Lo público en la era de la posverdad

A continuación presentamos un extracto del libro del presidente del directorio de Codelco, Óscar Landerretche. El texto está incluido en el capítulo “Sermo: lo público en la era de la posverdad”, sección “La nueva educación pública: preservar un espacio abierto” de Chamullo.

Estamos aproximándonos rápidamente a una situación de obsolescencia de nuestro modelo educativo contemporáneo (no sólo en Chile). Esa obsolescencia tiene que ver con la transición hacia una era en que es fundamentalmente diferente aquello que le preocupa centralmente al sistema de educación: el proceso individual y colectivo de toma de decisiones en una variedad enorme de ámbitos personales, laborales, públicos y privados.

Ese proceso de toma de decisiones contiene muchos de los temas que han sido discutidos en este libro: priorización de preocupaciones, ordenamiento de preguntas, recopilación de datos, procesamiento de ellos y uso de la información. Un sistema educativo bien diseñado asiste a los individuos en su proceso de adquisición de un conjunto (…) de competencias que les permiten abordar de mejor manera el problema de toma de decisiones que enfrentarán durante sus vidas (…) decisiones laborales o profesionales, decisiones que afectan su salud o calidad de vida familiar, decisiones comunitarias, sociales y políticas, decisiones de comportamiento, consumo, afectivas y financieras. En todos estos casos, el sistema educativo busca proveer a los individuos de destrezas, competencias, capacidades, conocimientos, seguridades y afectos que le permitan una mejor toma de decisiones individuales o participar de los procesos de toma de decisión colectiva de manera más constructiva y efectiva.

Hay, a lo menos, cuatro preguntas que vale la pena hacerse y que, a mi juicio, están relativamente ausentes de nuestra discusión pública sobre reforma educativa:

La primera tiene que ver con las competencias de la mayoría de nuestra población. ¿Qué hacer con el déficit de competencias para la era de la abundancia de información, donde se mecaniza y masifica la recopilación de datos, su procesamiento, su análisis e incluso su uso para la operación de tecnologías y el cumplimiento de responsabilidades laborales? Esto implica, por cierto, reformular drásticamente el método, ambición y espectro del sistema de educación técnica, de capacitación, profesional y vocacional. Requiere repensar su modelo educativo y pragmáticamente reconsiderar cómo se inserta ese sistema en la vida laboral.

La segunda tiene que ver con los métodos de enseñanza. Nada hay más importante en ese proceso que la interacción interpersonal: entre maestro y estudiante, entre estudiantes, entre maestros, colectiva (…) etc. La interacción interpersonal es un elemento insustituible de la educación de calidad: la conversación en aula, el cuestionamiento e indagación, la resolución de problemas, los laboratorios y metodologías clínicas; en el caso de las materias de mayor vocación académica, los talleres y seminarios, donde las destrezas analíticas, estadísticas, dialécticas, retóricas, humanistas o científicas se prueban en una comunidad intelectual que cuestiona, desafía e interpela. Los cambios tecnológicos y culturales que estamos viviendo le han creado la posibilidad de mayor espacio a lo anterior porque sustituyen una parte importante de lo que hacían los sistemas educativos tradicionales: la entrega de datos y de información a través del modelo catedrático.

La tercera pregunta tiene que ver con otro potencial uso que tienen los espacios educativos que abren las nuevas tecnologías: la posibilidad de restablecer un espacio público de deliberación política. Un espacio donde se mejora la capacidad de los ciudadanos de tomar decisiones públicas y políticas. En la era del chamullo, el sistema educativo va quedando como uno de los pocos ámbitos donde se puede en forma factible educar a los ciudadanos para la toma de decisión colectiva, esencial para una democracia.

La cuarta pregunta tiene que ver con la equidad. Es tentador asumir que la revolución tecnológica reciente también genera en la educación un efecto indiscutiblemente democratizador. Pero esto no tiene por qué ser así. La educación también puede ser capturada por el chamullo, por la no verdad, por el ruido. La tecnología estándar para digitalizar y automatizar partes mecánicas del sistema educativo va a estar, seguramente, disponible para masificar en poco tiempo más. La calidad de lo que hacen los profesores en un ágora quizá será mucho más difícil de universalizar.

Es imperativo desarrollar una metodología para educar a los ciudadanos a vivir y tomar decisiones en la era del ruido, del chamullo y del abuso editorial. Esto va un poco más allá del mero alfabetismo digital. Requiere que los ciudadanos sepan “limpiar” los datos, extraer efectivamente información de ellos y ponderar cuidadosamente las opiniones dado que estas tienen modelos corporativos y políticos que las inducen a sostener sesgos editoriales.

La nueva educación pública es un sistema que se hace cargo del mayor desafío público que tiene la vida contemporánea en sociedad: cómo tener un proceso cognitivo y deliberativo que permita a los ciudadanos tomar mejores decisiones privadas y públicas, mejores decisiones individuales y colectivas.

Posverdad: normalizando la mentira

Desde que el diccionario Oxford definiera “posverdad” como la palabra del año 2016, mucho se ha especulado sobre el sentido y los alcances de este término que se instaló con fuerza a partir de tres hitos que sorprendieron a la opinión pública internacional: el triunfo del Brexit en el Reino Unido, el de Trump en las elecciones estadounidenses, y el del NO en el plebiscito realizado en Colombia para validar el proceso de paz con las FARC.

La posverdad ha sido definida como el espacio donde la información objetiva y los datos duros -dos elementos claves en el ejercicio del periodismo- influyen menos que las emociones y las creencias personales, cuestión que en las redes sociales y en un cierto periodismo de bajos estándares profesionales tendrían uno de sus nichos privilegiados.

En la era de la sospecha, la explicación de este fenómeno estaría en la creciente desconfianza de las personas no solo en las instituciones y elites de poder, sino en las fuentes tradicionales de información, lo que conduciría a buscar en las redes aquellas verdades que les estarían siendo vedadas y que conducen, por ejemplo, a enterarse de falacias como que la diputada Camila Vallejo poseía un Audi de 50 millones de pesos; que la Presidenta de la República iba a anunciar su renuncia; que los mapuche y miembros de las FARC estaban incendiando el sur de Chile, etcétera.

El más reciente ejemplo que nos conduce también a los entramados de la información “seria” tiene alcances internacionales y se relaciona con el ataque químico contra civiles sirios en la provincia de Idlib. Las noticias apuntaron al régimen de Bashar Al Assad y su ejército como responsables de este crimen, pese a que a comienzos del 2016 la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) había anunciado la destrucción total de esas armas por parte del régimen sirio.

Sin embargo, el 21 de abril último la Comisión Investigadora del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas para Siria emitió un comunicado señalando que no había evidencias que demostraran el uso de armas químicas por parte de Damasco contra la población, cuestión que no fue tan ampliamente difundida como aquella que responsabilizaba a Al Assad, instalándose esta última como una verdad irrefutable. Algo similar ocurrió hace una década cuando con la misma excusa tropas comandadas por EEUU invadieron Irak y asesinaron a Saddam Hussein, pero nunca pudieron encontrar ni una sola arma química.

Cuando hablamos de posverdad nos referimos a noticias falsas, verdades a medias, ausencia de fuentes confiables; en definitiva, al mal periodismo. Se trata de un viejo tema con nombre nuevo. Porque confirmar la información, chequear las fuentes, ampliarlas, confrontarlas y contextualizar los hechos son parte de un periodismo cuya dimensión ética es intrínseca a su quehacer. Ocultar viejas prácticas bajo nuevos nombres no mitiga el impacto ni la gravedad de la falta.

El 12 de septiembre de 1976, en el sector de Los Molles, apareció el cuerpo de una mujer. Su cadáver había sido lanzado al mar desde una aereonave luego de ser detenida y confinada en Villa Grimaldi, donde murió a consecuencia de las torturas. Los diarios El Mercurio y La Segunda la describieron como una bella joven víctima de un crimen pasional, aunque al poco tiempo el odontólogo y académico de esta Universidad, Luis Ciocca Gómez, identificó el cadáver como el de Marta Ugarte, profesora y militante del PC de 42 años. En esa línea, y a propósito de la muerte de Agustín Edwards y del rol de El Mercurio en el ocultamiento de crímenes de lesa humanidad, el caso de Marta Ugarte resulta otro ejemplo de muchos, de cómo la posverdad es la naturalización de la mentira disfrazada de posmodernidad.