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Bajo Palabra | Álvaro Bisama: “No me seduce el esplendor impoluto del pasado” 

Por Palabra Pública | Fotografía: Carla McKay

“Le costaba dormir, pensaba que todo era un laberinto que carecía de centro”, se lee en Oráculo, la nueva novela del escritor y profesor de literatura Álvaro Bisama (Valparaíso, 1975), con la que vuelve al género después de siete años, tras haber publicado dos ensayos biográficos —sobre Pablo de Rokha y Carlos Droguett— que exploraban parte  de la tradición literaria chilena. Un laberinto que carece de centro podría ser una buena descripción de su nuevo libro, un tour de force narrativo que abarca desde lo realista hasta lo fantástico, desde la novela histórica hasta el género policial, pasando por la ciencia ficción, la crónica urbana y el terror.

Oráculo
Álvaro Bisama 
Planeta, 2025
368 páginas

Dividida en cinco partes, Oráculo es un conjunto de historias que alterna tiempos y locaciones, una narración torrencial protagonizada por espías, detectives, piratas, poetas modernistas, jóvenes góticos en busca de un caserón habitado por un ángel y un cosmonauta ruso cuya historia es narrada por un cantante de la Nueva Ola. Como en su primera novela, Caja negra (2006) —donde apostó por la saturación y la fragmentación—, Oráculo es un ejercicio de libertad formal y ambición creativa: en ella conviven un libro maldito que devora el tiempo, una casa que atraviesa momentos y lugares, museos itinerantes, mundos de sociedades secretas y cofradías, una civilización escondida bajo la superficie de la Luna, además de imbunches y cadáveres de soldados de la guerra del Pacífico.

Quien une algunas de las tramas es Giordano, un archivista que descifra cartas y documentos apócrifos que esconden una historia oculta, los enigmas de una realidad paralela a la nuestra. En sus pesquisas descubre, por ejemplo, una crónica periodística de 1889, donde se relatan hechos imposibles en un museo de maravillas de Santiago —vinculado al origen de la escritura de Azul, de Rubén Darío—, o las cartas de Lorenzo Rojas, un profesor que, huyendo de un pasado trágico, trabaja para la embajada chilena en París durante el siglo XIX recopilando documentos para un personaje inspirado en el diplomático e historiador Carlos Morla Vicuña.

Autor de novelas como Estrellas muertas (2010), Ruido (2012), El brujo (2016) y Laguna (2018), así como de los libros de no ficción Televisión (2015) y Deslizamientos (2016), Bisama consolida con Oráculo una obra única en el panorama literario local. En este cuestionario, el director de la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales revela algunas de sus obsesiones, lecturas formativas y referencias culturales.

¿Qué libro te hizo querer escribir?

—Muchos. Menciono unos cuantos, que recuerdo ahora. Deben ser muchos más. Yo, Claudio de Robert Graves, varios del boom, los tres tomos de la antología Visiones peligrosas de Harlan Ellison, El programa final de Michael Moorcock, Lumpérica de Diamela Eltit, todo lo de Alan Moore en Swamp Thing, La pieza oscura de Enrique Lihn.

¿Qué libro, ya sea clásico o contemporáneo, consideras que está subvalorado?

—Varios. Aunque prefiero pensar en libros sobre los que no volvemos con tanta recurrencia, que no mencionamos mucho y que se pierden en medio de las obras mayores o más conocidas de sus autores. El hombre que había olvidado, la novela sobre un asesino serial de Carlos Droguett. Los raros, de Rubén Darío. La zona muerta de Stephen King; El crack-up de Fitzgerald en la edición que hizo Edmund Wilson y que alguna vez publicó Bruguera; todo lo de Pedro Balmaceda Toro, que es insólito y extrañísimo. Agrego otro que me parece esencial: Los sicópatas de Viña del Mar: el club del crimen de la ciudad jardín, el reportaje que Alfonso Alcalde le dedicó al caso en los 80 y que para mí es una de las obras claves de la literatura policial chilena porque es un laberinto hecho de voces tratando de comprender la violencia, el miedo y el misterio de una ciudad y de una época inefables.

¿Qué obra ajena te hubiera gustado crear?

Rascacielos o los cuentos de Vermillion Sands, de Ballard; La feria de los inmortales de Enki Bilal.

¿Con qué artista (escritor o creador, en términos amplios) te obsesionaste alguna vez en la vida?

—No tengo el fetichismo de las biografías salvo cuando entro en algún proyecto como me ha pasado con Pablo de Rokha, Carlos Droguett y José Toribio Medina, con los que me he obsesionado de modo más o menos sistemático, tratando de entender sus vidas como si fuesen rompecabezas. Por otro lado, pienso en una época donde me gustaba recopilar materiales sobre Lovecraft y terminé revisando todo lo que pude, desde los archivos y manuscritos que conserva la biblioteca de la Universidad de Brown, hasta los foros más demenciales de Internet llenos con manuales de magia truchos.

¿Con qué figura pública, viva o muerta, te habría interesado conversar?

—Me hubiera gustado preguntarle a Le Carré sobre las materias de las clases de poesía que llegó a dar Smiley, el más triste de sus personajes.

¿Qué disco o canción escuchas cuando estás triste?

—No lo tengo tan claro. Nunca he pensado en eso. Más bien me acuerdo ahora de música que entra en la tristeza como un paisaje. O sea, soul como  el de Etta James. O Lucho Gatica en sus versiones menos orquestadas, donde su voz parece un murmullo y es casi sobrenatural. Los covers de los Deftones de los Smiths, Sade o Duran Duran. O algunas canciones de Sinatra, de Javiera Mena. Toda la banda sonora de Badalamenti para Twin Peaks y sus mutaciones. O los Protistas, que tienen unas canciones demoledoras.

¿Qué libro incluirías en tu programa de estudio si fueras profesor escolar (y por qué)?

—Varios. La lista cambia y se expande. Ahora se me ocurren Genio del pueblo, de Pablo de Rokha, La señorita Lara de Droguett, La brecha de Mercedes Valdivieso, Las estrellas, mi destino de Alfred Bester, todo lo que escribió o cantó Violeta Parra; algunas cosas de Yeats. También varios cuentos de Arthur Machen, el epistolario de Mistral en sus momentos más terrenales, Liborio Brieba; y las cartas de pésame que se cruzaron Bilbao y Andrés Bello.

¿Qué consejo te hubiese gustado darte a ti mismo al comienzo de tu carrera?

—“Dale. Sigue. No pasa nada”.

De no haberte dedicado a tu profesión, ¿qué te habría gustado hacer?

—Dibujante, supongo. O proyeccionista en uno de esos cines desaparecidos donde daban rotativos de películas de acción o de terror antes, cuando se podía ir al cine porque siempre había uno cerca.

¿En qué otra época de la historia te gustaría haber crecido?

—Nunca he tenido esa fantasía. No creo ni me seduce el esplendor impoluto del pasado. No tengo esa clase de nostalgia aunque me gustan esos fragmentos de Stendhal donde pasea por Roma justamente porque parecen escritos con el frenesí que se parece al de ahora, cuando se vuelve loco buscando obras de arte a través de la ciudad y que poseen una frivolidad feliz, perfecta y falsa, tan actual como imposible.

¿Cuál fue la última serie o película que te gustó?

Slow horses, la de Gary Oldman en Apple Tv. La empecé hace años pero la dejé y ahora estoy viendo la última temporada.  Me gusta más que las novelas originales de Mick Herron, que tienen algo medio pretencioso. La versión televisiva es engañosamente más ligera pero está hecha con los restos de los thrillers y el cine de espías de antaño. Pero eso que podría ser solo una parodia se vuelve otra cosa: los personajes están reventados por los fantasmas y la culpa, quemados por sus errores, los que los vuelven entrañables, estúpidos y encantadores.

¿Cuál es tu lugar favorito de tu ciudad y por qué?

—Varios ya no existen. Otros siguen ahí. El Kintaro cuando era un restorán de comida japonesa típica y lo atendía el señor Suzuki, su dueño original; el Cine Arte Alameda en algunas noches; los viejos caserones de Bellavista y Recoleta transformados en salas de fiestas casi clandestinas; la vista del atardecer de Santiago afuera de La Perrera Arte; las calles mojadas del centro luego de la lluvia cuando parece que la ciudad no tiene edad, que ha estado ahí desde siempre y que sobrevivirá a todo más allá de la ruina.