Pensemos en imágenes

Por Juan Manuel Silva Barandica / Foto: @caiozzama

Piensa en una imagen: el elefante

Piensa en la imagen del elefante: si nos enfocamos en trompa, orejas u otra particularidad, dificilmente podemos definirlo con justicia.

Piensa en la imagen del elefante en una cristalería: es muy difícil que un animal tan grande se abra paso de manera cuidadosa.

Piensa en la imagen del elefante en cualquier espacio cerrado: mires donde mires te encuentras con un elefante. Es imposible ignorarlo.

Piensa en una imagen: la palabra

Muchos hemos pensado estos días en qué hacer con respecto al mayor levantamiento popular desde la dictadura en Chile. Porque han sido semanas de reflexión, de profundo dolor, alegría, emoción, silencio y palabras. Palabras vacías, sobre todo: ideas montadas a la rápida para hacer ostensible que no se forma parte de la masa, que hay una distinción, que quienes “piensan” son distintos o están alejados de lo que ocurre. Que quien interpreta la realidad no es parte de lo real. Más allá de nombres y casos, quisiera plantear lo contrario. El personalismo, en estos momentos, carece de valor teórico o político, incluso riñendo con un mínimo de decencia. Ante todo: respeto por los heridos, vejados y muertos. Ante todo: palabras comunes, palabras colectivas.

Piensa en una imagen: el trabajo

Como el fondo y la superficie de nuestro problema está en el concepto del trabajo y la explotación como formas de segregar, diferenciar y reproducir las estructuras oligárquicas, he recordado mucho las palabras de mi papá, una de las personas a quien más he visto trabajar y que pagó con la enfermedad y la muerte dicha consecuencia. Solía decir —a pesar de creer en los procesos democráticos— que no importaba el sector que gobernase, que igual el día de mañana habría que volver al trabajo; algo similar a la representación del sentido común en el famoso chiste de Nicanor Parra: “El verdadero problema de la filosofía/ es quién lava los platos”. Lo interesante de ambas perspectivas es que eran plausibles, al menos, en el mundo en el que vivíamos: el Chile de antes del 18 de octubre del 2019. Este momento presente, que habitamos y nos habita, este kairos (momento adecuado u oportuno), está preñado de futuro: lo que estamos viviendo es un vistazo hacia el tiempo que vendrá, hacia las condiciones de posibilidad de ese futuro, como si pudiésemos adelantar la película de nuestras vidas. Experimentamos este futuro gracias a que se han detenido los relojes del trabajo, y son miles de estudiantes, trabajadores independientes, desempleados, jubilados y el mal llamado lumpen quienes han sostenido este quiebre del orden de la realidad, siendo golpeados, baleados, gaseados, torturados, violados, secuestrados, quemados y muertos por las policías nacionales y el Ejército.

Piensa en una imagen: la violencia

Dos violencias enfrentadas: una institucional / una popular; una legal / una ilegal; una violencia ilegítima institucional por el quiebre de la representación popular / una violencia popular legitimada por falta de representación real.

Piensa en una imagen: los árboles y el bosque

Los árboles impiden ver el bosque; el trabajo no deja que veamos la vida. Necesitamos otro contrato social, otra forma de trabajo, otra manera de sentir y experimentar la vida. Las viejas querellas críticas e intelectuales entre derecha e izquierda se resquebrajan como los últimos pilares erguidos del complejo palacio de la modernidad. Quienes no trabajan están defendiendo con su vida nuestro derecho a un trabajo digno, a la felicidad.

Piensa en una imagen: el fuego

Hace unos días se incendió la esquina de Santa Rosa con Alameda. Al parecer los locales estaban vacíos, al igual que el centro médico, la iglesia y el hotel adyacentes. Habían sido evacuados horas antes. Yo llegaba recién a mi departamento cuando se iniciaron las llamas y tardé solo unos minutos en descubrir que el fuego llegaría rápidamente al techo del edificio en que vivo. Ante el terror de las llamas y las enormes volutas de humo que entraban por mis ventanas, decidí hacer un escrutinio de mis pertenencias más importantes: salí de la casa con mis perros y dos discos duros.

Más allá de quién haya sido el responsable del origen del fuego, me parece importante relevar que —por lo menos para mí— lo único que defendí y defendería de la destrucción sería a mis amigos animales y humanos, mi familia y mi trabajo, no la propiedad. En ese sentido, una de las cosas más llamativas de este acontecimiento histórico es la vulgar fascinación que expresan nuestros gobernantes y representantes por la propiedad más que por la vida. ¿Qué vale más? ¿Una farmacia o el ojo de una jovencita?

Piensa en una imagen: la imagen

Cuando empecé este texto, creía que la imagen que destacaría era la del fuego: las llamas que cercaron mi departamento y que, por suerte, al final no lograron alcanzarlo. Ahora, en cambio, prefiero concentrarme en la imagen misma como síntesis y vínculo, porque a pesar de que el gobierno quiera separar a la gente, son las imágenes las que nos recuerdan que somos parte de algo más grande que nosotros. El perro Matapacos, el joven con el escudo del disco Pare, el monumento del general Baquedano lleno de banderas mapuche, el boleto de micro escolar de los noventa con ambos niños heridos en los ojos y tantas otras imágenes, parecen vibrar en una constelación que aún no se diseña, que todavía no tiene forma. ¿Quién podría darle forma a estas imágenes? No los políticos, no los sociólogos, no los historiadores, no los periodistas, no los ingenieros, no los economistas. Aunque tal vez sí, pero sólo a través de las únicas manifestaciones propiamente ancladas en los múltiples paisajes que despliega nuestro territorio: la música y la poesía. Sin ser propiedad de nadie, estas dos formas del arte han proliferado junto a la miseria del pueblo chileno. Así, la música de Víctor Jara y la poesía de José Ángel Cuevas, la música de Violeta Parra y la poesía de Stella Díaz Varín han sido lugares simbólicos de encuentro, donde se han reunido y se reunirán los individuos, y donde comparecen distintos y oscuros momentos de la historia que pareciesen rimar. “No estamos solos”, reza uno de tantos eslóganes invertidos por la insurrección: el lenguaje periodístico y publicitario recobra su valor en manos de las multitudes, mientras las personas se reúnen en torno al fuego, como si su poder purificador nos trasladase al caos original: la reunión caótica de lo diferente en la unidad.

Piensa en una imagen: la multitud

Luego de tres semanas convulsas y violentas, de polarización y quiebres institucionales, sin afanes reconciliatorios, quisiese plantear con insistencia el valor de esa posibilidad de un trabajo futuro a través de una imagen distinta a la del fuego y la destrucción: el viernes 25 de octubre se reunió más de un millón de personas en la Plaza Italia y, entre el carácter festivo de la manifestación y la dura batalla que dieron los jóvenes de la primera línea contra Carabineros, tuve la suerte de experimentar y tomar conciencia de algo que ocurre todos los días, aunque de manera palmaria. Me explico: vivimos en una ciudad de más de siete millones de habitantes y pocas veces sentimos ser esos siete millones. El día 25 de octubre de 2019 sentí por primera vez el desborde de la masa, de la multitud, una suerte de sublime irrepresentable: sentí una mezcla de angustia, placer, pánico y asombro.

 ¿Cómo representar a una multitud? A través de una imagen: una célula en un cuerpo sano; el funcionamiento de una célula y su relación con las otras está en una coordinación, una suerte de armonía (irregular en muchos aspectos) sobre la cual se construye la idea de cuerpo, los extramuros de lo que entendemos por individuo. Pues bien, habitamos este ser, pero somos incapaces de comprender que lo habitamos, que somos parte de su materia, ser conscientes de ello.

Quiero que nos detengamos en un punto: la consciencia. De la misma manera que asumimos que las células no están conscientes de que son parte de un cuerpo, nosotros mismos podríamos ignorar que lo humano no es más que una forma compleja y más amplia, una suerte de individuo que constituimos entre todos, como un mosaico o un ser hecho de seres, como plantean ciertas visiones que sostienen que la Tierra es un gran organismo del que los seres somos una parte.

Pensemos en una imagen: el Simurg

Como los estorninos y ciertos cardúmenes de peces, ciertos seres al reunirse construyen un ser mayor.

El lenguaje de los pájaros, de Farid Uddin Attar, es un poema persa del siglo XII que cuenta cómo las aves se congregaron para buscar a su rey. Durante el viaje van cayendo una a una bajo la inclemencia del clima, los depredadores y el hambre. Sólo treinta llegan al encuentro de los protectores del umbral, quienes al ver que estaban atadas a la tierra y el deseo, les niegan la entrada.

Sólo cuando las aves logran anular su deseo, su voluntad y su ansia, les es permitido conocer al Simurg, su rey. Son conducidas a una sala vacía. En ese lugar y momento comprenden que todas ellas juntas son el Simurg y que el viaje y las penurias sufridas les han revelado su lugar en la historia.

Julio Pinto: “No se va a resolver la crisis si no se hacen transformaciones profundas”

En 2017, la historiadora Azun Candina conversó con el Premio Nacional de Historia 2016 para analizar, entre otros temas, la desconfianza en las instituciones y quienes las dirigen, los movimientos sociales y las nuevas generaciones, a la luz de escenarios similares que se dieron en Chile en el pasado. En el contexto del estallido social que hoy se vive en el país, recuperamos este diálogo, que hoy cobra más urgencia que nunca.

Por Azun Candina | Fotografías: Felipe Poga y Sofía Brink

—Desde la perspectiva de la historia contemporánea reciente, ¿crees que lo que estamos viviendo es un fenómeno de crisis a nivel institucional, partidario o de política social?

Creo que si definimos una crisis como un estado en que el sistema deja de funcionar como debería —no quiero decir bien, porque a veces hay sistemas que están diseñados para funcionar mal—, estamos en una crisis política. Hay una deslegitimación de las instituciones, de la clase política en general, en términos de su capacidad conductora, y una dificultad que hasta aquí se ha expresado como incapacidad para que surjan propuestas alternativas que aprovechen la crisis para realizar cambios más de fondo.

—Cuando hablas de crisis de legitimidad de la política, ¿a qué te refieres específicamente?

Hay una noción de que para que un Estado pueda existir y seguir funcionando, debe contar por lo menos con el consentimiento de aquellos a quienes gobierna. Consentimiento no significa necesariamente entusiasmo, adhesión doctrinaria. Significa “confiamos en que las autoridades van a hacer lo que deben hacer, que es conducir la cosa pública de una forma aceptable”. Cuando la población o la sociedad deja de sentir que eso está ocurriendo, el Estado, el régimen político, pierde legitimidad. Y creo que es eso lo que estamos experimentando hoy en Chile.

—¿En qué tipo de fenómenos dirías que esto se muestra o tiene una emergencia en lo público?

Uno de los síntomas de la crisis de la política es un desconcierto generalizado respecto de para dónde va este país en términos de proyectos, de conducción, de nociones de futuro. En una parte de la sociedad hay un descontento que no es nuevo, que viene de bastante atrás, respecto de las características del modelo que nos rigió desde la dictadura hasta acá. Estoy pensando en el modelo en su fase económica, individualista, ultra mercantilizado, donde las vidas personales se rigen por el éxito material y donde cada cual tiene que defenderse con sus propios medios. Hay un descontento respecto de esa forma de concebir la convivencia social. Y se expresa en demandas como las del movimiento estudiantil, el sistema previsional; se expresa todavía un poco inorgánicamente también respecto del sistema de salud. No estoy tan seguro de que ese descontento se traduzca automáticamente en la búsqueda de un modelo radicalmente distinto; no creo que de este descontento vaya a emerger el socialismo plenamente formado. En muchos casos, hay un descontento porque el sistema no les está dando todos los retornos que supuestamente les prometió. Yo creo que para muchos de los que apoyan el movimiento NO + AFP, su problema es que sus propias pensiones van a ser muy bajas; el problema no es el principio que estructura el sistema, que es el de la capitalización individual.

—¿Tú crees que esta crisis se parece a otras del siglo XX, que significaron cambios de rumbos, cambios de modelos políticos, de modelos sociales? Estoy pensando en lo que pasó, por ejemplo, en los años 20; en lo que pasó en la década del 50 con la llegada de Ibáñez al poder, con un populismo que se cuela en medio de un sistema de partidos.

Crisis económicas y políticas ha habido a lo largo de toda la historia de Chile y de la humanidad. Lo sabes bien como yo: la historia no es un continuo de armonía y menos de progreso ininterrumpido. Es una alternación entre momentos de auge, de cambio; momentos de estabilidad y de crisis. Y en ese sentido, los dos momentos que tú nombras, la crisis de fines de los años 20 y de principios de los 50, fueron frontalmente crisis políticas, que tuvieron salidas distintas. En los años 20 lo que entró en crisis fue el sistema político y económico, que es lo que sustentaba lo que actualmente se llama la república oligárquica o salitrera y que se llamaba entonces el Chile parlamentario. Ahí hubo una profunda crisis de ese sistema que en un momento permitió incluso entrever la alternativa revolucionaria como una salida posible. Por algo la izquierda de Chile nace en esa coyuntura, porque hay un momento en el cual hay personas dentro del país, las más castigadas, las más descontentas con ese sistema, que vislumbran la posibilidad de un recambio más profundo, de la forma de convivencia social que hay. Esa no es la resolución que finalmente se impuso. El sistema no se hundió, pero sí tuvo que experimentar una cirugía profunda. El sistema político y económico que emergió de la crisis de los años 20 fue bien distinto al oligárquico parlamentario salitrero, aun cuando los que lo conducen tal vez sigan siendo muchos de ellos los mismos. Pero el libreto al cual se ciñen es otro. A principio de los años 50, ese sistema tuvo un momento de crisis, en que pareció agotarse. Y se tradujo un poco como ahora, en un escepticismo generalizado, una desconfianza respecto de las instituciones y los partidos políticos que habían conducido ese proceso. Y ese vacío permite que irrumpa una alternativa que era un poco extrasistémica, como es lo que tú llamas el populismo ibañista, aunque Ibáñez es el gestor de este modelo en alguna medida.

—Pero que se presenta como tal: “yo vengo de afuera”, la política de la escoba, yo no soy parte de este mundo.

Pero a la larga el experimento ibañista no llevó a nada, no transformó radical, ni siquiera medianamente, el modelo que se venía desplegando desde principios de los años 30. Y lo que viene después es una continuidad de ese sistema, donde se instala con mucha más fuerza un horizonte revolucionario. Parte de la izquierda de esos años dice: “la verdad es que ninguna crisis del sistema imperante en Chile se va a resolver del todo si no es mediante una revolución”. Y ahí se incuba la experiencia de la Unidad Popular, que es otro momento de crisis en el siglo XX.

—Hay un historiador que nos miró desde afuera. En su libro Chile, desde Alessandri a Pinochet: En busca de la utopía (1993), una de sus tesis centrales es que estos cambios de proyectos políticos desde los 50, pasando por Alessandri, luego el experimento de la Democracia Cristiana, la Unidad Popular, Pinochet; cada uno de ellos se explica porque promete ese cambio estructural profundo, ese salto al desarrollo. No lo logra y viene el modelo siguiente. Yo podría decir, porque Angell llega solamente hasta Pinochet, que la Concertación también hace esa promesa: “salimos de la dictadura, ahora sí vamos a superar la pobreza”. Y actualmente nos encontramos otra vez con el desencanto de esas promesas incumplidas.

El diagnóstico que se haga de la Concertación tiene que partir del profundo trauma que viven los conductores de ese proyecto, justamente a propósito del desenlace que habían tenido estos experimentos sociales de los años 60. Si vemos a la Concertación como una alianza entre la Democracia Cristiana y sectores más “moderados” de la izquierda, creo que lo que ambos comparten, habiendo estado en trincheras distintas el año 73, es la noción de que con la política y la sociedad “no se juega” y que el intento de instalar grandes diseños sociales lleva a la catástrofe.

—Terminó en el horror y la muerte

Exacto. Entonces creo que es imposible entender a la Concertación sin ese diagnóstico detrás. En función de ese diagnóstico, y contrariamente a lo que había sido una crítica bastante fuerte de estos sectores al modelo que instala la dictadura, el modelo en sus rasgos esenciales se mantiene. El propósito es: “vamos a humanizar este modelo que hasta aquí ha funcionado de manera salvaje”. Entonces hay un poco más de sensibilidad hacia los grandes dramas sociales que se heredan de la dictadura, se le confiere al Estado una función un poco más protectora que antes. Mirado en términos globales, la propuesta de la Concertación no es de grandes cambios en la política. Apuestan a “nosotros redemocratizamos el país y valorizamos la democracia en sí misma, no como un instrumento en función de otra cosa. Y vamos a hacer lo que sea para que la democracia no vuelva a hundirse en Chile”. Lo cual, quienes vivimos la dictadura, sabemos que no es algo menor, no es indiferente que uno pueda salir a la calle a marchar y no terminar torturado en una mazmorra o muerto. No quiero minimizar ese componente de la política concertacionista. Pero no veo que haya una agenda de cambios más profundos en esa apuesta.

—Usaste un concepto clave, que es el de trauma, como este elemento incapacitante; un golpe tan fuerte, que colapsa la capacidad de reacción y muchas veces provoca actitud defensiva y de miedo, de no dar ese paso siguiente. ¿Qué pasa con las nuevas generaciones, que superan este trauma y se integran de otra manera a la política?

Estas generaciones nuevas no cargan con la mochila de cosas que no vivieron y de las cuales no fueron responsables, lo cual les da una postura más valiente, más desprejuiciada y más frontal para hacerse cargo de los problemas que a ellos les va a tocar resolver como generación.

—Hay una entrevista donde te preguntaban para qué servía la historia como disciplina. Y tu respuesta fue: «la historia, su gran utilidad, es que de alguna manera desnaturaliza aquello que se considera que es así». Y de hecho usaste el ejemplo del que va a la marcha contra las AFP. Alguien que sale a la calle a protestar en contra de un sistema que está instalado hace cuarenta años es alguien que cobra conciencia de la historicidad, que actúa sabiendo que la historia existe y las cosas son de cierta manera, pero pueden ser cambiadas también. 

El tema de las AFP es algo muy central porque no es algo que se vaya a resolver muy fácilmente. Porque en las AFP no sólo está comprometido el tema de la previsión personal de cada uno de nosotros, sino que sobre ellas descansa en gran medida el modelo económico. Entonces meterse con eso implica provocar reacciones muy fuertes de los más poderosos, que no van a desentenderse de esa estructura así, tan fácilmente. Para lo que se creó ese sistema, discursivamente, fue para mejorar nuestras pensiones, algo que no está ocurriendo, más bien al contrario. Estas generaciones más jóvenes dicen, “bueno, si no está funcionando hay que cambiarlo”. Y se atreven a decirlo con mucha más fuerza y prestancia de lo que tal vez tendrían si cargaran con el peso del trauma de la dictadura. Las motivaciones son muy distintas. No es yo quiero arreglar mi propia situación previsional, sino que “yo quiero arreglar el país”. Y eso tal vez implique meterle mano a engranajes mucho más serios que lo que se podría hacer a través de cambios cosméticos.

—Sé que los historiadores no estamos para hacer predicciones. Pero no tanto como predicción, sino como análisis: ¿cuáles podrían ser las posibles salidas para el momento en que estamos ahora? ¿Una salida populista, revolucionaria, o una reformulación de este sistema y estos grupos en el poder?

Una de las características fundamentales de la historia es que uno nunca sabe lo que va a pasar mañana ni menos pasado mañana. Hay una anécdota maravillosa de Herbert Hoover, el presidente estadounidense, en 1929, que el día antes de la quiebra de la bolsa de Nueva York decía: “el capitalismo está más fuerte que nunca y el futuro va a ser de miel sobre hojuelas hasta donde puede ver la predicción humana”. Y al día siguiente quiebra la bolsa y entra el capitalismo en una de sus crisis más prolongadas. Uno nunca sabe lo que va a pasar. Uno puede imaginarse escenarios en función de lo que ha pasado anteriormente, yo creo que todos esos son posibles, tal vez menos el revolucionario en este minuto. Hay un escenario, el más catastrófico, de caos total: que el sistema entre en una especie de empate catastrófico de largo plazo y caigamos en situación de desgobierno y desintegración político y social aguda. Que es un escenario posible y con el cual los sectores gobernantes asustan a la población. Está el escenario populista, que es muy peligroso porque uno no sabe en qué puede terminar. Por definición no tiene una propuesta programática clara.

«Es bueno que se empiece a plantear en serio que hay un modelo que tiene ciertas características que no son saludables para la convivencia social, por lo tanto no se va a resolver la crisis de verdad si no se hacen transformaciones profundas».

—Y tiende a definirse por la negación. Vamos a terminar con la corrupción, pero ¿por qué la vamos a reemplazar?

Y se asocia a figuras carismáticas que concentran mucho poder y es bien peligroso. Yo tirito todos los días cuando veo lo que está pasando en Estados Unidos. No hay cómo prever lo que puede hacer el gobierno de Trump. Está la salida más sistémica que es decir “vamos a parchar algunas de las cosas que están funcionando más mal, pero sin comprometer los pilares fundamentales del sistema”. Que es un poco lo que ocurrió en los años 20 y los 30. Cuando uno usa la palabra «parche» puede sonar un poco peyorativa, pero esos fueron parches importantes y que funcionaron. Para asumir esa salida se requieren conducciones bastante más visionarias que las que estamos viendo actualmente en nuestro país. Finalmente lo que pasó en los 20 y los 30 fue que hubo grupos que fueron capaces de decir, “si queremos resolver esta crisis en serio, tenemos que exponernos a un cierto grado de pérdida y dolor. Y vamos a tener que enfrentar intereses creados muy poderosos que se van a defender”. Esas conducciones más visionarias yo no las veo en este minuto en la política chilena. Lo que veo como más remoto, y desde mi punto de vista es triste, es la salida revolucionaria. Porque en una revolución se tira toda la carne a la parrilla y eso implica que segmentos grandes de la sociedad estén dispuestos a emprender esa aventura. Si en Chile hubo una experiencia como la de la UP, que contó con apoyo social masivo, fue en parte porque muchas personas se creyeron el cuento y dijeron, “esto sí puede pasar y por lo tanto yo me la voy a jugar”. Y se sumó a eso que lo que Allende prometió fue que la revolución se iba a hacer sin grandes costos, se iba a hacer pacíficamente y por la vía institucional.

—¿Qué opinas de estos nuevos grupos políticos que tienen antecedentes en los años noventa, como la SurDA, pero que han venido a hacer relecturas del escenario político, que no se identifican con el duopolio y que están tratando de levantar alternativas de izquierda? ¿Crees que puedan tener un rol relevante en esa crisis?

Me alegro que existan esos grupos y se esté debatiendo en serio en este país la refundación de la política, que es la única forma por la cual vamos a salir de la crisis. En una crisis hay que tomar el timón y moverlo hacia algún lado, si no vamos a seguir dándonos vuelta en lo mismo. Lo que me gusta de estos nuevos grupos es que no priorizan esa visión tecnocrática de la política, sino que aprovechan la crisis para profundizar en su crítica. Es bueno que se empiece a plantear en serio que hay un modelo que tiene ciertas características que no son saludables para la convivencia social, por lo tanto no se va a resolver la crisis de verdad si no se hacen transformaciones profundas. Y que eso se empiece a debatir y a hablar en serio, creo que es de las pocas cosas positivas que vemos en el momento político del país.

(*) Entrevista publicada en el número 5 de Palabra Pública

Chile, ¿el Muro de Berlín del neoliberalismo?

Por Ramón Griffero

Aquellos que vivimos la destrucción de nuestro primer sueño y el desvanecimiento de nuestra última utopía.

El único salvavidas de aquel naufragio era el fin de una dictadura, bajo las condiciones del vencedor, y en la sombra de aquella nefasta cláusula de “la justicia en la medida de lo posible”.

Y de tantas otras que fueron construyendo la ficción que se instauraba, consolidándose a través de los espectros de un materialismo feliz en los envoltorios brillantes de un exitoso marketing mediático, esparciendo logros ínfimos que nublaban la inequidad que se construía.

El no ser parte del oasis era tan solo por nuestra incapacidad de emprender, perteneciendo a la lista de los losers, de los perdedores.

Las alternativas a las que entregamos tantas ilusiones no se desviaban de una senda que, cual Muro de Berlín, se erguía incólume.

Estábamos tan atomizados, que nuestras resistencias sociales-artísticas parecían tan sólo ser destellos inocuos, a los cuales sin embargo le entregábamos una convicción esquizofrénica, frente al aplastante progreso de la “única realidad”.

El clamor de “¡A la Bastilla! o el “Venceremos” eran épicas de un ayer.

Pero, la bruta esperanza siempre alojaba un lugar, como último resguardo a un sentido de vida.

Y una mañana emergió, desde quienes vislumbraban un destino al cual no deseaban pertenecer.  Fue a través del salto de un torniquete, una barrera que era tan solo un pedazo de fierro, que se desplazaron los muros de lo posible.

Un grito, un verbo, que pertenecía al pecado de esta ficción. “Evadir”.

La consigna «evadir es luchar» remeció nuestros sentimientos. “Evade el neoliberalismo”. “Evade a dios”. “Evade el miedo”. “Evade las AFP”. “Evade el abuso”. “Evade esta ficción”.

Un “evade”, para plasmar un comenzar que estaba en el dormir de tantos, en las noches en las cuales no nos reconocíamos en la pantalla de este televisor.

Y se despertó descubriendo que no estábamos solos, que todos añorábamos otro vivir.

«La ficción se parapeta, hiriendo, encegueciendo y asesinando en pos de recuperar su verdad. Y nos hiere, al descubrir que el “nunca más” fue sólo un deseo frustrado. Honor a ellas y ellos que perdieron su vida y su vista para que todos podamos ver».

Y cantamos, marchamos hacia un escenario que somos nosotros, y nos dimos cuenta de que compartíamos un mismo sentir sobre un territorio plural y diverso. Surge una tribu con memoria de su historia, de sus canciones, de sus luchas pasadas.

 Y se construyen las frases, ya no en plotters sobre lienzos de PVC, sino escritas a mano en cartones y cartulinas, donde se imprime lo que serán los escritos de la memoria del futuro.

Y en estos largos, tristes y bellos días se desvanece el consumismo y aflora el ágora en nuestras calles y plazas.

Sucedió que cuando la clase política comenzó a llamarse clase, no percibió que instauraba una nueva lucha de clases, entre la clase de los ciudadanos y ellos, llevando a poner en jaque la representatividad.

Recuperando los ciudadanos la urgencia de consolidar esta democracia y de ser constructores de su destino.  Uno que emerge en cabildos y asambleas, donde el debate se plasma con plumones y lápices pasta, y volvemos a escuchar las voces sumergidas, que comienzan a dibujar los planos del mañana.

Estas vivencias son los cimientos de este despertar.

Y esta desigualdad normalizada como inherente a nuestro existir —frente a la cual la caridad social era el gesto noble— ya no es consecuencia natural de gente perdedora, sino de una ficción social que pierde su verdad escénica, empujando a las actrices y actores a restablecer una nueva convención. 

La ficción se parapeta, hiriendo, encegueciendo y asesinando en pos de recuperar su verdad. Y nos hiere, al descubrir que el “nunca más” fue sólo un deseo frustrado. Honor a ellas y ellos que perdieron su vida y su vista para que todos podamos ver.

Las paredes de nuestras ciudades se vuelven pergaminos, jeroglíficos de la ira y el devenir.

«No es la conciencia de clase, como se preconizaba, la que nos mueve. Es la conciencia de la vida, que emerge de un universo y un planeta que demanda un buen vivir para todas y todos».

El devenir estará marcado por las formas que nuestras demandas adquirirán en los diferentes planos de los poderes en juego; será dentro del abanico de la radicalidad o de lo posible. Serán las elecciones del mañana, en todas sus versiones, las que definirán la senda a seguir.

No es la conciencia de clase, como se preconizaba, la que nos mueve. Es la conciencia de la vida, que emerge de un universo y un planeta que demanda un buen vivir para todas y todos.

El mañana está en nuestras mentes.

Poéticas de la insurgencia

No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema

—Grafiti, Santiago de Chile, octubre 2019.

Por Claudia Zapata | Fotografías: Felipe Poga

“¿Por qué aguantaron tanto?”, me preguntaba hace unos días un periodista ecuatoriano a propósito del estallido social que vivimos desde la quincena de octubre. Sólo logré balbucear la idea de que en Chile el neoliberalismo se nos impuso con la metralleta al pecho por una dictadura sangrienta que, campos de concentración mediante, nos tuvo 17 años escapando de la muerte y buscando desaparecidos. Ningún otro país pasó por esa forma de instalación del modelo y ello explicaría en parte su profundidad y alcance.

La continuidad democrática de la fórmula neoliberal nos hizo pensar más de una vez que la lógica de la subsidiariedad había calado de manera definitiva en la sociedad chilena, hasta que comenzaron a surgir movimientos que, desde su especificidad, empezaron a cuestionarla. Son movimientos que han ido ganando en radicalidad, como el movimiento mapuche, y en envergadura, en el caso del movimiento por la educación o por las pensiones dignas. Pese a ello, el estallido nos ha dejado estupefactos frente a una capacidad de indignación y movilización nacional que no se avizoraba en el corto plazo. Su resultado más inmediato es que desde ahora se habla, aquí y en el mundo, de algo que parecía imposible: la crisis del neoliberalismo chileno. Una crisis profunda de legitimidad, producida por el sufrimiento social que genera el alto costo que pagamos cada día para asegurar la ganancia estratosférica del empresariado local y extranjero.

Las jornadas de protesta que comenzaron el 18 de octubre en Santiago y que a las pocas horas se expandieron al resto del país, han significado el despliegue de una insurgencia pocas veces vista en Chile, donde una heterogeneidad de acciones han estado dirigidas por un sentimiento compartido de que es urgente interrumpir esa normalidad que, como señalan los numerosos grafitis que hoy reescriben nuestras ciudades, constituye el problema.

Entre las cuestiones que más han sorprendido, o al menos eso me ha pasado a mí, está la rápida vinculación de todos los problemas puntuales con un orden social sustentado en la desigualdad. Allí radica la condición política de este movimiento, también su racionalidad. Como parte de ese diagnóstico colectivo surge con fuerza una dimensión temporal que se resume en las consignas “No son 30 pesos, son 30 años”, que alude al período de la posdictadura; “No son 30 pesos, son 46 años”, en referencia al hecho fundante de este tipo de capitalismo que fue el golpe cívico-militar de 1973; y la aún más profunda “No son 30 pesos, son 500 años”, para incluir la usurpación como lógica de un funcionamiento social que se reformula a través de la historia y cuyas primeras víctimas fueron los pueblos indígenas.

«El derribamiento de estatuas merece una atención especial, pues se trata de una de las acciones más potentes e impensadas (…). Esa potencia radica en su capacidad para perturbar el guión autoritario de la construcción nacional, embistiendo su despliegue urbano donde calles, plazas y monumentos reivindican de manera ostentosa una genealogía invasora y patriarcal».

Esta densidad histórica concede sentido a las distintas acciones que han interferido el orden público. En ellas se asume la propiedad colectiva de lo que ha sido arrebatado, partiendo por las calles de ciudades cuya forma reproduce la exclusión aberrante que ese orden público resguarda. Evasiones masivas del pago del metro, apropiación de sus estaciones, marchas, barricadas, grafitis, destrucción de símbolos del poder económico y derribamiento de estatuas, son intervenciones que, en conjunto, permiten al observador y observadora acceder a un relato heterogéneo, pero relato al fin, de este malestar y sus expectativas.

El derribamiento de estatuas merece una atención especial, pues se trata de una de las acciones más potentes e impensadas en este oasis del neoliberalismo (ocupando la metáfora del Presidente). Esa potencia radica en su capacidad para perturbar el guión autoritario de la construcción nacional, embistiendo su despliegue urbano donde calles, plazas y monumentos reivindican de manera ostentosa una genealogía invasora y patriarcal. La historia de nuestros monumentos es la historia de un Estado nacional que se ha construido de espaldas a sus habitantes, respaldado por un autoritarismo que ha sido eficiente en ahogar las tentativas de apertura. Son también el símbolo de una estabilidad institucional excluyente y represiva, de allí su obsesión con los conquistadores europeos así como con el ejército y la policía del período republicano. No deja de ser poético entonces el gesto de hacer caer en cuestión de horas a Cristóbal Colón (Arica), Francisco de Aguirre (La Serena), Pedro de Valdivia (Temuco, Valdivia), García Hurtado de Mendoza (Cañete), Cornelio Saavedra (Temuco), Diego Portales (Temuco), así como monumentos a carabineros y militares (Santiago). Un ajuste de cuentas no sólo con el pasado sino con el presente que admite la conmemoración del saqueo y la violencia, eso que los movimientos indígenas no se han cansado de nombrar y denunciar como continuidad colonial.

A la caída de estas estatuas se contrapone el levantamiento de símbolos impensables desde los códigos solemnes de las historias patrias, como la bandera de un pueblo oprimido en igual línea de tiempo —la Wenufoye o bandera mapuche—, o un perro mestizo, fallecido hace dos años y que era conocido por acompañar las manifestaciones estudiantiles y atacar a la policía —el Negro Matapacos—, erigido por estos días en símbolo nacional contra la represión (y tal vez global, como parecen indicar las pegatinas que acompañaron la evasión masiva en el metro de Nueva York como protesta frente al actuar racista y violento de la policía local). En estas poéticas de la insurgencia, Matapacos se multiplica en cientos de perros callejeros que emergen como protagonistas poco convencionales del estallido popular, depositarios de una autoridad política inusitada que nos recuerda a cada tanto que detrás del abrazo hipócrita del policía o del militar, está la represión que te puede quitar los ojos o la vida.

«¿Tan esquiva es la historia o prefieren no enterarse de que no existe revuelta social sin el ataque a los símbolos del sistema que la produce? ¿Quién puede decir que desconoce esta característica de las asonadas populares?»

La fuerza de estas acciones ha sido suficiente para correr el velo de la normalidad y mostrar la injusticia que omite o minimiza la invocación del orden. La estrategia de los sectores responsables de la continuidad neoliberal (partidos políticos, empresariado, grandes medios de comunicación, etc.) ha sido reconocer la legitimidad del reclamo al mismo tiempo que condenan sus formas, indicándolas como violencia inconducente, delictual, carente de razón y perspectiva, mezclándola de manera oportunista con la violencia común incubada por el mismo sistema del cual profitan.

Cuando ese discurso tiene eco en espacios cercanos, algunos supuestamente progresistas, una se pregunta: ¿tan esquiva es la historia o prefieren no enterarse de que no existe revuelta social sin el ataque a los símbolos del sistema que la produce? ¿Quién puede decir que desconoce esta característica de las asonadas populares? Porque si no eres asiduo a los libros basta con ver alguna película de época que tenga como telón de fondo un estallido social para saber que así han caído molinos, instrumentos de labranza, maquinaria, cárceles, palacios y estatuas. Concentrar la discusión en las buenas formas no sólo es impertinente en estos contextos sino también reaccionario, pues oculta el tema de fondo que es el origen de la violencia y sus responsables. Eso es lo que desnudan las mareas humanas que protagonizan la insurgencia y que en nuestro caso ponen en tela de juicio la supuesta paz que habría existido antes del 18 de octubre.

La moralina que existe en torno al tema impide un debate serio cuando se impone la consigna de que todas las violencias son homologables y merecen la misma condena. Como historiadora, pero sobre todo como ciudadana, no puedo suscribir esa premisa que es tan antigua como tramposa y sobre la cual ha corrido demasiada tinta, aunque siendo honesta, queda poco ánimo para las referencias bibliográficas y menos aún para participar en discusiones donde se deben responder discursos malintencionados sobre la paz social, esos que esconden el hecho terrible de que la paz es un privilegio de algunos y que los “conductos regulares” no nos han llevado a ninguna parte, no al menos en este país gobernado por las balas. La paz es otro de los derechos que debemos conquistar.

La pregunta por el desenlace es inevitable, pero en algún punto inútil, porque el estallido de rebeldía que se está desarrollando actualmente en Chile, con toda su heterogeneidad y ausencia de conducción (por el momento), cumple tal vez con una única misión: mostrar un horizonte de posibilidades que ni el más heroico de los triunfos podrá concretar en su totalidad, porque allí radica la potencialidad política y la energía creadora de las rebeliones, donde quiera que estas se produzcan. De todas formas, la necesidad de participar en la construcción de ese desenlace obliga a situarse en un terreno más pragmático, asumiendo el hecho de que todas las opciones son viables, desde la radicalización del reclamo social hasta la derechización de la esfera pública, pasando por la muy probable fórmula gatopardista del “todo cambia para que nada cambie”, por la que esta sociedad chilena ha pasado ya tantas veces. Y, sin embargo, de momento no ha sido poco visibilizar la violencia estructural y la represión como uno de los pilares del neoliberalismo chileno, ni la crítica masiva a un orden social que tiene como base la injusticia distributiva y el mal desarrollo. Un orden sostenido por una casta político-empresarial que, como pocas veces en nuestra historia, tropieza y nos teme.