“Impedir la naturalización de las convenciones es lo que llevó a Pasolini a incursionar en diversas formas expresivas. Se decía de él que era poeta, novelista, ensayista, periodista, dramaturgo, pintor, guionista, cineasta. Ni con una visión de conjunto estas palabras logran delinear su escurridiza figura”, escribe Ivana Peric, quien repasa la figura de este artista italiano fundamental en el año de su centenario.
Por Ivana Peric M.
Este año se conmemora el centenario de célebres artífices de aquello que llamamos mundo occidental: en 1922, con el pleno auge del fascismo europeo, muere Marcel Proust al tiempo que nace Pier Paolo Pasolini. Una muerte anticipada por la propia palabra proustiana, que determina el inicio de una vida en obra que muestra sus límites expresivos. Pero, contra lo que dictaría el canon, es el nacimiento de Pasolini el que ha ocupado hoy la mayor parte de los escenarios dedicados a rendir pleitesía. Quizás por la saturación de muerte que hemos padecido a causa de la pandemia, es la vida la que se impone en la forma de una celebración que ha tendido a exacerbar su luminosidad. Así, la figura de Pasolini es petrificada en la imagen de autoridad intelectual. Su rostro anguloso es exhibido como un monumento al orgullo patrio italiano. La complejidad de su pensamiento es reducida a la fórmula publicitaria “PPP100”.
En medio de esta algarabía impostada, un periodista italiano simula sostener una conversación con Pasolini —que publica en Il Fatto Quotidiano el 11 de marzo de este año—, en la que le pregunta qué piensa de los homenajes que por doquier se realizan en su nombre: les gustas a todas y todos, están todas y todos contigo, de izquierdas a derechas; incluso la RAI ha programado la Trilogía de la vida, aunque con escenas censuradas, acota el periodista. Pasolini, incrédulo, le contrapregunta si acaso han mostrado también su último filme, Salò o los 120 días de Sodoma (1975). A lo que el periodista responde que no, que Salò es Salò, pero que tarde o temprano igual lo pasarán, y le pregunta con cariñosa insistencia si lo que le cuenta lo pone contento. Pasolini, como sabiéndose el Petrarca beatificado, cierra diciendo, con la agudeza de su voz, que no podía ser peor, que ahora también a él lo han homologado.
La respuesta imaginada por el periodista actualiza el gesto de Pasolini al publicar su conocida abjuración de la Trilogía de la vida en 1975, año en que fue brutalmente asesinado. Con ese texto, sin embargo, no quiso arrepentirse de aquellos tres filmes devenidos éxitos de taquilla —sobre todo en Estados Unidos—, sino reconocer que la forma en la que allí presentó la realidad ya tenía marcas de la homologación que pretendía desafiar. Y, por lo tanto, advierte que, mirando hacia atrás, no consiguió oponerse a la lógica del poder neocapitalista que, declarando una aparente libertad sexual, iguala los cuerpos por la vía de convertirlos en objetos de consumo, tal como lo hizo también con su trilogía. Con todo, de lo anterior no se sigue un efecto de retractación, como si quisiera extirpar de su cuerpo de obra dichos filmes. Por el contrario, al expresar públicamente que no lograron adoptar una forma lo suficientemente herética, Pasolini logra generar las condiciones para resistir a su homologación definitiva.
La actitud de Pasolini de vestirse con su propio fracaso nos muestra la imposibilidad de dar cuenta de la realidad de manera completa, acabada, cerrada, fundamentando así la necesidad de sostener una experimentación sin fin. Pero también es un modo de oponerse a la fórmula de éxito instaurada por el neocapitalismo, que es tributaria de la idea según la cual la realidad es tal como aparece y, por ende, no solo inmodificable, sino interpretable de una vez y para siempre, exenta de ambigüedades o contradicciones. A contrapelo, Pasolini es capaz de convertirse a sí mismo en objeto de crítica para dejar al descubierto que el hilo conductor de su obra no da lugar a un discurso unitario, ni siquiera a una idea fuerza. Lo que hace fluir el pensamiento pasoliniano es aquella potencia vital expresada en el ejercicio constante de visibilizar que nuestro mundo está configurado por convenciones que, al participar del campo de la invención, pueden ser modificadas.
Impedir la naturalización de las convenciones es lo que llevó a Pasolini a incursionar en diversas formas expresivas. Se decía de él que era poeta, novelista, ensayista, periodista, dramaturgo, pintor, guionista, cineasta. Ni con una visión de conjunto estas palabras logran delinear su escurridiza figura, cuyos contornos se mueven bajo el predicamento de que, para visibilizar lo que se oculta, lo que queda fuera, lo que es marginado, hay que politizar las formas de escritura. Y es que no basta con decir “pueblo”: hay que hacer de la escritura un pueblo. Esta simple, pero novedosa creencia catalizó su paso de la literatura al cine, modificando su forma de escritura al ritmo en el que percibía que se modificaba la realidad. Como si la gracia apareciera en esos instantes en que se toma conciencia de que nuestros hábitos perceptivos responden a un orden que no es natural. El día de su funeral, el escritor Alberto Moravia, amigo a punta de amorosos desacuerdos, denominó a esta disposición característica de Pasolini una “provocación benéfica, que provenía de una absoluta falta de cálculo, de componendas, de prudencia. Él era diferente precisamente porque era desinteresado”. Y es que con su obra no buscaba otra cosa que revisáramos en acto nuestras prácticas: el éxito y la fama le parecían los peores males del neocapitalismo.
Por ello, el riesgo de homologación que corremos al leer la vida en obra de Pasolini a propósito de su centenario, no puede ser visto como un impedimento para interrogarla. Vida en obra en el sentido que la propia vida se convierte en un proceso experimental indistinguible de las obras que resultan de él. Si nos tomamos en serio que fracasar es una reacción productiva a la lógica del poder que todo homogeniza, cualquier lectura que ofrezcamos de una parcela de obra, una frase o un filme de Pasolini será tan provisional como lo es el presente que estamos urdiendo cuando lo formulamos. Por cierto, que sea provisional no quiere decir que no creamos en él: lo presentamos con tanto amor como el que mostraba Pasolini por la realidad de su época. Y es que todas sus intervenciones son tan afectuosas, frontales y dramáticas que aproximarse a ellas, cualquiera sea la puerta de entrada elegida, se convierte en una experiencia que no solo cambia la vida, sino la relación con la muerte.
No por casualidad en sus escritos de cine Pasolini establece una analogía entre la muerte y el montaje. Sostiene que “la muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea selecciona sus momentos verdaderamente significativos (inmodificables ya por otros posibles momentos contrarios e incoherentes), y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto y, por lo tanto, lingüísticamente descriptible (…). Solo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos”[1]. Cuando forzamos literalmente este recurso trayendo a Pasolini al presente, utilizando ya no tal o cual filme, poema, novela, crónica o crítica suya, sino el propio evento de su muerte, es posible advertir cuán peligroso resultaba para el poder su persistente involucramiento en la oscurecida realidad italiana.
El 2 de noviembre de 1975, con la salida del sol en la periferia romana, una señora alertó a las autoridades que había confundido con restos de basura a un hombre muerto. Una vez que pudieron suponerle un rostro a ese cadáver con discreta forma humana, los periódicos italianos no dudaron en publicar sus fotografías, cuya crudeza y detalle lo convertía en un acto de impudicia flagrante. Al día siguiente, la Gazzetta del Sud acompañó las fotografías con el título: “Violento fin de Pier Paolo Pasolini en manos de un chico de la periferia”. Con ello, oficializaban el relato de su muerte sin siquiera esperar el fallo de los tribunales, en el que se dictaminó que, sin perjuicio de comprobar la participación del confeso chico de la periferia, el delito había sido realizado por alrededor de cinco personas. Y siguió el periódico, en la pluma de su director, comparando el asesinato de Pasolini con la tragedia de Circeo, en la que tres jóvenes burgueses neofascistas secuestraron, torturaron e intentaron matar a dos mujeres de la periferia: “no hay diferencia entre Pasolini y esos asesinos (…) ambos son la expresión (…) de una violencia nacida del mal”, sentencia el periodista democratacristiano Nino Calarco.
La provocación de un Pasolini sin vida no se deja neutralizar por la voz oficial, pues se actualiza en la circulación subterránea de las fotografías amarillentas que muestran la crudeza del asesinato, cuyas causas no son aún esclarecidas. Y es que las imágenes de su cadáver masacrado parecen haber sido producidas por sí mismo, como si se tratase de una performance mortuoria. En ellas se escucha un último grito en el que se amplifican todos los que Pasolini expresó de diversas formas durante su vida. Quizás la más recordada es la frase con la que cerró su última entrevista (que, dicho sea de paso, consideraba un género literario autónomo), dada minutos antes de salir al encuentro de sus asesinos: “estamos todos [y todas] en peligro”, nos anunciaba. Hacerle justicia a su experimentación sin fin nos autoriza a anudar esta frase críptica y el hecho virulento de su muerte con Salò, filme estrenado póstumamente que iba a ser el primero de su Trilogía de la muerte. De esta manera, se podría dar por consumada la última trilogía de Pasolini, incluso contra sus propias declaraciones en las que la consideraba una obra futura.
En esa línea, antes de preguntarnos qué diría Pasolini del presente si estuviera vivo, es necesario desafiar el relato oficial de su muerte, lo que exige preguntarse qué dice de nosotras que enaltezcamos a una figura ocultando lo que la constituye como tal. Porque lo que vuelve completamente diverso a Pasolini es haber amado tan desesperadamente la realidad que evidenciaba en cada acto, gesto o pieza la irresolubilidad de las tensiones que le son inherentes y, por ende, la imposibilidad de fijarla en un único orden de una vez y para siempre. Dicha disposición pasoliniana tiene la potencia de trascender a su época, en la medida en que pervive en cada instancia en la que imaginamos modos diversos de dar forma a nuestra realidad, sabiendo de antemano el fracaso que supone intentar volverla completamente inteligible.
[1] Pier Paolo Pasolini, “Discurso sobre el plano-secuencia o el cine como semiología de la realidad” (1967), en Problemas del nuevo cine (Madrid, España: Alianza Editorial, 1971), pp. 67-68.