Skip to content

Un planeta en guerra. Entrevista a Federico Rojas

La guerra, que suele ser vista como una excepción, hoy parece ser la norma: en la actualidad hay más de 50 conflictos activos en el mundo. El especialista en relaciones internacionales Federico Rojas analiza cómo los enfrentamientos armados del siglo XXI se han vuelto más complejos, protagonizados por múltiples actores y nuevas tecnologías, con un sistema internacional, además, fragmentado.

Por Evelyn Erlij y Denisse Espinoza

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, las muertes en conflictos armados se han reducido en todo el mundo, según datos de Our World in Data, una publicación científica de la Universidad de Oxford que analiza problemas globales. Sin embargo, a partir de 2012, con el estallido de guerras civiles en Medio Oriente, el número de muertes volvió a aumentar. En la actualidad, enfrentamos una nueva era de conflicto y violencia, con un número récord de guerras activas. Ucrania, Sudán, Etiopía, Afganistán, Siria y República Democrática del Congo son solo algunos de los países involucrados en los más de 50 conflictos activos en todo el mundo, según datos del Índice de Paz Global elaborado por el think tank Institute for Economics & Peace (IEP). “Estamos viviendo la tercera guerra mundial a pedazos”, dijo el Papa Francisco en un discurso ante la ONU pronunciado en junio de 2023.

Lo anterior ocurre en un contexto de fragmentación del sistema internacional, donde el poder se distribuye entre múltiples actores, un fenómeno que los expertos denominan multipolaridad. En este escenario, la guerra se ha complejizado. Los conflictos armados tradicionales conviven con nuevas formas de violencia, la guerra trasciende el campo de batalla convencional, aumentan las guerras civiles en comparación con los conflictos interestatales y los avances tecnológicos permiten a pequeños grupos tener capacidad de combate. “Normalmente se hablaba de bipolaridad en la Guerra Fría, y hoy el concepto que se usa en algunos casos es el de no polaridad, es decir, no hay nadie por sí solo que pueda asegurar un orden, ni siquiera el Estado más poderoso. No pueden porque hay otros Estados, además de corporaciones multinacionales o el crimen organizado transnacional, que son muy fuerte y manejan muchos recursos”, advierte el experto en relaciones internacionales Federico Rojas, profesor del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile, quien ha seguido de cerca las dinámicas globales que definen los conflictos del siglo XXI.

Hoy los combates se caracterizan por una menor letalidad que en la primera mitad del siglo XX, pero hay un aumento de las guerras activas. ¿Cuáles crees que son las causas principales de este cambio?

—A inicios del siglo XX, la incorporación de nuevas tecnologías y nuevo armamento supuso un cambio esencial que hizo que aumentaran la mortalidad y las víctimas fatales de las guerras. En la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, la incorporación del uso sistemático de la metralleta y la artillería cambió por completo la forma en que se hacía la guerra, e hizo que las víctimas fatales se dispararan. Lo mismo sucedió con los bombardeos y el ataque aéreo en la Segunda Guerra Mundial, que extendió los ataques a la población civil. La guerra se industrializó. No fue solo un cambio tecnológico, sino una transformación total: la economía, la ciencia y la sociedad se pusieron al servicio del conflicto Después tuvimos un periodo, en la segunda mitad del siglo XX, marcado sobre todo por la disuasión, con la incorporación de las armas nucleares. A partir de las bombas de Hiroshima y Nagasaki hubo una reducción en los conflictos entre Estados, pero no una reducción en los conflictos en sí. Empezamos a ver lo que se conoce como guerras proxy, que son guerras peleadas a través de otros actores. Las potencias quizás no están formal u oficialmente involucradas, pero sí están apoyando a alguno de los dos bandos en conflictos pequeños que escalan. También aparecen las guerras asimétricas, que son los conflictos entre un ejército oficial y un grupo insurgente o grupo armado, y aumentan las guerras civiles, sobre todo en el contexto de la descolonización, que son las que marcan estos nuevos conflictos. Si bien las guerras se regulan a partir del derecho internacional humanitario y definen qué es lo que se puede o no hacer en este tipo de conflictos, este derecho es sobrepasado, desbordado por los hechos. Lo vemos hoy con algunos Estados y actores no estatales que pueden no cumplirlo y de cierta manera las consecuencias les resultan menos graves. Internalizan el costo de las sanciones y hacen lo que quieren.

¿Cuáles son esas sanciones, por ejemplo?

—Hay dos tipos de sanciones. Las sanciones formales, que muchas veces las da el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, suelen ser de tipo económicas. Bloqueos, congelamiento de fondos o suspensiones de participación en organismos internacionales. Después existen las sanciones informales, que son aquellas asociadas a los costos de la pérdida de prestigio internacional. Hay una cosa que en inglés se llama naming and shaming [señalar y condenar], que está asociado a boicots económicos de empresas de cierto país en guerra, a la pérdida de inversiones extranjeras por violaciones a los derechos humanos o a la pérdida de oportunidades en el sistema internacional, debido a la condena informal de otros actores, que a veces son Estados u organismos de la sociedad civil, pero transnacionales, como Amnistía Internacional, por ejemplo. Esto, si bien no es una sanción formal, tiene un costo muchas veces más fuerte.

¿Hasta qué punto ese costo es efectivo? En el caso de Israel, varios países anunciaron que apoyan la existencia del Estado palestino como una forma de presión, pero vimos que, en la práctica, eso no fue suficiente.

—Claramente este tipo de condenas no impide que las atrocidades se cometan. Siguen pasando, pero a un mayor costo. Para los Estados implica perder oportunidades, deteriorar relaciones. No salen indemnes de este tipo de condenas y sanciones informales. Los Estados más poderosos pueden seguir haciendo lo que quieren, pero a un costo mayor. También depende del peso relativo que tengan esas sanciones. No es lo mismo una sanción económica a Uruguay que a Estados Unidos o a China. Y tenemos potencias regionales, como es el caso de Israel, que hasta cierto punto pueden permitirse recibir esas sanciones y seguir operando. Ahora, las sanciones no aplican solamente en el momento inmediato. Es difícil saber qué costo van a tener en los próximos 10 o 20 años en su participación en organismos internacionales o su postulación para liderar ciertos temas. En general, los Estados que son sancionados después tienen vetos informales en otras instancias. ¿Es prohibitivo? No, pero aumentan los costos. Este tipo de normas tiene algún efecto. Los Estados, de cierta manera, las incorporan en su cálculo.

El académico Federico Rojas

¿Cuáles crees que son las principales limitaciones de los organismos internacionales para que puedan hacer más efectiva su intervención? ¿Qué podrían cambiar o mejorar?

—Los organismos internacionales son lo que los Estados quieren que sean. Ni más ni menos. Su poder depende del poder que les transfieren. Sus competencias son las que los Estados les cedieron. Es complejo avanzar institucionalmente. Hoy están limitados en la capacidad de sanción, e incluso de intervención militar. Uno piensa en el Consejo de Seguridad de la ONU: tiene 15 Estados miembros, cinco de los cuales son permanentes, con poder de veto, y que, de alguna manera, fueron los ganadores de la Segunda Guerra Mundial. El Consejo de Seguridad es un órgano con capacidad coercitiva, pero su funcionamiento está paralizado por el veto de las potencias. ¿Qué acuerdo puede existir hoy entre China, Estados Unidos y Rusia? Es muy difícil. Es un órgano incapaz de frenar conflictos, como no lo hizo, por ejemplo, en Ruanda en el año 94, que es uno de los grandes fracasos en términos de intervención. Más allá de las sanciones económicas que puede haber del Consejo de Seguridad o las condenas de la Asamblea General de Naciones Unidas, no hay mucho que este tipo de organismos pueda hacer en el contexto de una guerra. Se supone que, dependiendo del tema, los Estados están más o menos dispuestos a ceder su soberanía. En el caso de la seguridad es donde menos ceden y es donde menos competencia tienen los organismos internacionales. Hoy tenemos visiones distintas sobre la relevancia de estos organismos. Hay una postura que sostiene que son absolutamente irrelevantes, ya que responden a intereses de Estados poderosos. Hay otra más matizada que reconoce que eso es verdad, pero también señala que a veces estos organismos logran ir más allá de esos intereses y desarrollan una dinámica propia. Por último, hay otra que tiene plena confianza en ellos. Dependiendo del caso, a veces opera una u otra postura, pero en el caso de una guerra rara vez tienen algún tipo de competencia. En general, si se logra frenar algún conflicto de este tipo es porque potencias muy grandes tienen un interés en que eso suceda.

El conflicto armado en el mundo contemporáneo se caracteriza por ser intraestatal, es decir, al interior de un país, y surgen nuevos actores como las guerrillas o milicias. En este escenario, ¿qué entendemos hoy por guerra?

—Hay muchas definiciones. Normalmente, lo que entendemos por guerra es un enfrentamiento entre bandos organizados, usualmente Estados, a gran escala. Hay ciertos indicadores internacionales que suelen fijar un límite en el número de víctimas fatales por año. Se suele pensar en mil, lo cual es también un poco arbitrario, porque si uno piensa, por ejemplo, en la guerra de Malvinas, que tuvo novecientas y tantas víctimas fatales, no caería dentro de la categoría de guerra, sino de conflicto armado. Hoy el concepto de guerra se usa para muchas cosas, sobre todo para poner enemigos enfrente. Guerra contra el terrorismo, contra el narcotráfico. Aunque no califiquen como guerras, no dejan de ser menos relevantes. Uno piensa en los conflictos que hay en Sudán del Sur, en Yemen. Son guerras civiles y, sin embargo, muchas veces tienen más víctimas que los conflictos interestatales. Por otro lado, se ha complejizado quiénes están en una guerra. Si uno tuviera que enumerar quiénes estuvieron combatiendo en Siria, sería difícil llegar a una conclusión. Había muchísimos actores, entre Estados, organizaciones no estatales, etcétera. Hay Estados que hoy están en guerra, pero a veces no lo declaran. Por ejemplo, tenemos otro tipo de conflicto, que son los ciberataques. Se habló en algún momento de la ciberguerra, un concepto que por lo menos en la literatura es controvertido, porque no calza con esta definición que les mencioné. Los ciberataques en general no son declarados. No es que un Estado diga: acabamos de atacar cibernéticamente tal instalación nuclear. En general se dan por debajo de la mesa. Cuántos Estados están metidos, qué bandas están, es muy opaco, en un contexto, además, en que el sistema internacional está mucho más desordenado que hace 30 años. Pensemos en 1995, con un Estados Unidos en plena hegemonía poscaída de la Unión Soviética, donde era la única potencia. Había mucho menos margen para que otros Estados hicieran cosas. Había una suerte de “sheriff” en el sistema internacional. Hoy no hay ningún Estado que tenga ese rol, ni que tenga los recursos para cumplir ese rol, ni que quiera hacerlo.

Hoy en día la guerra se libra con drones, escudos antiaéreos, ataques informáticos. ¿Qué impacto está teniendo esta nueva tecnología en el desarrollo de la estrategia de la guerra moderna?

—La tecnología normalmente estuvo ligada al ámbito militar. Hay muchos avances tecnológicos que fueron pensados y financiados como un medio militar. Porque había un interés muy inmediato por parte de quienes tenían los recursos de aumentar su poder o defenderse. Entonces financiaban este tipo de iniciativas. Hay un montón de tecnologías en nuestros teléfonos que fueron originalmente pensadas para el ámbito militar y que después se usaron para otros fines. La guerra suele ser un ámbito de innovación tecnológica. Hoy lo vemos con los drones, que cambiaron por completo la forma en que se hace la guerra. Hay una suerte de despersonalización, que se conoce como gamificación. Se vuelve un juego, se deshumanizan los ataques. Esto tiene que ver con que en la segunda mitad del siglo XX, salvo para algunos Estados, sobre todo para las potencias occidentales, el costo de pérdida de vidas humanas en las guerras aumentó muchísimo. Es algo que vemos bastante fuerte en Estados Unidos. El costo político de que murieran soldados en sus guerras aumentó. Entonces quedaron en una suerte de encrucijada rara, donde querían avanzar con operaciones militares, pero no podían desplegar soldados en terreno porque sabían que iban a tener muchas víctimas fatales y que políticamente eso era inviable.

Después de Vietnam, sobre todo.

—Exactamente. Después de 2001 tenemos la llamada guerra contra el terrorismo, un tipo de conflicto que es de un Estado, un Ejército, contra grupos insurgentes que usan tácticas distintas, que en general atacan y se esconden entre la población civil. Frente a eso, la táctica clásica militar es usar inteligencia. Es decir, desplegar gente en terreno para identificar quiénes son parte de estas bandas y quiénes no, con ataques muy precisos. ¿Qué implica desplegar a esas personas en terreno? Que va a haber víctimas fatales, y eso es inviable. ¿Qué se hace entonces? Usar drones, usar este tipo de ataques que no implica arriesgar vidas propias, aunque sí conlleva víctimas civiles colaterales. ¿Qué tan efectivos son estos ataques? Muy poco efectivos. Cuando uno ve ataques con drones contra grupos insurgentes, vale preguntarse qué tanto se está haciendo una suerte de show off, simulando que atacan, cuando en realidad saben que no es efectivo. Pero es lo único que pueden hacer. Cuando uno ve la historia de la humanidad, los gobiernos, sea la forma que tuvieran, mandaban a la gente a morir sin pensarlo dos veces. Que ahora sea más difícil es un avance normativo.

Los ciberataques son formas efectivas de paralizar un país, puedes filtrar documentos sensibles, hackear correos ¿Hasta qué punto las guerras del futuro se van a librar en el terreno virtual?

— Más que reemplazar la guerra tradicional, los ciberataques la complementan. Son parte de una estrategia híbrida que combina lo digital y lo territorial. Hay una parte virtual que avanza constantemente, pero creo que no va a perder su faceta presencial. Van a ser guerras híbridas. Los ciberataques están creciendo porque son más baratos que los ataques convencionales, porque no implica arriesgar vidas en lo inmediato y porque tienen consecuencias fuertes. Pueden paralizar instalaciones, frenar por algunos días el sistema financiero. Pero creo que la guerra es un fenómeno muy localizado, muy presencial. Difícilmente se va a perder eso. En economía se habla mucho de la globalización y la desterritorialización de los fenómenos humanos. Sin embargo, hay otro tipo de fenómenos que sí están mucho más anclados al territorio, y la guerra es uno de ellos. En general, este tipo de conflictos sigue teniendo una territorialidad muy fuerte.

Porque además está presente lo económico. La mayoría de las guerras se hace por recursos. El petróleo ha sido el más deseado, pero también está el litio, las tierras raras y una serie de otros recursos que van cambiando el panorama.

—Durante mucho tiempo se pensó que la guerra era algo irracional. Luego, en la investigación se empezó a ver que había motivos bastante racionales para ir a la guerra. No significa que sean positivos, pero sí que había cálculos para maximizar beneficios, y entre ellos estaba el manejo de recursos. En general, tenemos muchas explicaciones para la guerra, cuál es su causa o cuál es la causa de paz o ausencia de conflicto, y hay un conjunto de explicaciones que dicen que los Estados buscan asegurar su supervivencia y defienden su interés nacional, sea lo que eso sea. Así, buscan asegurar ciertos recursos y compiten por ellos. Hoy el control de recursos críticos no se limita a materias primas tradicionales, sino también a insumos estratégicos como los semiconductores o el acceso a datos. A veces esa competencia supera lo diplomático y escala. Con el petróleo vimos ese tipo de conflictos. Todavía no lo vemos con estos nuevos recursos, pero eso no quiere decir que lo podamos ver en los próximos años.

La hambruna es una de las principales y más efectivas estrategias de guerra que ha existido en la historia, y en ocasiones causa muchas más muertes que el combate directo. Lo hemos visto en Gaza, en Arabia Saudita. ¿Cómo es posible que hoy, en pleno siglo XXI, se siga usando esta arma con total impunidad?

—Podemos ver el vaso medio lleno o medio vacío. La hambruna se ha usado durante toda la historia, y el principal problema que tiene es que no distingue entre población civil y población militar. Antes las guerras eran mayoritariamente entre población militar: un ejército contra otro ejército y la población separada del territorio donde se peleaba. En el siglo XX eso cambió y había ataques contra la sociedad civil. A la par, surgió la búsqueda de regular esto con el derecho humanitario. El Estatuto de Roma, que crea la Corte Penal Internacional, tipifica como crimen de guerra el uso del hambre como método de combate, lo que muestra que la regulación existe, aunque no siempre se aplica. Es decir, tiene que haber ciertas reglas, no puede hacerse cualquier cosa. No se pueden usar armas químicas ni atacar a la población civil. Sin embargo, se hace. Entonces tenemos una parte positiva, que es la búsqueda de regulación, y al mismo tiempo se sigue haciendo lo mismo. Voy a poner el ejemplo de la democracia: hoy contamos votos para elegir quién gobierna, pero hace no mucho tiempo contábamos cabezas apiladas. Uno ve que hoy la democracia tiene muchas limitaciones, y aún así sigue siendo lo mejor que tenemos, por lejos. Pero no hace mucho tiempo estábamos matándonos para ver quién gobernaba. Lo mismo pasa con la guerra. ¿Es motivo de horror que se sigan haciendo estas cosas? Sí, absolutamente. ¿Es novedoso? No, la verdad es que no. Quizás estas convenciones fueron una suerte de paréntesis corto de algo que tiene una historia muy larga. A veces perdemos la perspectiva de los retrocesos civilizatorios, morales, que pueden haber y que durante un rato logramos regularlos. Pero están ahí. Ese horror está a la vuelta de la esquina.


Esta entrevista fue editada y adaptada al formato escrito. Fue realizada en el programa radial Palabra Pública, transmitido el 25 de agosto de 2025.