Cerebros perplejos: Un paseo neurocientífico por el octubre chileno y la pandemia

Más allá de nuestras diferencias, todos tenemos un cerebro, y es con él que cada uno de nosotros vivió el estallido social y vive hoy la crisis del covid-19. Dos eventos que irrumpieron en nuestras vidas, haciéndonos transitar desde aparentes certezas a confusas incertezas y que nos tienen desconcertados. Una pregunta común a ambos eventos es ¿por qué “no lo vimos venir”? ¿Por qué tanto el 18 de octubre como la llegada y rápida propagación del covid-19 en Chile nos tomó por sorpresa?

Por Andrea Slachevsky

En uno de los tantos memes sobre el buque que encalló hace poco en el Canal de Suez, el barco fue bautizado como “comportamiento” y la excavadora a la orilla del canal como “neurociencias”. Un meme que usó el contraste entre el imponente carguero Ever Given y la diminuta excavadora para ridiculizar las explicaciones exclusivamente neurocientíficas de la conducta humana sin tener en cuenta la necesidad de otras disciplinas. 

Cualquier intento de analizar exclusivamente desde las neurociencias la conducta humana y, con mayor razón, los fenómenos sociales, debe leerse desde la perspectiva de ese meme: las neurociencias son solo una entre muchas disciplinas que permiten estudiar la conducta, y toda explicación que se limite a las neurociencias carece de seriedad científica. En los últimos años han emergido múltiples “neurodisciplinas”, supuestamente basadas en conocimientos neurocientíficos, que pretenden explicar diversos aspectos del comportamiento humano y entregar soluciones o “recetas”: neuroeducación, neuromarketing, neurobusiness, neuroliderazgo o neuromanagement, entre muchas otras. Kurt Fischer, investigador de la Universidad de Harvard y fundador de la International Mind, Brain and Education Society, decía lo siguiente sobre ciertas iniciativas educativas promocionadas como neurocientíficas: “Las neurociencias se relacionan con la mayor parte de los métodos educativos supuestamente basados en las neurociencias a través de una manera única y sutil: la afirmación de que los estudiantes tienen un cerebro”. 

Ciertamente, el cerebro no está solo en la cabeza de los estudiantes. “Es un extraño giro del destino: todos los hombres cuyos cráneos fueron abiertos tenían un cerebro”, escribía el filósofo Ludwig Wittgenstein en su obra póstuma Sobre la certeza (1969). Un cerebro con el cual percibimos, le damos significado al entorno e interactuamos con él. No parece descabellado, entonces, intentar analizar acontecimientos sociales desde la perspectiva de lo que conocemos del funcionamiento del cerebro, siempre que no limitemos nuestro análisis a este enfoque. Al final y al cabo, la excavadora, aunque ridiculizada en tantos memes, es uno de los tantos engrenajes de la historia del carguero varado en el Canal de Suez.

La foto del buque varado en el Canal de Suez que inspiró memes en todo el mundo – Crédito: Canal Suez Authority.

Es con ese cerebro que cada uno de nosotros vivió el octubre chileno y la pandemia del covid-19. Dos eventos con semejanzas y diferencias que irrumpieron en nuestras vidas, haciéndonos transitar desde aparentes certezas a confusas incertezas y que nos tienen perplejos, llenos de interrogantes que, con un mínimo de humildad intelectual, debemos evitar responder de manera categórica. Una pregunta común a ambos eventos es ¿por qué “no lo vimos venir”? ¿Por qué tanto el 18 de octubre chileno como la llegada y rápida propagación en Chile del covid-19 nos tomó por sorpresa?

El octubre chileno fue para muchos un evento totalmente inesperado. Basta recordar algunas de las reacciones más médiaticas: “cabros, esto no prendió” o el audio filtrado sobre la “invasión alienígena”. En el caso del covid-19, quizás creíamos que la pandemia que causaba estragos en China y Europa no traspasaría las fronteras chilenas.  El destacado filósofo italiano Giorgio Agamben, que irónicamente desarrolla su obra en torno a entender la evolución de la sociedad, escribió en febrero de 2020, en un artículo titulado “La invención de una epidemia”, que la situación en Italia no era tan grave ni el virus tan virulento como para justificar “las frenéticas, irracionales y del todo injustificadas medidas de emergencia para una supuesta epidemia debida al coronavirus”. Cito a Agamben no para denigrarlo, sino para mostrar que todos, incluso los más preparados de entre nosotros, podemos errar. “Sería bueno aprender a equivocarse de buen humor (…). Pensar es ir de error en error”, escribía en 1932 el filósofo francés conocido como Alain en su obra Charlas sobre la educación.

Una y otra vez pareciéramos presos de la misma ceguera: incapaces de percibir lo imprevisto. En 1957, Leon Festinger propuso la teoría de la disonancia cognitiva, cuya premisa es que las personas necesitan mantener una “coherencia cognitiva” entre sus pensamientos, emociones y conductas.  La teoría de Festinger surgió desde el campo de la psicología social, pero desde 1964 sus investigaciones lo llevaron hacia los procesos perceptivos, indagando cómo las personas concilian las inconsistencias entre lo que perciben visualmente y los movimientos oculares para ver imágenes coherentes.

La teoría de Festinger es consistente con lo que sabemos de los mecanismos cerebrales de percepción y representación del mundo. Nuestro cerebro elabora una imagen coherente y sensible del mundo que percibe, un poco como lo intuye el escritor Albert Cohen en Libro de mi madre (1954) al rememorar su infancia en el puerto de Marsella: “Yo estaba un poco chalado. Estaba convencido de que todo lo que veía estaba verdadera y realmente, de verdad, pero en pequeñito, en mi cabeza. Si estaba a la orilla del mar, estaba seguro de que este Mediterráneo que veía estaba también en mi cabeza, no la imagen del Mediterráneo, sino que este mismo Mediterráneo, minúsculo y salado (…). Yo estaba seguro de que en mi cabeza, circo del mundo, estaba la tierra verdadera con sus bosques, todos los caballos de la tierra pero muy pequeños, todos los reyes en carne y hueso, todos los muertos, todo el cielo con sus estrellas y hasta Dios extremadamente monono”. Esa capacidad de recrear mundos coherentes se lleva al extremo en las vivencias de personas con el Síndrome de Charles Bonnet, que creen oír música a pesar de estar sordas o creen ver imágenes detalladas y coloridas a pesar de estar ciegas.

La ciudad estadounidense de San Luis, Missouri, se enorgullece de la ilusión óptica más grande construida: el Arco Gateway, de 200 metros de alto y de ancho. No importa de dónde se mire ni que sepamos que es una ilusión: siempre lo vemos más alto que ancho. “Las ilusiones ópticas son creadas así: los ojos ven lo que ven, aunque sepamos lo que sabemos”, escribe el lingüista y cientista cognitivo Massimo Piattelli-Palmarini en su libro Inevitable Illusions: How Mistakes of Reason Rule Our Minds (1993).  Las ilusiones y otros errores perceptivos muestran que no percibimos el entorno explorándolo cuidadosamente y construyendo un mapa mental. Percibimos prediciendo el entorno sobre la base de información incompleta y de nuestras expectativas y conocimientos previos. Los mecanismos perceptivos facilitan la construcción de un mundo coherente con lo que esperamos.

“La percepción nunca está puramente en el presente; tiene que basarse en la experiencia del pasado (…). Todos tenemos recuerdos detallados de cómo se veían y sonaban las cosas anteriormente, y estos recuerdos se recuerdan y mezclan con cada nueva percepción”, escribía Oliver Sacks en Musicofilia (2007). Pero las ilusiones no son exclusivas de la percepción: existen también las ilusiones cognitivas. Si bien somos capaces de un pensamiento deductivo en que nos planteamos hipótesis que intentamos verificar, frecuentemente pensamos usando lo que Piattelli-Palmarini denomina atajos o “túneles” mentales, o usando sesgos cognitivos. Solemos usar la palabra sesgos para referirnos a prejuicios, pero en 1971 los psicólogos Amos Tversky y Daniel Kahneman introdujeron la expresión “sesgo cognitivo” para describir uno de los procesos fundamentales del pensamiento: la existencia de errores sistemáticos del pensamiento que lo desvían de la racionalidad. 

Crédito ilustración: Fabián Rivas

Se han descrito múltiples sesgos cognitivos, como establecer asociaciones espurias o el pensamiento mágico, o el sesgo de confirmación, en el que descartamos información que entra en conflicto con decisiones y juicios pasados. Estudios recientes han contribuido a dilucidar las bases neurales de algunos de estos sesgos.  En un estudio publicado en 2019 en la revista Nature Neurociences, Andreas Kappes y colaboradores de la Universidad de Londres mostraron que el sesgo de confirmación se asocia a una variabilidad de la representación neural de las opiniones emitidas por otros: la representación es más importante cuando confirma nuestras opiniones. Las ilusiones perceptivas y cognitivas quizás son uno de los mecanismos que permiten explicar nuestra sorpresa frente a acontecimientos que, sin embargo, muchos especialistas predecían.

Pero entonces surge otra pregunta que queda abierta, relacionada con nuestra vivencia del covid: ¿por qué hemos perdido el asombro? A un año del inicio de la pandemia, parece que nos hemos acostumbrado a esta realidad inesperada y escuchamos sobre más de 100 muertes diarias en Chile o más de 4.000 en Brasil con cierta indolencia. Como dijo Stalin, “la muerte de un hombre es una tragedia, la muerte de millones es una estadística”. Incómoda pregunta, porque sugiere que nos cuesta concebir lo inesperado, pero a la vez naturalizamos rápidamente nuevas realidades y nos insensibilizamos ante el dolor ajeno.

Volviendo a nuestro meme:  así como es absurdo pretender explicar el barco de la conducta solo con la excavadora de las neurociencias, es también absurdo pretender explicar fenómenos sociales como el estallido social o nuestra respuesta a la pandemia basándose solo en el estudio de cerebros aislados. Pero el conocimiento de las trampas del cerebro y nuestros sesgos cognitivos que proviene del análisis del cerebro es esencial para abrirnos a información que pueda estar en conflicto con nuestras creencias y experiencias. Como replicó Jean al rey Salomón en La angustia del rey Salomón, de Emil Ajar: “Debemos esperarnos a todo, y especialmente a lo inesperado, Sr. Salomón”.

Medios, audiencias y crisis: anatomía de un campo desgarrado

La revuelta social y la pandemia se confabularon para introducir nuevas contradicciones en el sistema mediático y el campo periodístico. La ciudadanía está ávida de informarse e incluso de producir contenido, pero la credibilidad de los medios ha caído en picada. Los medios digitales experimentan una explosión de tráfico, mientras los empleos perdidos por el cierre y la jibarización de medios se cuentan por miles. En este análisis, Claudia Lagos disecciona el cuerpo vivo de un campo mediático golpeado, fragmentado y embarcado en un proceso de radical reorganización.

Por Claudia Lagos Lira

“Periodistas culiaos, ¿qué diría Raquel Correa?”.
Rayado en calle Fray Camilo Henríquez, 4 noviembre de 2019.

“El gobierno roba, la policía mata, la prensa miente”.
Cartel que sostiene una joven en manifestación registrada por Foro Ciudadano en su página de Facebook, 24 de octubre de 2019.

Frames: Ver/no ver y cómo ver

Nicole Kramm es fotógrafa y documentalista. El 31 de diciembre de 2019 se dirigía con otros colegas a pie al epicentro de las movilizaciones masivas en el centro de Santiago. Esa noche distintas organizaciones ofrecieron cenas solidarias de Año Nuevo en el lugar y se proponía entrevistar a la gente, grabar la celebración popular. En el camino, recuerda Kramm, se encontraron con un piquete de policías que dispararon. Recuerda sentir un dolor inenarrable y rogó: “Que no sea un ojo”. Sufrió daño macular en la retina de su ojo izquierdo, le dijeron los médicos. “La vista es mi herramienta de trabajo, lo que más cuidé durante las manifestaciones, tenía todas las medidas de protección para que no me pasara nada en la cara. Que vayas caminando con tu cámara, te disparen directo al rostro…”. Las primeras reacciones que Kramm describe son frustración y negación: “Esto no me está pasando. Recién me estoy formando y perdí la visión de un ojo. ¡Qué hago como directora de fotografía!”, denuncia en entrevistas en Canal 13, Al Jazeera en español y Vergara240.

Kramm es una de las 460 personas que el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) registra con algún tipo de trauma ocular mientras participaban de alguna movilización social o por haber estado muy cerca de éstas desde octubre de 2019: ceguera, trauma ocular, pérdida de visión en uno de los ojos. Solo se han presentado 163 querellas. A la fecha, la Unidad de Trauma Ocular (UTO) del Hospital del Salvador, especializada en este tipo de lesiones en el país, ha atendido 343 pacientes así, la mayoría dañados por kinetic impact projectiles (KIPs). Es el número más alto descrito en la literatura especializada, mayor incluso a los traumas oculares documentados durante la primera Intifada entre 1987 y 1993 (157 casos).

Claudia Lagos, periodista y académica del Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile.

Ha pasado cerca de un año y medio desde la revuelta de octubre de 2019 cuando miles de chilenos ocuparon las calles a lo largo del país para protestar por las continuas alzas en los costos de vida, la desigualdad estructural, la incapacidad de las instituciones de responder a las demandas sociales y contra una élite ensimismada e insensible al malestar de la ciudadanía, distanciada de la política. El alza en el pasaje del Metro prendió la mecha de las manifestaciones callejeras en Santiago, primero, y en otras ciudades del país, después. Se registraron saqueos a locales comerciales, incendios intencionales a propiedad pública y privada, incluyendo estaciones del Metro que resultaron total o parcialmente destruidas. El gobierno decretó Estado de Emergencia, recurrió a la Ley de Seguridad Interior del Estado, dictó toque de queda y control militar en distintas ciudades por varios días y la brutalidad de las fuerzas de seguridad para enfrentar los desórdenes ha sido cuestionada por organismos de derechos humanos, como Amnistía Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y Human Rights Watch.

Atacar y/o cegar a quienes miran, a quienes son testigos, parece un patrón. En la cobertura del primer aniversario de las protestas masivas en octubre de 2020, Javier Castro fue detenido por la policía y conducido a la 25ª. Comisaría de Maipú mientras filmaba las manifestaciones en la zona poniente de la capital, debidamente identificado como miembro del medio digital La Voz de Maipú; y un extenso reporte de LaBot.cl documentó numerosas agresiones motivadas por registros fotográficos y audiovisuales: 85 casos (de un total de 1.288 querellas criminales analizadas) asociados a represalias por el acto de grabar con cámaras o celulares contra profesionales, aficionados y ciudadanos. Represalias como “método de castigo por lo que pudo ser interpretado por la policía como una provocación” y, también, como “un procedimiento para borrar evidencia que pudiera inculpar a funcionarios policiales involucrados en abusos”. Y esos son solo los que se transformaron en querellas. Ya en noviembre de 2019, tras su visita al país, la CIDH llamó la atención sobre los ataques selectivos a camarógrafos y periodistas por parte de las fuerzas de seguridad durante la cobertura de las protestas callejeras.

Al momento de editar este artículo, Chile lleva más de un año bajo estado de catástrofe y toque de queda debido al covid-19. Ambos estados de excepción constitucional restringen derechos, como los de reunión y circulación, y le asigna al gobierno obligaciones y prerrogativas sobre la entrega y difusión de información acerca de la pandemia. El ejercicio del periodismo se ha visto afectado por estas condiciones de excepción constitucional. Los trabajadores de empresas de distribución de diarios y periódicos y empleados de televisión, prensa, radio o medios digitales requieren un salvoconducto tramitado por los empleadores ante Carabineros de Chile. Quienes trabajan como freelancers han enfrentado mayores dificultades debido a ciertas restricciones para la circulación de reporteros no adscritos a medios domiciliados en Chile, y las asociaciones gremiales han debido respaldar la tramitación de sus credenciales de prensa. Varios han resultado detenidos u hostigados al cubrir las movilizaciones callejeras. El Gobierno, también, ha controlado la agenda informativa tanto por la vía del copamiento de ésta (vía cadenas nacionales de radio y televisión, conferencias de prensa y vocerías transmitidas a diario), así como por negociaciones con los controladores de los medios.

Junto a estas restricciones adoptadas con el argumento de controlar la circulación y contagio del virus, con el consiguiente impacto en el ejercicio de derechos fundamentales asociados al ejercicio de la libertad de expresión, opinión y del periodismo, ciudadanos, fotógrafos, documentalistas y reporteros que resultaron con su vista dañada, algunos mutilados, otros varios con lesiones en el resto de su cuerpo, de diversa gravedad, encarnan una metáfora polisémica. Un cuerpo social que abrió los ojos y que observó las llagas que había sufrido durante años de maltrato; una estructura política y económica que, a través del ejercicio de su monopolio de la fuerza, parchó esas visiones; una élite cultural, de la cual forman parte los medios de comunicación, que abrió/cerró ciertos focos y activaron ciertos tiempos de exposición para que algunas imágenes quedaran fijadas en la retina de ese cuerpo social. Un campo periodístico fragmentado, masivo y de nicho, de entretenimiento y fiscalizador, que va a pie pero también en autos lujosos, que vive entre la comunidad sobre la que reportea así como también se empina en la cordillera y que mira hacia el valle como la cámara que registra, desde la distancia, las concentraciones populares en la Plaza Italia renombrada Dignidad.

Periodismo (s)

En Chile, la confianza en los medios cayó 15 puntos en apenas un año, la caída más aguda en los 40 sistemas de medios donde el Reuters Institute encuestó a más de 80 mil consumidores de noticias. Menos de un tercio de los chilenos dijo confiar en los medios. Los periodistas, dice el reporte, son percibidos como parte de la élite nacional. Las marcas informativas más creíbles son Bío-Bío, CNN Chile y Cooperativa, pero todos apenas se empinan por sobre el 50% de confianza entre los encuestados. Las redes sociales más mencionadas para consumir noticias son Facebook, WhatsApp e Instagram. Solo poco más del 20% dice utilizar Twitter para noticias. Además, apenas un 9% de los chilenos dice pagar por noticias. Las fuentes políticas son las más recurrentes en las narraciones sobre la pandemia publicadas por los medios chilenos en sus plataformas digitales y cuentas oficiales de redes sociales y son más prominentes en comparación a otros países de la región, según concluyó un estudio encabezado por investigadores de las universidades Católica de Valparaíso y Austral de Chile.

Los segmentos juveniles, en general, manifiestan mayor desconfianza en los medios, la que cayó de un 60% en 2009 a un 7% en 2019, según la Encuesta Jóvenes y Participación de la UDP, en la que se consultó a mil personas de entre 18 y 29 años. Más de la mitad de los jóvenes encuestados dijeron informarse sobre las movilizaciones sociales registradas desde octubre de 2019 a través de WhatsApp, y más del 40% en interacciones cara a cara con personas cercanas. Los medios tradicionales, como la televisión, la radio o los diarios, concitaban muy poca confianza entre los jóvenes para informarse sobre las movilizaciones sociales.

A pesar de la mala evaluación de los medios, en particular de la televisión, se mantiene el interés por consumir, compartir e, incluso, producir contenido. Hay una avidez por comunicarse y, también, por buscar información que ilumine allí donde nos hemos sentido perdidos. El tráfico y consumo mediático durante la pandemia así lo demuestran: a fines de mayo de 2020, 24,8 puntos fue el máximo del total de encendido de televisores. Entre enero y marzo del mismo año, las cifras oscilaron entre los 16 y los 18 puntos de encendido. YouTube y WhatsApp aumentaron su consumo sobre el 70% de la población y son las plataformas más usadas en redes sociales, según Kantar. TikTok incrementó un 404% su uso durante la cuarentena en Chile y las llamadas a través de internet en el sistema VoIP se cuadruplicaron, según datos de Entel. Mientras, según datos de la Subsecretaría de Telecomunicaciones (Subtel), el consumo de terabytes de video y el de gaming online se disparó en marzo-abril de 2020 en comparación al mismo período del año anterior. Las ventas de consolas, el tráfico de datos y las transacciones bancarias online aumentaron exponencialmente. Apps de videoconferencias, como Zoom, Teams, Skype, Hangouts y Google Meet explotaron.

Rayado en calle Fray Camilo Henríquez, Santiago, noviembre de 2019. Foto: Jimena Krautz.

A pesar de esta demanda por más contenido e información, ello no se ha traducido en que medios tradicionales capturen el interés de dichas audiencias; lo que, en un sistema exclusivamente comercial, se traduce en que la inversión publicitaria se ha volcado a lo digital (históricamente, la televisión capturó la mitad o más de la torta publicitaria). En 2020, en un contexto de inversión publicitaria plana en comparación a 2019, el soporte digital se convirtió en el principal, superando a la televisión y consolidando un crecimiento sostenido en captar publicidad. La desaparición de las revistas masivas también contribuyó a esta redistribución de la participación en la torta publicitaria según soportes. En 2018, el PIB nacional creció pero el de medios disminuyó: Facebook y Google estaban concentrando la publicidad digital.

Esta caída y redistribución de la inversión publicitaria en el sistema mediático chileno en general también ha golpeado duramente al empleo en el sector: una de las tres medidas más mencionadas por los medios afiliados a la ANP para afrontar la pandemia fue el despido de su planta de periodistas. Es más: en un período de tres años, algunos reportes indican que unos 2.500 profesionales entre periodistas, editores y camarógrafos, entre otros, fueron despedidos de medios de cobertura nacional y regional, en empresas de distintos tamaños y estabilidad y en todo tipo de soportes.

Sin embargo, el cierre de medios, la suspensión de ediciones impresas, la fusión de las salas de redacción, las reestructuraciones en las empresas de medios, los recortes presupuestarios y los despidos no son nuevos: se trata de estrategias corporativas que se han asentado durante más de diez años y que tanto la revuelta social de 2019 como la pandemia durante 2020 han acentuado. En consecuencia, vemos una reorganización radical del sistema mediático y del campo periodístico chilenos. En el marco de dicha reorganización, diversos proyectos han atraído e incrementado sus audiencias al calor de la revuelta social y la crisis nacional. Pareciera que hay ciudadanos dispuestos a pagar por noticias, apoyar sus medios locales y demandar más mejor periodismo.

Medios digitales

Entre junio y septiembre de 2020, La Voz de Maipú duplicó sus visitas. LVDM es un medio hiperlocal, nativo digital, creado en 2004 (con otro nombre) y desde 2019 se sostiene por el aporte de los socios de la comuna, una de las más populosas de la capital chilena. Desde la revuelta hasta ahora ha sido una montaña rusa y la explosión en seguidores, tráfico y reconocimiento ha colapsado sus servidores en numerosas ocasiones, según explica Nicole Sepúlveda, encargada de Vinculación con el Medio de La Voz de Maipú. Entre mayo y septiembre habían incrementado sus visitas mensuales de 30.000 a 100.000. “Pero en octubre de 2019 llegamos a 361.000 visitas”. Para fines de 2020, “superamos las 600.000 visitas al mes”. En octubre de 2019, La Voz… tenía 22.000 seguidores, los que se transformaron en 70.000 al cierre de este ensayo. Reportan un aumento de suscriptores y del monto de los aportes. “La revuelta fue la mecha que encendió las visitas, pero también nos permitió definirnos o consolidar la línea editorial”, dice Sepúlveda.

La Voz de Maipú no fue el único medio nativo digital que experimentara caídas de sus servidores debido a la explosión de visitas. El Mostrador, por ejemplo, es el diario electrónico que más tiempo lleva operando ininterrumpidamente en Chile y cumplió recientemente dos décadas. Según indica su editor, Héctor Cossio, al podcast Mediápolis, antes de la revuelta de octubre de 2019 el diario tenía tres mil visitas en línea por segundo. De eso, saltaron a “entre 7 mil y 8 mil visitas por segundo. Cada vez que llegábamos a ese número, se nos caía el diario” y comenzaron a funcionar por las redes sociales del diario.

Así como LVDM y El Mostrador, medios digitales consolidados y recientes, proyectos de fact-checking y medios comunitarios o locales experimentaron un relativo crecimiento de sus audiencias, conocimiento de sus marcas y, en algunos casos, aumentaron relativamente sus bases de apoyo financiero a consecuencia de su cobertura informativa de la revuelta social y la pandemia en Chile. El Centro de Investigaciones Periodísticas, CIPER, es un medio nativo digital creado en 2007 y su trabajo ha generado impacto en la agenda pública y ha sido premiado nacional e internacionalmente. Al igual que otros proyectos similares en el continente y en Chile, han navegado los desafíos de un modelo de negocios que no acaba de cuajar y que incluye donaciones de fundaciones internacionales y capitales semillas.

En sus intentos de diversificar sus fuentes de financiamiento, a mediados de 2019 reforzó su estrategia de captar socios que donen al Centro. De poco más de 100 socios cuando comenzaron la campaña, en febrero de 2020 ya tenían más de mil y, en octubre de 2020, 3.200 y sus aportes constituyen más de la mitad del financiamiento del Centro. Según Claudia Urquieta, editora de Comunidad +CIPER, el enfoque editorial del Centro en su cobertura a la revuelta social y luego a la pandemia ha tenido un impacto. Lo que reportean es más eficiente para atraer nuevos socios que cualquier campaña: “Cada vez que publicamos algo que remece, que nadie está cubriendo, llegan muchos socios”, dice Urquieta.

Por ejemplo, en medio de la revuelta, publicaron reportajes sobre manifestantes lesionados producto de la represión, el incremento de las atenciones de heridos graves en los hospitales y el incremento de las compras de armamento disuasivo. “Ahí —asegura Urquieta— hubo una explosión de nuevos socios”. Un enfoque editorial crítico y fiscalizador a las autoridades en el manejo de la pandemia durante 2020 también ha rendido frutos. Urquieta asegura que luego de publicar un reportaje denunciando que el gobierno chileno informaba a la Organización Mundial de la Salud un número de fallecidos por covid-19 distinto al que informaba públicamente, “en una semana recibimos 600 socios nuevos”.

Interferencia es otro medio nativo digital pero que lleva menos tiempo circulando en comparación con Ciper y El Mostrador. Ha desarrollado un modelo de negocios basado en paywall. Según Andrés Almeida, editor general y director de desarrollo, el medio ha crecido en circulación, seguidores y, en menor medida, en suscriptores debido a su cobertura de la revuelta social y la pandemia. Algunos golpes noticiosos contribuyeron a captar la atención de nuevas audiencias y posibles suscriptores, como la historia sobre la negativa de las Fuerzas Armadas al Gobierno de volver a las calles (“creo que es la más visitada en la historia de Interferencia”, asegura Almeida) y los seguimientos de la policía a dirigentes sociales, periodistas y fotógrafos. Entre octubre de 2019 y marzo de 2020, Almeida afirma que Interferencia duplicó sus suscriptores y, luego, han experimentado un nuevo boom a propósito de la pandemia, aunque no al ritmo post-revuelta.

Rayado en Paseo Bulnes, Santiago, noviembre de 2020. Foto: Jimena Krautz.

El medio nativo digital La Pública es mucho más joven en comparación a los mencionados anteriormente (publicó su primer reportaje en agosto de 2020). Su estrategia de reporteo basada en un uso intensivo de la ley de acceso a la información pública ha rendido frutos en su cobertura a la revuelta social y a la pandemia en cuanto a aumentar su tráfico digital. En octubre de 2020, a un año del inicio de las movilizaciones, publicaron un reportaje que por primera vez mostraba las imágenes captadas por las cámaras GoPro de los policías. A los pocos días, una nota emitida por uno de los noticiarios centrales de la televisión abierta amplificó el impacto del material y contribuyó a que La Pública fuera más conocida. Según una de sus fundadoras, Catalina Gaete, “crecimos mucho en todas las redes”. En Instagram, dice, “el reportaje visual sobre las cámaras corporales y el trailer, sin promoción mediante, tuvo 20.000 reproducciones. Twitter creció explosivamente con la emisión del reportaje en Chilevisión. Partimos con 140 seguidores y llegamos hoy a más de 3 mil. Nos retuitearon twitteros influyentes y figuras públicas, y con eso también subimos”.

Marcela Yianatos Gómez, productora ejecutiva de la Asociación de Canales Regionales de Televisión (ARCATEL), que agrupa a 21 canales repartidos en todo Chile, reconoce que el impacto de la revuelta y la pandemia en sus asociados fue devastador, obligando a recortar costos y planilla. Sin embargo, advierten cierto crecimiento que se traduce en que once canales regionales están disponibles a través de la app de Movistar y algunos canales han incrementado sus audiencias, como ITV Patagonia de Punta Arenas, crecimiento que ocurrió a la par de la segunda ola de contagios en esa región. Y en redes sociales también registran más seguidores y más feedback de las audiencias locales.

Radio Juan Gómez Millas, en tanto, un medio multiplataforma de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, vio incrementado su tráfico y número de usuarios únicos que acceden a su página web. A septiembre de 2020, Radio JGM registraba casi tantos visitantes únicos como los que captó durante todo el 2019. Durante el mes que siguió al inicio de las movilizaciones sociales, registró un alza en el número de visitas con respecto a los meses anteriores. Desde el 18 de octubre, no sin dificultades dado el tamaño del medio y su función docente, dieron cobertura a la revuelta desde el corazón de ésta, trasladando su locutorio al centro de Santiago y dando micrófono a voces de distintos lugares del país.

Con varios altibajos y demostrando un campo en desarrollo, las iniciativas de fact-checking parecen haber experimentado una relativa explosión durante y después de la revuelta y durante la cobertura de la pandemia por el covid-19. Para diciembre de 2019, un reporte sobre el fenómeno en Chile registraba 17 centros o unidades de fact-checking con dependencia diversa (independientes, universitarias o de medios tradicionales). Sin embargo, para abril de 2020, solo siete continuaban activos pero para octubre de 2020, el académico de la Universidad Católica, Enrique Núñez-Mussa, registraba 19 centros o unidades fact-checking de sustentabilidad y regularidad variable. Algunos proyectos, incluso, cuentan con voluntarios y no con profesionales. En el caso de las iniciativas independientes, la escasez de financiamiento es aún un obstáculo crítico. Otras surgen en cursos de periodismo y se extinguen cuando finalizan. Aun así, la comunidad de verificadores mantiene sus esfuerzos por fortalecerse y a principios de 2021 fundaron la Asociación de Verificadores y Verificadoras de Chile

Según Leon Willner, periodista alemán que dedicó su tesis de maestría a las experiencias de chequeos de datosen Chile, la revuelta de octubre de 2019 catalizó explosivamente la tendencia en nuestro país, un proceso que tomó varios años a nivel mundial, pero que su proyección y sustentabilidad es aún incierta. A eso, se suma el carácter de las iniciativas que, en general, se orientan a verificar contenidos que circulan y se viralizan en redes sociales en vez de confirmar si las afirmaciones de los personajes públicos son ciertas o no, que está en el corazón de esta práctica globalmente.

La revisión de las experiencias acá discutidas no es exhaustiva y representa apenas una fotografía del campo periodístico y mediático chileno que se encuentra en una reorganización radical. Sin embargo, ilustran la demanda de información de calidad o diversa o con la que las audiencias se sienten representadas. El aumento de tráfico en redes sociales y visitas a los sitios web de esta esfera digital alternativa no se traduce aún, macizamente, en incrementos sostenidos y sustantivos de socios, donaciones o inversiones a los medios acá presentados y habrá que ver si las tendencias registradas durante la revuelta y la pandemia se sostienen en el tiempo. “Las métricas aumentaron con lo del estallido y la pandemia, por la necesidad de información de la gente, pero eso no necesariamente significa que hayan crecido los medios. Ha sido bien complicado el financiamiento: el estallido y la pandemia produjeron una notoria baja en la publicidad comercial, la que no necesariamente pudo ser compensada por otras vías de financiamiento”, explica el director y fundador de El Mostrador, Federico Joannon. Para Felipe Heusser, de Súbela, entrevistado en Mediápolis, las estrategias colaborativas, los modelos de financiamiento y de relaciones con las audiencias están en exploración, incluyendo el rol del periodismo en estas interconexiones.

Mientras, las plataformas digitales de los medios tradicionales siguen siendo los más relevantes en el consumo de las audiencias locales: Biobiochile.cl, Emol.com, Lun.com y Latercera.com se encuentran entre los 50 top sites en Chile, según el reporte de Alexa. Sebastián Rivas, editor general de audiencias de Copesa, señala que “en marzo de 2020 se decidió liberar del muro de pago todos los temas vinculados a la cobertura del covid-19”. Era un riesgo, precisa, pues los temas relacionados al virus llegaron a copar entre el 80% y el 90% de lo publicado. Por el contrario, asegura Rivas, las suscripciones aumentaron y la invitación a suscribirse incluida en cada artículo sobre el virus se cuenta “entre los tres mayores derivadores de suscripción”. Andrés Benítez, gerente general de Copesa, en tanto, aseguró en una presentación en ICARE, que más del 70% de su tráfico es vía móvil. Por lo tanto, apuestan a repensar los géneros, las plataformas y la relación, en general, con las audiencias: “Cerca del 50% de nuestro tráfico —dice Benítez— llega de redes sociales, un 20% llega vía emails; newsletters. Uno usa distintos instrumentos para llegar a las distintas audiencias que buscan y se acomodan a distintas formas”. Radio Bío-Bío, en tanto, en el mismo panel de ICARE, reconoce un incremento en su tráfico post-revuelta, una caída por fatiga informativa en diciembre de 2019 y un repunte debido a la cobertura de la pandemia.

El carácter de esta esfera mediática es diverso y está en disputa. Juan Enrique Ortega, coordinador de la Radio JGM, tiene una trayectoria en las prácticas comunicacionales comunitarias, populares o alternativas. Advierte más tráfico, más visibilización y un incremento del número de medios alternativos en todo Chile pero, notablemente, asociados a estrategias comunicacionales de los movimientos sociales. “Se crean plataformas, aunque después no sobreviven”, dice. Algo similar ocurrió en 2011 a consecuencia de las masivas movilizaciones estudiantiles de ese año, afirma Ortega. Y agrega: “se mezclan discursividades políticas con lo comunicacional, hay redes, contrainformación”, aunque no necesariamente medios o periodismo. Habrá que ver cómo estos síntomas evolucionan, qué se consolida y qué resulta ser, más bien, efímero. 

Martín Gubbins, autor de la bandera chilena negra: “Quedarme lo más callado posible fue una decisión ética y estética”

Su vida se remeció cuando, en octubre de 2019, uno de sus poemas visuales se viralizó y transformó en uno de los principales íconos de las protestas en Plaza Italia. Aquí, el poeta visual y sonoro habla sobre su inspiración para crearla en 2016, su tránsito desde el derecho a la escena experimental latinoamericana y el rol de la autoría en el arte político.

Por Denisse Espinoza A.

Es ya un hecho de la causa que el arte se convirtió en un recurso de lucha más durante las protestas sociales de 2019. Desde ese octubre se comenzó a desplegar en la ciudad arte sin autoría, alejado de los egos y del marketing, en forma de murales, intervenciones de danza, conciertos de música y poesía, que le dieron un tono festivo a las concentraciones en Plaza Italia, rebautizada en las protestas como Plaza de la Dignidad.

Muchas de estas acciones quedaron solo en la memoria de quienes estuvieron presentes, otras dejaron huellas que perduran hasta hoy, como la performance Un violador en tu camino del colectivo LasTesis, que tuvo incluso ecos mundiales. Otras se transformaron en íconos visuales de la protesta como la bandera negra de Chile, que apareció en las marchas junto a la Wenufoye del pueblo mapuche.

Pero, ¿cómo y cuándo nació la bandera chilena negra? El 19 de octubre, tan solo un día después de las evasiones en el Metro que detonaron el estallido social, el Colectivo Músicos de Chile emitió una declaración pública rechazando la represión policial que ya se estaba dando en contra de los manifestantes, la que fue acompañada por la imagen de una bandera negra, que hasta ese momento había pasado desapercibida a pesar de protagonizar diversas acciones musicales de su autor, el poeta visual y sonoro Martín Gubbins (Santiago, 1971).

La imagen debutó en 2016 como proyección en la performance musical “Post Tenebras Lux”, desarrollada junto al guitarrista Tomás Gubbins, durante el Festival de Poesía y Música PM, del que se puede encontrar registro en YouTube. Luego, en 2017, junto al artista Felipe Cussen, Gubbins volvió a utilizar la imagen para la performance «Banderas de Chile. #mejorhagamosunasado», realizada en Galería AFA, donde además el poeta mostró un trabajo sonoro multicapas con textos de las actas de las asambleas ciudadanas autoconvocadas del segundo gobierno de Michelle Bachelet, “un proceso fantástico con cuyos textos trabajé mucho”, cuenta hoy el artista.

Post Tenebral Lux, Festival PM (2016).

Finalmente, el 12 de octubre de 2019, solo una semana antes del estallido social, Gubbins volvió a exhibir la bandera negra en Caminos australes, su primera exposición individual en el espacio Isabel Rosas Contemporary del Cerro Alegre en Valparaíso. Allí la imprimió como grabado digital: 10 copias numeradas y firmadas, que tituló Noche y que daban la bienvenida a la sala, además de otra versión más grande de 60×60 que colgó como cuadro y que tituló Bandera. Fueron esas imágenes las que se viralizarían luego en las calles, y se transformarían en banderas de carne y hueso alzadas al viento, pero también en chapitas, stickers y afiches, un fenómeno de masificación que cualquier artista soñaría con una de sus obras, pero que en este caso pasaron a la historia sin el nombre de su autor.

Noche, en Caminos australes (2019).

“La viralización fue explosiva en internet, dos días después estaba en todos lados, fue impresionante”, comenta Gubbins. “La bandera negra fue usada por el colectivo con mi permiso y a instancias de la cantante Paz Court, quien estuvo en mi muestra y la propuso como imagen. Estoy muy agradecido de ella, porque además me acompañó mucho en este proceso de aprendizaje en las primeras semanas”, agrega.

Proveniente de una familia de arquitectos, Martín Gubbins decidió estudiar Derecho en la Universidad de Chile y a su egreso a fines de los 90 se incorporó a una prestigiosa oficina de abogados donde ejerció durante cinco años, hasta que su afición por la literatura y especialmente por la poesía pudo más. Entró a un programa vespertino de arte en la Universidad Católica y en 2001 se fue becado a hacer un magíster en Literatura en la Universidad de Londres.

“Fue como abrir las cortinas en mi cabeza”, dice. “Gracias a mi amigo el poeta Andrés Anwandter, con quien compartí esos años en Londres, comencé a asistir a un taller que me cambió todo, desde mi relación con la poesía hasta mi vida entera”, agrega.

Se trataba del Writers Forum impartido por el artista Bob Cobbing, quien terminó siendo uno de los maestros fundamentales del chileno, quien entonces tenía 32 años.

Hoy, aunque Gubbins es una figura reconocida en la escena del arte sonoro experimental latinoamericano —con libros de poesía visual publicados en diversos países— lo cierto es que no está acostumbrado a este nivel de exposición de una obra suya. Ver la imagen —que le dio vueltas en la cabeza por años y que iría exhibiendo a cuenta gotas— replicada en todo tipo de formatos, fue algo para lo que no estaba preparado y que de cierta forma fue difícil de afrontar.

Muchos artistas trabajan toda su vida para hallar esa obra icónica que los llevaría a ellos mismos a ostentar cierta inmortalidad, sin embargo en el caso de Gubbins, la obra escapó de sus manos antes (o mejor dicho después) de tiempo, transformándose hoy en una pieza de arte colectivo, de la que ya es imposible o incluso inapropiado reclamar su propiedad.

Esperanza, en Escalas (2011).

¿Qué significa para ti la bandera negra y cómo crees que ha cambiado su mensaje tras el estallido social?

—Significa lo mismo que significaba cuando la hice: oscuridad. Después del estallido he pensado muchas cosas. He debido aprender a dejar la obra fluir con su vida propia y con todas las apropiaciones imaginables: la bandera de protesta hecha con tela y maskin tape, la que se vende en las cunetas, hasta el imán para el refrigerador o las mascarillas “fashion” que quizás qué empresario mandó a hacer a China para ganar plata. Más allá de todo eso, mi conclusión es que los sentimientos que le dieron origen a ese ícono eran y son tan profundos y reales que alguien lo habría diseñado igual durante el estallido. Que haya sido yo fue una cosa de esas que no se pueden explicar. Quizás, incluso, yo era el menos indicado para hacerla, pero la hice y sé que fue una obra honesta, que surgió de mis propias oscuridades y angustias interiores proyectadas en la oscuridad histórica de Chile, reciente y no reciente.

La bandera negra, la Wenufoye mapuche y las banderas de equipos de fútbol (Colo-Colo y la U), se volvieron símbolos de la revuelta social ¿Cómo crees que conviven y le dan identidad al movimiento siendo tan distintos unos de otros?

—Creo que la bandera negra tiene la virtud de ser ecuménica. Le pertenece o puede pertenecer a cualquiera. Es un símbolo de dolor al final de cuentas, de pena, o de rabia, todos sentimientos universales en estos tiempos de crisis. Sin embargo, todas esas banderas y todas las pancartas tienen sentido y lugar en el movimiento social. Todas reflejan causas urgentes. La frustración en nuestra sociedad es una causa urgente, y yo creo que la bandera tiene que ver con eso, frustración. La causa mapuche es urgente. Y las banderas del fútbol yo las veo como símbolos de un grupo social marginado que actúa como pandilla porque no tiene más opciones para conseguir legitimidad en la sociedad, al menos ante sus pares.

En general las expresiones artísticas surgidas en torno a la revuelta social han prescindido de lo autoral. ¿Crees que esto tiene que ver con hacer frente al arte como mercancía, idea tan propia del sistema económico en el que vivimos?

—Dejó al arte, cómo decirlo, de los artistas profesionales —si es que puede decirse así, o al arte capitalista, como lo llamas— casi como un juego de niños, como juego de salón incluso, para ser aún más duro conmigo mismo. No lo veo como un tema de legitimidad de uno sobre otro modo de hacer arte, sino como un asunto de tiempos para cada cosa. En el tiempo histórico inmediato al estallido se necesitaban banderas, lemas y elementos iconográficos que tradujeran la frustración, que motivaran a salir, que quitaran el miedo. Hay otros momentos históricos que requieren reflexión crítica y escepticismo. En todo caso, mi silencio deliberado también tuvo que ver con eso; entendí que no era el tiempo del artista con nombre y apellido. Sin embargo, con el paso de los meses ha sucedido otra cosa, la marea siempre vuelve, y lo tengo clarísimo porque la bandera también ha visto suceder esto con ella misma. Están saliendo y van a salir montones de obras y proyectos con fotos o transcripciones de las pancartas y rayados, y de todo el lenguaje del movimiento, incluyendo imágenes como la bandera, por supuesto. Este legado cultural y simbólico del estallido está siendo apropiado o reapropiado en obras que sí tienen una autoría, es inevitable.

Meses después del estallido social se abrió en el Barrio Bellavista el llamado “Museo del estallido social” que reunía algunas de las obras callejeras nacidas durante la revuelta ¿qué te parece este tipo de iniciativas?

—Justamente el Museo del Estallido Social es un ejemplo de lo que te decía antes. Lo conozco. Sus gestores, Marcel, Katina y Víctor, vienen hace años trabajando en comunidades, aglutinando y visibilizando prácticas artísticas marginales o marginalizadas, de resistencia en muchos aspectos. Este museo es solo un paso más en esa línea de trabajo suya, consistente y de muchos años. Me parecen muy importantes estas iniciativas, para preservar el legado simbólico surgido con el estallido, que nos acompañará a toda esta generación y quizás a cuántas más en el futuro. Es un asunto de memoria también lo que ellos hacen.

Arte colaborativo

Definir en palabras la obra de Martín Gubbins no es fácil. Lo suyo tiene que ver con los límites de los lenguajes, cómo se expresa una idea visualmente y cómo dialoga con la palabra, lo que la mayoría de las veces hace tensionar sus distintos significantes. Muchas de sus obras pueden parecer jugarretas visuales, las que en el fondo esconden varias capas de simbolismos. Gubbins no ocupa el lirismo de la poesía tradicional y suele trabajar con palabras ajenas o hacer guiños a diferentes fuentes de referencia; como su obra Sonetos (2014) que partió como un poema visual donde reproduce los patrones de rimas contenidas en sonetos de Luis Góngora y que luego varió en performance, siendo presentada en diferentes escenarios con la colaboración de bailarines y música inspirada en los bailes “chinos” de Chile.

Para Gubbins la obra 100 por ciento original no existe y tiene claro que el arte actual se compone de los referentes del pasado. En su trabajo nombra a varios, desde ineludibles como Vicente Huidobro y Nicanor Parra, hasta amigos cercanos como Andrés Anwandter, Felipe Cussen, Martín Bakero, Anamaría Briede y su maestro en Londres Bob Cobbing.

De hecho, la mayoría de sus obras se ha nutrido con las ideas de otros poetas y músicos, que suelen colaborar con él. Ahora mismo está trabajando en conjunto con Andrea y Octavio Gana, la dupla tras el colectivo Delight Lab, en una exposición que sería presentada a principios de abril en la Galería AFA de barrio Franklin, pero que el regreso a la cuarentena obligatoria dejó en suspenso hasta nuevo aviso.

Tribunales. Foto: Jael Valdivia.

¿Te conflictuó de alguna forma que la imagen de la bandera se viralizara sin consignarte claramente como el autor de la obra?

—Los poetas no estamos buscando el “hit”. Yo no al menos. Sé perfectamente que las cosas que hago le interesan a muy poca gente, o que a veces son difíciles, o difíciles de tragar. Pero persisto porque tengo convicción -quizá ciega– y lo que hago me da energía y vida. La verdad descarté rápido reclamar su propiedad para mi ego o beneficio personal. Además, mis obritas impresas no me las iba a quitar nadie, y las huellas de mi autoría estaban en acciones públicas. Cualquier interesado en saber de dónde salió la bandera, lo puede averiguar. Pero aparte de eso, habría sido absurdo y contraproducente. Entendí muy rápido que se había transformado en un ícono nacional, y contra eso uno no tiene nada que hacer, salvo sentirse agradecido y orgulloso. Además, este movimiento se trata justamente de valorar lo colectivo, la solidaridad, entonces habría sido una cosa muy poco atinada de mi parte empezar a levantar la mano y decir: fui yo, es mía. Fui yo, sí, pero ya no era mía. Sin embargo, no fui ingenuo al respecto. Lo pensé y lo conversé con mucha gente en quien confío, las subí inclinadas a mis redes sociales, así como tambaleando, y decidí tomar una postura radical: desaparecer un buen rato, y quedarme lo más callado posible. Fue una decisión ética y estética.

¿De qué manera la viralización de esta obra particular ha repercutido en la visión y alcance de tu trabajo?

—En el fondo, todo esto ha sido para mí una gran lección de humildad, sobre dos cosas que uno repite como loro desde la teoría, hasta que las vive y se da cuenta del peso que tienen: primero, eso de que la obra está hecha para ser apropiada por el lector/espectador/auditor, que tiene un rol en ella y la completa a su manera al leerla, verla, escucharla o interpretarla. Pero mira lo que pasa cuando eso sucede a escala nacional. Hay que saber vivirlo. Tuve que aprender. Segundo, que el lugar que tenemos ante una obra es mínimo. Una vez hecha y puesta en circulación, uno queda offside. También hay que saber vivir eso. Por ese motivo me gusta dar recitales, ya que en ellos la obra se vuelve a crear, y tanto la obra como uno, cambian; al leerla a otros, interpretarla, como los músicos cuando interpretan partituras, creas. Aparte de eso, no ha incidido brutalmente en el alcance de mi trabajo, o no que yo me haya dado cuenta todavía. Como te decía antes, en ese momento tomé una decisión que era incompatible con figurar. Esta entrevista que hacemos ahora la doy porque ha pasado un tiempo suficiente, y porque se trata de la Universidad de Chile, donde eduqué muchas de las facetas de mi trabajo artístico que no existirían sin mi formación en Ciencias Jurídicas y Sociales en esta universidad pública, incluyendo la bandera probablemente.

El sur austral dialoga sobre la cultura en la nueva Constitución

Interculturalidad, participación y descentralización son palabras clave en el glosario utilizado por el mundo de la cultura del sur austral. La de los derechos y la diversidad cultural es la lingua franca de los territorios de Chiloé, Aysén y Magallanes cuando se trata del reconocimiento de sus culturas, el fomento de sus artes y la protección de su patrimonio. Un diálogo que sus universidades públicas, a través de la Red Patagonia Cultural, han decidido estimular y proyectar de cara al proceso constituyente.

Por Equipo Palabra Pública

Más de 600 kilómetros separan Ancud de Coyhaique. Mil a Coyhaique de Puerto Williams. Y más de 2 mil a Quellón de Punta Arenas. Son distancias inimaginables para esa mentalidad santiaguina que suele agrupar a regiones extensas y diversas bajo etiquetas empobrecedoras como “el sur” o “el norte”. En los territorios de Chiloé, Aysén y Magallanes, sin embargo, las distancias se viven como un vínculo que los acerca, y a partir del cual revindican el valor de la diversidad de sus culturas y de la producción artística que recorre sus islas, mares y pampas.

Es lo que quedó patente en el ciclo de conversatorios “Proceso constituyente desde el sur austral: Miradas sobre educación pública, género, cultura y territorios”, organizado a fines de 2020 por la Red Patagonia Cultural, que conforman las universidades de Los Lagos, Aysén y Magallanes, con el apoyo de la Red de Universidades del Estado de Chile. La iniciativa de las universidades públicas y regionales del extremo sur convocó a distintas voces del mundo local de la cultura a dialogar, desde sus experiencias y junto a la ciudadanía, sobre las oportunidades que abre el proceso constituyente que enfrenta el país.

Salvados por la cultura

Para la fundadora de Fundación Daya Punta Arenas y cocreadora de las cooperativas magallánicas de trabajo Caudal Cultural y Rosas Silvestres, Verónica Garrido, la actividad artística tiene la posibilidad de entrar por la puerta ancha al debate constituyente luego de la pandemia: “el mundo de las artes ha sido un pilar fundamental de las personas durante la pandemia, no sólo para el cuerpo, también para el espíritu. Considerando, sobre todo, la crisis de salud mental que vivimos. Ha servido para sobrellevar mejor toda esta situación”.

Una opinión que comparte Magdalena Rosas, cofundadora de la Escuela de Música y Artes Integradas de Coyhaique y cocreadora del Festival Internacional de Chelo de la Patagonia (CheloFest), pero que requiere “generar un marco teórico desde el cual conversar. Es clave entender que cultura es la capacidad que tenemos los seres humanos para reflexionar sobre nosotros mismos. Las artes y el patrimonio son parte de eso, pero lo estructural son nuestros sistemas de valores, tradiciones, creencias y modos de vida. Lo dice la declaración de UNESCO de 1982”.

“Es complejo el tema de la cultura —complementó Rosas, profesora de Música—, porque cada uno entiende lo que quiere o en base a lo que ha vivido. Lo importante es ser empático y entender las visiones de los demás. Ampliar la mirada y establecer ciertos acuerdos. Ya la construcción de una nueva Constitución es un proceso profundamente cultural. En ese sentido, a lo que yo más aspiro es a integrar la diversidad humana que tenemos en este país. En términos de género, de formas de relacionarnos, de educarnos”.

Para Fernando Álvarez, director del Museo de las Tradiciones Chonchinas y presidente del Centro para el Progreso y el Desarrollo de Chonchi, los procesos sociales que han vivido el país y el archipiélago de Chiloé han interpelado fuertemente a los espacios culturales en el sentido señalado por Rosas: el reconocimiento y valoración de la diversidad cultural. En el caso de la institución que dirige ello ha significado repensar “el rol del museo en la comunidad donde se inserta. Buscamos redefinirnos como un museo que se pone a disposición de la rearticulación del tejido social”.

“La pandemia y previo a eso el estallido social —añadió Álvarez— nos han llevado a plantear nuevas formas de comprender la gestión cultural. Más allá de tener acceso al museo como un bien de consumo cultural, se trata también de generar mecanismos desde el Estado para la protección de los trabajadores que son los productores de estos bienes culturales. Y comprender la importancia de los derechos culturales como derechos sociales y colectivos, por la diversidad de culturas existente en el archipiélago”.

Expectativas en torno a una nueva Constitución

En el debate conducido por la periodista Bárbara Besa, de la Universidad de Aysén, y convocado por la Red Patagonia Cultural, los artistas y gestores culturales coincidieron en ver el proceso constituyente como una oportunidad para cambiar el carácter de las políticas culturales del Estado.

“Cuando hablamos de derechos colectivos hablamos necesariamente de la Constitución como un pacto intercultural. Y de la cultura como un derecho social, donde el Estado garantice los derechos de producción, de acceso, autorales, a la diversidad”, sostuvo Fernando Álvarez. Para Magdalena Rosas, la pregunta por los derechos culturales interpela tanto a los artistas como al resto de los ciudadanos. E implica definir, dice, “cómo vamos a reconocer y expresar las realidades locales, comunales y regionales. Cómo avanzaremos para eliminar la concursabilidad y generar estrategias de desarrollo regional”.

Para el abogado constitucionalista de la Universidad de Chile Fernando Atria, que también integró el debate, “la concursabilidad es la lógica de mercado. Viene de la afirmación de que incluso ahí donde no hay mercado, hay que organizar las cosas del modo más parecido al mercado”. El problema, añadió, es que “entregada la cultura al mercado suele no encontrar condiciones de fomento y reproducción. Por eso esperaría que la Constitución consagre el derecho a participar de la cultura”.

Un contrapunto puso Verónica Garrido: “por un lado es un momento inédito, pero la Constitución no es una varita mágica, es un proceso constituyente. Un momento para sentarnos a dialogar, reflexionar y avanzar en el ejercicio de la tolerancia”. Que se avance en ese proceso, explica, tiene mucho que ver con la participación y asociatividad a nivel local. La misma convicción, desde Chonchi, expuso Fernando Álvarez: “es muy importante que levantemos demandas territoriales y empoderemos a nuestros barrios, que son la primera fuente de nuestra diversidad cultural”.

Patricio Guzmán: «Me gustaría que mi obra quedara en Chile, pero allá la memoria no tiene institución»

Tal cual lo ha hecho desde hace más de cuatro décadas, el director radicado en Francia sigue de cerca los pasos del devenir nacional. Estuvo en Santiago para filmar el plebiscito, material que será parte de su próxima película sobre el estallido social. También presentó La cordillera de los sueños, premiada en Cannes, y un libro de 400 páginas que recoge los pormenores de La batalla de Chile, la trilogía que se convirtió en la más importante del cine documental local y que lo hizo reconocido a nivel mundial.

Por Denisse Espinoza A.

Tejer los hilos de la memoria, conectar pasado y presente a través de esos detalles que se repiten como profecías, es lo que ha hecho que el cine de Patricio Guzmán (Santiago, 1941) nunca pierda vigencia ni actualidad. El director que saltó a la escena mundial con La batalla de Chile (1975-1979), la monumental trilogía con la que narró como ningún otro documentalista el ascenso, auge y caída del gobierno de Salvador Allende, sabe bien cómo entramar los dramas de la política, la geografía y la historia familiar en la voz de personajes entrañables.

Lo hizo otra vez en su último filme, La cordillera de los sueños (2019), ganadora del premio L’Œil d’or al Mejor documental en el Festival de Cannes, y con la que cierra su trilogía sobre el Chile de la postdictadura, marcado por una geografía tan bella como inmensurable que lo sigue aislando y fracturado por un golpe de Estado del que aún no se puede recuperar.

En la película, estrenada antes del estallido de octubre de 2019, ya se huele parte del descontento social a través del personaje de Pablo Salas, un aguerrido documentalista que ha estado registrando las protestas callejeras desde que trabajara para Teleanálisis durante los años 80 hasta hoy, y que se roba el foco de Guzmán a partir de la mitad del metraje, hablando y mostrando parte de su valioso e inédito archivo, el que mantiene apilado en su casa, a pesar de que en los últimos años varios investigadores han postulado al Fondo Audiovisual con distintos proyectos para intentar rescatarlo.

Grabación de La cordillera de los sueños (2019). Gentileza de Atacama Productions.

Para Guzmán, Pablo Salas es víctima del mismo mal que lo aqueja a él y a sus colegas documentalistas: el desinterés que hay en Chile por resguardar la memoria histórica. Lo cierto es que a pesar de que el realizador ha dedicado su trayectoria a analizar la historia reciente del país con destacadas y premiadas cintas — desde La batalla de Chile, pasando por La memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001), Salvador Allende (2004) y ahora último con la trilogía compuesta por Nostalgia de la luz (2010), El botón de nácar (2015) y La cordillera de los sueños— Guzmán tiene claro que en Chile su trabajo aún no tiene el lugar que merece.

—¿Por qué decide darle mayor protagonismo a Pablo Salas en su documental?

A Pablo lo conozco desde hace muchos años, tenemos una relación de colaboración y le he comprado mucho material para algunas de mis películas, lo que hago con gusto porque sus materiales son únicos en el mundo. En un momento, nos dimos cuenta de que no teníamos tantas imágenes para seguir hablando sobre la montaña, no encontramos a los personajes adecuados y de a poco la historia se fue desplazando hacia la gente que se moviliza políticamente, y así dimos con Pablo, que sentí que de alguna forma coincidía con mi propia historia. Él tomó la posta de registrar lo que pasaba en las calles de Chile y no lo hizo durante tres años como yo, sino durante 30 años. Me parece simplemente fantástico, un personaje único en América Latina. Nos encontramos con todas esas cintas, algunas bastante viejas que estaban a su suerte en casa de Pablo. Todavía están todas a salvo, pero no se sabe por cuánto tiempo más.

—Y en su caso, ¿dónde está resguardo su material fílmico?

Todo está en mi casa de París. Por ejemplo, tengo mucho material de descarte de La batalla de Chile, también de El caso Pinochet y de Salvador Allende que me gustaría llevarlos a Chile para que la Cineteca Nacional pueda hacerse cargo, pero no tiene los recursos. Los documentalistas estamos en una situación de total orfandad, porque la memoria en Chile no tiene institución. La directora de la Cineteca es una persona muy simpática y receptiva, pero no tiene los dineros para planificar y organizar un archivo. Le pasa también a Ignacio Agüero y a un montón de documentalistas que tienen sus casas llenas de negativos. ¿Cómo es posible que Chile no tenga un lugar de recepción de su memoria audiovisual? Llevo 30 años en compás de espera y no veo una futura solución a ese problema. En Francia sí están las condiciones y probablemente ahí quede todo mi material, si es que la puerta chilena no se abre.

—La intervención de Pablo Salas en La cordillera… tiene mucho que ver con el discurso que luego vino con el estallido social. ¿De alguna forma presintió lo que venía en Chile?

No, fue una sorpresa. Cuando encontramos al personaje de Pablo, me di cuenta de que la película iba virando, pero eso suele pasar. El documental es un camino que emprendes y no sabes si va a cambiar de rumbo o no. De repente transitas por un camino que es profético de lo que pudiera pasar y eso es estupendo, porque lo que hizo Pablo es lo que hoy está haciendo medio mundo: filmar la realidad. Hay cientos de cámaras pequeñas, teléfonos que están en las calles; todo el mundo quiere filmar lo que pasa, es decir, el presente se vuelve un tesoro y eso es muy importante. Y Pablo lo hizo durante 40 años.

—En la película, usted también aparece mucho más en comparación con sus antiguos trabajos. ¿Diría que es su trabajo más personal?

Sí. Junto con el personaje de Pablo, de a poco fue apareciendo mi propia historia. Comencé a irme hacia atrás, encontré mi casa natal y con trucaje la pudimos reconstruir. Recordé momentos de cuando hice La batalla de Chile que nunca había contado, porque me di cuenta de que nuestras historias se conectaban. No es la más personal porque en La memoria obstinada hablo de un tío que fue quien guardó todo el material de La batalla… y también tiene un montón de momentos de mi propia biografía.

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En 1972, Guzmán se había quedado sin material ni dinero —Chilefilms estaba quebrado— para seguir filmando. Decidió entonces pedirle ayuda al director francés Chris Marker, quien ya lo había apoyado con su debut, El primer año, comprando los derechos para exhibirla en varios países. El autor de La Jetée le envió un escueto telegrama diciéndole “haré lo que pueda”. Un mes después, Guzmán y su equipo recibieron una caja con 40 mil metros de película virgen, además de cintas magnéticas perforadas para registrar el sonido. Con todo eso, el rodaje prosiguió y terminó con el golpe de 1973, que no sólo obligó a detener la filmación sino a esconder todo el material en la casa del tío de Guzmán, quien luego, gracias a la ayuda del embajador de Suecia en Chile —su secretaria era la esposa del cineasta chileno Sergio Castilla—, logró sacar todo fuera del país. Al año, el director y su montajista, Pedro Chaskel, figuraban en un sótano del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) donde pasaron siete años montando el material para transformarlo en tres películas que se fueron estrenando de a poco y que pusieron para siempre en el mapa el nombre de Patricio Guzmán. Una historia épica que quizás merecería su propia película.

—Al parecer La batalla de Chile es una fuente inacabable de anécdotas.

Claro, fueron dos años de filmación en un periodo histórico único. Con el equipo, por ejemplo, estuvimos presos varias veces en fábricas ocupadas por la derecha. Una vez, nos dieron vuelta el auto en una toma de terreno. Cuando los camioneros se reunían en grandes concentraciones, nosotros los filmábamos, y en una de esas nos tomaron presos, pero apareció un diputado de derecha que era muy decente y logró que nos soltaran, así que por suerte no nos agredieron. En la película también hablo más sobre mi detención de 15 días en el Estadio Nacional. Entonces sí, hay muchos momentos que no he contado porque nosotros éramos testigos, pero también protagonistas de ese momento. Es lo mismo que le debe ocurrir a Pablo Salas: están sus filmaciones, pero también sus propias historias de años de rodaje en la calle, en medio del peligro.

—Acaba de lanzar un libro sobre La batalla de Chile (Catalonia) con mucho material de la filmación. ¿Por qué decidió publicarlo justo ahora?

Creo que ahora, más que antes, es interesante conocer cosas de La batalla de Chile, porque como se repite una situación histórica bastante parecida, la gente dice “ah, mira, me interesa ver esto” y es estupendo que haya coincidido con este momento. No creo que sea un libro tan masivo, porque es muy técnico. Son como 400 páginas donde reúno todos los documentos sobre la película: críticas, comentarios, esquemas que se hicieron en el momento, cosas que escribí yo, que escribió Pedro Chaskel, el director Sergio Castilla, el guionista español José Bartolomé, mi exmujer también tiene un artículo; todos los que tuvieron una relación con el rodaje y montaje de la película escriben algo. Creo que a toda la gente que hace documentales o que escribe sobre historia seguramente le va a interesar.

—Usted dice que hoy se vive una situación política similar a la del pasado. ¿Qué diferencias importantes ve entre los dos procesos históricos?

Lo primero es que la Unidad Popular era un gobierno socialista que intentaba construir un proyecto político nuevo. Era una revolución pacífica que comenzaba con siete partidos políticos claros que lideraban todo. Lo de ahora es más bien una protesta gigantesca, pero sin dirección. Hay banderas que se respetan, pero no tienen una significación concreta; son banderas de compañía, no hay una ideología específica. Y, sin embargo, es muy fuerte llegar al país y ver a esa masa de gente en las calles diciendo las mismas consignas de antaño, cantando las mismas canciones que hace 50 años. ¿Quién iba a pensar que iba a suceder algo así? Es casi irrisorio. Mi sensación fue que el espíritu de la Unidad Popular, que estuvo escondido, resurgió y es muy contagioso y raro, pero no deja de ser falso. Lo claro es que no deja de ser importante que un país de América Latina se levante de manera pacífica para tratar de transformar su entorno. Es un Chile brillante que nace y todas las miradas están de nuevo puestas acá.

—Su propia mirada está de vuelta en Chile. ¿Qué es lo que más le llamó la atención del rodaje durante el plebiscito?

Creo que es notable cómo las mujeres han logrado ponerse en el primer plano del movimiento. Para mi nueva película solo filmé a mujeres como personajes, porque tienen una enorme capacidad de análisis, de entusiasmo y no se rinden ante nada. Entonces, está este colectivo increíble de cuatros chicas de Valparaíso (Las Tesis) que han creado un movimiento enorme mucho más allá de Chile. La juventud se mueve por intuición y con un optimismo que hay que mantener. No creo que el movimiento se diluya, es muy fuerte el descontento frente a la inercia e inoperancia del gobierno, porque nada funciona. No porque el gobierno sea mediocre todos los chilenos nos vamos a volver unos mediocres.

—También le tocó grabar durante la pandemia. ¿Cómo fue esa experiencia?

La verdad es que hay mucho rodaje donde yo no participé, donde fue el cámara con su sonidista y su asistente de producción. La jefa de producción de esta película participó en medio de la batalla con mascarilla; yo tenía mascarilla pero no salí al combate, me quedé en un edificio mirando de lejos y no participé en la lucha frontal, no me parecía necesario. Es apasionante, pero yo ya he vivido esa situación un montón de veces y entonces para qué otra vez más. No tenía mucho sentido exponerme. Estuvimos con mi mujer (la productora  Renate Sachse) en varias situaciones complicadas, pero no en las peores.

—Volverá en abril para filmar el plebiscito del proceso constituyente.

Sí, eso hay que filmarlo y ver qué pasa alrededor. Por esa razón serán dos películas. La primera es sobre el estallido y el primer plebiscito, que está bastante avanzada, al menos en mi cabeza. Es muy interesante todo lo que pasa, y estoy seguro de que va a tener eco en toda América Latina y el mundo. La siguiente partirá cuando volvamos a Chile, aunque también eso depende del dinero que logre conseguir. Por eso es importante que la película atraiga público, y si puede tener un premio, tanto mejor, porque con eso ya tienes la próxima película en la mano. De ahí que fuera tan importante el premio en Cannes, porque inmediatamente te entreabre la puerta para poder seguir trabajando.

—Si no fuese sobre Chile, ¿de qué más haría un documental?   

Eso depende mucho de las circunstancias. Por ejemplo, si es que alguien te ofrece hacer algún proyecto en otro lugar o te interesa una historia particular. Pero hace tiempo que abandoné ese camino y prefiero seguir trabajando sobre Chile. Me interesa más y varía tanto. La última vez, con mi esposa pensábamos sobre qué podíamos hacer una nueva película, y de pronto estalló un movimiento gigantesco de un millón y medio de personas en Santiago. Aquí tenemos tema para al menos tres películas más. Me parece fantástico seguir en lo mismo, no me aburre para nada.

Arte de resistencia: cinco colectivos que surgieron y persisten tras el estallido social

La explosión de expresiones artísticas callejeras fue un fenómeno que corrió en paralelo a la revuelta del 18 de octubre y llevó al movimiento social a otro nivel de creatividad. Los artistas encontraron en murallas, edificios, monumentos y señaléticas el lienzo perfecto para plasmar sus consignas al tiempo que las calles se llenaron de performances y comparsas. Hasta que la pandemia del Covid-19 dejó todo en suspenso. ¿Qué sucedió con esos colectivos artísticos que encendían a diario la protesta social? Aquí, cinco de ellos cuentan cómo lidiaron y sobrevivieron a este periodo de encierro e incertidumbre y qué planes tienen hoy.

Por Denisse Espinoza A.

Si hubo algo que caracterizó al arte surgido al alero del estallido social del 18 de octubre de 2019 fue la falta de nombres propios. Adjudicarse la autoría de una obra -hacer ”autobombo”- comenzó a ser visto como otra demostración más del individualismo neoliberal de ese sistema político y económico que se quería derrocar. Los y las artistas dejaron al margen sus obras personales para volcarse hacia la creación colectiva. Brigadas de muralistas, músicos de distintas orquestas, artistas de performances, grupos de fotógrafos y fotógrafas se volcaron a las calles todos juntos, porque unidos se sentían también más invencibles. Y así fue.

Coloquio de Perros. Foto: Felipe Díaz.

Durante cinco meses, las calles se llenaron de expresiones gráficas, coros ciudadanos y acciones de mujeres encapuchadas, que con sus torsos desnudos entonaban cánticos rebeldes. Los y las artistas de distintas disciplinas se reunieron, dialogaron y crearon juntos, cobrando una potencia inusitada. Quienes ganaron más fama fueron tildados incluso de peligrosos. Delight Lab, conocidos por sus proyecciones lumínicas en la fachada del edificio Telefónica, fueron censurados dos veces y Lastesis, que eran reconocidas por la revista Time entre los personajes más influyentes del 2020, gracias a su mediática performance “Un violador en tu camino”, recibían al mismo tiempo una querella de Carabineros de Chile por “atentar contra la autoridad” e “incitar al odio y la violencia”.

A esas alturas, eso sí, el movimiento social completo se había suspendido por la pandemia de Coronavirus y por las cuarentenas obligatorias que dejaron a los artistas sin calles para expresarse ni espacios culturales donde trabajar.

“La lógica neoliberal de los noventa también afectó al arte”, dice Gabriela Rivera, integrante de la colectiva Escuela de Arte Feminista. “Estaba esa idea del artista exitoso, mainstream, que exhibe y vende en galerías, y el que quedaba fuera de eso no existía. Creo que eso ha empezado a desaparecer, y la rebeldía del mundo del arte se ha empezado a negar a esa hegemonía”, agrega la fotógrafa.

La realidad en Chile es que muy pocos artistas pueden vivir del circuito de galerías. Muchos hacen clases, otro puñado vive de los fondos concursables y el resto se las arregla con oficios que les ayudan a autogestionar su trabajo artístico. “En Chile tenemos una cultura en torno al arte que lo precariza de por sí, siempre se ha ninguneado el trabajo artístico desde las instituciones culturales hacia abajo”, opina el diseñador César Vallejos, uno de los fundadores de Serigrafía Instantánea, en 2011, y quien ahora participa del colectivo Insurrecta Primavera. “Ahora que me he vuelto a reencontrar con amigos y amigas artistas que no veía desde el comienzo de la pandemia les pregunto cómo están y me dicen ‘como siempre nomás, a patadas con los piojos, acostumbrado a llegar a cero, a surfear la ola, arreglándoselas a puro ingenio. Esa es la verdad”.

Para Paula López del colectivo porteño Pésimo Servicio el problema ha sido justamente esa lógica del asistencialismo estatal a través de los fondos concursables, que “nos convirtió en seres ajustados a un presupuesto y a una planificación que son prácticas ajenas al arte”.  Eso genera, a su vez, un “sesgo político y editorial que elitiza el arte”, dice la fotógrafa. “Creo que muchos sentían que tenían el resguardado, entonces aparece todo este arte contestatario autogestionado que molesta y no saben cómo controlar”.

Si bien la autogestión no les da para vivir holgadamente, sí les permite tener independencia editorial, lo que en el arte político es crucial. Además, todos coinciden en algo: tras el estallido y en medio de la pandemia crear en solitario y al margen de lo que sucedía afuera sigue siendo imposible. El motor de estos colectivos es hacer un arte político, que eduque y profundice la reflexión.

Colectivo chusca (@colectivochusca): “Visibilizar a los caídos”

“En ese momento, estaba trabajando en torno a unos poetas japoneses el tema de la muerte, a raíz de una invitación que me habían hecho para noviembre, pero después del estallido todo cambió. Había algo mucho más urgente e inmediato que abordar, que era la protesta y las muertes y heridos reales que estaban quedando por la represión policial”, cuenta Sebastián Jatz, compositor y artista sonoro, quien junto a Fernanda Fábrega, Andrés Gaete y Bernardita Pérez, forman en noviembre de 2019 el colectivo Chusca, con la idea de rendir homenaje a las víctimas de la revuelta.

Colectivo Chusca, intervención en Metro Baquedano.

“Había información muy difusa, incluso organizaciones como Amnistía Internacional o el Instituto Nacional de Derechos Humanos, tenían cifras y nombres distintos de las víctimas, no había tanta información. Entonces la idea fue contar quiénes eran estas personas que habían perdido la vida en la primera línea o gente que le llegó una bala loca, que estaba en un lugar equivocado. El desafío era poder presentar temas derechamente políticos, contingentes y polémicos de una manera poética, que tenga un vínculo a nivel emotivo pero que también sea informativo”, explica Jatz. Así nació la pieza “Personas que encontraron la muerte aunque sabemos que son más”, compuesta por relatos de los casos de muertes durante manifestaciones, acompañados de percusiones de platillos, bombos y un kultrún, que fue presentada en distintos espacios públicos.

Debutaron en diciembre de 2019 en el galpón 5 de Franklin, y luego se presentaron otras nueves veces en lugares como el frontis del Museo Nacional de Bellas Artes, la Estación Baquedano, el frontis del GAM, en la Oficina Salitrera Chacabuco, en el Valle de los Meteoritos y en el Cráter de Monturaqui. Hasta que llegó la pandemia.

Desde entonces el colectivo se silenció, volviendo recién en octubre pasado, para el aniversario del estallido, cuando volvieron a reponer la pieza fuera de las Torres de Tajamar. “Es super lógico que ante una crisis de cualquier orden tiendes a acercarte a quienes están pasando por algo similar a ti. Para mí era el único tema, no podía hablar de otra cosa, me invitaban a otros proyectos y era como ‘lo siento no puedo poner mi cabeza en otro lugar’. Había un sentido de urgencia y de intransigencia”, dice el artista.

“Yo he dado por muerta muchas veces Chusca, pero son mis compañeras quienes mantienen la energía del proyecto”, confiesa Jatz, dejando ver una de las bondades de los colectivos de arte: cuando uno se cansa, otro puede apoyarlo y continuar.

Escuela de Arte Feminista (@escueladeartefeminista): “Por una pedagogía rebelde”

El agote de años luchando por abrirse paso con un arte feminista en la escena local, les pasó la cuenta a Alejandra Ugarte, Gabriela Rivera y Jessica Valladares, quienes se replegaron justo antes del estallido social. Nacidas en la década del ochenta y compañeras de generación artística -Alejandra egresada de la Universidad Arcis y Gabriela y Jessica de la Universidad de Chile- las tres se formaron como colectiva en 2015, armando un espacio de diálogo feminista y activismo abierto al público, yendo a las marchas y haciendo bulladas performances callejeras. Sin embargo, eso no impidió que vieran con algo de incredulidad pero certera emoción cómo entre marzo y junio de 2018 el movimiento feminista se tomaba las calles, las universidades y los noticiarios haciéndole frente a los casos de femicidio, abuso y violencia sexual, como el de Nabila Riffo.

Copia Feliz del Edén, marcha del 8 de marzo de 2017.

“En 2007 las marchas de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres eran de 50 personas, en 2014 ya eran más de 100, pero en 2018 fueron miles, de todas las edades y todas las generaciones. No esperábamos esa multitud la verdad, aunque siempre fuimos parte y estuvimos viviéndolo todo el tiempo, fue una sorpresa”, comenta Gabriela.

Luego vino el estallido, la represión de la policía, los heridos por balines y el miedo.

“Le dimos el pase a las generaciones más jóvenes, porque tienen más energía y menos traumas. Para nosotras que venimos con la carga de la dictadura y que además somos madres, el nivel de violencia que ejerció Carabineros en esos meses fue paralizante”, dice Alejandra. “Ese tiempo nos sirvió para repensarnos y rearticularnos”, agrega.

Paradójicamente, la pandemia imprimió nuevo aire a la Escuela de Arte Feminista, que retomó su quehacer pedagógico. “Sentimos que la educación es clave. Venimos de una generación donde nunca se habló tanto de feminismo, en la Escuela de Arte jamás hubo paridad entre los profesores y profesoras, de hecho eran casi todos hombres, todo era muy machista y hoy, en el fondo, no han cambiado tanto las cosas, en los colegios hace falta una educación no sexista y feminista”, dice Alejandra.

Fue lo que también entendió el colectivo Lastesis, quienes lograron una resonancia que nunca ha tenido la colectiva de Alejandra. “Reconozco el impacto que tuvieron y cómo viralizó la acción, pero la verdad es que siempre la espectacularización del arte me genera dudas.  Para mí lo más importante que lograron fue atraer a una generación mayor con Lastesis senior y ayudar a que muchas mujeres comenzaran a denunciar los abusos”, dice.

Lo cierto es que la Escuela de Arte Feminista ha sido una pieza importante para pensar el género desde el arte. Desde mediados de los 2000, cuando hicieron una serie de performances en el espacio público, dictaron varios talleres de fanzine y feminismo en la Biblioteca de Santiago y luego, en 2017, ganaron una residencia en Balmaceda Arte Joven, dando espacio a otras colectivas y artistas feministas. “Siempre tuvimos como referente un proyecto que había en EE.UU., la Womanhouse, un espacio donde se revisaba una genealogía de artistas feministas y alucinábamos con eso, con tener nuestro cuarto propio”, recuerda Gabriela, quien desde el año pasado está radicada en España y ve en el trabajo educativo virtual con sus compañeras el único futuro posible para su colectividad.

Pésimo Servicio (@pesimoservicio_): “Amistad y arte político en el Puerto”

Fue el mismo 18 de octubre de 2019 cuando, en Valparaíso, un grupo de amigos artistas discutía la idea de arrendar un taller y armar una cooperativa de trabajo para así compartir ideas y gastos. Al día siguiente, el eco de la revuelta de Santiago llegó al puerto y la urgencia de unirse cuajó. “A los tres días ya estábamos imprimiendo folletos para repartir en las marchas, creando consignas y proyectando ideas. Aprovechamos el toque de queda para quedarnos toda la noche imprimiendo y trabajando y ya en diciembre teníamos juntos un taller en la Plaza Echaurren”, cuenta la diseñadora y artista de collage Danila Ilabaca, quien junto a los artistas visuales Gabriel Vilches, Camila Fuenzalida y Pablo Suazo, los fotógrafos Rodolfo Muñoz y Paula López y el restaurador Iñaki Redementería, forman el colectivo Pésimo Servicio.

Intervención en Valparaíso, colectivo Pésimo Servicio.

Como vienen de disciplinas diferentes, con estéticas distintas, la metodología del grupo ha sido básicamente someterse a un estilo gráfico simple y limpio. Toman ideas de lo que escuchan en la calle o en las noticias, las que sintetizan en frases cortas, que luego imprimen en folletos o volantines, proyectan en edificios o detrás de un camión en movimiento o pintan en el suelo. Desde el inicio las frases llamaron la atención. “O explotamos o nos siguen explotando, una de dos”, “En Chile se tortura”, “No estoy en guerra”, “Hay que escuchar la voz del pueblo” o, simplemente, la imagen de la bandera chilena negra con la palabra “mata”.

“La autoría se pierde porque ni siquiera los mensajes vienen de nosotros. También es importante que cualquiera pueda replicar fácilmente la gráfica, que sea de todes”, dice Gabriel Vilches. Rodolfo Muñoz destaca que “en Chile está fácil hacer arte político porque pasan injusticias todos los días, es increíble. No tocamos un tema especial, sino que nos enfocamos en que todos tienen una raíz en el colonialismo, la dictadura y ahora el sistema neoliberal”.

La mayoría de sus intervenciones la han hecho en Valparaíso, en plazas, cerros y canchas, pero también han trabajado en Santiago. En septiembre, de hecho, junto a Delight Lab realizaron la acción que fue censurada por Carabineros cuando con un foco iluminaron el verso «Destruir en nuestro corazón la lógica del sistema», extraído de un poema de José Ángel Cuevas, haciendo desaparecer la proyección del monumento de Baquedano en Plaza Italia.

“Al final fue bonito lo que pasó con el Pepe Cuevas, porque por la censura de repente vio reproducido su poema completo en La Tercera, se empezó a hablar mucho de él, siendo que nunca fue un poeta tan mediático y ahora incluso van a hacer una reedición de su trabajo”, comenta Paula López.

Durante la pandemia, el grupo dejó de verse, pero no de trabajar, comenzando una modalidad virtual que también dio frutos. Se volcaron a lo audiovisual y en junio estrenaron “El cuerpo al servicio del capital”, un corto documental sobre la salud en Chile a propósito de la crisis sanitaria.

Por estos días están planean una intervención presencial con otros colectivos y preparan una nueva cápsula audiovisual sobre el tema del miedo y el control social. “Entrevistamos a una terapeuta y chamana para reflexionar sobre qué pasa con el cuerpo cuando siente miedo, pero también nos interesa el tema de la sobremilitarización, porque en Valparaíso no sólo hay milicos y pacos, sino también navales, una Armada gigante, entonces el control ha sido super fuerte”, explica Iñaki.

“Estamos en un proceso de quitarle el miedo a la gente, porque Valparaíso se ha vuelto a silenciar, y la idea es que se vuelva a la calle, a reclamar por los derechos, a reivindicar el espacio que nos volvieron a quitar”, concluye Gabriel Vilches.

Tres tristes tigres (@coloquiodeperros): “El arte de conversar”

El periodista Sebastián Herrera y su pareja, la artista Laura Estévez, hace un tiempo que tenían una instancia de diálogo en torno a la música en el barrio Franklin cuando se produjo el estallido social. “Recuerdo que la segunda semana estábamos en una marcha y la reflexión fue, bueno, sabemos que hay un malestar, pero cuáles son las demandas concretas, cuál es el discurso de fondo. Parecía necesario y urgente sentarse a conversar”, explica Herrera. Fue entonces que decidieron, junto al cineasta Fernando Guzzoni (La Colorina), armar el colectivo Tres tristes tigres -en homenaje a Raúl Ruiz- y replicar la instancia de diálogos con simplemente una improvisada mesa, sillas y micrófonos en el frontis del Museo de Arte Contemporáneo, que llamaron “Coloquios de perros”.

Coloquio de Perros III. Foto: Felipe Díaz.

“La idea era simplemente crear un espacio de reflexión donde encontráramos un punto que fuera congruente a todas aquellas personas con inquietudes similares. Nunca aspiramos a que fuera exitoso o no, era igual si llegaban diez o cien”, dice el periodista. Pero lo fue.

Entre octubre de 2019 y marzo de 2020 se realizaron once coloquios, donde participaron relevantes figuras de la cultura, entre ellos el poeta Raúl Zurita, el arquitecto Alejandro Aravena, la sicoanalista Constanza Michelson, la escritora Nona Fernández, el colectivo Lastesis y la artista Cecilia Vicuña. “En pandemia nos cuestionamos si el lugar del diálogo era todavía importante, si la gente lo necesitaba e hicimos algunos ‘coloquios de perros’ en forma digital, pero luego habían proliferado tanto los espacios de conversación virtuales, vía Zoom u otros que sentimos que nuestra labor ya estaba ocupada, que era redundante hacerlo”, dice Herrera.

Aunque ya llevan un tiempo sin hacer un coloquio de perros, el periodista sí cuenta que para octubre próximo planean hacer uno de más días, en el mismo lugar de siempre y gratis. Mientras que adelanta que la segunda semana de enero lanzarán un nuevo proyecto digital que funcionará a modo de revista. “Va a tener cada dos meses una temática que va a colonizar el sitio web, y esa temática va a ser respondida a través de entrevistas, podcast, columnas y artículos. Pero al mismo tiempo será un contenedor visual de todos los coloquios de perros anteriores y de los futuros que vengan”, adelanta.

Insurrecta primavera (@insurrectaprimavera): “Discípulos adelantados”

Aunque César Vallejos llevaba una década haciendo arte político en las calles junto al colectivo Serigrafía Instantánea, siendo uno de los grupos con más presencia durante el estallido social (pegando afiches y estampando pañuelos, sacando la prensa a la calle y haciendo talleres populares), finalmente el diseñador se apartó del colectivo por diferencias creativas. Sin embargo, fue en uno de los talleres que dictaron en diciembre, en la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, que se conformó un nuevo grupo de aficionados e interesados en levantar una nueva brigada de propaganda que bautizaron como Insurrecta Primavera.

Afiches callejeros de Insurrecta Primavera.

Con ellos, César ha seguido activo incluso durante la pandemia. Hicieron una intervención de afiches y stickers en el momento en que las críticas hundían la labor del ministro Jaime Mañalich por el mal manejo de la pandemia, y luego se han dedicado a trabajar ilustraciones de los presos políticos y víctimas del Estado de ayer y hoy. El 11 de septiembre intervinieron la fachada del Estadio Nacional con los rostros de Cecilia Magni, Macarena Valdés y Joane Florvil. Y recién el 15 de noviembre pasado intervinieron los muros de la población La Bandera en memoria de Camilo Catrillanca.

“Sin duda que con las cuarentenas el movimiento social se detuvo y hubo un debilitamiento porque en el fondo la pandemia nos encierra, no nos permite juntarnos, que era lo que se estaba cultivando en las calles, el contacto en los diversos espacios de confluencia. Y a eso se suma el gran cansancio del estallido por el factor de la represión policial, muchos dejaron de estar en la calle”, plantea Vallejos.

Claro que para el diseñador tanto el estallido social como el estallido gráfico eran situaciones que sorprendieron pero que se vienen fraguando hace décadas. “Los movimientos sociales han tenido un desarrollo que va más allá de la revuelta, están los movimientos populares, ecologistas, el levantamiento en Punta Arenas, lo que pasó en Freirina, en las zonas de sacrificio a lo largo del país, el movimiento feminista, el movimiento estudiantil, los mineros, portuarios, profesores, el movimiento No+AFP, etcétera”.

Con los colectivos de arte es lo mismo. Hace años que se viene conformando un movimiento de muralistas y brigadas, de performistas, de artistas textiles, de comparsas y orquestas y pasacalles que en el estallido salieron todos a la luz. Y volverán a salir, advierte Vallejos. “Sólo el fin de semana pasado había por lo menos ocho actividades en distintos territorios. Nosotros estuvimos en la Villa Olímpica, donde se juntaron unas mil personas, tocaron como diez bandas y habían unos cien feriantes de oficios gráficos. Y al mismo tiempo estaban pasando cosas en Pedro Aguirre Cerda, Puente Alto, Bajos de Mena y La Victoria”, cuenta el artista. “El arte siempre ha sido una trinchera contracultural y por eso Plaza Dignidad se llenó de arte, incluso las personas de la primera línea usaban trajes creados por ellos y pintaban sus escudos, todo fue una gran performance que está esperando el momento de volver”.

Palabra de Estudiante. El desafío de la identidad colectiva en el proceso constituyente

Nos pensamos colectivamente y nos preocupamos por cosas que no necesariamente nos afectan de manera directa, nos volvemos a llamar pueblo y rompemos así con la moral neoliberal que se instalaba como sinónimo de libertad. Instalamos y nos reapropiamos de la libertad como una necesidad colectiva.

Por Noam Vilches Rosales

El plebiscito constitucional se celebra a un año del estallido que dio vida a una protesta que abre las grandes alamedas, que nos ha dado la esperanza en un Chile distinto. Esta crisis tan vociferada como inesperada, de pronto se vuelve una respuesta casi obvia ante las políticas de gobiernos que no han sabido responder a las necesidades de la gente, que inventan bienestar de la población donde sólo hay riqueza y acumulación de las mismas personas de siempre. La lógica instalada según la cual la meritocracia era sinónimo de éxito económico y felicidad se termina de derrumbar, las promesas del dictador y la transición se muestran como lo que eran: mentiras.

Noam Vilches, delegade de Bienestar de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH).

Mientras la derecha se jacta de que el país es un oasis, el pago del crecimiento económico de un reducido grupo se traduce en que Chile ocupa el lugar número 13 de los países con las mayores tasas de suicidio del mundo (OCDE, 2013), en una desigualdad tremenda y en políticas que sin pudor alguno siguen precarizando nuestras vidas. Pero, claro, algunos sectores políticos creen que bienestar es hacer crecer el PIB, enfocando sus políticas públicas en ello y no en la población y sus necesidades, no en el bienestar de la gente.

Que el estallido social se iniciara producto de una movilización de estudiantes de liceo a causa de un alza en el pasaje que no repercutía directamente a estudiantes preparó el ambiente para que se rompiera la ideología del individualismo y volviéramos a pensarnos como colectivo. Este colectivo no pensaba sólo en las demandas de las grandes mayorías, incluyó en su reflexión a quienes somos constantemente marginalizades, como es el caso de las disidencias sexuales y de género o las personas de la tercera edad, ya no posicionando al pueblo como ente homogéneo, sino que estableciendo la precarización de la vida como el factor común, abordando en los cabildos y luego en la campaña por el Apruebo los diferentes factores que precarizan a esta masa que se reconoce y acepta heterogénea. Nos pensamos colectivamente y nos preocupamos por cosas que no necesariamente nos afectan de manera directa, nos volvemos a llamar pueblo y rompemos así con la moral neoliberal que se instalaba como sinónimo de libertad. Instalamos y nos reapropiamos de la libertad como una necesidad colectiva.

Este proceso abrió una oportunidad que no soluciona las demandas sociales, pero abre las puertas que nos pueden permitir, de una vez por todas, decidirnos democráticamente como país. Se enriquecía este proceso de cabildos, asambleas y organizaciones territoriales de maneras que no veíamos en años. Todo esto se vio abruptamente interrumpido por una pandemia. Pero la mente no es tan frágil, y ante la necesidad se organizan hasta el día de hoy ollas comunes que siguen gritando que sólo el pueblo ayuda al pueblo, y a un año del estallido salimos a las calles, retomamos los puntos de salud y reforzamos que esto sí prendió.

A pesar del optimismo expresado, no todo está dicho. No sólo hay un plebiscito que ganar, hay que ganar una Constitución y luego ganar leyes. Este proceso es largo, y la vida online no lo hace más fácil. Quedamos a merced de lo que dicten las redes sociales, la televisión y los medios de comunicación, que hace ya tiempo se posicionan como poco fiables. La comunicación de esta masa se ve limitada, empatizar se vuelve más complejo, la ayuda se virtualiza y se tensa eso que se construyó en la calle para volver al individuo, al yo y mi casa, al yo y mis cosas ahora no sólo como sinónimo de éxito, sino que además como sinónimo de seguridad, de sanidad, de vida.

Esta pandemia dificulta, por tanto, que reafirmemos ese sentido común que se construía en las calles, en los territorios, en los encuentros barriales, lo que no sólo es una mala noticia para una izquierda que afirma su quehacer y redirige su rumbo al dictado del pueblo, sino que también para la derecha, pues ese sentido común era la posibilidad de ese consenso que es fundamental para hablar de legitimidad, algo que sin duda le hace falta a este Gobierno. El desafío es claro, hay que seguir construyendo esa identidad colectiva.

Esta construcción no es interpretar, ya no basta con interpretar el estallido, con escudriñar en busca del sentido último de esta anomalía. Se vuelve necesario formar ese sentido, construirlo, decidirlo y posicionarlo con miras a las realidades y necesidades concretas que tenemos. Esto, de no ser hecho por el pueblo mismo, es decir, si no es esta misma masa que se manifiesta la que decide el país que quiere, tendrá que resignarse a aceptar que volveremos a estar bajo la voluntad de una clase política incapaz de abordar de manera contundente cualquiera de nuestras demandas. Teniendo la oportunidad de construir una nueva organización política, popular, que mire las necesidades reales de la gente, perderla es simplemente un sinsentido que nos mantendrá lejos de una vida digna.

Este tiempo de encierro ha dejado claro este último punto, pues le dio una oportunidad única al Gobierno para instalar los cambios y reformas que tanto ha vociferado como la real solución, aludiendo a que cambiar la Constitución no es la vía. Aun así, aun sin la presión que ejercíamos en las calles, su propuesta ha sido completamente deficiente. Esta deficiencia se vislumbra en que, a un año del estallido, la gente ha vuelto a dejar de manifiesto en las calles que las necesidades siguen ahí y que el actuar del Gobierno sigue siendo negligente.

Por último, no es menor recordar que esta posibilidad de una nueva Constitución no se ganó con un lápiz azul, se ganó en las calles.  Y para que esa Constitución aborde nuestras necesidades tenemos que retomar lo que significa «nuestras», es decir, retomar el sentido común que se construía en el diálogo colectivo, en la escucha atenta, en la empatía, en el reconocerse como parte de un pueblo que sufre una desigualdad cruel y que se levanta ante la injusticia con organización colectiva, popular, feminista, crítica y, sobre todo, con ganas de cambiar todo lo necesario, hasta que la dignidad, de todes, se haga costumbre.

Martín Hopenhayn: “La academia convirtió en un gesto propio no abrir vasos comunicantes con la política”

Con Multitudes personales (Ediciones UDP) recientemente publicado bajo el brazo, el intelectual, filósofo y escritor chileno-argentino, que durante años trabajó como investigador de temas sociales en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), se aventura con un análisis del Chile que hemos construido y habla del rol de su generación frente a los cambios que vienen: “tiene que mojarse las patitas, tiene que entrar a discutir”.

Por Jennifer Abate C.

En un texto que publicó en la revista Nexos en octubre del año pasado, decía que su respuesta más honesta frente a la pregunta por el desenlace del movimiento social era: no tengo la menor idea. Casi un año después, ¿tiene más luces sobre lo que ocurrirá con la movilización que comenzó el año pasado y que fue detenida por la pandemia?

Yo creo que hoy es tanto o más enigmático en la medida en que la pandemia fue sofocada no por una razón política. No tuvo un desenlace, no tuvo una resolución, lo único que hay en el horizonte es el plebiscito que se viene. El estallido, para mí, es una revuelta, no una revolución, la revolución termina con un asalto al poder y la revuelta termina en una especie de desplazamiento del eje del centro, es decir, lo que era en algún momento considerado como statu quo, se corrió a la izquierda. El eje se corrió primero en algunas concesiones en términos de política, después, sobre todo, en la iniciativa de convocar a un plebiscito para trabajar en una nueva Constitución.

El filósofo y escritor Martín Hopenhayn.

Se trata de un sentido común compuesto, por un lado, de una visión crítica respecto de los gobiernos de la Concertación, es decir, de los gobiernos de la democracia, del programa que se desarrolló y del modelo de país que se planteó. Creo que se generalizó una cierta homologación entre neoliberalismo a secas y lo que ha sido Chile en los últimos 30 años. Es curioso; yo no estoy de acuerdo con esa homologación, por lo menos de manera total, es decir, esta especie de indiferenciación entre los Chicago Boys y el modelo “progresista”.

Se refiere a la frase “no son 30 pesos, son 30 años”.

Claro, en las marchas se notaba esa visión. Por otro lado, creo que hay dimensiones que tienen mucho que ver con el poder en la vida cotidiana, que ya estaban puestas sobre el tapete en las movilizaciones sobre abuso de género en el año anterior, en 2018, que al estallido llegaron en la última parte, sobre todo con Lastesis y todo lo que significó. Creo que el tipo de cuestionamiento que se planteó en 2018 era muy profundo y tiene bastante que ver con el estallido social, es decir, con perderle temor a asumir posiciones más radicales frente a un tema. También se conjugan o convergen temas que tienen que ver, por un lado, con los viejos temas sociales, distributivos, con una clara conciencia de que los indicadores del triunfo, los indicadores del oasis chileno del cual habló el presidente pocos días antes, no representan la realidad de la gente o la gente no se siente para nada representada en esos indicadores. Lo que ocurría por debajo de todo eso era una sensación muy grande de vulnerabilidad y de vulnerabilidades cruzadas, vulnerabilidad en el campo de la salud, en el campo de la seguridad social y las pensiones, la sensación de una ciudadanía de primera, segunda y tercera clase según el tipo de educación al cual accedías, el tipo de trato que tenías en el trabajo, el tipo de redes, de relaciones que te permitían aprovechar tu capital humano en retornos laborales.

Es interesante el correlato que hace con el movimiento feminista de 2018, cuando, como durante el estallido, llamaba la atención la inexistencia de un liderazgo tradicional. ¿Cree que están emergiendo nuevas formas de movilización?  

El movimiento feminista rebasaba cualquier tipo de lógica partidaria, era rizomático, aparecía por todos lados. Creo que ahí se marcó un precedente superfuerte, mucho más todavía de lo que se podía haber marcado en la Revolución de los Pingüinos el 2006 o la de los universitarios el 2011 o la protesta contra las represas el 2012. Ahí había algunos liderazgos, pero en esta idea no hay liderazgo, hay una especie de espontaneísmo de las masas, como se decía antes. Ahora, no digo que el 2018 sea la causa del 2019, a lo mejor ya el movimiento del 2018 estaba dentro de una forma de funcionar que estaba arrastrándose, que explota ahí.

Usted ha descrito una disconformidad que viene de muchos lugares. Hoy estamos a punto de enfrentar un plebiscito. ¿Cree que un potencial cambio en la Constitución ayudaría a subsanar esas disconformidades o de todas maneras hay que conducir otro tipo de procesos sociales que ayuden a aliviar la sensación de desigualdad creciente?

Creo que no sería malo que la nueva Constitución lograra tener esa nueva fuerza para nuclear todas las energías, las energías críticas, emancipatorias, contra la desigualdad, porque habría, de alguna manera, algún tipo de encuentro entre la lógica de la revuelta y la reflexividad compartida, una especie de proceso deliberativo a nivel nacional. Si los procesos deliberativos se mantienen divorciados de los procesos de movilización, yo no sé hacia dónde se llegaría, es como una especie de toparse con un callejón sin salida. No digo que el proceso de la Constitución desmovilice a la sociedad, yo no sé cuánto tiempo puede permanecer una sociedad movilizada como lo estuvo durante cuatro meses, pero de alguna manera debiera vincularse la movilización social con la deliberación pluralista, por llamarla de alguna manera, una deliberación abierta, ampliada.

En medio de la pandemia, diferentes teóricos y teóricas han postulado alternativas de cambio de nuestra vida social después de la pandemia. ¿Qué piensa usted? ¿Cree que estamos en condiciones de anticipar si la pandemia va a producir cambios permanentes en nuestra manera de relacionarnos socialmente?

Yo creo que la pandemia ha traído una especie de desfile de proyecciones utópicas y distópicas muy interesante, porque se han ido modificando a medida que la pandemia y las medidas de confinamiento duran más. Al principio apareció una especie no de euforia, porque no podemos hablar de euforia ante una pandemia, pero una expectativa de que íbamos a encaminarnos hacia una ética de la frugalidad; la pandemia era la señal que la naturaleza le daba al capitalismo, a la modernidad y a la globalidad, de que no podíamos seguir con esta forma de producir, consumir y de habitar, y que por lo tanto se venía un cambio paradigmático. Y también apareció la expectativa utópica de la emergencia del rol social del Estado, sobre todo en América Latina. La gente pensó: “este es el fin del capitalismo financiero”. Creo que ahora hay un momento de incertidumbre en este juego de naipes de utopías y de distopías dinámicas que se han dado a lo largo de los últimos meses. Uno de los grandes problemas, que es mas simbólico, tiene que ver con la crisis política durante el estallido y la pérdida profunda de apoyo, aprobación y legitimidad prácticamente en casi toda la clase política y el sistema. ¿Cuál va a ser la voz desde la política que invite, convoque, a la sociedad a estar juntos para enfrentar esta situación crítica?

¿Cuál es su respuesta frente a esa pregunta?

El problema es que no hay voz. Las dos personas que apuntan más fuerte en las encuestas son Lavín y Jadue, y no creo que ninguno de los dos pueda hacer esa convocatoria, salvo que se junten, pero no lo creo. Tiene que haber una voz que convoque, creo que la voz tiene que convocar a unirnos en un cierto sacrificio, que es lo que ocurre durante las guerras. Roosevelt tuvo la capacidad de hacerlo durante la guerra; de alguna manera se desgastó, pero Fernández en la Argentina lo pudo hacer, una voz convocante. Pero la voz convocante tiene que ser, a la vez que una invitación al sacrificio, muy clara también en una invitación a distribuir los sacrificios según las capacidades, el lugar que ocupa cada uno en la sociedad. Si uno invita al sacrificio, y al mismo tiempo vamos a discutir en serio el impuesto a los superricos, tiene más sentido, pero invitar así, de manera vacía, a que todos nos sacrifiquemos sin hacer distinciones, sabiendo que hay personas que quedaron muy mal paradas, no tiene ningún sentido.

Multitudes personales

En su libro (una compilación de ensayos, crónicas y aforismos publicados a lo largo de su vida) habla de la generación del 55, su generación. ¿Cuál cree que es su rol a la hora de pensar y actuar frente a los cambios propuestos desde el estallido social y hoy por el plebiscito constitucional?

Una generación no significa que todos los que nacieron el 55 estén más o menos cortados por una sensibilidad homogénea, ese texto lo publiqué en la revista Apsi el año 86, cuando yo tenía 31 años, y produjo mucha identificación en pares. La del 55 es la generación de la Reforma Universitaria del año 67, la que después ocupó puestos de poder durante la Concertación. Es una generación que se perdió la fiesta [de las revoluciones en el continente] y que, al perdérsela, la mitificó también; es decir, el vacío de una fiesta a la que llegó tarde lo compensó llenando ese vacío con lírica y épica que ninguno vivió del todo. ¿Qué es lo que yo creo que pasa ahora con esta generación? En términos de propuestas, yo creo que no es fácil, o sea, terminó siendo muy heterogénea esa generación, la misma gente que formó parte de una sensibilidad más o menos convergente en los años setenta u ochenta, en los años noventa empezó a abrirse en distintas ramas: gente que se dedicó a hacer plata de frentón, gente que se metió en la política con vocación, gente que se metió en la política como gran bolsa de trabajo bien remunerada, gente que se cuadró con el “progresismo” de manera muy fuerte y con poca apertura, gente que se mantuvo en una especie de izquierda incondicional e hizo de su propia condición de outsider una bandera, un motivo de autoreivindicación. Creo que es una generación que tiene que mojarse las patitas, tiene que entrar a discutir, tiene que ver cuál es el valor de la experiencia, cuál es el valor de haber transitado por distintas perspectivas, qué se puede aportar. Tiene que ser servicial.

Multitudes personales. Ensayos, crónicas y aforismos (2020), Martín Hopenhayn, Ediciones UDP.

—Es relevante eso, pues si bien hay una necesidad de revitalizar la política, cambios profundos como los que exige la sociedad no van a ser construidos solamente por personas jóvenes o muy jóvenes.

Sí, ahí hay aspectos frente a los que a la generación mía le cuesta mucho tomar posiciones, y a mí también. Por ejemplo, ahora que se ha dado lo que se llama “las políticas de cancelación”, esta especie de, a como dé lugar, llegar a lo políticamente correcto. A mí me cuesta mucho pronunciarme frente a eso, me cuesta mucho. Mi corazón, mi adhesión espontánea, y yo creo que además a conciencia, porque me tocó vivir la dictadura, es el sentido común del pluralismo. O sea, renunciar al pluralismo ideológico, al pluralismo en valores, ya es imposible.

La reflexión académica y la investigación habían encendido muchas alertas sobre el malestar en Chile. Usted lleva años en eso, el informe del PNUD de 2017 hablaba sobre las tensiones sociales. ¿No es un poquito decepcionante que las decisiones en materia de políticas públicas estén tan divorciadas de lo que propone el mundo de la investigación y la reflexión crítica?

Sí, pero creo que hay responsabilidad en ambos lados. Es un desperdicio total, es decir, pienso en países europeos y en Estados Unidos, donde hay mucho más flujo entre estos mundos. Yo creo que hay una responsabilidad, por un lado, claramente desde la política, por regirse mucho más por ritmos electorales y por programas para captar audiencias. Hay una especie de anquilosamiento de la clase política, de pérdida de apertura, de estar como enfrascados en una especie de Club de La Unión de la política, pensando que lo real es lo que se conversa entre ellos. Desde el lado de la academia, sí ha habido algunos esfuerzos, pero desde la academia se convirtió en un gesto propio, casi un gesto de epistemología política, no abrir vasos comunicantes con la política, una especie de purismo en el cual podría haber casi un efecto de contaminación. La academia también ha tenido sus propias reglas del juego, que son las reglas del paper, las reglas de las becas, las reglas de los rankings, que son las reglas, sobre todo, de la investigación.

¿Hay alguna posibilidad de reencontrar esos mundos hoy?

Yo creo que sí. Hay algunos referentes académicos, pero son muy pocos, o sea, no sé, en sociología, Carlos Ruiz, Tomás Moulian ya no lo es como lo fue en su momento, por un tema de generaciones, y puede haber dos más, tres más, pero son muy pocos. Además, son como islotes, porque incluso dentro del mundo académico hay mucha atomización, es decir, los profesores están cada uno cuidando su parcela, su tienda.

La élite chilena salió en viaje de negocios

Por Faride Zerán

Todo parece causar sorpresa en el Chile actual. Por ejemplo, la histórica participación en el plebiscito, con más del 50% del padrón electoral votando pese a la pandemia y a una franja electoral confusa y, en general, más bien discreta; el abrumador triunfo del Apruebo y de la Convención Constitucional, ambas con más del 78% de las preferencias, así como las pacíficas y masivas celebraciones convocadas en distintos puntos de Santiago y del país.

Como si se tratara de cifras, datos, personas sacadas del sombrero de un mago, las escenas que se sucedieron el 25 de octubre último aún tienen a los analistas, líderes políticos y medios de comunicación intentando leer un país bajo lógicas y categorías que en muchos casos siguen desfasadas respecto del país real.

Porque si bien el lugar común de la reflexión tuvo como epicentro la premisa unánime de que se estaba asistiendo a un fenómeno que enfrentaba a la élite con el pueblo (aunque la palabra pueblo no fue usada sino a través de eufemismos), lo cierto es que el lunes 26 de octubre ya no amanecimos con un país polarizado, como majaderamente se insistía, sino más bien con la evidencia de que un modelo de sociedad determinado le había sido impuesto a todo un país por una minoría que, por cierto, ostentaba un gran sentido de clase.

La pregunta es cómo se produjo esa grieta o desprendimiento del tejido social y cultural, y de qué manera es posible reparar dicha falla, digamos telúrica, para usar una metáfora ad hoc con el país, sin que devenga en sismos de magnitud considerables.

Sin duda, hay muchas explicaciones que clarifican este escenario, aunque de manera reiterada ellas provengan de la misma élite y desde sus medios masivos que controlan sin contrapeso, léase diarios, canales de televisión y radios, a través de los mismos columnistas, similares invitados y pautas periodísticas.

La ausencia de diversidad de rostros, argumentos, colegios y barrios en los debates de los medios sigue siendo escandalosa.

Ello explica también el resultado de un estudio, “Percepciones sobre desigualdad en la élite chilena”, elaborado por Unholster, el Centro de Gobierno Corporativo y Sociedad de la Universidad de los Andes y el Círculo de Directores, que entre sus conclusiones señala que la élite chilena tiene una visión “idealizada” de la realidad de las personas que viven en las comunas de nivel socioeconómico medio y bajo, “siendo la clase media más pobre y frágil de lo que los encuestados perciben”. O bien, que la élite parece desconocer la verdadera magnitud de cómo la sociedad chilena está cambiando, “pues se subestima la diversidad social y de género que hoy se da en los cargos de alta dirección en las principales empresas de Chile”.

El problema no es sólo que en la burbuja se encuentren los mismos de siempre. Otro factor gravitante es la hegemonía de los grandes empresarios en el control de los medios de comunicación y, por tanto, en la incidencia y contenidos del debate público.

El malestar de la ciudadanía hacia las coberturas informativas de los grandes medios, especialmente ante las movilizaciones sociales, ha sido elocuente. No es un secreto la credibilidad y prestigio del que gozan los medios independientes, comunitarios, o periodistas de investigación que a través de las redes informan en momentos en que la opacidad mediática ha sido evidente, como ocurrió en pleno peak de la pandemia. La frase de que “periodismo es todo aquello que el poder quiere ocultar; el resto es relaciones públicas”, en el Chile actual cobra relevancia dramática.

Basta leer ahora el reportaje publicado el 29 de octubre último por el sitio “La voz de los que sobran”, donde el periodista Luis Tabilo denunciaba las reuniones secretas del presidente de la República y sus ministros con altos ejecutivos y rostros de televisión en medio del estallido de octubre de 2019. El medio online consignaba una declaración del presidente de la Federación de Trabajadores de Televisión (Fetra TV), Iván Mezzano, firmada el viernes 25 de octubre de 2019 y presentada ante la Asociación Nacional de Televisión (Anatel), sobre la cita ocurrida el sábado 19 de octubre: “Nos permitimos denunciar una práctica inconstitucional y antidemocrática por parte del Gobierno y su ministro del Interior, el que ha citado en el curso de esta semana a todos los directores ejecutivos de medios televisivos a La Moneda, lo que implicaría una clara intervención en la definición de las líneas editoriales y de prensa para cubrir la información de los medios respecto del estallido social que hoy conmueve al país”.

Sin duda, la libertad de expresión y la diversidad de medios de comunicación que contengan discursos y miradas plurales son esenciales para medir la fortaleza de una democracia. También para instalar conversaciones que efectivamente enriquezcan y densifiquen el espacio donde se produce el diálogo ciudadano.

De todo esto adolece el Chile de las últimas décadas y así lo han señalado diversos informes internacionales, como el Informe Anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del 31 de diciembre de 2015, que señalaba que, en Chile, “la concentración de medios en pocas manos tiene una incidencia negativa en la democracia y en la libertad de expresión, como expresamente lo recoge el principio 12 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la CIDH”. Desde su primer pronunciamiento sobre el tema, la Corte Interamericana señalaba que se encuentra prohibida la existencia de todo monopolio en la propiedad o administración de los medios de comunicación, cualquiera sea la forma que pretenda adoptar, y reconoció que “los Estados deben intervenir activamente para evitar la concentración de propiedad en el sector de los medios de comunicación”.

En ese contexto, y cuando en el país se debate el Chile del futuro al que aspiran las grandes mayorías, en medio de este debate constituyente, resulta fundamental recordar que mientras los tratados de derechos humanos exigen que los Estados adopten medidas para prohibir restricciones directas o indirectas a la libertad de expresión, la Constitución de 1980 sólo prohíbe el establecimiento de monopolios estatales de los medios de comunicación, y no se refiere a los privados.

Corregir esta distorsión, que atenta contra el derecho a la comunicación y la libertad de expresión, representa todo un desafío y una gran oportunidad no sólo para que nuestras élites conozcan el país profundo o para que los gobiernos de turno no intenten coartar la libertad de expresión. También implica que cuando se diseñen políticas públicas, los ministros de turno no se sorprendan cuando ellas fracasen al estrellarse con el Chile real.

El enredo del tiempo

El pasado viaja en nuestra espalda, muy cerca del olvido, y sólo abrimos los ojos hacia el hechizo del futuro que nos aguarda. Se supone que avanzamos hacia él. Pero en este presente incierto que mantiene el mañana en pausa, quizá lo único que nos quede para sostenernos es mirar lo recorrido, hacer un repaso de lo hecho y encontrar ahí, a lo mejor, una idea de futuro

Por Nona Fernández Silanes

Escribir a ciegas, tanteando un punto donde afirmarse, en medio de un tiempo hecho pedazos. El futuro se puso en pausa, el presente se desbarató y con él la fantasía de control en la que creíamos movernos. Revuelta social y pandemia enredadas para suspender cualquier interpretación de la realidad. Todo razonamiento es frágil y se pone en crisis en cuanto se asoma. Imposible aferrarse a una certeza porque no sólo es improbable encontrarla, sino que parece no servir. Nada es claro y ese está siendo el desafío a la hora de pensarnos. Andar a tientas.

Las mujeres aymara cargan a sus hijos en la espalda. Con tejidos trenzados por ellas mismas los envuelven y los cuelgan atrás, resultando este gesto una representación simbólica del lugar en el que los aymara ponen el futuro. Ese pedacito de humano que encarna el mañana viaja en el revés de su madre, suspendido en la sombra del tiempo, en ese lugar desconocido que es imposible de ver porque aún no sucede. Para los aymara el futuro no existe, sólo le pertenece a los niños. Lo ubican en la espalda, como a sus hijos, porque prefieren dar la cara a lo que sucede, que es el presente y los sucesivos presentes que conforman el pasado. Lo que ha ocurrido es lo único que pueden ver con claridad, por eso lo disponen delante, como una forma de guiar el camino. Quizá en este ejercicio del intento en el que estamos, en esta búsqueda de una baranda donde afirmarnos para no caer, podríamos cambiar el eje de nuestra mirada y probar otro punto de vista. Siempre hemos dialogado con el tiempo al revés que los aymara. El pasado viaja en nuestra espalda, muy cerca del olvido, y sólo abrimos los ojos hacia el hechizo del futuro que nos aguarda. Se supone que avanzamos hacia él. Pero en este presente incierto que mantiene el mañana en pausa, quizá lo único que nos quede para sostenernos es mirar lo recorrido, hacer un repaso de lo hecho y encontrar ahí, a lo mejor, una idea de futuro.

La escritora Nona Fernández. Créditos: Gonzalo Donoso.

En la madrugada del 5 de septiembre de 1970, hace cincuenta años, el recién elegido presidente Salvador Allende Gossens se asomó en un palco improvisado de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile para dar el que sería su primer discurso como líder del país. “Nunca un candidato (…) usó una tribuna que tuviera mayor trascendencia”, dijo. “Porque todos lo sabemos: La juventud de la patria fue vanguardia en esta gran batalla”. Lo que comenzaba esa noche era un trabajo difícil. Lo sabían las y los jóvenes que, con la lucidez histórica que les caracteriza, con ese diálogo directo que siempre han tenido con el futuro, empujaban las grandes transformaciones sociales. Lo sabía Allende y lo sabían todas y todos quienes habían votado por él. El desafío avalado por las urnas implicaba cambios profundos que la oligarquía y las élites no estaban dispuestas a permitir. “Hemos triunfado para derrotar definitivamente la explotación imperialista, para terminar con los monopolios, para hacer una seria y profunda reforma agraria, para controlar el comercio de importación y exportación, para nacionalizar, en fin, el crédito, pilares todos que harán factible el progreso de Chile, creando el capital social que impulsará nuestro desarrollo.” Pero esa madrugada, pese a la conciencia de la dificultad venidera, todo era alegría y festejo. Se suspendió cualquier sospecha de terror futuro y se dispuso caminar con seguridad sobre la ruta trazada. “Sólo quiero señalar ante la historia el hecho trascendental que ustedes han realizado derrotando la soberbia del dinero, la presión y la amenaza; la información deformada, la campaña del terror, de la insidia y la maldad. Cuando un pueblo ha sido capaz de esto, será capaz también de comprender que sólo trabajando más y produciendo más podremos hacer que Chile progrese y que el hombre y la mujer de nuestra tierra, la pareja humana, tengan derecho auténtico al trabajo, a la vivienda digna, a la salud, a la educación, al descanso, a la cultura y a la recreación. Pondremos toda la fuerza creadora del pueblo en tensión para hacer posible estas metas humanas que ha trazado el programa de la Unidad Popular”.   

Casi cincuenta años después, el 18 de octubre de 2019, comenzamos a transitar el vértigo de la revuelta. La interrupción por las armas de aquel proyecto inconcluso, que se inauguró en 1970, dejó una grieta imposible de sellar que terminó alimentando la protesta. Las y los estudiantes secundarios, otra vez la lucidez de la juventud, saltaron los torniquetes del Metro y en ese gesto se abrió la gran caja de Pandora. Décadas de malestar subterráneo emergieron con fuerza. La revuelta de octubre cambió el escenario, los límites se corrieron, el punto de vista se amplió y con la caída de cada estatua de los supuestos próceres, evidenciamos el colapso de un orden que se vino abajo. La política dejó de estar encerrada en La Moneda y el Congreso y se activó fuera de los consensos pactados por los honorables hombres de la República. El ejercicio político resucitó en la calle, en la conversación larga de la esquina, en la sesión del cabildo de la plaza, en nuestras asambleas barriales, sectoriales, comunitarias, domésticas, y aparecieron nuevas ideas, propuestas, discursos, hablas, miradas que no habían sido atendidas y que, en parte, hacían eco de aquel programa anunciado en 1970. Un extraño sentimiento de comunidad comenzó a tejer lazos entre unas y otros, y el recuerdo de ese tiempo, no tan lejano, circuló como un fantasma resucitando imágenes que no todas ni todos habíamos vivido. Nuestras madres y nuestros padres lo percibieron con mayor claridad. También nuestros abuelos. Si bien las múltiples diferencias estaban a la vista entre el ayer y el hoy, las pancartas y los cabildos ciudadanos actualizaron ideas que se quedaron suspendidas en el año 1973 luego del golpe. La exigencia de los cambios que ya se habían propuesto como metas en un programa de gobierno que no pudo llegar a su fin. Otra vez se hablaba de desbaratar las diferencias sociales, de recuperar las riquezas del país para el beneficio de todas y todos, de fortalecer al Estado, de trabajar por una educación gratuita, pluralista, participativa, democrática; de establecer un sistema de salud popular, de ofrecer pensiones justas para los jubilados, de construir viviendas dignas sin reajustes que desintegren los ingresos de sus moradores, de conquistar una independencia económica, de ofrecer medio litro de leche para cada niño y niña de Chile, a los que se les debía y debe una infancia libre y feliz. Necesidades añejas que revivieron junto a otras nuevas, para mezclarse y enredarse en este presente disconforme, que dialoga con el pasado para intentar encontrar un camino hacia el futuro.

Wenu Mapu es el nombre que el pueblo mapuche le da al firmamento. La tierra de arriba, el lugar donde viven los espíritus de nuestros antepasados. Todos aquellos que alguna vez pisaron el mundo y que ahora, desde allá arriba, nos protegen. El lugar donde llegan los que no trasgreden el orden natural de las cosas, convirtiéndose en halcones o cóndores del sol. Para el pueblo mapuche los muertos son los poseedores de la sabiduría, los ubican arriba porque ahí la perspectiva es amplia y se ve mucho mejor. El pasado está por encima, protegiendo y entregando luz en un ejercicio activo. El pasado es fundamental en su manera de ver el mundo y tanta bandera mapuche circulando en la revuelta, reemplazando a las de los partidos políticos, quizá, entre otras muchas lecturas, tenga que ver con la importancia del pasado en la energía de la protesta. Naturalmente, sin que nadie lo organizara, sin que ningún partido lo mandara, sin que nadie pagara, la reunión callejera revivió cantos, consignas y planteamientos que creíamos sepultados. Los tiempos se enredaron y corrieron por pasadizos estrechos, de paredes porosas y difusas que filtraron el ayer y el hoy proponiendo una energía provocadora, porfiada y desobediente.

Pero de pronto, de un día para otro, en medio de ese torbellino de creatividad antigua y nueva, de ese diálogo temporal, caímos en el encierro por la crisis sanitaria y nos vimos privadas y privados del ejercicio de la calle y del estimulante intercambio en vivo. Las vidas quedaron en pausa, el intervalo se apoderó del tiempo y lo desbarató en una lógica que desafía nuestra propia neurosis por el control. Como si el virus hubiese heredado la energía caótica de la revuelta, o como si la revuelta se hubiese anticipado pavimentándole el camino, el descontrol de la naturaleza nos fuerza a ampliar la mirada, a situarnos arriba, en el Wenu Mapu, junto a nuestros antepasados que todo lo ven, y desde ahí observarnos como parte de un gran colectivo, de un universo orgánico que no gobernamos. Cayeron las estatuas de nuestros supuestos próceres y con ellas nuestra soberbia controladora poniéndonos en el lugar en el que la humanidad siempre se ha movilizado: el del caos. Y aquí estamos ahora, en medio de la incertidumbre, con la única seguridad de que no dominamos la naturaleza, sólo seguimos el orden natural de las cosas y en ese flujo quizá lleguemos a transformarnos en halcones o cóndores del sol.

La política del virus es ingobernable. Pero las políticas para la administración del virus no. De esas hemos sido testigos con asombro horrorizado. Y en ese ejercicio el desconcierto crece y nos hace juntar rabia y pena para afirmarnos en la idea que el virus nos regala, esa de ser parte de un gran organismo cuyas piezas no son autónomas. Dependemos unos de otras. Planteamiento que ya habíamos asumido en sintonía con el caos y orden natural de la revuelta. Ahí improvisamos la organización que hasta el día de hoy sostiene a muchas y muchos en un país fragilizado económicamente desde siempre y aún más por la pandemia. Ese tejido territorial, sectorial, gremial ha marcado una gran diferencia en la vivencia de la crisis sanitaria con el resto de los países latinoamericanos. Muchos de ellos eclipsados por el modelo económico chileno, construyendo serialmente la misma jaula de la que intentamos salir. Jaula construida y cerrada con múltiples candados luego de la suspensión por las armas de aquel proyecto anunciado esa madrugada de 1970. Pero hoy damos continuidad a muchas de las ideas lanzadas desde ese palco de la Federación de Estudiantes. Trenzamos redes de apoyo, lazos colaborativos, apasionados y cariñosos, que han sido la única forma de afirmarnos y seguir avanzando a tientas, sin caer.

Busco en el computador una fotografía de Salvador Allende aquella madrugada de 1970. Aparecen muchas y todas son diferentes. Tomas acotadas, no se ve bien el entorno, y en ellas el presidente viste ropas distintas. Supongo que ninguna es realmente de esa madrugada. Quizá era tan improvisado ese palco de la Federación de Estudiantes que la luz no daba como para fotos. O quizá sólo tengo mala suerte y no logro encontrar una que me parezca verídica. Como sea, en cada una de ellas Allende habla a la gente y con alguna de sus manos indica hacia adelante. Imagino que ahí sitúa el futuro. Que lo ve en frente, allá mismo donde está toda esa gente entusiasmada y feliz escuchándolo. “Les pido que se vayan a sus casas con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada. Esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante cuando tengamos que poner más pasión y más cariño, para hacer cada vez más justa la vida en esta patria”.

Hoy su futuro es nuestro pasado.

Sabemos cosas que en ese momento él no imagina.

Podría acercarme a su oído y susurrarle lo que vino después, pero ni el tiempo ni la historia funcionan así. Sólo nos queda seguir mirando esta fotografía. Seguir la lógica aymara o mapuche y ubicarla delante o arriba nuestro. Para que nos ilumine. Y nos guíe.