La universidad cuestionada

«Cada académico se ha ido transformando en un empresario, cada departamento, en un centro comercial. Más aún, la universidad bajo ataque deja de pensar colectivamente, deja de elaborar visiones de su propio futuro, con lo que parece resignarse a su degradación», reflexiona Luis Cifuentes, profesor de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, sobre la crisis de los paradigmas universitarios y la necesidad de repensar la academia.  

Por Luis Cifuentes Seves

Chile vive un profundo proceso de auto cuestionamiento. El estallido/ despertar/ revuelta de octubre de 2019 condujo a la creación de la Convención Constitucional, primera en la historia en contar con paridad de género y escaños reservados para los pueblos originarios.

Su funcionamiento ha sido un ejemplo de democracia, participación y detallado examen de un amplio espectro de temas fundamentales para la sociedad chilena. No obstante, la Convención ha contado con la enconada oposición de quienes siempre apoyaron la constitución dictatorial fraudulenta de 1980, aquellos que no desean cambios sustanciales en el orden jurídico y social. El sabotaje a la Convención de parte de círculos reaccionarios ha sido total, incluyendo una campaña sostenida de mentiras en los principales medios de comunicación y de fake news en las redes sociales.

En este contexto, la Universidad de Chile, que ha apoyado el proceso constituyente de diversas maneras, enfrenta una nueva elección de rector(a). Este artículo se plantea cómo repensar el amplio tema académico, con especial referencia a la universidad más antigua e influyente del país.

¿Qué es la universidad?

Es pertinente partir por preguntarse qué es la universidad. Ha habido numerosas respuestas a esta pregunta, tal vez la más ingeniosa y sarcástica dada en 1963 por Clark Kerr, presidente de la Universidad de California:

“La universidad es un conjunto diverso de instituciones vagamente relacionadas con la educación superior, unidas por problemas comunes de estacionamiento”.

Según mi interpretación, el destacado académico parecía establecer que la universidad cumple con un numeroso conjunto de actividades, de muy diversos grados de trascendencia, en respuesta a los requerimientos y oportunidades que le presenta la sociedad y el mundo circundante.

En el marco del debate acerca de la reforma universitaria de los años 60 en Chile y otros países de América Latina, se alcanzó cierto consenso acerca de la “misión” de la universidad: atesorar, transmitir y acrecentar la cultura. En un afán por resumir y conceptualizar, surgió también la definición de la actividad universitaria en base a tres “funciones”: docencia, investigación y extensión. Sin embargo, al promulgarse nuevos estatutos tras el proceso de reforma, se agregó a su articulado el reconocimiento de otras funciones, tales como la creación artística, la reflexión filosófica, la reflexión teológica y la prestación de servicios.

Entre ellas, tanto la extensión como la prestación de servicios escondían una multitud de actividades específicas, permanentes o transitorias, algunas de las cuales podrían haber sido reconocidas como funciones en su propio derecho.

Otra definición del quehacer universitario fue propuesta por James Duderstadt, presidente de la Universidad de Michigan, en el año 2000. Según él, la universidad cultiva tres esferas:

  • Educación (desarrollo del individuo)
  • Investigación (generación de conocimiento)
  • Servicio (numerosos roles sociales)

En esta misma lógica, Gerhard Casper, presidente de la Universidad de Stanford, asignó nueve roles a la universidad en 1996:

  • Generación y evaluación de conocimiento
  • Selección y evaluación de académicos
  • Educación y formación profesional
  • Transferencia de conocimiento
  • Certificación y acreditación
  • Integración social
  • Acompañamiento a los ritos de paso de la adolescencia a la adultez
  • Formación de redes sociales (intelectuales, profesionales)
  • Generación de una comunidad internacional de eruditos.

A su vez, la Universidad de Estrasburgo (Francia) se describe a través de cinco “misiones”:

  • Formación inicial y continua de tipo interdisciplinario
  • Investigación de envergadura internacional y una política científica innovadora
  • Difusión de la cultura y la información científica
  • Cooperación internacional
  • Éxito e inserción profesional de sus estudiantes

En el último tercio del siglo XX fueron apareciendo en Chile otros tipos de educación terciaria. Esto ocurrió en medio de un dramático proceso impuesto por una dictadura terrorista cívico-militar originada en el golpe de Estado de 1973. Las universidades del Estado fueron atacadas por fuerzas militares; académicos, estudiantes y funcionarios fueron expulsados, aprisionados, asesinados, torturados y condenados al exilio. Se les impuso rectores delegados militares, se les despojó de sus sedes provinciales y se les implantó nuevas leyes orgánicas que barrieron con lo avanzado durante la Reforma Universitaria de los años 60.

En este contexto, surgieron en Chile los Institutos Profesionales y los Centros de Formación Técnica, enfocados en la formación profesional en carreras de corta duración (2-3 años). Con objeto de distinguir a la universidad tradicional de este otro tipo de instituciones comenzó a utilizarse el adjetivo “compleja”, para indicar que esta dedicaba parte importante de sus esfuerzos a las trascendentes e interdependientes actividades de la investigación y el posgrado. Entonces fue la “universidad compleja” la que entró en crisis en el último cuarto del siglo XX, proceso que paso a caracterizar.

Las crisis paradigmáticas de la universidad

En los años 60, las universidades estatales chilenas recibían un 95% de su presupuesto del Estado. Hoy reciben alrededor de un 10%. ¿A qué se debe esta dramática reducción de la valoración que el Estado chileno – y con esto, las encumbradas cúpulas de la nación – hacen de sus universidades?

Entre 1996 y 1997 aparecieron dos libros: uno del académico canadiense Bill Readings titulado La universidad en ruinas (Harvard U. Press), y otro del académico chileno Willy Thayer: La crisis no moderna de la universidad moderna (Cuarto Propio). Por distintos caminos, ambos autores llegaron a la misma conclusión: la universidad había perdido sentido y razón de existir, proceso que había comenzado hacia fines de los años 80.

¿Cuáles fueron (son) sus causas? ¿Hay algún precedente histórico que pueda orientarnos? Afortunadamente, lo hay. La universidad medieval, nacida entre fines del siglo XI y comienzos del siglo XII, perdió sentido a partir del siglo XV y entró en una crisis paradigmática debido a que, en medio de complejas tensiones históricas, ignoró, esquivó o menospreció los principales desarrollos de su tiempo:  

  1. La universidad medieval no desarrolló la amplitud ni profundidad de la cultura grecorromana recuperada de fuentes árabes y meso orientales a partir del siglo X. Se concentró en dar fundamento filosófico a la teología católica (Pedro Abelardo, Pedro el Lombardo, Tomás de Aquino, Raimundo Lulio).
  2. No se interesó en el renacer de la ciencia, que se había sumido en un largo sueño desde Claudio Ptolomeo e Hipatía, y le fue preciso encontrar refugio en las Academias de Ciencias.
  3. Se opuso al proceso crítico de la corrupción de la Iglesia católica, que desembocó en la Reforma de Lutero y Calvino.
  4. Se opuso al Renacimiento.
  5. No valoró ni estudió los aspectos psicológicos, emocionales y creativos del ser humano, expresados en la literatura y las artes.

Así fue como la universidad medieval llegó a la desaparición o a la insignificancia en el siglo XVIII para renacer en tres modelos alrededor del año 1800: el de Humboldt (enfocado en la investigación), el de Napoleón (en la formación profesional) y el modelo politécnico (en la producción industrial). Estos representaron intentos por adecuar la universidad a los requerimientos del desarrollo material y cultural de la sociedad industrial (capitalista). De la fusión de los tres modelos antes mencionados deriva la universidad que hoy está en crisis paradigmática, llamada por algunos “universidad industrial”, o citando a Chomsky, “universidad mercantilista corporativa”.

Me encanta ser portador de buenas noticias: el modelo universitario que dará solución a la crisis actual, es decir, el nuevo paradigma, al menos ya tiene nombre: “universidad postindustrial”. Será una institución digna de acompañar a la 4a. Revolución Industrial en marcha (también llamada Industria 4.0) y, después, capaz de navegar a toda vela sobre sus supuestamente magnas y benéficas consecuencias.

Hago notar que la crisis paradigmática de la universidad medieval demoró poco menos de 400 años en encontrar solución; en comparación, la crisis actual lleva sólo 40 años. No estoy insinuando que ambas crisis deban tener la misma extensión, pero no sería excesivo pensar que el proceso que hoy vivimos pudiera durar medio siglo más.

Si este fuera el caso, la pregunta de trasfondo tendría sonoridades apocalípticas: ¿sobrevivirá la humanidad por todo ese periodo, o para esa fecha la biósfera terráquea habrá sido totalmente destruida por el pésimo comportamiento de nuestra especie?

Elijo la postura más optimista e ingenua para concluir que, a quienes nos importe la supervivencia de la universidad tenemos la obligación de plantearnos la pregunta: ¿Qué procesos históricos la están cuestionando o pasándole por fuera desde fines de los años 80 hasta el presente?

No ignoro que buena parte la esperanzadora movilización social reciente nació de un movimiento universitario que luego fue bancada legislativa estudiantil y ahora presidencia y gabinete de gobierno. Tampoco desconozco que parte del movimiento social ha encontrado soporte teórico en trabajos universitarios. Sin embargo, me atrevo a enunciar algunos procesos dignos de ser cuestionados:

  1. El neoliberalismo, sistema que apunta a imponer los intereses de apenas el 0,01% de la humanidad y que genera estallidos, despertares y revueltas en todo el mundo. El credo neoliberal considera a la universidad compleja, especialmente a la estatal, una rémora del pasado, onerosa, pretenciosa e izquierdizante.
  2. La crisis de todas las instituciones, incluidos los Estados nacionales y organizaciones y alianzas internacionales, regidas por una brutal geopolítica basada en la ley del más fuerte.
  3. La lucha contra el patriarcado, principal flujo civilizatorio del presente, que se ha manifestado con fuerza en la universidad desde el mayo feminista de 2018, pero en torno al cual tanto la institución como sus comunidades deben aún proponerse alcanzar mayores y más profundas transformaciones.
  4. La crisis planetaria, que amenaza la continuidad de la vida humana, animal y vegetal merced al cambio climático, crisis ambientales y posibles guerras termonucleares en las que no habría vencedores.
  5. Las demandas más profundas de las diversidades y disidencias identitarias y culturales de sus comunidades, principalmente de sus estudiantes.
  6. La pérdida de sentido de las relaciones interpersonales (“Amor líquido”, Bauman; “Agonía del Eros”, Byung-Chul Han), que se expresa en la literatura y las artes.

Hay quienes han hecho notar que la gran mayoría de las escuelas terciarias en Chile no parecen sufrir crisis alguna y siguen adelante como si nada ocurriese. Esto se debe a que en la sociedad chilena se ha instalado la idea (cierta o falsa) de que un cartón profesional garantiza mejores ingresos de por vida, lo que se expresa en el crecimiento del estudiantado: en 1990 el 1,3% de la población accedía a la educación terciaria; en 2020 la cifra había subido al 6,3%.

Esto significa, ni más ni menos, que las escuelas dedicadas sólo al negocio de entregar cartones prosperan, pero no ocurre lo mismo con las universidades complejas, que se han visto empequeñecidas y subvaloradas, recibiendo a aproximadamente el 15% del estudiantado terciario del país.

Para poder sustentar su funcionamiento, estas universidades se han visto obligadas a asumir una lógica mercantilista, a competir en vez de colaborar. Cada académico se ha ido transformando en un empresario, cada departamento, en un centro comercial. Más aún, la universidad bajo ataque deja de pensar colectivamente, deja de elaborar visiones de su propio futuro, con lo que parece resignarse a su degradación, desmembramiento o desaparición.

¿Una posible salvación?

Como consecuencia del estallido social de 2019 y de sus consecuencias, en la Universidad de Chile se realizaron numerosos cabildos autoconvocados en departamentos, facultades y campus. Luego hubo un esfuerzo por recoger toda esa riquísima discusión en documentos que proponían cambios de importancia en el hacer universitario. Este proceso encontró acuerdo en el Senado triestamental y hay algunos cambios en marcha, pero no de la magnitud que muchos estiman indispensable.

Ad portas de la elección de rector(a), no es fácil proponer soluciones para el predicamento actual de la Casa de Bello. Acaso necesite entrar con mayor fuerza en la dinámica democrática, intercultural, inclusiva y participativa de la Convención Constitucional, donde los saberes territoriales parecen estar a la vanguardia, mejor sintonizados y preparados que los saberes institucionales. Esto implica que la universidad debe abrirse, asumir, incorporar y aprender tanto de su larga y accidentada historia como de los esperanzados procesos y protagonistas del presente.


Agradecimientos especiales a la Dra. Gricelda Figueroa Irarrázabal y a la Dra. Walescka Pino-Ojeda por sus valiosos comentarios acerca del manuscrito.

Algoritmos y redes sociales: ¿Nuevos desafíos a la libertad de expresión?

«Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?», escribe Ana María Castillo sobre el etiquetado de cuentas de periodistas en Twitter como “medios gubernamentales” y otros desafíos de las redes sociales.

Por Ana María Castillo

La discusión sobre el poder de las redes sociales en el debate democrático es de largo aliento. Se ha argumentado sobre la opacidad de los algoritmos que controlan lo que se muestra en las secciones de novedades en cualquiera de las plataformas; es un hecho que no siempre vemos todo lo que publican nuestros contactos, es difícil acceder a publicaciones anteriores, se nos ofrece contenido de personas a las que no seguimos y una larga lista que describe nuestra relación cotidiana con dispositivos y plataformas. 

Siguiendo al filósofo tecnocrítico Éric Sadin, los algoritmos de recomendación son una caja negra imposible de penetrar, pero transparente al mismo tiempo: escasamente nos damos cuenta de que está operando y solo nos llama la atención cuando nos aparece el aviso publicitario de ese artículo que googleamos ayer, ¡pero a un mejor precio! 

A partir de las miles de características deducidas de nuestras interacciones, likes, intereses y relaciones, los algoritmos construyen perfiles de consumidor/a que permiten hacernos llegar información personalizada con productos y servicios que están diseñados para mejorar nuestra calidad de vida; siempre a través del consumo, por supuesto. 

Pero ¿qué pasa cuando la economía de la atención se entrelaza con la información para la toma de decisiones?

Desde 2006, con el uso de Fotolog en Chile, podemos observar la importancia de las redes para la configuración de movimientos sociales. En el mundo las prácticas de comunicación digital para el activismo están documentadas en detalle desde 2010 con la Primavera Árabe y las primaveras que siguieron. La primera candidatura de Barack Obama para la presidencia de los Estados Unidos fue la consagración de las redes sociales como instrumento para alcanzar a los votantes más activos en el mundo digital. Esa candidatura representa la oficialización del uso de redes para la campaña electoral y produjo transformaciones que complejizan la conversación: aparece, por ejemplo, la definición de persona indecisa, susceptible de ser convencida a través de contenido publicado en línea.  

Gentileza fotografía: Tracy Le Blanc, Pexels.

Otros aspectos que también han sido considerados entre los potenciales efectos negativos de las redes han sido las cámaras de eco y las burbujas informativas. Pero fue el bullado caso de Cambridge Analítica en 2016 lo que se ha posicionado en el análisis mediático como el ícono de la potencial intervención de grandes empresas de comunicación en las decisiones políticas alrededor del mundo.  

Desde entonces es más frecuente hablar de desinformación en internet y sus matices, tales como la caracterización de usuarias y usuarios como blancos de propaganda indiscriminada, propaganda política mal identificada o influencers como figuras de propaganda soterrada. Estos elementos contribuyen a la radicalización y polarización de las conversaciones en redes como se ha visto en los discursos de odio, muchas veces generando entornos hostiles para la interacción, pero fructíferos para plantear temas de conversación o posturas consideradas noticiosas. 

Las grandes empresas de comunicación han probado diversas estrategias para disminuir el impacto de los discursos de odio de fuentes individuales, pero sin alterar el sistema de economía de la atención que tantas ganancias proporciona. Las acciones a gran escala han sido relativamente tímidas: se centran en quitar visibilidad a los discursos de odio y a contenidos dañinos para la salud de la ciudadanía (por ejemplo, en el caso de la pandemia por covid-19). Sin embargo, estas prácticas alcanzan un punto de inflexión cuando se censura contenidos, se bloquea cuentas y se etiqueta a medios y personas asociadas a algunos gobiernos. 

Pasó durante la revuelta social en Chile en 2019, pero el tema alcanzó más notoriedad en enero de 2021, luego de que Twitter suspendiera la cuenta del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien luego acusara a la empresa de querer “proveer una plataforma para la izquierda radical”. Afirmación paradójica considerando que lo ocurrido en nuestro país solo meses antes afectaba a cuentas de medios independientes y personas que alertaban sobre violaciones a los Derechos Humanos por parte de las entidades represoras de la manifestación popular. 

Ahora la misma empresa que eliminó la cuenta del expresidente etiqueta las cuentas de medios gubernamentales y afiliados a ciertos estados, según los siguientes parámetros: 

  • “Cuentas de gobierno fuertemente involucradas en geopolítica y diplomacia”
  • “Entidades de medios afiliadas al Estado”
  • “Personas, como editores o periodistas de alto perfil, asociados con entidades de medios afiliadas al Estado”

La lista de países etiquetados puede ser modificada de acuerdo a lo que la empresa considere necesario, de manera unilateral, como corresponde a la lógica de cualquier multinacional.

La situación es compleja teniendo en cuenta el frágil bienestar informativo de países como Chile los que deben enfrentar, además de las falencias de los medios de comunicación identificados como tradicionales y masivos, la influencia que tienen las corporaciones en la definición de información. Se manifiesta hoy en la articulación noticiosa sobre Rusia y Ucrania, pero como afirman los parámetros antes citados: las reglas del juego son modificables según le parezca a la empresa. 

Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?

Por supuesto que internet es una herramienta invaluable para la generación de conocimiento y la visibilización de comunidades tradicionalmente marginadas, la integración de personas con capacidades diferentes, la expresión de personas con neuro-divergencias o, simplemente, la expansión de horizontes para personas en comunidades aisladas. Pero, como plantea Eli Pariser en su texto El filtro burbuja de 2013, también es necesario preguntarse sobre las barreras que las propias compañías ponen a todos esos beneficios. Éstas son generalmente asociadas al territorio y otras características propias de la economía de la atención: somos valiosas en tanto consumidoras/es de contenidos generados en las mismas plataformas, siempre y cuando proveamos datos suficientes para continuar alimentando a los algoritmos. 

Entre las comunidades marginadas son especialmente destacables los movimientos por un internet feminista, los que promueven la redistribución del poder de las grandes compañías de tecnología en favor de las mujeres y otras comunidades tradicionalmente invisibilizadas y abusadas. Plantean, además, la actual dependencia y vulnerabilidad de las infraestructuras y la necesidad de pensar el aparato de comunicación en su totalidad, mucho más allá de los bloqueos específicos o de mayor escala, como los destacados en este texto. 

Podemos argumentar, entonces, que lo que experimentamos al intentar navegar en internet y específicamente en redes sociales es el resultado de una tecnología patriarcal y extractivista, que depende de nuestros datos, pero nos quita poder sobre ellos; que no decide por nosotros directamente, pero solo nos ofrece lo que le parece prudente y necesario para mantener el equilibrio –a todas luces precarizado– del derecho a la comunicación. El etiquetado de medios y periodistas con fines político-morales es otra manifestación de lo que sostiene y caracteriza a las grandes empresas tecnológicas: la tensión entre sus propios intereses de crecimiento y expansión, versus la protección y bienestar de la ciudadanía. 

Del verdor al blanco y negro

«Claramente, el talento de Benjamín Labatut no está en el ámbito de las ideas —busca mostrar erudición, pero se preocupa poco de las sutilezas—, sino más bien en su capacidad, limitada y esquemática, pero funcional, para elegir buenos personajes que divulgar y llevar a su mesa de disección narrativa», escribe Lorena Amaro sobre La piedra de la locura (Anagrama).

Por Lorena Amaro

H.P. Lovecraft, David Hilbert y Philip K. Dick son convocados en las primeras páginas del ensayo La piedra de la locura para introducir la reflexión de su autor, Benjamín Labatut, sobre la verdad de los sueños, los acantilados de la locura y la posibilidad de conocer la realidad. Para quienes hayan leído Un verdor terrible no resultará ajeno el procedimiento constructivo: la introducción secuenciada de cada uno de sus protagonistas, la elección cuidadosa e inteligente de uno o dos momentos biográficos y algunas citas memorables, el trenzado de historias de las cuales se va desprendiendo algo como una moraleja. En este caso, la idea de que “el horror atávico de Lovecraft (…), la lógica radical de Hilbert y las múltiples realidades de Dick se han fusionado para crear la imagen de un cosmos inaudito que no está regido por un orden, sino que se nutre del caos”. De más está decir que aquí el pronombre “se” es engañoso, porque es Labatut quien realiza esa “fusión”; como ocurre en el resto del ensayo, se trata de un artilugio a través del cual el autor busca convencer sobre sus propias visiones y dogmas. Falaces son también muchos otros de sus conceptos, por ejemplo la idea de que sus dudas epistemológicas sobre la realidad y la existencia humana en el tardocapitalismo eran “hasta hace muy poco tiempo, si no impensables, fácilmente ignoradas, porque el planeta entero parecía viajar sobre rieles, hipnotizado por una sola forma de hacer las cosas”, argumento con que Labatut pretende saltar por encima de kilos y kilos de páginas para presentar una idea homogénea de concordia universal, cuando es difícil pensar un instante del siglo XX y de los últimos años en que el planeta entero se haya sentido tan a gusto. Las simplezas no paran ahí. Por ejemplo, páginas más adelante descubre, adánico, “la orgía de lo nuevo” en el horizonte moderno, como si la novedad y la rapidez tecnológica no fuesen constitutivas de la reflexión filosófica y literaria de los últimos siglos.

Claramente, el talento de Labatut no está en el ámbito de las ideas —busca mostrar erudición, pero se preocupa poco de las sutilezas—, sino más bien en su capacidad, limitada y esquemática, pero funcional, para elegir buenos personajes que divulgar y llevar a su mesa de disección narrativa.

En el texto, dividido en dos partes, “La piedra de la locura” y “La cura de la locura”, la pregunta kantiana por los límites del conocimiento adquiere tonos engolados y sublimes. “La pesadilla plural y demente” de nuestra contemporaneidad parece atormentar al ensayista: “Lo real está fuera de nuestro alcance. Nuestras vidas se han vuelto tan extrañas e inciertas como el reino cuántico”. Con todo, hasta aquí se podría soportar tanta declamación; el texto tiene interés sobre todo por la capacidad de Labatut de ensamblar, como un tetrix, algunas ideas literarias y científicas, algo que consigue hacer con mucha eficacia en Un verdor terrible (el propio Labatut se encarga de recordarnos, más de una vez en su ensayo, este libro de 2020, e incluso hace una breve reseña). Pero se vuelve mucho más difícil de soportar cuando el texto hace un giro hacia la situación de Chile en la actualidad. Cuando se desplaza, sin mayores tránsitos, de los misterios del cosmos y la mente al “estallido” social.

Alejado, pues, de las teorías fascinantes y las vidas dislocadas de los científicos y pensadores del siglo XX, la argumentación corre con el mismo tono solemne por rieles demasiado simples, por modestas ideas en que predomina el uso de palabras como “todo”, “nada”, “todos” o “nadie” para resumir la historia política nacional de las últimas cinco décadas: “Aquí, luego de los años de pesadilla de la dictadura de Pinochet, todos nos sumamos a la fila, bajamos la cabeza y seguimos las reglas”. ¿Quiénes son todos? “Prácticamente nadie se atrevió a cuestionar lo que estaba pasando a medida que una forma de capitalismo neoliberal especialmente perversa empezaba a adueñarse de nuestra nueva democracia, enredando todas las hebras de nuestro tejido social alrededor de sus garras”. ¿Cómo que prácticamente nadie? ¿Y qué es eso de un “enredo alrededor de garras”?

La piedra de la locura
Benjamín Labatut
Anagrama, 2021

Y así suma y sigue: “Casi todos nos quedamos callados”; “El país se quedó callado y nuestros sueños revolucionarios (…) fueron sepultados”. ¿Nuestros sueños revolucionarios? Comienza a dar un poco de risa. Luego escribe que, tras el estallido, “nadie (…) era capaz de explicar lo que estaba sucediendo”, “nadie era capaz de canalizar las fuerzas que se habían desatado”, “muchos no se atrevían a salir de sus casas”, “no había ninguna forma clara de unir todas las chispas”. El autor no escatima resonancias trágicas para la revuelta de octubre de 2019: “una devastadora implosión”, “un agujero negro”, “un campo de batalla”. La pandemia es presentada como “una nueva calamidad” y así quedan igualados el gesto político de una mayoría popular y una plaga mundial. Si bien parece defender la idea de un cambio social y político para Chile, como otros comentaristas de este proceso lo demoniza incluso en aquellos aspectos que resultaron ser más novedosos, por ejemplo, que se haya producido una algarabía de voces y demandas: “carecía de una narrativa central”, era de “naturaleza amorfa” y esto, que incidió en su gran escala, dice, “socavó” el proceso. Lejos del contenido y saturnino relato sobre los científicos del siglo XX, aquí presenta a una turba bíblica: “ebrios de furia, borrachos”, los chilenos desenterramos nada menos que “la torre de Babel”.

El resultado es un ensayo algo pegoteado, sin mayor rigor intelectual ni interés literario. A Labatut indudablemente le resulta mejor hablar de aquello que algunos llaman “cultura general” (europea) que producir una mirada original sobre aquello que tiene más cercano. Es sobre todo un divulgador, función muy en boga en estos días. Su tono e ideas no difieren mayormente de otros que hemos debido sufrir en Chile, desde hace unos años, por causa del columnismo nacional. En este sentido, si bien hace suyos recursos evidentemente borgeanos y bolañeanos, como observador de su contemporaneidad dista mucho de la genialidad de sus precursores.

En el segundo ensayo contenido en el volumen, “La cura de la locura”, Labatut ensaya una descripción de la pintura homónima de El Bosco y reflexiona sobre el lugar de la locura en sus propios libros, para luego proponernos la historia de una lectora/escritora paranoica, agobiada por sofisticadas y tecnológicas formas de plagio, que entra en contacto con él. “Al mirar el video que le dedicó a mi libro y al leer la transcripción del audio que subió a su blog, me di cuenta de que una de las cosas más crueles que escribió parece encajarle a su propia obra como una zapatilla de cristal: ‘Si uno se acerca y le hace zoom al texto, son puras mentiras, ridículas mentiras, pero si uno se aleja, hay una verdad mayor que se logra transmitir, y que es muy perturbadora’”. El procedimiento metaliterario por el que se comenta a sí mismo da un poco de pudor. La ficcionalización, que funciona bien en Un verdor terrible —libro sostenido principalmente por el ritmo con que logra narrar historias e ideas que le anteceden, que sustrae de la realidad—, en este ensayo resulta, como todo lo anterior, ridículamente desproporcionada.

La guerra

«Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al
advenimiento del apocalipsis», advierte Grínor Rojo sobre el conflicto militar entre Rusia y Ucrania.

Por Grínor Rojo

Alguien sugirió, en algún momento, creo que fue el presidente electo Gabriel Boric, que sería bueno cambiar el lema de nuestro escudo nacional: de “por la razón o la fuerza” a “por la razón y sin la fuerza”. Yo no puedo estar más de acuerdo con dicho cambio, y apoyaré cualquier iniciativa que se proponga en este sentido. Que la razón no solo prevalezca, sino que elimine a la fuerza constituye un ideal en el más amplio sentido, un ideal que debiera formar parte de la conciencia de cualquier ciudadano medianamente educado y especialmente a estas alturas en la historia de la humanidad. Fue el de Immnanuel Kant y de otros filósofos posteriores a él. Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al advenimiento del apocalipsis.

Por supuesto, escribo esto a propósito del conflicto ruso-ucraniano. Ambas partes exhiben ahí sus motivos: los rusos invasores diciendo que la de ellos es una guerra de liberación, la que están librando en favor de los habitantes de las provincias prorrusas de Donetsk y Lugansk, cinco millones de personas que en 2014 votaron a favor de la independencia de sus regiones respecto del gobierno de Kiev y que han sido sometidas por eso a un hostigamiento constante. Y, además, dicen los rusos, que ellos hacen lo que hacen para impedir que la OTAN se siga expandiendo hacia el este y amenazando su seguridad. Los ucranianos invadidos alegan por su parte que ellos defienden su soberanía, su derecho a decidir el destino nacional que se más/mejor les convenga, a lo mejor/peor su derecho a ser “europeos”, si es que eso es lo que se les antoja. En el hemisferio occidental, hemos visto que el apoyo hacia el lado ucraniano es masivo (sobre todo el de Estados Unidos, el mayor interesado en correr la cerca de la OTAN hacia el este. En rigor, si Vladimir Putin busca correr la cerca hacia el oeste, los estadounidenses hace rato que están queriendo hacer lo propio, pero en su caso hacia el este) y, por lo general, con argumentos pueriles: los rusos quieren restaurar la antigua Unión Soviética, Putin quiere ser un nuevo zar, sus intenciones son poner el mundo entero de rodillas, es un megalómano sin Dios ni ley, etc. Yo no digo que el hombre sea el ángel de la guarda, ni tampoco su adversario, el presidente Zelenski, entiéndaseme bien. O que una de estas dos explicaciones sea aceptable y la otra no, y que por lo tanto el que la expone estaría llevando a cabo una “guerra justa” en tanto que la de su rival es “injusta”. Muy lejos de eso. Mi interés, en esta nota, es i) advertirle a usted que me lee acerca de la necesidad de conocer bien los argumentos que esgrime cada uno de los partidos en pugna, pero no para dar a uno por bueno y a su contrario por malo, sino para medir la inmensa relatividad de los dos; y ii) reiterar que la fuerza no sólo no es el último recurso, sino que simplemente no es o no debe ser ni el primero ni el último.

Y a propósito de la guerra justa. Este es un concepto tópico en la historia del pensamiento de Occidente, que la recorre desde la Grecia y la Roma clásicas hasta hoy. Aristóteles, Cicerón, Agustín, Tomás, Vitoria y Hegel son sólo algunos de los pensadores célebres asociados con su justificación y con la formulación de sus términos. De particular interés para nosotros, los latinoamericanos, es el uso de este concepto por parte de los conquistadores y los colonizadores. La guerra contra los “infieles” habitantes originarios de nuestro continente fue, por supuesto, para quienes los invadían, una “guerra justa”. Para Ginés de Sepúlveda, el rival del padre Bartolomé de las Casas y autor de Democrates alter, sive de iustis belli causis apud indos [Demócrates segundo o De las justas causas de la guerra contra los indios], la guerra de conquista era justa porque en ellas se enfrentaban los “cristianos civilizados” con los “bárbaros”. Por lo demás, el papa Alejandro VI, nada menos que la voz de Dios en la tierra, les había concedido a los reyes católicos, en 1493, la propiedad de las comarcas descubiertas y por descubrir en las Indias. Contaban pues los españoles con el permiso papal para ocuparlas y repartírselas. Convencidos de ello, antes de entrar en batalla y siguiendo el consejo que les diera Francisco de Vitoria en cuanto a que era preciso escuchar al enemigo, les leían a los indios un “requerimiento”. Después de eso, los masacraban.

Manifestación contra la invasión rusa a Ucrania en Berlín. Crédito de Foto: Matti Karstedt, Pexels.

Pero quiero volver ahora a Kant y a su defensa de la razón en cualquier circunstancia, lo que en un derroche de originalidad se halla inscrito, como dije, en uno de los hemistiquios que componen el orgulloso lema del escudo nacional chileno. Al respecto, lo que tengo que decir es que la razón no es un receptáculo de verdades “naturales”, “universales” y “eternas”, de las que se puede echar mano para sostener la pertinencia de tal o cual proposición o acción, como explícita o implícitamente lo piensan los partidarios de la guerra justa. Piensan que la razón los favorece a ellos y no a unos contrincantes que no la tienen ni la van a tener jamás, y que su guerra es justa porque eso que nos presentan como el motivo que han tenido para pelear es una verdad absoluta y sin réplica posible. Cuando eso es lo que dicen, están suponiendo que los argumentos que respaldan sus acciones son válidos en la medida en que se corresponden punto por punto con el mandato de Dios, con la propagación de la única fe, con la lealtad que el ciudadano le debe a su patria, con la defensa de la nación que se basa en la comunidad de la sangre, el territorio y la lengua compartidos, con el supremo valor de la democracia, etc. Todas esas (y otras que sería una lata agregar) son así proposiciones que trasportan “verdades infusas” de esas que nadie discute.

A los adversarios, como es obvio, se los califica como desprovistos de todo lo anterior. Para decirlo con las palabras de los padres de la Iglesia: los nuestros son los soldados del bien; los de ellos, los del mal. Derrotar a los soldados del mal es pues, para los del bien, servir a Dios de la mejor manera (o, mutatis mutandi, servir a la Patria, a la Democracia, etc.). Que la religión puede atenuar en ocasiones las brutalidades que desata la derrota de los perdedores es algo que suele ocurrir y ocurre, y Neruda supo reconocérselo al padre Las Casas, pero siempre al precio de la renuncia del derrotado a sí mismo, a sus posesiones, a sus creencias, a sus aspiraciones, y a su propia persona al verse obligado a convertirse en el otro que le impone el vencedor.

Este, exactamente, es el modo de pensar el conflicto que a mí me parece que fue siempre infeliz, pero que en el tiempo contemporáneo lo ha vuelto aún más odioso. Porque si digo que tengo la razón para pelear y lo demuestro con un argumento pretendidamente irrefutable y si mi adversario dice que es él quien tiene la razón y lo demuestra con el argumento respectivo, premunido este con análogas características de irrefutabilidad, entonces los dos argumentos son igualmente válidos o, lo que es lo mismo, ninguno lo es. Ergo: la guerra, cualquier guerra, es lógicamente estúpida porque no puede haber dos argumentos contrarios e irrefutables que sean al mismo tiempo verdaderos.

¿Cuál es la única solución que tiene este dilema? Desuniversalizar, deseternizar la razón y hacer de ella, en cambio, un instrumento flexible y útil para el diálogo. Más precisamente: hacer de una razón historizada y localizada el medio a través del cual la conversación puede ser provechosa. Y no como el espectáculo de una negociación de intereses particulares, durante la cual un señor de la guerra da esto a cambio de aquello y el otro da aquello a cambio de esto, sino como una comprensión lúcida y honesta de lo que es preferible para todos, para la especie humana en su integridad, y sobre todo en las circunstancias actuales. Habiéndonos dado cuenta de qué y cuánto de nuestras aspiraciones podemos lograr en el espacio y el tiempo en que nos tocó actuar y teniendo en consideración las aspiraciones de los otros.

De nuevo, me remito a la sabiduría de Kant. Nada de lo que hacemos acontece fuera del espacio y del tiempo. Estas dos son las categorías a priori de nuestra experiencia (de nuestra “intuición” o de nuestro “entendimiento”, hay una discusión sobre el tema, pero es lo que el filósofo dejó escrito en su Crítica de la razón pura), las que les fijan sus límites a cuanto podemos pensar, sentir y hacer. En concreto, si nunca fue la guerra una solución para nada, en la tercera década del siglo XXI, por muy justa que se la estime y aunque ella sea una de esas que están llenas con los considerandos mitigadores que recomendaba el padre Vitoria, es abominable. Hacer hoy la guerra es ilógico, es anacrónico y es tóxico. En cambio, podemos identificar y ponderar qué es lo pensable y lo factible de acuerdo con las posibilidades que el espacio geográfico (hoy un espacio global, porque ya no puede ser de otro modo) y el tiempo histórico (el de una civilización que ha llegado a adquirir la capacidad de acabar con la existencia humana y la de los demás seres vivos que habitamos en este planeta) ponen a nuestro alcance.

Es asombrosa la insensatez de los políticos contemporáneos. Siguen actuando como si estuvieran en el siglo XX o antes. Tienen a su disposición misiles intercontinentales, pero siguen calculando geopolíticamente, tratando de ganar posiciones en el ajedrez cartográfico, procurando descolocar y sorprender al otro, quien quiera que este sea. Todo eso hasta el momento en que estalla una guerra pequeña, pero que podría abrirle el camino a la gran hecatombe. Si la avanzada desde el oeste hacia el este les resulta a los del este intolerable, los del este echan mano de las armas para detenerla y viceversa. Si la Segunda Guerra Mundial dejó un saldo de setenta millones de muertos, esta Tercera, que esos políticos insensatos están cocinando, acabará convirtiéndonos a todos en una gorda columna de humo.