Fachos y fachistoides

Repaso el programa presidencial del candidato José Antonio Kast y, además de descubrir su ignorancia, encuentro en él la confluencia de tres matrices ideológicas. Hay ahí residuos del fascismo clásico, perceptibles en su nacionalismo monolítico y en el consiguiente rechazo del otro, racial, de clase o de género. Detecto elementos que provienen del tradicionalismo oligárquico chileno, del señorialismo, cuando el líder carismático fascistoide se metamorfosea y se convierte en una figura patriarcal mitológica. Y hace suyo el ideologismo neoliberal, aun al riesgo de una contradicción con su fervor nacionalista, sumándose de esta manera a la defensa planetaria del capitalismo en esta hora de su reconstrucción.

Por Grínor Rojo

Primero, una definición. Se han dado muchas, pero la que a mí más me acomoda es esta: el fascismo es una movilización popular que, con más o menos éxito, abarca a una mayoría transversal de la población dentro de un territorio determinado (de ordinario, el territorio de la “nación”), con un líder carismático a la cabeza y apelando a tres variables ideológicas esenciales: el odio de raza, el odio de clase y el odio de cualquier ejercicio de la sexualidad que no sea el masculino normativo. Estas variables son las fuerzas movilizadoras y por detrás de su actualización suelen asomar el uniforme de las fuerzas armadas y el dinero de unos empresarios que se sienten amenazados por el “caos social y económico” reinante y que dejan por eso de jugar a la democracia. Al fascista en ciernes se le promete defenderlo, no importa cuáles y cuán despiadados sean los métodos —de ahí las violaciones de los derechos humanos, la persecución, la tortura y el asesinato: entiéndase bien que la del fascista de profesión es una guerra a muerte, y con un enemigo al que ha definido en esos términos no cabe esperar contemplaciones—; defenderlo de que los “otros”, los que no son como él, porque son de diferente color, de diferentes ideas y de una sexualidad “anormal”, no vayan a hacerse cargo del poder y, por lo tanto, de su vida

Grínor Rojo, ensayista y crítico literario, dirige el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile.

Como se sabe, el modelo clásico se estableció en Italia y Alemania después de la Primera Guerra Mundial (muchos historiadores prefieren pensar hoy día en que esa fue una sola guerra, entre 1914 y 1945, con una especie de intermedio entre 1919 y 1938). En Italia, cuando la frustración de las masas era enorme y su presión sobre los siete gobiernos liberales que hubo entre 1919 y 1922 resultaba insostenible, esas masas adhirieron primero a la izquierda socialista, y luego a su desprendimiento comunista, desde enero de 1921, cuando Gramsci funda el partido. Pero pronto fueron arrastradas por el discurso revanchista, nacionalista y agresivamente antibolchevique de Benito Mussolini (a la revolución rusa el fascismo la demoniza como una bestia sedienta de sangre), quien se convierte en primer ministro el 29 de octubre de 1922. En Alemania, entre tanto, gobierna la socialdemocracia de Weimar, entre 1919 y 1933, pero el país viene saliendo de una derrota y una humillación, ésta la del tratado de Versalles que le rebanó gran parte de su territorio ancestral. No solo eso, ya que Alemania se encuentra literalmente en el suelo y el hambre hace allí de las suyas. En ambos casos, hay transformaciones que se requieren urgentemente y que podrían materializarse en cualquier momento. En esa circunstancia, los ricos le ofrecen financiamiento al fascismo para que obstruya esas transformaciones posibles y el fascismo les ofrece a cambio de ello protección.

Respecto del cuándo, los factores en abstracto son tres. Primero, debe prestarse atención a la existencia de una masa transversal de agraviados y a la incapacidad de los sectores de izquierda (por cualesquiera sean las causas, desde la represión a la crasa ineptitud) para responder a sus agravios. En segundo lugar, a la existencia de una derecha que ya no puede sostenerse recurriendo a sus recursos propios, que tiene miedo y tira así sus coqueteos democráticos por la ventana y se fascistiza. En tercer lugar, a unos gobiernos liberales o socialdemócratas, que están en el poder y que creen poder dejar las cosas como están, solo que introduciendo dentro de ellas algunas mitigaciones, sobre todo políticas, sociales y culturales. Me refiero aquí a la administración del Estado por parte de los autodenominados gobiernos “de centro”, los que aseguran que es posible conducir la nación en su crisis manteniendo al capitalismo como la economía rectora, pero aminorando sus estropicios, ya que saben muy bien que esos estropicios no son erradicables. Sin embargo, ellos estiman que van a poder contenerlos mediante una batería de analgésicos. La razón de esta creencia es política, me refiero a la sacralidad que reviste para estos líderes la democracia representativa, cuya sobrevivencia se encuentra indisolublemente matrimoniada, según han concluido, con la economía capitalista. En cuarto lugar, el fascismo define a sus enemigos cuidadosamente porque lo fortalece su diferencia con ellos, el que sus enemigos sean como son y el que ellos tengan la (por lo general, supuesta) fuerza que tienen. Hablo de: los extranjeros aborrecibles, preferiblemente los de otra “raza”, que conspiran contra la “identidad nacional” y les “quitan” sus trabajos a los compatriotas (en Italia, los comunistas extranjerizantes, antipatriotas y prosoviéticos. En Alemania, los judíos y los gitanos); los marginales, que por lo general son delincuentes; y, finalmente, los de un sexo inferior y/o indeseable: las mujeres que no quieren ser mujeres como corresponde, pues desdeñan la “familia”, quieren ser independientes y abortar cuando se les dé la gana, y los de las “llamadas” diversidades sexuales, todos estos pervertidos.

Hoy, en América Latina, cuando se está constituyendo entre nosotros un modelo de fascismo “fascistoide”, que además ha estrechado vínculos con la internacional de igual pelo (con el Vox español, entre otros grupos, y con personajes de tan execrable catadura como Álvaro Uribe, Keiko Fujimori, Andrés Pastrana y varios más), creo que necesitamos estudiarlo y para eso distingo un par de escenarios, los que si bien son diferentes están conectados. El primero es extralatinoamericano. Estoy pensando en la crisis generalizada del capitalismo contemporáneo y de su sistema de dominación. En los últimos cincuenta años, el capitalismo mundial ha ido perdiendo cada vez más terreno, lo que lo ha llevado a ensayar una estrategia de reacumulación que consiste no en cambiar sino en seguir haciendo lo mismo de siempre pero más y mejor. El nombre genérico de esa estrategia económica es “neoliberalismo” y fue desarrollada teóricamente primero por el gran adversario de John Maynard Keynes, el austríaco Friedrich von Hayek, y posteriormente, entre los años cincuenta y setenta, por los economistas de la Escuela de Chicago, Milton Friedman, Arnold Harberger y los demás. Su primera puesta en práctica parece haber sido la del Chile de Pinochet, la que, aunque madrugadora, no fue la decisiva. La realmente grande fue la de las políticas económicas de los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña en los años 80. Ellos son los que metieron el pie a fondo en el acelerador. Desmantelaron lo que aún quedaba en pie del “Estado de bienestar” keynesiano, les bajaron los impuestos a las grandes empresas, las facultaron además para meterse en el medioambiente y dañarlo y pusieron en la calle y reprimieron a millones de trabajadores.

Tuvo (y tiene aún) aquella puesta en práctica de la teoría económica neoliberal dos patas: una es la renovada privatización de los medios de producción y la otra es su globalización. La primera se apoya en la premisa de que el interés individual es el único que está en condiciones de hacer crecer a las comunidades y que por lo tanto debe otorgársele preferencia, allanándole el camino de la mejor manera (por ejemplo, pasando leyes antisindicales y beneficiando a las grandes fortunas porque son las que “crean trabajo”). Como su consecuencia necesaria, esta premisa involucra un abandono del sentido social de la actividad económica. Por ejemplo, constituye una herejía hablar en este contexto de la función social de la propiedad de la tierra o del agua. O sea, nada de discursear sobre cosas como la reforma agraria o de que el agua es un derecho humano, de que la tierra sea para los que la trabajan y el agua para todos los que la necesitan, etcétera.

Y la segunda premisa consiste en la unificación de la productividad del mundo en un solo sistema dentro del cual las transnacionales que provienen de (aunque no necesariamente se estacionan en) los países metropolitanos y más fuertes son las que se encargan de la producción de los bienes elaborados, aquellos que requieren de una alta tecnología, en tanto que las que actúan en los países periféricos y más débiles se ocupan de la producción de materias primas y alimentos (o, en el mejor de los casos, de bienes elaborados pero de baja tecnología). Con un agregado: en los países centrales se encuentran los centros que manejan la dimensión financiera del sistema.

Nada de esto ha sido fácil, sin embargo. Cierto que ha incrementado las fortunas a nivel mundial de forma obscena (leo en un artículo de Onofre Alves Batista Júnior y Fernanda Alen Gonçalves da Silva que, “según el Crédit Suisse de 2014, aproximadamente 0,7% de la población mundial, 35 millones de personas, se apropiaron de 44% de la riqueza mundial, mientras el 69,8%, 3,282 mil millones de personas, con patrimonio menor a 10 mil dólares, posee apenas 2,9%»), pero eso al costo de varios tropiezos, como las debacles financieras de 2007 y 2008, y de un malestar que crece como una mancha de aceite. En cuanto a esto último, basta observar la frustración en el corazón del imperio. Me refiero a la frustración de los estadounidenses, para quienes el salario mínimo se mantiene estancado en 7.25 dólares por hora desde 2009, pero no así los precios de los alimentos, la vivienda, los servicios, etcétera. Por otra parte, no existe en Estados Unidos una izquierda capaz de canalizar el descontento. La izquierda estadounidense es académica y de cortos alcances. Pero el descontento popular está vivo y un fascistoide, de las hechuras de Donald Trump, ha sabido apropiarlo y productivizarlo. Ha tocado para eso todas las cuerdas consabidas y sacándoles el máximo provecho a las tecnologías mediáticas. Ha hablado y actuado contra los inmigrantes, contra los negros, contra los pobres (delincuentes, claro), contra las mujeres, contra los homosexuales.

En América Latina, el descontento con el modelo neoliberal era visible ya a fines del siglo pasado y dio origen al ciclo histórico del llamado “socialismo del siglo XXI”. Este se extendió a lo largo de una decena de países y su apogeo duró un poco más de diez años. En 2010, presidía Venezuela Hugo Chávez; en Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva; en Ecuador, Rafael Correa; en Argentina se había producido ya el relevo posterior a la muerte de Néstor Kirchner, habiéndolo reemplazado en la presidencia su esposa Cristina Fernández de Kirchner; en Uruguay, José Mujica; en Bolivia, Evo Morales; en Paraguay, Fernando Lugo; en El Salvador, Mauricio Funes; y en Nicaragua, sobreviviente de la ofensiva de los “contra” y de vuelta en el poder en 2007, después de un interregno de diecisiete años, Daniel Ortega. En 2019, ese proyecto “progresista” era un edificio en ruinas. Hugo Chávez, muerto en 2013, fue sucedido en Venezuela por Nicolás Maduro, presidente desde la desaparición de su mentor y a quien hoy asedia una crisis económica de proporciones; Rafael Correa cumplió su mandato en la presidencia ecuatoriana en 2017 y lo sucedió Lenin Moreno, su antiguo vicepresidente, quien se transformó en su adversario y verdugo, y todo eso para que el banquero Guillermo Lasso entrara en el Palacio de Carondelet este mismo año 2021; también, cosa increíble, Luiz Inácio Lula da Silva fue a dar mañosamente a la cárcel y Dilma Rousseff, su heredera política, fue destituida. De lo que en Brasil vino después, la derecha corrupta de Michel Temer y la extrema derecha, aún más corrupta, de Jair Bolsonaro, más vale no hablar.

Podrían sumarse a los tres casos anteriores otros cuatro: el de El Salvador, un país al que las pandillas (las “maras”) le fijaban el rumbo hasta no hace mucho, concretamente hasta el ascenso a la presidencia del publicista Nayib Bukele, quien se dice que ha logrado contenerlas; el caso paraguayo, donde Fernando Lugo fue despojado de su cargo en junio de 2012 con un “golpe parlamentario”, y donde en la actualidad gobierna una derecha grosera, la de Mario Abdo Benítez, un apologista del antiguo dictador Alfredo Stroessner; el argentino, donde Cristina Fernández de Kirchner perdió en 2015 la elección presidencial frente al empresario futbolero y devoto neoliberal Mauricio Macri y donde Alberto Fernández está ahora mismo tratando de resolver el desmadre económico que Macri le dejó, y el de Nicaragua, donde Daniel Ortega parece haberse decidido a emular su antiguo rival el Tacho Somoza. A la desafiante UNASUR, la esperanza integracionista del bolivariano Hugo Chávez, la habían abandonado hasta abril de 2018 seis de sus socios más importantes: Colombia, Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú. Del socialismo del siglo XXI solo se mantenía en funciones el boliviano Evo Morales, quien sería el último en caer, en un golpe de Estado que tuvo lugar el 10 de noviembre de 2019.

Era la contraofensiva neoliberal, la reacción contra la tendencia redemocratizadora que representó el tan bullado socialismo del siglo XXI.   

Es decir que la tentativa latinoamericana de comienzos del siglo XXI para hacer frente a la reinvención planetaria del capitalismo, se frustró, que los proyectos de transformación de entonces fracasaron y que los gobiernos progresistas que los impulsaban desaparecieron. No desaparecieron el descontento y las aspiraciones de la gente a una vida mejor, sin embargo. Los políticos progresistas hicieron mutis del primer plano, eso es cierto, pero las personas seguían queriendo tener una vida decente. Los políticos mascaban su derrota y alguno de ellos trató de enmendarla mostrando buena conducta, pero las grandes mayorías continuaban tan mal como o peor que antes. Más bien, peor, porque los neoliberales que estaban de regreso venían con sangre en el ojo y no tardaron en sustituir el asistencialismo de sus antecesores por la explotación sin cortapisas, combinando la potencia de su ideología con los adelantos tecnológicos y con lo peor de las tradiciones domésticas. La aplicación de las recetas del neoliberalismo, vigente en Chile hasta hoy en plenitud y a medias en otros lugares, mejoró los indicadores macroeconómicos (¿sabía usted que ahora me lee que el ingreso per capita que se proyecta para Chile en 2022 es de 30.000 dólares? ¿Cuánto gana usted anualmente?), pero las condiciones de vida del pueblo no mejoraron. En su Panorama Social 2020, la CEPAL informa que entre 2014 y 2019 aumentaron en América Latina la pobreza y la pobreza extrema, de 27,8 por ciento en 2014 a 30,5 en 2019 y de 7,8 a 11,3, respectivamente.

Y así es como un pueblo maltratado, para cuya voz la vieja izquierda había prestado en el mejor de los casos solo una mitad de la oreja, empezó a escuchar otras voces: escuchó a Piñera en Chile, en 2010 y de nuevo en 2018, a Iván Duque en Colombia, en 2018, a Jair Bolsonaro en Brasil, en 2019, y a Guillermo Lasso en Ecuador, en 2021. Todos esos son giros a la derecha, algunos más y otros menos pronunciados. El peor es el de Bolsonaro, un payaso macabro, culpable de la ruina económica del Brasil y responsable de por lo menos un tercio de los seiscientos siete mil fallecimientos por covid-19 ocurridos en ese país hasta el día en que escribo, hasta este 30 de octubre de 2021. A él se le puede tildar, inequívocamente, de neofascista. El neofascismo latinoamericano actual no tiene a un mejor representante.

¿Y en Chile?

Repaso el programa presidencial del candidato José Antonio Kast y, además de descubrir su ignorancia (sus alusiones a la deconstrucción y a Michel Foucault son para la risa), encuentro en él la confluencia de tres matrices ideológicas. En primer lugar, hay ahí residuos del fascismo clásico (avalados tal vez por la historia familiar y la educación del candidato), perceptibles en su nacionalismo monolítico y en el consiguiente rechazo del otro, racial, de clase o de género. Los datos concretos son conocidos: el pueblo chileno es uno solo y desciende del conquistador español, que aquí se mestizó: “el chileno, que asume la herencia del mundo cristiano occidental mestizo, se comporta entre sus semejantes con la lógica de pertenecer a un mismo pueblo, una misma aldea, una sola gran familia, superando, a pesar de lo que se diga, clases sociales y diferencias geográficas” (esta es, dicho sea de paso, la tesis del historiador Sergio Villalobos y también la de Augusto Pinochet). Ergo: en Chile no existen los indios, a los que el programa de Kast prácticamente no menciona, y el conflicto en la Araucanía se reduce al terrorismo y la delincuencia a los que hay que tratar como tales. También debe contenerse la inmigración y aquellos pocos inmigrantes que consigan entrar al país, será porque fueron seleccionados con lupa. Correlativamente, el respeto por la autoridades, especialmente las uniformadas, es algo que debe reinstalarse en la ciudadanía de la manera más decidida y contundente, sin melindres humanitarios (autorización a la policía para hacer uso de la que ellos consideren “fuerza necesaria”, “más cárceles para Chile”, queda “clausurado” el Instituto Nacional de Derechos Humanos, el que será reemplazado por otra entidad “transversal dedicada a la defensa efectiva de los Derechos Humanos de todos los ciudadanos”, Chile se retirará del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y se ampliarán “las atribuciones del Estado de Emergencia”) ni en gastos (nuevos equipos, armas y tecnología de punta, mejores sueldos, etcétera). El Ejército intervendrá asimismo en los conflictos civiles sin restricciones. Además, se derogará la Ley de Exonerados Políticos. El programa no aclara si las condenas de los residentes en Punta Peuco van a ser revisadas, pero por otras declaraciones del candidato concluyo que eso es algo que también está en su agenda. 

En cuanto a las mujeres, su obligación es retornar al seno de la “familia”, que es el lugar que a ellas les corresponde según el orden natural. Nada de Ministerio de la Mujer ni cosa parecida, por lo tanto. Y ni nombrar una ley de aborto, ni siquiera la muy moderada de Michelle Bachelet, a la que habrá que derogar y, aunque otra vez esto sea algo que el programa no especifica, sería consecuente que esa derogación se hiciera metiéndola en un mismo paquete con la leyes antidiscriminación (Ley Zamudio) y de identidad de género (que, alejándose del naturalismo, define el ser hombre o mujer no como un condicionamiento biológico, sino como una “convicción personal e interna”) Finalmente, los desviados sexuales no tienen por qué ser amparados legalmente. Nada de matrimonio homosexual o de adopción homoparental. En suma: acabar así con la mentira de “los mal llamados ‘enfoques de género’ no menos que con “las ‘causas’ relativas a pueblos indígenas”.

En segundo lugar, detecto en este programa elementos que provienen del tradicionalismo oligárquico chileno, del señorialismo, cuando el líder carismático fascistoide se metamorfosea y se convierte en una figura patriarcal mitológica, que conocemos bien, la del bondadoso dueño de fundo, el que les da de comer y protege a sus siervos y al que estos admiran y celebran (“¡buena, patrón!”). Se une a eso un catolicismo ultramontano, que a mí me parece más a la derecha que el del papa actual y que se traduce en una abogacía fanática a favor de la educación privada católica. Desde un trato económico especial para esa clase de educación hasta el reforzamiento de la presencia religiosa en todo el aparato público y, en particular, en las escuelas públicas. La separación entre la Iglesia y el Estado, el Estado laico, que en Chile tiene un siglo y medio de vida, se elimina así de una sola patada. Valentín Letelier ha de haberse dado vueltas en su tumba.

Por último, el programa de Kast hace suyo el ideologismo neoliberal, aun al riesgo de una contradicción con su fervor nacionalista, sumándose de esta manera a la defensa planetaria del capitalismo en esta hora de su reconstrucción.

El programa al que le acabo de entresacar algunos de sus aspectos más notables, y esto no hay que perderlo de vista, es un legado. La principal inspiración del neofascismo de José Antonio Kast no es otra que la del plumario favorito de Pinochet, Jaime Guzmán Errázuriz, quien parece haberse escapado del cementerio y estar haciendo sus rondas una vez más. En sus años de estudiante en la Universidad Católica, Kast entabló con Guzmán una relación discipular y su programa presidencial recupera hoy yo diría que el noventa por ciento de las ideas del fundador de la UDI. Puede que la única diferencia sea la vertiente franquista de Guzmán vis-à-vis la alemana de Kast. Pero ese es un dato menor. Incluso el giro que se produjo en el pensamiento económico de Guzmán en los años sesenta, correlativo al que se produjo entonces en la economía franquista, desde el corporativismo económico al capitalismo sin más, tiene un eco en Kast y, como ya lo dije, contradiciendo su nacionalismo, ya que una economía desnacionalizada, globalizada y a cargo de las transnacionales, es un componente inextirpable de este programa que sin embargo es tan requetecontra chileno.

Foto en imagen destacada: Isac Nóbrega.

El fascismo y el nazismo de la lengua de Bolsonaro

¿Cómo explicar el comportamiento de un presidente que resiste a la autoridad científica? Aquí presentamos una explicación relativa a su uso del lenguaje, revisitando la obra de Roland Barthes, pensador del lenguaje, y de Victor Klemperer, analista de la retórica nazi. Bolsonaro solo sobrevive políticamente si continúa movilizando a sus fieles, en una dinámica de apoyo incondicional. No necesita tanques de guerra ni policía secreta: la propia lengua le sirve de estructura de apoyo.

Por Claudia Amigo Pino y Paulo Procopio Ferraz

Durante la pandemia, en Brasil, se han escuchado varios discursos de políticos que se oponen a la ciencia. En marzo, cuando las primeras cuarentenas fueron decretadas en Europa para contener el creciente número de infectados y muertos por el Coronavirus, el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, afirmaba que la pandemia era una fantasía propagada por los medios de comunicación. Dos semanas más tarde, el propio Bolsonaro sostuvo: “el brasileño tiene que ser estudiado. No le pasa nada. Ves a gente saltando en alcantarillados. Se zambullen, no les pasa nada”. En agosto, después de haberse enfermado de covid-19, afirmaba que “el lockdown había matado dos de cada tres personas en Inglaterra” y que “la hidroxicloroquina había salvado su vida y la de miles de brasileños”. En 2021, a pesar de ser obligado a moderar su discurso por presión de sus adherentes, dijo que las Fuerzas Armadas podían ir a la calle a “acabar con esa cobardía del toque de queda”, oponiéndose abiertamente a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que aconseja el aislamiento social y desestimula el uso de drogas sin eficacia, como la hidroxicloroquina, para el tratamiento del covid-19.

¿Cómo explicar el comportamiento de un presidente que resiste a la autoridad científica? Hay investigaciones que identifican esas acciones con una estrategia de propaganda: el gobierno central no se responsabilizaría por medidas impopulares de aislamiento social, dejando que gobernadores y alcaldes asuman esa carga. Aquí presentamos otro tipo de explicación para el comportamiento irresponsable de Bolsonaro, relativo a su uso del lenguaje. Para eso, revisitamos la obra de un pensador del lenguaje, Roland Barthes, y de un analista de la retórica nazi, Victor Klemperer.

En su lección inaugural en el Collège de France, en enero de 1977, Barthes afirma que la lengua es fascista porque nos obliga a repetir el discurso del poder. Usar la lengua implica una sumisión a una tradición y a un poder vehiculados por ella. No hay posibilidad de salir de la lengua una vez que el hombre es obligado a hablar: “Infelizmente, el lenguaje humano es sin exterior: es un lugar cerrado”. De ese modo, no hay realidad externa al lenguaje, la realidad es constantemente creada y recreada por el lenguaje. Los acólitos del presidente no niegan simplemente la existencia de una realidad exterior a ellos, ellos crean una ilusión de realidad a partir de las palabras, frases y fórmulas a las cuales están expuestos.

Según Barthes, uno de los elementos que hacen que la lengua sea fascista es su tendencia a la afirmación. Todas las frases que buscan desviarse de la afirmación necesitan pasar por una serie de modificaciones gramaticales más o menos complejas. En francés, por ejemplo, la negación se constituye como una dificultad considerable para quien quiere aprender la lengua. Incluso los francoparlantes nativos se pueden confundir con ciertas interacciones entre pronombres, tiempos verbales y partículas negativas. Es innegable que, a pesar de las críticas formuladas a la noción de “fascismo de la lengua”, hay un fuerte aprecio de la lengua fascista por la afirmación. Victor Klemperer sostiene que una de las características de los textos nazis es, justamente, la afirmación perentoria, que creaba verdades incontrovertibles y absolutas. No era fácil despegarse de la lengua nazi: invadía todos los espacios, todos los discursos. Cuestionar una frase del Führer era una actitud blasfema.

En los discursos de propaganda, Hitler es colocado como un “redentor” y “salvador”, un lugar de lenguaje semejante al de un mesías. En 1934, por ejemplo, Hermann Göring hace un discurso frente a la cámara de Berlín en el cual afirma: “Todos nosotros, desde el más simple miembro de la S.A. hasta el primer ministro, somos de Adolf Hitler”. Bastaría con cambiar la palabra “Hitler” por “Cristo” para entender las relaciones con la lengua cristiana. El tono religioso es, a veces, explícito. Klemperer escribe que “él [Hitler] llamó ‘sus apóstoles’ a los caídos en la Feldherrnhalle. Eran dieciséis, seguramente él tiene que tener cuatro más que su antecesor [Jesucristo]”. No es necesario mucho esfuerzo para identificar la misma estrategia de propaganda en Jair Bolsonaro, que da énfasis a su segundo nombre, Mesías, y al que muchos llaman con el epíteto “mito”.

Pero la verdad nazi es su fragilidad: en la medida en que cada una de sus palabras carga el peso grandilocuente de lo real, su palabra es una forma de hacer que la realidad sea expresión de la propia lengua. Es decir, ella es inflexible; se deshace con la menor de las presiones, como aquellos materiales que, por ser demasiado duros, se mantienen intactos o se desarman —no es posible, para la lengua nazi, ceder un poco, porque eso ya afecta la integridad de su cuerpo—. Por eso, según Klemperer, “todo era vigilado en los mínimos detalles para que su doctrina nacional-socialista continuara intacta, sin falsificación en cada uno de sus aspectos, incluyendo el lenguaje”. De la misma manera, Bolsonaro, a pesar de las presiones políticas, no puede asumir que se equivocó. Como ejemplo, podemos citar su absurda declaración de que nunca habría calificado la covid-19 como una gripecita. Para la lengua fascista es más fácil fingir que el pasado no pasó que corregirse. La lógica de ese procedimiento no es difícil de entender: si me rectifico, admito al mismo tiempo que puedo equivocarme, lo que puede producir dudas en quien me sigue.

A partir de esa relectura de Barthes y Klemperer, podemos identificar los usos específicos del lenguaje en la propaganda del gobierno de Bolsonaro. Así, percibimos la necesidad de alejarse del discurso de la ciencia (objeto de múltiples disputas con la religión desde el siglo XVIII) y del uso de la palabra “mito” para referirse a éste: los dos usos del lenguaje refuerzan la relación con el imaginario religioso. Y esa asociación con los íconos religiosos le permite colocarse en el lugar del mesías; aquel que no puede equivocarse, porque tiene soporte divino.

¿Por qué Bolsonaro necesita usar una lengua cercana al nazismo? ¿Cómo eso lo ayuda a mantenerse en el poder? Evidentemente, esa proximidad, una vez explicitada no es favorable para el gobierno: cuando Roberto Alvim, secretario de Cultura, emuló, sin disfraces, un discurso de Joseph Goebbels, Bolsonaro lo alejó inmediatamente del gobierno. Sin embargo, no se trata de definir las simpatías políticas del bolsonarismo, sino de entender cómo ese movimiento opera políticamente. Es posible que la cercanía con el nazismo no sea un deseo de Bolsonaro, pero se trata de un camino que todos los movimientos fascistas son obligados a tomar. Bolsonaro no es fascista por elección, pero sí por afinidad de acción: solo sobrevive políticamente si continúa movilizando a sus fieles, en una dinámica de apoyo incondicional que encontramos en cualquier líder fascista. Y así, no son necesarios tanques de guerra ni policía secreta: la propia lengua sirve de estructura de apoyo.

Claudia Amigo Pino es profesora titular de Literatura y Crítica Francesa en la Universidad de São Paulo, es doctora de la misma universidad y postdoctora en la Universidad de París 7 y en Institut de Textes et Manuscrits Modernes (CNRS), en París. 

Paulo Ferraz es doctor de la Universidad de París 8 y post-doctorando en el Departamento de Letras Modernas en la Universidad de São Paulo.