Es una de las organizadoras del Pacto Ecosocial del Sur, iniciativa que promueve una “transición socioecológica que articule justicia social y ambiental” como salida a la crisis desatada por la pandemia. Un desafío que, para Svampa, exige reconocer los límites de los progresismos latinoamericanos para superar la inserción extractivista y neodependiente de América Latina en el mundo. No vaya a ser que, además de commodities, empecemos a exportar nuevas pandemias.
Por Francisco Figueroa
No es desde la erudición abstracta y aislada que Maristella Svampa toma la palabra para debatir sobre el rumbo que ha de tomar la sociedad a partir de la pandemia. La socióloga argentina e investigadora del trasandino Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) piensa desde América Latina y el acumulado de aciertos y reveses de sus luchas emancipadoras. Cita a Celso Furtado, Rita Segato y Manfred Max-Neef, a los dependentistas y a las feministas populares, y conceptualiza con referencia a los conflictos que recorren de cabo a rabo la región, desde la contaminada cuenca del río Atrato en Colombia hasta el fracking para la extracción de gas en la Patagonia argentina.
Las 568 páginas de Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia y populismo (2016)le valieron el Premio Nacional de Ensayo Sociológico al otro lado de la cordillera. Y con el último de sus libros, El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo (2020, junto a Enrique Viale), quiere aportar a una conversación sobre la insustentabilidad de los modelos de desarrollo vigentes. Para que la transición socioecológica por la que pujan los países del norte, dice, no se pague con más despojo de territorios y dignidad en los países del sur.
—¿A qué te refieres con maldesarrollo? ¿Y por qué ese concepto y no otros del discurso crítico como neoliberalismo o subdesarrollo?
Es una categoría que tiene su historia dentro del pensamiento crítico. Fue acuñada por Celso Furtado cuando ya no era un entusiasta cepalino y se había tornado consciente de las grandes desigualdades territoriales y sociales que había en su Brasil natal. Fue retomada también por Vandana Shiva, entre muchos otros, para señalar las múltiples dimensiones en términos de insustentabilidad de los modelos de desarrollo dominantes. En esta línea, nosotros retomamos el concepto en 2014 (con nuestro libro Maldesarrollo. La Argentina del extractivismo y el despojo), porque además de señalar esta pluridimensionalidad para analizar los impactos de los modelos de desarrollo, nos parece que tiene un fuerte impacto. La gente, cuando lee maldesarrollo, se pregunta por qué.
—¿Implica la posibilidad de hablar de buen desarrollo?
No es el caso. En el marco del pensamiento crítico y posdesarrollista, somos de la idea de abandonar el concepto de desarrollo para avanzar hacia un tipo de sociedad resiliente, solidaria y que aporte a la sostenibilidad de la vida. En el breviario del pensamiento crítico latinoamericano hay diferentes conceptos para hablar de esto: neoextractivismo, consenso de los commodities, giro ecoterritorial. Pero mi apuesta es también no hablarle sólo a la academia o a los convencidos, sino a aquellos sectores que son cada vez más sensibles a las problemáticas socioambientales, pero tienen una ceguera epistémica que impide problematizar los modelos de desarrollo hegemónicos.
—Ecuador y Bolivia incorporaron el buen vivir en sus constituciones, pero acentuaron el extractivismo. ¿En qué pie queda ese paradigma después del ciclo progresista?
Sin duda, el concepto faro en el inicio del ciclo progresista fue el de buen vivir, que remite a esa visión comunitaria y de armonía entre sociedad y naturaleza de los pueblos originarios. Pero fue vaciado de su potencialidad por los gobiernos progresistas. Hubo dificultades también para dotarlo de contenidos. Y yo creo que no funcionó porque fue disociado de ese otro concepto fuerte que es el concepto de derechos de la naturaleza, que es más potente y más difícil de bastardear, porque implica un paradigma relacional que pretende desplazar el paradigma binario de la modernidad, dentro del cual el hombre es considerado como externo a la naturaleza, punto de partida para los modelos de desarrollo que hoy conocemos, para una determinada concepción de la ciencia y que es responsable del colapso ecosistémico que estamos viviendo. Si bien Ecuador fue el primer país en constitucionalizar los derechos de la naturaleza, no fue precisamente el país que impulsó su respeto. Fijate vos que encontramos legislaciones interesantes en Colombia, un país que no participó del ciclo progresista, pero que tiene una gran riqueza en términos de movimientos sociales, campesinos e indígenas, y un Tribunal Superior de Justicia progresista que falló, por ejemplo, declarar al río Atrato sujeto de derechos.
—Este paradigma parece chocar no sólo con las grandes multinacionales, sino también con las expectativas de las clases urbanas. ¿Cuán crítica es esa tensión que cruza a las posibles alianzas plebeyas de Latinoamérica?
Es un tema central, sin duda. Un gran obstáculo de los gobiernos progresistas para llevar a cabo acciones transformadoras en relación con el desarrollo fue el modelo de inclusión basado en la expansión del consumo, que algunos quisieron llamar “democratización” del consumo, una discusión que en realidad la izquierda progresista no quiso dar. En los setenta, cuando se dio a conocer el Informe Meadows sobre los límites del crecimiento, sectores del pensamiento crítico latinoamericano respondieron que esa era una mirada muy desde el centro y que el problema no era la escasez de recursos naturales, sino la universalización de modelos de consumo insostenible. Hasta ese momento, la izquierda latinoamericana apostaba a otro modelo de consumo, uno que atendiera, a la Max Neef, las necesidades humanas. Pero al calor de la globalización neoliberal, lo que se globalizó fue un modelo de consumo insustentable, que requiere explotar más recursos naturales y energía, por ende, más despojo de los territorios y las poblaciones que los habitan. Los gobiernos progresistas no promovieron un modelo económico alternativo, reforzaron ese modelo y la inserción subalterna de los países latinoamericanos en el proceso de división internacional del trabajo, todo lo cual tiene “patas cortas” en términos de modelo. Y si bien se había reducido la pobreza, se había ensanchado la brecha de la desigualdad, sobre todo cuando leemos la problemática en términos de concentración de la riqueza. Lo cual nos lleva a una situación paradójica, porque claramente estos fueron mejores y más democráticos gobiernos que los neoliberales y conservadores que hemos conocido.
—El feminismo está teniendo una capacidad de articulación notable. ¿Ves en la ética del cuidado un nuevo “concepto faro”?
Sí, soy de las que promueve al paradigma de los cuidados -lo digo en plural desde que me corrigieron unas feministas populares colombianas- como la base de la posibilidad de articulación entre justicia social y ambiental. Cuando hablamos de paradigma de los cuidados estamos hablando de la necesidad de transformar nuestra relación con la naturaleza en función de una cosmovisión relacional, que pone en el centro la interculturalidad, la reciprocidad y la interdependencia. Y como dicen las feministas de Ecologistas en Acción, hay dimensiones diferentes. La de las feministas populares sobre el cuidado de los ciclos de la vida, los ecosistemas, la relación cuerpos-territorio-naturaleza. Y la dimensión que las economistas feministas han puesto de relieve: la invisibilización del trabajo ligado a la reproducción de la vida social, que al recaer sobre las familias y dentro de esas familias sobre las mujeres, es también un vehículo de mayor desigualdad. Ahora bien, dicho esto, cuando uno observa las corrientes de los feminismos realmente existentes, por ejemplo, acá en la Argentina, hay todavía conexiones pendientes entre estos feminismos. No hay feminismo emancipador si no lleva en el centro de su mensaje la defensa del territorio y la vida. Ser feminista y no ser ecologista es casi una contradicción hoy en día.
—Con la reactivación económica como prioridad, será difícil producir un cambio de paradigma. ¿Cómo ves la capacidad del campo intelectual latinoamericano para ayudar en ese sentido?
El problema con lo socioambiental es que requiere salir de la zona de confort de las izquierdas, requiere otro modo de pensar la relación sociedad/naturaleza y los modelos productivos. Además, cuestiona las lealtades políticas. En América Latina, la oposición entre lo social y lo ambiental sigue estando en el centro, como si no hubiésemos tomado conciencia de lo que ha dejado el boom de los commodities. Entonces, es necesario desmontar esa falsa oposición con una discusión amplia, seria. En el progresismo selectivo que nos legó el kirchnerismo acá en la Argentina hay brechas para dialogar, pero al mismo tiempo siguen pensando en reactivar la economía con más extractivismo. Te doy un ejemplo: se va a discutir un impuesto extraordinario a las grandes fortunas, ¿qué piensa hacer el gobierno? En la lista están la salud y la educación, pero un 25 por cierto irá dedicado a la producción de gas con grandes fracking. Es una locura, ¡no entendimos nada! En vez de pensar una agenda de transición energética, de abrir la discusión democrática sobre qué diablos hacer con el litio, se apuesta a subsidiar una vez más el gas del fracking. Es muy desalentador, uno tiene la impresión de que los progresismos realmente existentes no han aprendido nada.
—¿Y cómo ves el papel en todo esto del nuevo socio clave de la región, China?
Más que potenciar la unidad latinoamericana, la asociación con China siempre se hizo por vías bilaterales que fueron consolidando el marco de una nueva dependencia. En América Latina y Argentina, la inversión de los capitales chinos se ha dado sobre todo en el sector extractivo y en el marco de un intercambio asimétrico. A esto se ha añadido que el gobierno argentino, a través de Cancillería, promueve la instalación de megafactorías de cerdos para producir carne porcina que será exportada a China. La Argentina, en el marco de una pandemia de carácter zoonótico, promueve un modelo que implica fuertes impactos socioambientales, que tiene potencial pandémico y obedece a la necesidad de algunos países de externalizar los riesgos buscando territorios sanos, todavía no afectados por la gripe porcina africana. Descabellado, por donde se lo vea. Siempre estamos en la senda de las falsas soluciones y eso está muy ligado al maldesarrollo.
—Los dependentistas decían que la dependencia produce nuestras clases dominantes. ¿Conserva vigencia esa máxima?
Claro, como decían Teotonio dos Santos, Cardoso, la dependencia hay que leerla desde el punto de vista interno en términos de correlación de fuerzas sociales y de cómo emerge un sector de la burguesía local que no apuesta al desarrollo autónomo, sino a una mayor asociación transnacional para obtener un lugar privilegiado en la estructura económica. Hablando de burguesía nacional, acá en la Argentina está Hugo Sigman, CEO de laboratorios farmacéuticos, uno de los superricos argentinos, progresista desde el punto de vista cultural, financista de un montón de películas muy importantes, y su laboratorio fue elegido para producir la vacuna de Oxford acá. Pero, al mismo tiempo, promueve las megafactorías de cerdos. Por la puerta delantera ofrecemos una vacuna y por la trasera dejamos entrar una nueva pandemia. ¡Es una locura!
—La pandemia parece estar dando nuevos aires a un concepto de vida más consciente de nuestra interdependencia, que ya veíamos reivindicado en nuestra región. ¿Puede Latinoamérica darle brújula al mundo después de la pandemia?
Ojalá, yo creo que la narrativa emancipatoria que se ha forjado en América Latina al calor de las luchas ecoterritoriales, indígenas y feministas tiene mucho para aportar a pensar ese otro mundo posible, asentado en la resiliencia, la democracia, la solidaridad y el paradigma de los cuidados. Pero, al mismo tiempo, no tiene las espaldas para afrontar el desafío que eso implica. No somos Europa, acá no hay un banco que a nivel latinoamericano promueva la reforma tributaria, el ingreso universal ciudadano, casi no hay medios y los Estados están solos frente a una situación devastadora. Entonces, si no hay un planteo de transición a nivel global, es casi imposible que podamos abrir esa agenda. Lo que puede suceder, si no, es que Europa se oriente hacia una transición socioecológica y en Latinoamérica se sigan contaminando los territorios y atropellando las poblaciones para financiar esa transición de los países del norte. Nuestras experiencias y lenguajes ecoterritoriales quedarán como testimoniales, ese es el peligro que veo yo.
—En tu último libro mencionas las revueltas chilenas de 2019 como una fuente de inspiración. ¿De qué manera te interpeló el octubre chileno?
Rita Segato señala que este es un mundo de dueños, de señoríos, que la palabra desigualdad es poco. Y yo creo que tiene razón Rita y Chile lo ejemplifica de manera notoria: es un país de dueños. La revista Forbes mostraba en 2019 el ranking de los más ricos del mundo y había diez familias chilenas. Chile nos conmovió por múltiples razones: ilustró un fenomenal proceso de liberación cognitiva de las multitudes, cuestionó ese país de dueños en un mundo de dueños que se hace cada vez más insoportable e insostenible y entró de lleno al ciclo de luchas latinoamericano aportando novedad, con la interseccionalidad, los grafitis, el muralismo, la desmonumentalización, en fin, muchísimas cosas nuevas. No creo que en Chile vayamos a un proceso de clausura cognitiva, las condiciones están dadas para que se refuerce el proceso de cambio al calor de una constituyente que realmente implique un nuevo pacto social, un nuevo barajar y dar de nuevo en la sociedad.