El fascismo y el nazismo de la lengua de Bolsonaro

¿Cómo explicar el comportamiento de un presidente que resiste a la autoridad científica? Aquí presentamos una explicación relativa a su uso del lenguaje, revisitando la obra de Roland Barthes, pensador del lenguaje, y de Victor Klemperer, analista de la retórica nazi. Bolsonaro solo sobrevive políticamente si continúa movilizando a sus fieles, en una dinámica de apoyo incondicional. No necesita tanques de guerra ni policía secreta: la propia lengua le sirve de estructura de apoyo.

Por Claudia Amigo Pino y Paulo Procopio Ferraz

Durante la pandemia, en Brasil, se han escuchado varios discursos de políticos que se oponen a la ciencia. En marzo, cuando las primeras cuarentenas fueron decretadas en Europa para contener el creciente número de infectados y muertos por el Coronavirus, el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, afirmaba que la pandemia era una fantasía propagada por los medios de comunicación. Dos semanas más tarde, el propio Bolsonaro sostuvo: “el brasileño tiene que ser estudiado. No le pasa nada. Ves a gente saltando en alcantarillados. Se zambullen, no les pasa nada”. En agosto, después de haberse enfermado de covid-19, afirmaba que “el lockdown había matado dos de cada tres personas en Inglaterra” y que “la hidroxicloroquina había salvado su vida y la de miles de brasileños”. En 2021, a pesar de ser obligado a moderar su discurso por presión de sus adherentes, dijo que las Fuerzas Armadas podían ir a la calle a “acabar con esa cobardía del toque de queda”, oponiéndose abiertamente a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que aconseja el aislamiento social y desestimula el uso de drogas sin eficacia, como la hidroxicloroquina, para el tratamiento del covid-19.

¿Cómo explicar el comportamiento de un presidente que resiste a la autoridad científica? Hay investigaciones que identifican esas acciones con una estrategia de propaganda: el gobierno central no se responsabilizaría por medidas impopulares de aislamiento social, dejando que gobernadores y alcaldes asuman esa carga. Aquí presentamos otro tipo de explicación para el comportamiento irresponsable de Bolsonaro, relativo a su uso del lenguaje. Para eso, revisitamos la obra de un pensador del lenguaje, Roland Barthes, y de un analista de la retórica nazi, Victor Klemperer.

En su lección inaugural en el Collège de France, en enero de 1977, Barthes afirma que la lengua es fascista porque nos obliga a repetir el discurso del poder. Usar la lengua implica una sumisión a una tradición y a un poder vehiculados por ella. No hay posibilidad de salir de la lengua una vez que el hombre es obligado a hablar: “Infelizmente, el lenguaje humano es sin exterior: es un lugar cerrado”. De ese modo, no hay realidad externa al lenguaje, la realidad es constantemente creada y recreada por el lenguaje. Los acólitos del presidente no niegan simplemente la existencia de una realidad exterior a ellos, ellos crean una ilusión de realidad a partir de las palabras, frases y fórmulas a las cuales están expuestos.

Según Barthes, uno de los elementos que hacen que la lengua sea fascista es su tendencia a la afirmación. Todas las frases que buscan desviarse de la afirmación necesitan pasar por una serie de modificaciones gramaticales más o menos complejas. En francés, por ejemplo, la negación se constituye como una dificultad considerable para quien quiere aprender la lengua. Incluso los francoparlantes nativos se pueden confundir con ciertas interacciones entre pronombres, tiempos verbales y partículas negativas. Es innegable que, a pesar de las críticas formuladas a la noción de “fascismo de la lengua”, hay un fuerte aprecio de la lengua fascista por la afirmación. Victor Klemperer sostiene que una de las características de los textos nazis es, justamente, la afirmación perentoria, que creaba verdades incontrovertibles y absolutas. No era fácil despegarse de la lengua nazi: invadía todos los espacios, todos los discursos. Cuestionar una frase del Führer era una actitud blasfema.

En los discursos de propaganda, Hitler es colocado como un “redentor” y “salvador”, un lugar de lenguaje semejante al de un mesías. En 1934, por ejemplo, Hermann Göring hace un discurso frente a la cámara de Berlín en el cual afirma: “Todos nosotros, desde el más simple miembro de la S.A. hasta el primer ministro, somos de Adolf Hitler”. Bastaría con cambiar la palabra “Hitler” por “Cristo” para entender las relaciones con la lengua cristiana. El tono religioso es, a veces, explícito. Klemperer escribe que “él [Hitler] llamó ‘sus apóstoles’ a los caídos en la Feldherrnhalle. Eran dieciséis, seguramente él tiene que tener cuatro más que su antecesor [Jesucristo]”. No es necesario mucho esfuerzo para identificar la misma estrategia de propaganda en Jair Bolsonaro, que da énfasis a su segundo nombre, Mesías, y al que muchos llaman con el epíteto “mito”.

Pero la verdad nazi es su fragilidad: en la medida en que cada una de sus palabras carga el peso grandilocuente de lo real, su palabra es una forma de hacer que la realidad sea expresión de la propia lengua. Es decir, ella es inflexible; se deshace con la menor de las presiones, como aquellos materiales que, por ser demasiado duros, se mantienen intactos o se desarman —no es posible, para la lengua nazi, ceder un poco, porque eso ya afecta la integridad de su cuerpo—. Por eso, según Klemperer, “todo era vigilado en los mínimos detalles para que su doctrina nacional-socialista continuara intacta, sin falsificación en cada uno de sus aspectos, incluyendo el lenguaje”. De la misma manera, Bolsonaro, a pesar de las presiones políticas, no puede asumir que se equivocó. Como ejemplo, podemos citar su absurda declaración de que nunca habría calificado la covid-19 como una gripecita. Para la lengua fascista es más fácil fingir que el pasado no pasó que corregirse. La lógica de ese procedimiento no es difícil de entender: si me rectifico, admito al mismo tiempo que puedo equivocarme, lo que puede producir dudas en quien me sigue.

A partir de esa relectura de Barthes y Klemperer, podemos identificar los usos específicos del lenguaje en la propaganda del gobierno de Bolsonaro. Así, percibimos la necesidad de alejarse del discurso de la ciencia (objeto de múltiples disputas con la religión desde el siglo XVIII) y del uso de la palabra “mito” para referirse a éste: los dos usos del lenguaje refuerzan la relación con el imaginario religioso. Y esa asociación con los íconos religiosos le permite colocarse en el lugar del mesías; aquel que no puede equivocarse, porque tiene soporte divino.

¿Por qué Bolsonaro necesita usar una lengua cercana al nazismo? ¿Cómo eso lo ayuda a mantenerse en el poder? Evidentemente, esa proximidad, una vez explicitada no es favorable para el gobierno: cuando Roberto Alvim, secretario de Cultura, emuló, sin disfraces, un discurso de Joseph Goebbels, Bolsonaro lo alejó inmediatamente del gobierno. Sin embargo, no se trata de definir las simpatías políticas del bolsonarismo, sino de entender cómo ese movimiento opera políticamente. Es posible que la cercanía con el nazismo no sea un deseo de Bolsonaro, pero se trata de un camino que todos los movimientos fascistas son obligados a tomar. Bolsonaro no es fascista por elección, pero sí por afinidad de acción: solo sobrevive políticamente si continúa movilizando a sus fieles, en una dinámica de apoyo incondicional que encontramos en cualquier líder fascista. Y así, no son necesarios tanques de guerra ni policía secreta: la propia lengua sirve de estructura de apoyo.

Claudia Amigo Pino es profesora titular de Literatura y Crítica Francesa en la Universidad de São Paulo, es doctora de la misma universidad y postdoctora en la Universidad de París 7 y en Institut de Textes et Manuscrits Modernes (CNRS), en París. 

Paulo Ferraz es doctor de la Universidad de París 8 y post-doctorando en el Departamento de Letras Modernas en la Universidad de São Paulo.

Brasil y Covid-19: un estudio de caso sobre necropolítica

Por Arthur Chioro*

La ciencia viene produciendo conocimiento respecto a la pandemia de Covid-19 a una velocidad increíble. Nuestros sistemas de vigilancia y asistencia sanitaria, particularmente los servicios de cuidados intensivos, están siendo puestos a prueba. Nunca la salud y sus trabajadores tuvieron tanta visibilidad. En medio de la crisis, parece que la sociedad finalmente logró reconocer cuán imprescindibles son y cuánto deben ser valorados. 

Aún más, en esta emergencia sanitaria de escala global se percibe cómo han sido las medidas “no farmacológicas”, como el cuidado de la higiene, uso de mascarillas, cuarentena y aislamiento social, las que han demostrado impactos más significativos sobre el Covid-19. Esto, por sí solo, nos permitiría reflexionar sobre el real alcance de las tecnologías duras y del modelo biomédico (centrado en el médico, en procedimientos y en el hospital) y sobre cómo hemos despreciado condiciones de vida y de trabajo, desigualdad social, modos de vivir y usufructuar de la naturaleza a la hora de comprender los determinantes del proceso salud-enfermedad. 

El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro

Mirando a Brasil, se comprueba que el país se aproxima, de manera acelerada y preocupante, a una situación desastrosa, debido a que se conjugan tres dimensiones críticas: a) los graves errores en el enfrentamiento sanitario de la pandemia; b) la inefectividad parcial o total de los programas de apoyo financiero a las poblaciones vulnerables, empresas y entes administrativos (municipios y estados); y c) el sabotaje explícito del gobierno federal, y en particular del presidente de la República, a las iniciativas de combate a la pandemia. 

Pasados más de 90 días desde la notificación de los primeros casos, el cuadro epidemiológico del Covid-19 en Brasil aún es de ascenso explosivo. El país ocupa el segundo lugar en números absolutos de casos y decesos, concentrando más del 20% de las nuevas notificaciones efectuadas en el mundo en las dos últimas semanas, a pesar de contar con apenas el 2,7% de la población mundial. 

Hasta el 17 de junio había 960.309 casos confirmados, 46.665 fallecidos, con letalidad del 4,9% y coeficiente de mortalidad de 22,1 / 100 mil habitantes. 

El análisis comparado de coeficientes de incidencia indica que Brasil (519,2), en el contexto de América Latina, está apenas por detrás de Chile (965,2), Perú (731,1) y Panamá (524) en relación al número de casos por cada 100 mil habitantes. Esos datos todavía esconden la enorme subnotificación que ocurre en Brasil, donde sólo los casos graves son sometidos a diagnóstico virológico. Los estudios de seroprevalencia indican que nueve brasileños están infectados por cada caso notificado, lo que permite estimar que más de nueve millones de brasileños ya fueron infectados por el nuevo Coronavirus (Fuente: Worldometers, accedido el 17 de junio de 2020).

La subnotificación puede ser confirmada por el análisis comparativo del número de exámenes realizados por millón de habitantes: EE.UU.: 70.302; UK: 104.930; España: 103.232; Italia: 78.945; Chile: 46.372; Perú: 43.028; Uruguay: 156.872, mientras que en Brasil se habían realizado apenas 8.044 exámenes. 

Las proyecciones indican que la cumbre de la curva de contagios podría llegar a mediados de julio, pero en función del comportamiento asincrónico de la enfermedad en distintas regiones del país, las variaciones regionales podrían alargar la incidencia de casos por un tiempo aún indeterminado. 

Un estudio realizado por el Imperial College (UK) en marzo evaluó posibles escenarios para el futuro de la epidemia en Brasil. El más grave, sin aislamiento social, estimaba la cifra de 1,1 millón de fallecidos. El menos comprometedor, con aislamiento social precoz, auguraba 44 mil decesos, número ya sobrepasado el 15 de junio y que debería llegar, según nuevas proyecciones, a un techo superior a las 120 mil muertes. 

“Para entender por qué Brasil se tornó el nuevo epicentro de la pandemia es necesario comprender la crisis política producida por un presidente de extrema derecha, negacionista y anticiencia que, instaurando una suerte de ‘terraplanismo epidemiológico’, viene provocando un verdadero genocidio en nuestro país”.

La respuesta sanitaria ha sido un terrible fracaso. La red de atención primaria se ha comportado como un sujeto ausente, a pesar de que 80% de los casos sean asintomáticos o leves, lo que implica que, por lo tanto, deben ser seguidos en las propias comunidades, con la orientación de aislamiento y búsqueda de contactos infectados. La oferta de exámenes de biología molecular (RT-PCR) ha sido mucho menor a la necesaria y la red de laboratorios de salud pública, semiautomatizada y precarizada, sufre por el desfinanciamiento. El tiempo transcurrido hasta la aparición de casos autóctonos no fue utilizado para la adquisición de equipamiento de protección individual, mascarillas, kits de diagnóstico, medicamentos, insumos, respiradores o para la ampliación del número de camas UCI. 

El presidente de la República se situó como el principal opositor a las directrices del Ministerio de Salud que recomendaban el aislamiento social. Se estableció una disputa política con alcaldes y gobernadores respecto de la adopción de tales medidas, que jamás llegaron a ser debidamente cumplidas. El Sistema Nacional de Salud (SUS), históricamente subfinanciado y desde el golpe de 2016 desfinanciado por el Nuevo Régimen Fiscal que impuso el congelamiento de gastos públicos por 20 años, se encontraba en una situación profundamente incompetente y aún así, gracias a su simple existencia, miles de vidas se pudieron salvar. Aparte de eso, es sabido que sin un soporte financiero efectivo, que asegure las condiciones de sobrevivencia a las personas y empresas o que la administración intermedia mantenga servicios públicos funcionando, es imposible sostener políticas de aislamiento social, única medida eficaz para el control, mitigación y contención de la pandemia. El gobierno federal dispuso hasta ahora US$ 77,67 mil millones para enfrentar la crisis, pero apenas US$ 28,89 de ellos fueron efectivamente liberados (37,3%). En el área de la salud, de US$ 7,48 mil millones presupuestados para enfrentar el Covid-19, apenas US$ 2,52 fueron gastados. Brasil se sumerge, por lo tanto, en dirección a un caos social. 

El Covid-19 no es democrático. Distinto a lo que se observó en el hemisferio norte, los países de ingresos bajos y medios, como marca la realidad en América Latina, además de los desafíos sanitarios tienen que lidiar con el impacto de la pandemia sobre las poblaciones vulnerables. Es el caso de Brasil, con más de 13 millones de personas viviendo en la miseria de las favelas y conventillos o en situación de calle, sin condiciones para protegerse de la transmisión de la enfermedad o de cumplir el aislamiento social. 

Dicho drama se manifiesta, además, en la exposición desigual a la enfermedad de la población carcelaria (700 mil) y de los pueblos indígenas (912 mil) descendientes de los antiguos quilombos y que viven en asentamientos rurales extremadamente precarios y sin ninguna ayuda gubernamental. El nuevo Coronavirus, que penetró al país por medio de las clases adineradas de los grandes centros urbanos, vive ahora un intenso proceso de “periferización” y de flujo al interior; los que están muriendo, fundamentalmente, son los pobres. 

Para entender por qué Brasil se tornó el nuevo epicentro de la pandemia es necesario comprender la crisis política producida por un presidente de extrema derecha, negacionista y anticiencia que, instaurando una suerte de “terraplanismo epidemiológico”, viene provocando un verdadero genocidio en nuestro país. Además de negar la existencia del Covid-19, Bolsonaro destituyó en dos ocasiones a su ministro de Salud, en plena pandemia, hasta que, con la militarización del ministerio, encontró un general interino capaz de cumplir las más controvertidas decisiones: imponer un protocolo para uso profiláctico y terapéutico de medicamentos sin evidencias científicas; alterar el sistema de divulgación de informaciones epidemiológicas; interrumpir la participación del gobierno brasileño en la OMS y otros espacios multilaterales; retener recursos destinados a los estados y municipios para combatir el Covid-19; secuestrar respiradores y otros insumos adquiridos por otros niveles de la administración. 

El gobierno federal se deslindó de sus responsabilidades en la coordinación nacional del enfrentamiento de la pandemia, un hecho sumamente delicado cuando se considera que Brasil tiene una dimensión continental; se trata de un país sobrepoblado cuya estructura político-administrativa atribuye responsabilidades y exige la colaboración entre sus 5.570 municipios, 26 estados, el distrito federal y el gobierno federal. 

Lo más grave, sin embargo, es la postura de escarnio de Bolsonaro y la total falta de empatía para con las familias de los muertos por la pandemia. El presidente trata al Covid-19, desde su inicio, como un mero “resfriado o gripecita”. Incumple cotidianamente las medidas de aislamiento y promueve aglomeraciones con sus aficionados sin siquiera utilizar mascarillas. Utiliza las redes sociales –en una táctica que le es constitutiva– para diseminar fake news que ponen en entredicho el conjunto de esfuerzos emprendidos por las autoridades sanitarias. Llegó incluso a instigar a sus seguidores a invadir hospitales para que comprobaran que estaban vacíos y que los datos de casos y fallecidos presentados por alcaldes, gobernadores y secretarios de salud eran falsos, hecho rápidamente atendido por los fanáticos que le dan sustento. Al ser cuestionado por la prensa sobre los miles de decesos, respondió: “¿Y qué?”, lo que originó una dura editorial en la revista The Lancet. 

Para quien aún trata de entender lo que es la necropolítica, concepto desarrollado por el filósofo camerunés Achille Mbembe, que cuestiona los límites de la soberanía cuando el Estado escoge quién debe vivir y quién debe morir, cuando niega la humanidad del otro y cuando cualquier violencia se torna posible, desde agresiones hasta la muerte, invito a tomar como caso de estudio a Brasil, las conductas del gobierno de Bolsonaro –y de él mismo– en relación a la pandemia de Covid-19.

*Traducción de Jonás Chnaiderman, académico de la Facultad de Medicina de la U. de Chile.