Por Luis Eduardo Thayer | Foto: Martin Bernetti / AFP
2015 y 2016 estuvieron marcados por las trágicas imágenes de cientos de migrantes y refugiados muriendo en el mar, siendo encarcelados, asistidos por organizaciones humanitarias o reprimidos brutalmente por la policía. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, entre 2014 y 2016 más de 10 mil personas han muerto intentando cruzar el Mediterráneo hacia Europa. Este dato que ilustra la llamada “crisis migratoria” no da cuenta de una realidad nueva, sino de la intensificación de una situación que lleva al menos tres décadas en la frontera europea, siendo 2015 el año en que se superó el límite de lo que los estados europeos consideraban consecuencias normales de la represión fronteriza. La “crisis migratoria” fue un desplazamiento del límite de lo tolerable ante la muerte de migrantes en la frontera.
Se trata de la radicalización de una política de Estado impulsada sistemáticamente desde los ‘80. La crudeza visible en 2015 es el punto cúlmine de una represión migratoria aplicada, con ciertos matices, por la mayoría de los países desarrollados receptores de migrantes. Las diferencias, más que divergencias sustantivas, dan cuenta de estrategias distintas para gestionar la demanda estructural de fuerza de trabajo migrante. Lo que algunos han llamado la “paradoja de la necesidad del inmigrante indeseado” expresa la dualidad que enfrentan los gobiernos cuando buscan, por una parte, responder a la política de Estado restrictiva que demandan sociedades y electores, y por otra, satisfacer la demanda estructural de migrantes para mantener los márgenes de ganancia en sectores relevantes de las economías como el turismo, la agricultura, la construcción o los servicios personales, entre otros.
Chile no está ni estará exento de esta tensión. Tal como ocurre a todo país que recibe migrantes en tasas crecientes, enfrentará las tensiones inherentes a la relación entre migración y Estado nacional. La reciente arremetida de la derecha en materia de política migratoria es el primer síntoma de un incipiente conflicto en la sociedad chilena. Independiente de que sea parte de una estrategia de posicionamiento electoral, influida por el triunfo de Trump en EE.UU., y de su alineamiento con las propuestas que la extrema derecha europea viene promoviendo hace décadas. Y es que, aunque tarde y de la peor manera imaginable, el escenario político se ha abierto a una discusión sobre el tema. Desde la academia, las organizaciones sociales y los gobiernos locales venimos intentando de manera infructuosa poner el tema en la agenda de prioridades del país.
El tema, que entró en la agenda por la derecha extrema y con parafernalia electoralista, encontró a la centro-izquierda y la izquierda con las manos vacías. Una de las pocas propuestas ha sido la de Ricardo Lagos, que presentó en su blog una iniciativa orientada a promover el reconocimiento de los derechos de la población migrante en virtud del aporte que realiza a la sociedad chilena. Vale decir, fijó su posición desde una mirada liberal coincidente con la postura promovida por Libertad y Desarrollo, vinculada a la UDI. Esta mirada instrumental de la migración que subordina los derechos de esta población al aporte que realizan a la sociedad, aunque cuestionable en sus fundamentos y anti-democrática en sus consecuencias, al menos es un estímulo al debate.
Pocas propuestas han habido desde la izquierda y de aquellos actores que venimos promoviendo un enfoque de derechos humanos para fundamentar la política migratoria. Destaca el trabajo de organizaciones de migrantes como el MAM o la Coordinadora Nacional de Inmigrantes, y otras como el Servicio Jesuita de los Migrantes. Esta ausencia tiene que ver con la dificultad para traducir dicho enfoque en criterios, principios y normas que permitan orientar la acción. Sin la pretensión de agotar ninguna discusión, pero sí con la voluntad de sacar el debate del instrumentalismo, es que expongo algunos principios y criterios para la formulación de una propuesta de ley migratoria desde un enfoque basado en los derechos humanos universales.
El primer principio es la incondicionalidad en el acceso a todos los derechos cívicos, sociales y culturales para los ciudadanos extranjeros residentes en Chile. Esto supone no condicionar el reconocimiento de estos derechos a la situación administrativa de los migrantes y ligarlos, en el articulado de la ley, a los derechos humanos. Tanto el proyecto presentado por la administración Piñera como el borrador del proyecto formulado por la actual declaran la necesidad de fundamentar la ley en este enfoque, pero ninguna de las dos propuestas recoge esas declaraciones en su articulado.
El segundo apunta a establecer como única condicionalidad para el acceso a derechos políticos el tiempo de residencia en Chile. Es necesario consensuar el tiempo óptimo para que los ciudadanos extranjeros accedan al voto en las elecciones generales y locales, y a ocupar cargos públicos de representación popular. La propuesta es que este periodo no supere los tres años de residencia continua. Hoy la Constitución otorga a los extranjeros el derecho a votar en todas las elecciones tras cinco años de “avecindamiento”. El Servel interpreta “avecindamiento” como cinco años de residencia definitiva, lo que implica que los migrantes pueden votar en Chile, en el mejor de los casos, luego de siete años de residencia efectiva.
En tercer lugar se debe garantizar homogeneidad en los requisitos exigidos para el acceso a los derechos y bienes sociales de los distintos colectivos de ciudadanos extranjeros. No se pueden consagrar desigualdades entre colectivos nacionales, abriendo la posibilidad para que el predominio de principios como el de la “reciprocidad” u otros definidos discrecionalmente por la autoridad afecten a colectivos nacionales específicos. Una ley fundada en los derechos humanos no puede institucionalizar una discriminación por nacionalidad.
Como cuarta cuestión es importante simplificar las categorías migratorias. La multiplicación de visados aumenta la probabilidad de quedar en situación irregular o transitoria, los trámites administrativos, el costo de los procedimientos y dificulta el acceso al trabajo, pues los empleadores prefieren a migrantes con permiso de residencia definitiva sobre aquellos involucrados en procedimientos transitorios. Los migrantes deberían poder ingresar al país con una “visa poli-funcional” que les permita realizar cualquier actividad legal remunerada o no (estudios, trabajo, trabajo temporal, etc.) por un periodo de un año, renovable por un segundo al cabo del cual podrían optar a la residencia definitiva. En quinto lugar, la ley debiera garantizar la posibilidad de cambiar de categoría migratoria con la exclusiva condición de la temporalidad. Las visas que permiten el ingreso pero impiden el tránsito hacia otra categoría incentivan la irregularidad.
La literatura especializada lo viene documentando desde los ‘70. El ejemplo paradigmático fue la política alemana impulsada en los ‘50 y ‘60 para atraer trabajadores por temporadas. Llegaban al país con un permiso de trabajo por temporadas de dos o cinco años al cabo del cual “debían” regresar a su país de origen sin la posibilidad de acceder a una residencia definitiva en Alemania. ¿Qué ocurrió? La gran mayoría, provenientes casi todos de Turquía, permaneció en Alemania en extrema precariedad por muchos años.
En sexto lugar es necesario institucionalizar la participación de la sociedad civil, con representantes de las comunidades migrantes, en un sistema nacional que defina la política migratoria. No sólo por un imperativo democrático, sino por la sustentabilidad de la política. Cuando la sociedad participa en la definición de políticas, se hace co-responsable de su implementación. Su participación puede ponerse en marcha a través del Consejo Nacional de Migraciones, actualmente en funcionamiento, u otra institucionalidad que cumpla esta función.
Como séptimo punto es necesario garantizar la autonomía del Estado chileno en materia de política migratoria. No se puede consagrar en la ley el reconocimiento a priori de ningún tipo de condena ejecutada por otro Estado como requisito para el ingreso. De otro modo la ley podría vulnerar derechos que el Estado chileno ha decidido respetar, en virtud de reconocer los criterios de otro Estado.
Un octavo punto es suspender la expulsión de cualquier ciudadano extranjero con residencia definitiva en Chile como recurso sustitutivo de los definidos en el sistema judicial para cualquier ciudadano chileno. La única condición que justifica repatriar a un condenado extranjero es la vulneración de los derechos de sus hijos si éstos se encontrasen en el lugar de origen. Ningún otro argumento justifica la expulsión de un extranjero residente.
En noveno lugar, toda política con enfoque de derechos es por definición consistente en el tiempo. La propuesta de anteproyecto elaborada por la Nueva Mayoría consagra la posibilidad de modificar la política de acceso al territorio y a los derechos en función de las necesidades económicas del país o de la evaluación que realicen las autoridades. Una regulación migratoria consistente en el tiempo sólo podría ser modificada por una reforma legal en el Congreso y no por la autoridad competente del Ejecutivo. Esto evita sujetar la política migratoria a los vaivenes de la economía o la contingencia política.
Finalmente, es preciso reducir la injerencia del reglamento que acompañe a la ley en el acceso a derechos o la definición de condiciones para cambiar de categoría migratoria. El instrumento reglamentario debiera limitar su función a la creación de condiciones institucionales para que la ley pueda ejecutarse de manera eficaz, no abrir la posibilidad de instalar discrecionalidad o arbitrariedad en un asunto en el que se juega la naturaleza de la democracia. Y es que en la política migratoria, como en ningún otro ámbito de acción del Estado, se definen los contornos y el contenido sustantivo de la democracia, pues los migrantes tensionan la promesa de un régimen basado en el acceso igualitario a los derechos para los habitantes de un territorio. De manera que si la inclusión de los migrantes en igualdad de condiciones supone un fortalecimiento de la democracia, su exclusión y la restricción de su acceso a los derechos implica aquello que hace a la democracia imposible.