberal de mercado que domina a Chile”.

Entre las reivindicaciones históricas del ámbito cultural que deberían estar en una nueva Constitución, Becerro, director de Perrera Arte, centro cultural que cumple 25 años, cree que “habría que recuperar los espacios públicos para manifestaciones artísticas sin represión alguna, reivindicar los medios de comunicación masivos, televisión, diarios, radios, etcétera. Estas acciones, para la actual Constitución son indebidas, de modo contrario, la nueva Constitución debería considerarlas legales y necesarias”. 

Uno de los desafíos que podría plantear una nueva Constitución, reflexiona Bárbara Negrón, directora del Observatorio de Políticas Culturales y la Unión Nacional de Artistas, “es lograr comunicar lo que significa, en concreto, tener derecho a acceder a la cultura. No es fácil, pero, por ejemplo, hoy tenemos evidencia de que las personas con menos recursos, menos años de educación y más edad -adultos mayores-, consumen menos bienes culturales que quienes son los privilegiados en esta sociedad”.

Crisis y patrimonio

Tras el estallido social del 18 de octubre de 2019 se efectuaron una serie de diálogos ciudadanos, en plazas, juntas de vecinos y espacios culturales. A finales de ese mes, el centro cultural Matucana 100 convocó a más de 30 instituciones ligadas a la cultura y más de dos mil personas se reunieron en sus dependencias. Fueron las primeras señales de que la ciudadanía quería cambios más profundos.

A casi un año de aquella actividad, Cristóbal Gumucio, director ejecutivo de Matucana 100 hoy enfrentado ante un proceso constituyente, comenta: “hay que entender a la cultura no como un sector, sino más bien como un elemento central y transversal para el desarrollo del país, en este sentido denotar la responsabilidad del Estado para con la cultura”.

Pocos días después de los diálogos ciudadanos en Matucana 100, a inicios de noviembre, más de cien escritores y editores se reunieron en una asamblea en la sala Sazié, de la Casa Central de la Universidad de Chile. Entre otros, estaban Nona Fernández, Francisco Ortega, Pía Barros, Galo Ghigliotto y Marcelo Leonart. El objetivo era común: demostrar la participación de un gremio ante los problemas del país. “No sé si los escritores todavía tenemos alguna incidencia en la política, probablemente sí, por eso estamos acá”, dijo entonces el poeta Jaime Luis Huenún, Premio de Poesía Jorge Teillier 2020.

En los meses siguientes se instaló la crisis sanitaria producto del Coronavirus. La pandemia se propagó y entonces la desolación del sector cultural fue total. Los artistas difundieron en redes sociales los hashtags #LaCulturaDiceBasta y #ExigimosQueRenuncien, en referencia a la ministra de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Consuelo Valdés, y al subsecretario de las Culturas y de las Artes, Juan Carlos Silva.

Ya en junio la prensa informaba: “La deuda histórica con la cultura queda en evidencia con la pandemia: Ministerio no da el ancho y sector lanza su propio plan”, apuntó El Mostrador. El mismo mes, la escritora y actriz Nona Fernández señaló en CNN: “Estamos viviendo un momento realmente difícil de completo abandono estatal”. En tanto, el subsecretario Juan Carlos Silva planteó en La Tercera: “El ministerio no tiene capacidad de ayuda social”.

El Sindicato de Actores y Actrices de Chile (Sidarte) envió el 27 de agosto una carta a la ministra Consuelo Valdés ante recortes en el sector y la suspensión del Programa Acciona: “El arte y la cultura agonizan y nuestro Ministerio nos abofetea y asfixia (…) Las organizaciones sin financiamiento estatal están destinadas a desaparecer y con ellas un eslabón vital para el desarrollo de la Cultura y las Artes a lo largo del país”.

Santiago Schuster, académico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, asegura que “lo que ha sido ignorado es que la cultura es una necesidad básica del ser humano, un mínimo sin el cual no se puede alcanzar la realización personal, y por ello debe ser incluida en una nueva Constitución como un derecho equivalente al derecho a la salud y a la educación. Ese es un reclamo histórico que no corresponde a un sector, sino que incluye a toda la ciudadanía”.  

Un tema que no quiere dejar afuera de la discusión Santiago Schuster, exdirector general de la Sociedad Chilena del Derecho de Autor (SCD), son los derechos de autores y de qué manera garantizar, en una posible nueva Constitución, que sean debidamente respetados. “La trasgresión del derecho de autor, como derecho fundamental, se encuentra actualmente garantizada mediante el recurso de protección. Lo que sería necesario agregar es el derecho a una justa compensación por la utilización de una creación intelectual, que sería un freno al creciente intento por vaciar al derecho de autor de su contenido remuneratorio en aras del acceso a la cultura, como si se tratara de una responsabilidad de un sector -el de los creadores- y no una genuina obligación del Estado”.

En tanto, Tomás Peters recalca que una nueva Constitución “debería reforzar el derecho a la vida cultural”, ya que “existe cierto consenso en que las condiciones laborales de los artistas siguen siendo precarias. Sumado a ello, y según los estudios recientes, el acceso a la cultura-artes en Chile ha ido disminuyendo en la última década”, agrega.

La opinión entre los diferentes actores sobre la cultura como “derecho fundamental” en una nueva Constitución es un consenso. “La cultura, las artes y el patrimonio en la vida de las personas es imprescindible, por eso la cultura debe considerarse como un bien de primera necesidad”, señala Consuelo Andronoff, directora de arte e integrante de ATAA CHILE (Asociación de Trabajadores de Arte Audiovisual).

Andronoff puntualiza sobre la Constitución de 1980 que “promueve la mercantilización donde todo tiene que ser rentable, y es ahí donde la cultura se ve olvidada. Pero no podemos pensar en el desarrollo de una sociedad sin considerar su cultura. Y para eso se necesita implementar políticas públicas que la sustenten, que mejoren las condiciones y oportunidades de los trabajadores y trabajadoras del sector cultural. La cultura ayuda a la integración social y educa. Educar es formar seres humanos libres, críticos, comprometidos con la comunidad, con la sociedad y sus tradiciones”.

El mercado y lo público  

Con el regreso de la democracia se crearon políticas públicas reconocibles y se masificaron métodos de postulación de financiamiento a los artistas. En 1992 se creó el Fondart (Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes), que hoy es administrado por el Ministerio de las Culturas. En 2019, para la ejecución de 2.184 proyectos a nivel nacional, el ministerio asignó más de 22 mil 600 millones de pesos.

“Las lógicas mercantilizadas propias del Estado subsidiario han debilitado el desarrollo y promoción de las artes y de las culturas, sometiendo sus prácticas a las dinámicas propias de los fondos concursables, precarizando la actividad creadora y de difusión en un sector que es fundamental para el país”, opina el abogado Jaime Bassa. “La virtual ausencia de financiamiento estatal de carácter permanente es una muestra más del deterioro progresivo de lo público”, añade.

Tomás Peters precisa que el Estado “ha fortalecido un modelo basado en competencias desiguales con los fondos concursables. Es sabido que los fondos concursables no son ‘concursables’, sino más bien instrumentos de selección”. Frente a este panorama, Peters comenta que una nueva Constitución “no podrá por sí sola solucionar los problemas de la oferta cultural -subsidio a los artistas-, sino que más bien puede reforzar que la demanda -el público- pueda tener un acceso igualitario. Una reivindicación del sector cultural debería ir por este registro: reforzar el derecho al acceso cultural y que el Estado genere las condiciones propicias para que los ciudadanos puedan gozar de las artes, acceder a ellas sin barreras económicas o simbólicas”.

En tanto, Cristóbal Gumucio, de Matucana 100, señala la relevancia de incluir a las regiones para ampliar el diálogo: “Tenemos que reivindicar la multiculturalidad y el desarrollo de los territorios, rompiendo con el centralismo del Estado”, y agrega que el llamado “derecho a la cultura”, entendido como un derecho fundamental, “tiene que establecerse en un marco definitivo que reivindique a la cultura como un elemento esencial de la nueva Constitución”.

Para finalizar, reflexiona Consuelo Andronoff, “bibliotecas, cines, teatros, danza, museos, artes visuales, música, poesía, amplían el aprendizaje de nuestra historia, el patrimonio cultural es importantísimo en una sociedad sana; poder mirar hacia atrás, comprender nuestra historia en base a diferentes manifestaciones culturales es una forma de conocerse y de poder desarrollar una opinión y un pensamiento crítico en lo que queremos generar a futuro. Por eso la importancia de tener políticas públicas que ayuden a tener una sociedad que dialogue”.