Liliana Ancalao: Iluminar la memoria y remendar la lengua

En los poemas de la escritora argentina, nacida en 1961, hay una cadencia sutil con gran presencia de escenas cotidianas, rituales y recuerdos familiares. En sus ensayos, en tanto, está la templanza de quien mastica la historia para digerir los detalles y narrar los horrores. Su escritura es una propuesta ética para desalambrar el engaño y para que no sigan astillando la memoria mapuche.

Por Daniela Catrileo

Durante marzo de este año, en Córdoba, se realizó el VIII Congreso Internacional de Lengua Española, cuya bullada versión se destacaba por la visita que haría el rey de España en su apertura. Desde la bajada del avión hasta la entrada a la ciudad, se percibían los cúmulos de publicidad del evento, además de un reforzado contingente policial que se veía desfilando en las esquinas trasandinas. Sin embargo, este acontecimiento removía otras aguas, aquellos cauces que percibían la lengua como un órgano que habita para reinventarse, un contra-congreso: el I Encuentro Internacional de Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos.

Esta fiesta que nada tenía que ver con alfombras rojas ni coronas, estaba organizada por colectivos, estudiantes y docentes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba, quienes a punta de entusiasmo político habían decidido paralelamente —y a pulso— armar un programa a contracorriente del gran Congreso y su estela colonial. Fue así como prontamente había un piño mapuche de asistentes e invitados, tanto de Ngulumapu (Chile) como de Puelmapu (Argentina), entre poetas, educadoras, lingüistas y activistas. Un lof diaspórico, una comunidad ambulante, como bromeamos en esos días.

En uno de los almuerzos colectivos, previos a una charla en el Instituto de Culturas Aborígenes que daríamos junto al poeta David Añiñir, se me ocurrió la posibilidad de armar una intervención, alguna performance colectiva de la mapuchada que pudiese tachar la palabra “aborígenes” de ese espacio. Nos motivamos y empezamos a arrojar ideas. Cuando llegamos, nos dijeron que había tanta gente que decidieron trasladar el evento a un colegio. Caminamos un par de cuadras y ahí estaba, repleto. Me sentí sorprendida del interés de un montón de personas para ir a escuchar poesía y participar de un conversatorio mapuche. A los pocos minutos de llegar nos dimos cuenta, sorpresivamente, de que entre el público estaban las poetas Graciela Huinao, Viviana Ayilef y Liliana Ancalao. Las tres invitadas al Congreso oficial, sin embargo, se habían fugado para asistir a la charla. Nuestra comunidad itinerante seguía creciendo.

Yo no conocía personalmente a Liliana, pero la había leído, que es otro modo de conocer a alguien o al menos intentarlo. Seguía su escritura desde hace años. La primera vez que vi sus poemas fue en Antología de poesía indígena latinoamericana (Lom, 2008), compilada por Jaime Huenún, y en Kümedungun/ Kümewirin (Lom, 2011), antología de poetas mujeres mapuche editada por Maribel Mora Curriao y Fernanda Moraga. Quizás esta era la única manera de leer a esta poeta mapuche del Puelmapu, además de bucear entre el manojo de revistas literarias de internet. Esto, porque sus libros no llegan a Chile, porque si buscamos poesía en las librerías es un espacio reducido, más si añadimos las categorías mujer y mapuche, más si es una lamngen (hermana) que habita donde nace el sol.

Lo único que sabía de su biografía, por ese entonces, era que su tuwün o territorio de origen era cercano al mar, un lafken que ondea sus atlánticas olas en las costas patagónicas de lo que hoy es Comodoro Rivadavia. Más precisamente, Liliana Ancalao nació en 1961, en un campamento petrolero en Diadema. Su padre y su madre nacieron en las reservas indígenas posteriores a la guerra del Desierto. Luego, partieron a la ciudad a trabajar. Liliana estudió Letras y se dedicó a la docencia en la escuela pública. Además, trabajó en investigación y revitalización del mapudungun, cuya lengua aprendió a la par del nacimiento de su comunidad Ñamkulawen, junto a otros lamngen que migraron a la ciudad de Comodoro. Parte de recomponer los tejidos identitarios está vinculado a su relación con el mapudungun, pues aunque este aprendizaje apareció como segunda voz o como camino de retorno, para ella es su lengua materna.

“Lo suyo es pensar las fracturas para maniobrar formas de remendar la lengua y recoger las esquirlas, como una dedicada zurcidora”.

Por eso fue tan sorpresivo verla aquel día. Una no espera conocer a alguien que admira con un discurso aprendido, a veces salen balbuceos, lenguas que se atoran. Nos saludamos entre todas, disponiendo nuestros brazos como un puente, fracturado por lo que hoy es Chile y Argentina, un puente, porque eso es para nosotras la cordillera. Entre la emoción y el impulso de saludar, le dije: “Mari mari ñañita”. Un saludo con cierta confianza, con ternura. Quizás porque mi cuerpo hizo lo mismo que la montaña. Con una voz emocionada y sus cabellos ceniza, me muestra sus ojos que sonríen, achinados. Escucho que contesta: “Me dijo ñañita”, arrastrando las últimas sílabas como quien acaricia con sus palabras.

Después de ese saludo, decidimos que nuestra mesa debía ampliarse. Las circunstancias señalaban que nuestra charla debía transformarse en un nütramkawün, una multiplicidad de diálogos y voces desde la composición de cuerpos que anidábamos. No exagero si en la añoranza de esa tarde algo se dislocó para transformar nuestros fragmentos, nuestras esquirlas dañadas que de pronto fueron pura conmoción. En unas horas, entre el público asistente y quienes estábamos en la mesa pasamos de la risa al llanto y viceversa. Estábamos ante el testimonio ardiente de sentirnos vivos, de compartir nuestras experiencias, de hacer política recomponiéndonos. Nos leímos, nos fotografiamos y pasamos varios días en la dinámica de quienes se encuentran.

Al terminar la jornada, Liliana me regaló su libro Resuello, publicado el año 2018 por la editorial Marisma, una compilación de su segundo poemario Mujeres a la intemperie /Pu zomo wekuntu mew (2009) y Andás bien, una reunión de ensayos escritos entre 2005 y 2014. Además de aquellas publicaciones, tiene un primer poemario llamado Tejido con lana cruda (2001). En sus poemas hay una cadencia sutil, con gran presencia de escenas cotidianas, rituales y recuerdos familiares. Pasamos de una fotografía a una reflexión que condensa sus hebras. Escribe en castellano, luego se traduce al mapudungun y nos regala imágenes como esta: “las mamás/ todas/ han pasado frío/ mi mamá fue una niña que en cushamen/ andaba en alpargatas por la nieve/ campeando chivas/ yo nací con la memoria de sus pies entumecidos/  y un mal concepto de las chivas/ esas tontas que se van y se pierden/ y encima hay que salir a buscarlas/ a la nada”.

Sus ensayos tienen la templanza de quien mastica lentamente la historia para digerir con sabiduría los detalles y narrar los horrores que han intentado emborronar. Testimonia con lucidez, con soplidos tenues del sur y con la fortaleza del tiempo: “Ahí, cuando se perdió el mundo. Cuando pisotearon la tierra. Cuando destruyeron el puente de la cordillera con fronteras, cuando los latifundios clavaron los postes del alambre y parcelaron el territorio. Hace poco más de un siglo. Silenciaron nuestro idioma, desarmaron nuestra organización política, desmembraron nuestros lazos amorosos, desparramaron a nuestros parientes”. Lo suyo es pensar las fracturas para maniobrar formas de remendar la lengua y recoger las esquirlas, como una dedicada zurcidora que hace iluminar la memoria.

Los cuerpos indígenas que resistieron en la Patagonia llevan ardiendo la guerra del Desierto, un genocidio del cual poco se habla en este país que comparte sus tristes matanzas con la Ocupación del Wallmapu (ambos conocidos desde la historia occidental como la Campaña del Desierto y la Pacificación de la Araucanía, respectivamente). Pero ¿Cuánto sabemos de los campos de concentración mapuche en el Puel? ¿Cuánto conocemos de los nombres en el Museo de La Plata? Ante este pasado reciente, Ancalao contesta: “En la historia de mi pueblo yo nací dos generaciones después de la guerra del Desierto”. La política de integración fue empantanar los recuerdos, hacernos creer que cada vez que enunciamos la palabra “colonización” sólo hablamos de 1492 y no de la historia de nuestros abuelos y abuelas que pudieron huir de la guerra. Repaso y repaso sus hojas, aparecen los mates, la pava, el viento. Llego hasta el final de Resuello y leo: “Transparentar es descolonizar” y pienso: su escritura es una propuesta ética para desalambrar el engaño, para que no sigan astillando nuestra memoria.

Victoria Ramírez, escritora: “Creo que hay que entender la poesía como ficción”

Estudió periodismo en la Universidad de Chile, pero en ese camino se encontró con el cine, la fotografía y la poesía, incursiones que le valieron importantes premios incluso antes de publicar. Su primer libro, magnolios (Overol), es una selección de 40 poemas en los que recorre el sur de Chile y su memoria familiar a través de retratos casi cinematográficos.

Por Florencia La Mura

Tres años de trabajo se condensan en magnolios (Overol, 2019), debut literario con el que Victoria Ramírez (27) busca romper con los formatos tradicionales de la poesía y darle espacio a distintas disciplinas. La escritora llega a librerías con dos galardones a cuestas: el Premio Bolaño en 2016 y el Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral 2017, distinciones que adornan la solapa de su libro en una reseña breve y misteriosa, pero aprobada por ella. “Quería desmarcarme. Mientras más información da uno como autor, las personas se hacen una imagen antes de leer el libro”, reflexiona a pocos días de viajar a una residencia de escritura en la MacDowell Colony, en New Hampshire, Estados Unidos.

El escritor James Baldwin y el compositor clásico Leonard Bernstein son algunos de los alumnos que ha recibido la “colonia”, un lugar perdido entre los bosques que recuerdan al sur de Chile. En su decisión de partir a ese lugar emerge una vez más la naturaleza como una inquietud en Ramírez, quien vuelve a ella y a su desromantización en los dos textos que está trabajando actualmente. Dolor y destrucción se asoman de igual manera en magnolios, un texto que la autora reconoce como híbrido y en el que recoge temas como el desarraigo, la movilización, el tránsito y la familia.

Tras su publicación, magnolios recibió buenos comentarios en la prensa: “Sin nostalgias vacías ni ajustes de cuentas, las incursiones por la memoria íntima que propone Ramírez van más bien por el camino de la perplejidad que producen los ritos familiares mirados con cierta distancia, perplejidad que permite ver lo frágiles que son a menudo las certezas del presente y, también, las de los propios recuerdos”, escribió el escritor Leonardo Sanhueza. Ante la pregunta por la forma en que define su relación con la escritura, la autora responde con una cita del ensayo La poesía no es un proyecto, de la poeta estadounidense Dorothea Lasky: “Nombrar las intenciones de uno es genial para algunas cosas, pero no para la poesía”.

Has dicho que te interesa la poesía, el cine y la fotografía. ¿Cómo fue la llegada desde el periodismo a la poesía?

—Cuando salí de la carrera tuve el tiempo necesario para empezar a ir a talleres y dedicarme a escribir más sistemáticamente. Entremedio, incursioné en el cine con Todos los ríos dan al mar, sobre (la artista visual y poeta) Cecilia Vicuña, y justo lo que me gusta de ella es que mezcla disciplinas: hace performance, pero también otro tipo de artes visuales, películas y poesía. Hacer ese trabajo como tesis de Periodismo me permitió abrirme a otras disciplinas: me interesaba el cine, pero siempre había tenido interés por la literatura, así que fui a talleres. Además, siempre he leído mucho. Generalmente, escribir es una inquietud que se va dando en la lectura. Al menos a mí me pasa eso. De a poco fui armando un proyecto y pasó lo del Premio Bolaño, entonces ahí fue como: “bueno, voy a tratar de hacer un libro”. Pasaron entre dos o tres años hasta que saqué magnolios con Overol. El último año fue de mucha edición y también de cuestionarme cuál era el tema o la inquietud del libro.

Al final entendí que el libro es bastante híbrido, y esa fue una libertad que me di porque no quería un proyecto tan estricto, que sólo fuera sobre un tema en particular. Quería que fuera abierto, y ese mismo tratamiento le di al tema de la memoria dentro del libro; una memoria no anclada en el pasado ni con una mirada nostálgica, sino que una observación desde el presente.

Victoria Ramírez. Crédito: Lorna Remmele

—Se dice que el papel ha muerto, sobre todo en el caso de los diarios, pero con los libros parece haber ocurrido algo distinto: se ha vuelto a poner en valor a los libros y fanzines como objetos. Tú misma hiciste uno con Microeditorial Amistad (Alud, 2018).

—Eso es súper interesante. El fanzine ha tomado vuelo y hay editoriales pequeñas que están trabajando eso. Para la feria Impresionante (orientada al arte impreso y a la edición independiente), por ejemplo, uno ve que el universo del fanzine que existe en Chile es gigante. Hay involucrados artistas visuales, diseñadores, arquitectos, fotógrafos, periodistas, gente que estudia literatura. Ahí uno ve que cada vez se están cruzando más los formatos, por eso igual me interesaba trabajar con Editorial Amistad. El trabajo que hacen es muy delicado, bonito y prolijo, y dan espacio a voces no tan conocidas.

Me parece que en Chile se lee harto. Obviamente hablo desde una burbuja de «gente que lee». Pero cuando voy en el metro o en la micro, veo gente leyendo. Las librerías se sostienen, y año a año hay más librerías en regiones. No me parece que el libro en papel, al menos aquí, esté muerto. Sé que en Estados Unidos, por ejemplo, hay mucha gente que ahora compra e-books y ha dejado de ir a las librerías. En Chile me parece lejana esa realidad. Todavía la gente está encantada con el libro en papel y por eso mismo hay editoriales chilenas que trabajan mucho la prolijidad del libro como material.

—Claro, hay mucho más trabajo en detalle en editoriales independientes chilenas. Dijiste, justamente, que estuviste trabajando en este libro durante tres años. ¿Cómo fue el proceso de escritura?

—Demora mucho porque la poesía condensa pensamientos complejos sintetizados en un lenguaje propio. Tiene una voz particular que toma tiempo trabajar. Un texto que no está trabajado se nota, y generalmente es porque le falta macerar. No por ser joven se necesita publicar «joven». Ojalá uno se pudiera tomar mucho rato para hacer un libro. Tampoco hay un apuro por publicar. Sé que soy poeta joven, pero al final esa categoría es superficticia. Da un poco lo mismo, porque la madurez dentro de la poesía es otra cosa. No por ser joven no vas a tener madurez en tu voz poética.

Tuve la suerte de viajar a Hueyusca, en la Región de los Lagos, que es de donde viene la familia de mi madre, y eso de alguna forma fue un punto de inspiración. Me ayudó a entender muchas cosas que me habían contado a través del relato oral, pero que verlo en la realidad fue distinto. Ese viaje también fue parte del proceso de escritura. También leer libros que fueron clave en cuanto a lo que quería hacer.

—¿Qué libros?

—Louise Gluck fue fundamental, una escritora estadounidense que habla sobre la familia y el dolor. Tiene una relación bien conflictiva con eso. Tampoco restrinjo las influencias sólo a libros de poesía. Obviamente hay novelas que me influyeron, como Nombres y animales, de Rita Indiana. Leí varias, que no necesariamente hablaban sobre la familia, pero sí sobre rupturas de vínculos entre personas y eso me interesa. Para el tema de la maternidad, me influyó mucho Anne Sexton con El bebé de la muerte. Leí harto a Elizabeth Bishop y Blanca Varela, aunque esta última me sirvió más en el sentido de la voz que tiene, de la concisión. José Watanabe y Mirtha Rosemberg también me influyeron.

Creo que intenté igualar la balanza leyendo a mujeres porque antes mis referentes eran muy masculinos. Por ejemplo, Beat Attitude, una antología de poesía beat de mujeres que habían sido invisibilizadas. De ahí quizás la más conocida es Denise Leverkof. En libros más recientes está El sistema del tacto, de Alejandra Costamagna, que, aunque lo leí después de terminar magnolios, toma temas como la memoria, la familia, la reconstrucción de la identidad a partir de otras personas. En general, me interesan temas similares, como el desarraigo, la movilización, el tránsito, la familia.

«Sé que soy poeta joven, pero al final esa categoría es superficticia. Da un poco lo mismo, porque la madurez dentro de la poesía es otra cosa. No por ser joven no vas a tener madurez en tu voz poética».

—Has dicho que no quisiste cargarle un mensaje político o panfletario a ciertos temas que se tratan y se repiten en el libro, como la familia, la memoria y la naturaleza. ¿Cuál sientes que es la importancia de estos momentos que quiebran la continuidad temática, como cuando hablas de ser madre?

—Creo que le dan un descanso al lector y también me dan libertad a mí, en el sentido de decir que este libro es sobre cosas que a mí me interesan. Entre ellas está la maternidad, que es una inquietud y que me conflictúa, porque creo absolutamente que la mujer puede elegir si ser madre o no y de la forma que sea. También hay un par de poemas que hablan de relaciones amorosas o de la concepción que uno tiene del deseo, que es muy contemporánea y generacional. El último poema, magnolios, habla de los quemados de la Posta Central y ahí me interesaba la imagen del fuego en contraste con la naturaleza. Ese cruce entre naturaleza y dolor sí creo que es algo transversal.

Dorothea Lasky habla en contra de los libros que se piensan como un proyecto científico, que se hace mucho en artes visuales y en literatura. Cuando uno escribe un libro, hay una parte que es intuitiva, que no se puede controlar. Cuando se intenta controlar demasiado un libro se ve forzado. Al menos para mí no era natural pensar como si estuviera hablando de un proyecto científico, con objetivos generales y específicos. Es algo mucho más libre.

—La idea de los «momentos de descanso» que mencionas hace pensar en formatos quizás más audiovisuales, incluso en discos de música. ¿Responde esto a tu interés por la idea del multiformato, del cruce de disciplinas?

—Justo eso me interesa mucho. Muchas veces preguntan sobre un libro de poesía como si fuera un libro de narrativa, como si se estuviera contando un relato. Y a veces hay uno, pero a veces no, y está bien, porque la poesía permite esa libertad. La gracia es que pasas por varias sensaciones en el libro, no es una planicie, sino que tiene un montón de curvas entremedio.

—Tu exploración en torno a la naturaleza y esta oposición dolor/naturaleza que construyes se siente como un intento de desromantizarla. Por ejemplo, cuando Hablas de desastres, de lo terrible que puede llegar a ser el sur.

—Mi familia me había hablado sobre Hueyusca, de donde son, como un espacio desolado, donde podía pasar cualquier cosa. La violencia, si bien no era una cosa de todos los días, si llegaba a pasar no había nada que la detuviese. Y sí, quería desmitificar la naturaleza y dejar de entenderla sólo como algo bello. Yo, que nací en ciudad, tuve siempre una idea muy idealizada de la naturaleza, pero me parece que el dolor es una cosa suprahumana. También había que salir de esa imagen de la naturaleza relacionada a la mujer y a lo hermoso. La naturaleza también tiene un algo muy salvaje y una autonomía muy fuerte.

—Te vas a una residencia en MacDowell Colony, en Estados Unidos, un lugar que parece muy similar al sur de Chile. ¿Fue casual esta búsqueda por la naturaleza?

—La naturaleza es una inquietud mía y estoy trabajando en dos libros que de alguna forma también están cruzados por eso. Uno es una especie de diario de viaje en poemas y otro es sobre la relación entre las plantas domésticas y los seres humanos en el contexto del calentamiento global. Entonces, claro, estar en un lugar con un entorno natural es muy Ad hoc.

—Volviendo al trabajo de la memoria ¿cómo te sentiste explorando tu propia historia?

—Más que conclusiones, lo que pude sacar en limpio fueron formas de conocerme y de conocer a mi familia, pero llega un punto en el que tampoco puedes ahondar tanto. Con eso ficcionalicé un montón. Hay historias que fue interesante conocer para entender la relación con mi familia y mi noción de familia, que últimamente ha cambiado. Al final es un libro supersubjetivo, como tiene que ser, porque la poesía es así y me gusta que no tenga una relación directa con la realidad. Hay algunos poemas que hablan de sueños y son muy irreales. Esas licencias son válidas y necesarias dentro de un trabajo que es ficcional. Creo que hay que entender la poesía como ficción. A la novela no se le pregunta tanto como a la poesía, no se hace ese vínculo tan estrecho entre autor y obra. Pienso que es porque la gente tiende a pensar que un libro de poesía debiese ser real. Hay una relación con lo verosímil que es mucho más cercana con la narrativa.