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El Premio Nobel y la literatura mundial 

“Las distancias entre el mundo de Han Kang y el nuestro, aquí en las riberas del Mapocho, son tan grandes que solo puedo hablar en la modalidad de la hipótesis. Es que leer La vegetariana desde Chile pone en juego las propias premisas de una literatura mundial”, escribe Ignacio Álvarez sobre la novela de la autora surcoreana Han Kang, ganadora del Premio Nobel de Literatura 2024.

Por Ignacio Álvarez | Crédito de imagen: Jonathan NACKSTRAND / AFP

Es una verdad universalmente aceptada que gran parte de los lectores nos enteramos de la existencia de Han Kang cuando le fue concedido el último Premio Nobel de Literatura, en octubre de 2024. La vegetariana circuló hace dos años en algunos clubes de lectura, es verdad, pero no podríamos decir que en las riberas del Mapocho estemos muy al tanto de la literatura surcoreana y menos que nos esperábamos que ella fuera la premiada. Ocurrió en 2021, cuando lo recibió el anglo-tanzano Abdulrazak Gurnah, o en 2012, cuando se premió al chino Mo Yan. El Premio Nobel no solo supone lo obvio, una garantía de calidad literaria, sino también la visibilización de un país, de una literatura, de una zona cultural.  

Estocolmo funciona, al menos teóricamente, como un privilegiado centro de observación literaria. En su reciente libro sobre el premio, el profesor sueco Paul Tenngart describe esa pretensión de universalidad como una voluntad que ya estaba en el testamento de Alfred Nobel. Existiría una equivalencia fundamental entre todas las obras literarias de calidad, sin importar el lugar en el que se las haya escrito. A uno le suena como una ilusión algo ingenua, confieso. Pero el hecho de que sean una ilusión no hace menos fuerte a las ideas: las obras visibles desde Estocolmo efectivamente representarían a la totalidad del mundo.  

La existencia de una dimensión mundial de la literatura, de un premio que la celebra y de unos textos que postulamos como universalmente comprensibles, en resumen, nos pone frente a una contradicción que deberíamos tratar de explorar antes de juzgar una novela como La vegetariana. Sí, es posible la comunicación universal entre los seres humanos. O bien no, ello es imposible, solo podemos vivir en el mundo sumidos en el malentendido. 

La vegetariana es, justamente, la historia de un malentendido en tres actos, o bien la historia de tres malentendidos. Yeonghye, mujer joven, casada y sin hijos, decide un día que no comerá más carne. Esa es la sencilla premisa de la novela, el origen de su estructura tripartita. La primera sección se llama también “La vegetariana” y relata la reacción de su familia, incluyendo a su anodino marido, a sus padres, a sus hermanos e incluso a sus cuñados. La segunda parte, “La mancha mongólica”, cuenta lo que puede llamarse con alguna libertad la exploración artística de esa decisión: el cuñado de Yeonghye, que se dedica a la videoperformance y a veces a la pintura, inicia una suerte de investigación sobre su caso utilizando las herramientas de su oficio. La tercera parte, “Los árboles en llamas”, cuenta lo que ocurre cuando la conducta de la joven ya no es una novedad extravagante ni tiene tampoco interés para el arte: el momento en que la hermana mayor debe hacerse cargo de ella en esto que es ahora una enfermedad. Último familiar disponible, se hace responsable de su estadía en un hospital psiquiátrico e intenta que esos especialistas al menos la mantengan con vida. 

La vegetariana
Han Kang
Random House, 2024
168 páginas

La primera parte muestra la distancia enorme que hay entre la experiencia de las mujeres y las escasas posibilidades que una sociedad y una cultura patriarcal les ofrecen para expresarla. ¿Por qué Yeonghye no come carne? Ella trata de responder, pero no logra hacerlo: “no puedo explicar la razón. Solamente puedo decir que es una sensación que no soporto”. La familia extendida convierte la cuestión en un drama social cuyo tema no es la mujer, sino la vergüenza que su conducta produce en los demás, y luego los conocidos lo vuelven un drama moral: “¿No os parece que la persona que come un poco de todo y sin hacer excepciones es a la que se le puede llamar ‘sana’ de verdad?”. En esa lectura, el malentendido evidente es entre la sociedad y una mujer que no se deja dominar por sus mandatos, partiendo por uno aparentemente inocente como es el tipo de bocados que uno puede o no echarse a la boca. 

La segunda parte complica la cuestión. Si hay un tipo de práctica que se ha hecho cargo de expandir los límites de lo que se puede expresar, esa ha sido la del arte. Uno podría esperar con cierta confianza que todo lo que es incomprensible para una sociedad orientada hacia la productividad o hacia la norma moral pueda ser comprendido y recibido por el arte. De eso se trata el trabajo artístico, a fin de cuentas, de hacernos comunicable lo que de otro modo sería incomprensible, y por eso es que toleramos mejor las libertades y extravagancias que no permitimos en otros dominios. Por un momento ello parece posible, por un momento parece que la extrañeza de Yeonghye será contenida por la representación que la retrata (“¿Cómo pudo salir algo así de ti?”, le pregunta otro pintor al cuñado). Luego entendemos que el artista, a medida que profundiza en su obra, cada vez piensa menos en ella y cada vez más en sí mismo, cada vez se aleja más del misterio que ella representa para acercarse a su propio deseo. Esta parte está lejos de la denuncia, me parece, y se acerca más a una tragedia cultural. 

La tercera parte podría desmentir a las dos anteriores. Tal vez el verdadero amor, el amor de una hermana, sea la llave que permita abrir el misterio. Sin deseo y sin interés, liberada de las reglas que imponen las conveniencias sociales, quizá ella pueda, por fin, comprenderla. Sin ánimo de adelantar el final de la novela, podemos adivinar la respuesta. El pozo vertiginoso de Yeonghye arrastra a la hermana que podríamos llamar sana, y lo que pareció primero un alegato político y luego la constatación de la imposibilidad del arte se convierte finalmente, eso creo o quiero suponer, en una afirmación triste sobre la naturaleza misma del ser humano, condenado a la incomunicación y la soledad, al insuperable malentendido. 

La verdad es que las distancias entre el mundo de Han Kang y el nuestro, aquí en las riberas del Mapocho, son tan grandes que solo puedo hablar en la modalidad de la hipótesis. Es que leer La vegetariana desde Chile pone en juego las propias premisas de una literatura mundial. Aquello que hace posible que leamos esta novela, la traducción y el Premio Nobel que le fue concedido a su autora, se basan en la universal comunicabilidad de las obras de arte. Aquello que trato de leer en La vegetariana es justamente lo contrario, y quizá por eso mismo, por contradictorio, se sostiene. No podemos entendernos ni siquiera entre quienes mejor podrían leernos (nuestra familia, el arte, nuestros amores más queridos), y sin embargo el único modo en que podemos vivir juntos debe ocurrir a través y a pesar del malentendido.