«Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?», escribe Ana María Castillo sobre el etiquetado de cuentas de periodistas en Twitter como “medios gubernamentales” y otros desafíos de las redes sociales.
Por Ana María Castillo
La discusión sobre el poder de las redes sociales en el debate democrático es de largo aliento. Se ha argumentado sobre la opacidad de los algoritmos que controlan lo que se muestra en las secciones de novedades en cualquiera de las plataformas; es un hecho que no siempre vemos todo lo que publican nuestros contactos, es difícil acceder a publicaciones anteriores, se nos ofrece contenido de personas a las que no seguimos y una larga lista que describe nuestra relación cotidiana con dispositivos y plataformas.
Siguiendo al filósofo tecnocrítico Éric Sadin, los algoritmos de recomendación son una caja negra imposible de penetrar, pero transparente al mismo tiempo: escasamente nos damos cuenta de que está operando y solo nos llama la atención cuando nos aparece el aviso publicitario de ese artículo que googleamos ayer, ¡pero a un mejor precio!
A partir de las miles de características deducidas de nuestras interacciones, likes, intereses y relaciones, los algoritmos construyen perfiles de consumidor/a que permiten hacernos llegar información personalizada con productos y servicios que están diseñados para mejorar nuestra calidad de vida; siempre a través del consumo, por supuesto.
Pero ¿qué pasa cuando la economía de la atención se entrelaza con la información para la toma de decisiones?
Desde 2006, con el uso de Fotolog en Chile, podemos observar la importancia de las redes para la configuración de movimientos sociales. En el mundo las prácticas de comunicación digital para el activismo están documentadas en detalle desde 2010 con la Primavera Árabe y las primaveras que siguieron. La primera candidatura de Barack Obama para la presidencia de los Estados Unidos fue la consagración de las redes sociales como instrumento para alcanzar a los votantes más activos en el mundo digital. Esa candidatura representa la oficialización del uso de redes para la campaña electoral y produjo transformaciones que complejizan la conversación: aparece, por ejemplo, la definición de persona indecisa, susceptible de ser convencida a través de contenido publicado en línea.
Otros aspectos que también han sido considerados entre los potenciales efectos negativos de las redes han sido las cámaras de eco y las burbujas informativas. Pero fue el bullado caso de Cambridge Analítica en 2016 lo que se ha posicionado en el análisis mediático como el ícono de la potencial intervención de grandes empresas de comunicación en las decisiones políticas alrededor del mundo.
Desde entonces es más frecuente hablar de desinformación en internet y sus matices, tales como la caracterización de usuarias y usuarios como blancos de propaganda indiscriminada, propaganda política mal identificada o influencers como figuras de propaganda soterrada. Estos elementos contribuyen a la radicalización y polarización de las conversaciones en redes como se ha visto en los discursos de odio, muchas veces generando entornos hostiles para la interacción, pero fructíferos para plantear temas de conversación o posturas consideradas noticiosas.
Las grandes empresas de comunicación han probado diversas estrategias para disminuir el impacto de los discursos de odio de fuentes individuales, pero sin alterar el sistema de economía de la atención que tantas ganancias proporciona. Las acciones a gran escala han sido relativamente tímidas: se centran en quitar visibilidad a los discursos de odio y a contenidos dañinos para la salud de la ciudadanía (por ejemplo, en el caso de la pandemia por covid-19). Sin embargo, estas prácticas alcanzan un punto de inflexión cuando se censura contenidos, se bloquea cuentas y se etiqueta a medios y personas asociadas a algunos gobiernos.
Pasó durante la revuelta social en Chile en 2019, pero el tema alcanzó más notoriedad en enero de 2021, luego de que Twitter suspendiera la cuenta del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien luego acusara a la empresa de querer “proveer una plataforma para la izquierda radical”. Afirmación paradójica considerando que lo ocurrido en nuestro país solo meses antes afectaba a cuentas de medios independientes y personas que alertaban sobre violaciones a los Derechos Humanos por parte de las entidades represoras de la manifestación popular.
Ahora la misma empresa que eliminó la cuenta del expresidente etiqueta las cuentas de medios gubernamentales y afiliados a ciertos estados, según los siguientes parámetros:
- “Cuentas de gobierno fuertemente involucradas en geopolítica y diplomacia”
- “Entidades de medios afiliadas al Estado”
- “Personas, como editores o periodistas de alto perfil, asociados con entidades de medios afiliadas al Estado”
La lista de países etiquetados puede ser modificada de acuerdo a lo que la empresa considere necesario, de manera unilateral, como corresponde a la lógica de cualquier multinacional.
La situación es compleja teniendo en cuenta el frágil bienestar informativo de países como Chile los que deben enfrentar, además de las falencias de los medios de comunicación identificados como tradicionales y masivos, la influencia que tienen las corporaciones en la definición de información. Se manifiesta hoy en la articulación noticiosa sobre Rusia y Ucrania, pero como afirman los parámetros antes citados: las reglas del juego son modificables según le parezca a la empresa.
Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?
Por supuesto que internet es una herramienta invaluable para la generación de conocimiento y la visibilización de comunidades tradicionalmente marginadas, la integración de personas con capacidades diferentes, la expresión de personas con neuro-divergencias o, simplemente, la expansión de horizontes para personas en comunidades aisladas. Pero, como plantea Eli Pariser en su texto El filtro burbuja de 2013, también es necesario preguntarse sobre las barreras que las propias compañías ponen a todos esos beneficios. Éstas son generalmente asociadas al territorio y otras características propias de la economía de la atención: somos valiosas en tanto consumidoras/es de contenidos generados en las mismas plataformas, siempre y cuando proveamos datos suficientes para continuar alimentando a los algoritmos.
Entre las comunidades marginadas son especialmente destacables los movimientos por un internet feminista, los que promueven la redistribución del poder de las grandes compañías de tecnología en favor de las mujeres y otras comunidades tradicionalmente invisibilizadas y abusadas. Plantean, además, la actual dependencia y vulnerabilidad de las infraestructuras y la necesidad de pensar el aparato de comunicación en su totalidad, mucho más allá de los bloqueos específicos o de mayor escala, como los destacados en este texto.
Podemos argumentar, entonces, que lo que experimentamos al intentar navegar en internet y específicamente en redes sociales es el resultado de una tecnología patriarcal y extractivista, que depende de nuestros datos, pero nos quita poder sobre ellos; que no decide por nosotros directamente, pero solo nos ofrece lo que le parece prudente y necesario para mantener el equilibrio –a todas luces precarizado– del derecho a la comunicación. El etiquetado de medios y periodistas con fines político-morales es otra manifestación de lo que sostiene y caracteriza a las grandes empresas tecnológicas: la tensión entre sus propios intereses de crecimiento y expansión, versus la protección y bienestar de la ciudadanía.