¿Cómo habitar en una tierra herida?

Tengo una especie de pensamiento vinculado a que muchas cosas terribles han pasado en la historia de la humanidad, a que esto no es lo peor, a que estas cosas pasan. Pasan para recordarnos como humanidad completa que hay dolor en esta tierra herida. Que hubo dolor. Que está habiendo dolor. Que habrá dolor. Que venir a la vida es venir a la muerte.

Por Ana Harcha Cortés.

Pienso en Chernóbil.

Pienso en la vida antes y después de Chernóbil.

Pienso en que nunca he estado en Chernóbil.

Pienso en mi memoria cuando explotó Chernóbil.

1986. Pitrufkén. Sur de Chile. Chernóbil es la imagen de una enorme nube de humo en la televisión marca Dayco. Chernóbil es una explosión nuclear en el país de los malos –según el relato hegemónico dominante por estos lares–, la Unión Soviética. Chernóbil son babushkas llorando. Chernóbil, después de la explosión, es una zona prohibida. Chernóbil, después de la explosión, es una zona radioactiva. Se descontaminará en 100.000 años. La nube radioactiva se expande por todo el planeta. Hay muertos. Habrá más muertos. Muchos enfermarán de cáncer sin límite de edad o condición social. Nacerán niños y niñas deformes. Bebés monstruos. Con bocas gigantes, sin ojos, con apenas retazos de orejas. Niños y niñas erizos de Chernóbil. Niños y niñas luciérnagas, cuyos cuerpos se iluminarán, fosforescentes, por las noches. Yo tengo 10 años y alucino con estos posibles seres humanos. Me fascinan y me aterran. Mi cuerpo no es demasiado deforme por afuera, pero tengo la certeza de que esa falsa normalidad durará unos pocos años, porque me percibo deforme, monstruosa, erizo, luciérnaga, rara. Chernóbil. El mundo cambió después de Chernóbil. No se puede afirmar que fue mejor, pero no fue el mismo. El guion del mundo cambió después de Chernóbil.

Pensar en el presente no está resultando un ejercicio nítido y fácil.

Pensar en el presente sobre lo que nos está pasando.

Mascarillas abandonadas tras el desastre de Chernóbil.

A veces la infodemia acompaña los sucesos del fenómeno de la pandemia más que la misma pandemia. Me sirve y no me sirve leer a otros sobre lo que está pasando, para escribir, proponer algo sobre qué reflexionar. Análisis, comentarios emergentes en un día, se transforman en ingenuidades montañosas a la semana siguiente. Mi cuerpo se resiste a hablar del presente, entonces. No sé lo que está pasando. No sabemos. Quizás, efectivamente, muchas veces no sabemos lo que está pasando, pero nos ayuda la ilusión de que sí sabemos. Quizás, una de las cuestiones que emerge más evidentemente como común es la sensación de incertidumbre. La activación en diversos planos de la vida –o, de plano, en la vida entera– del principio de incertidumbre, de que el cambio de un solo factor producirá resultados inesperados. 

Quizás, y aquí otro error permanente, esto siempre está, pero hemos constituido un sistema de percepciones que se ha encargado de negarlo, estimulando la sensación/idea de que sí podemos planificar proyectos, el futuro, nuestras vidas. No estaba en mis planes escribir sobre una pandemia, pero aquí estoy, intentando tejer algo de aquello que consigo aún concebir como perenne en la configuración de sentido del habitar en el mundo, con algo de la pandemia sin que el gran tema sea la pandemia. Yo no sé mucho (por no decir nada) de pandemias. Es la primera vez en la vida que pienso en ello y sólo porque estamos viviéndolo. Posiblemente, cuando esta situación de excepción pase –porque me aferro a ello–, mi reflexión no sean las pandemias –ya existe y continuará existiendo gente que se dedique seriamente a pensar específicamente en ello–, sino aquellas cosas perennes que en este momento de pandemia emergen también como los lugares situados, desde los que sí siento algo más de tranquilidad para hablar. La sensación permanente que tengo es que en estos últimos meses las cosas se están transformando y están cambiando hacia algo que ninguno de nosotros puede predecir. Esto no excluye que sí podamos imaginar, desear o trabajar porque esa transformación se parezca a algo de lo que somos capaces de formar parte activando nuestras respons-habilities (Haraway), que sería algo así como responder con nuestras habilidades.

I. Comprender mejor la vida de un hámster

Bajo al espacio común de mi edificio a moverme un poco. Pertenezco a ese pequeño grupo de personas que, en esta circunstancia, en este país del Tercer Mundo, puede darse el lujo de trabajar desde casa a través de un computador durante ocho, nueve o más horas diarias. Descubrimos que el teletrabajo es adictivo. Si no para uno mismo a este lado de la pantalla, para alguna otredad al otro lado de la pantalla; entonces comienza un ciclo que se retroalimenta entre los lados de la pantalla. Para algunas tareas, el teletrabajo es muy efectivo. Para otras, un fracaso radical. Pero consigue disciplinarnos como no sabíamos que podíamos hacerlo en un escritorio, frente a un computador. Es bio-psico-hormono político el ejercicio de este poder. Está transformando condiciones y conciencias sobre nuestra relación con el trabajo a nivel personal, pero, evidentemente, también a nivel sistémico. La paranoia de ser parte de un macabro experimento se apodera de mis pensamientos. Qué útil a ciertos poderes cada cuerpo individualizado frente a una pantalla, intentando conexiones virtuales. Dispuestos a entregar todos los datos almacenados en nuestros segundos cerebros –los computadores– con tal de poder establecer una comunicación, una reunión.

Bajo al espacio común de mi edificio a moverme un poco. Necesito salir de estos pensamientos. Necesito sentir que mis ojos no se están atrofiando mirando un cuadrado de 17×30 centímetros todo el día. Necesito elevar mis ojos al cielo. Ejercitar el músculo del ojo que mira más allá, al infinito. Me recuerdo que el infinito existe. Después camino, troto, corro de un lado a otro del pequeño patio de concreto. Alterno detenciones a mirar al cielo con este ejercicio de trotar-correr en el pequeño patio de concreto. De un lado a otro. Pienso en un hámster doméstico. Pienso en todas las veces en que pensé que no entendía para qué daban vueltas en una rueda que no los transportaba a ninguna parte. Siento que mi vida se parece a la vida de un hámster y entiendo por qué se meten a la rueda a dar vueltas en el mismo lugar, sin desplazarse. Ambos somos mamíferos. Ambos somos animales. Ambos necesitamos movernos, activar el movimiento en nuestros cuerpos para sentir que estos actúan en toda su potencia. Aunque estemos encerrados. Pienso entonces en el movimiento como forma de supervivencia y de resistencia. Pienso en el movimiento como un campo de batalla. Pienso en que quiero tocarlo todo, mirarlo todo, sentirlo todo, contactarme con todo, con todos los sentidos y naturalezas de lo vivo y lo no vivo. Me posee un éxtasis de materialidad y movimiento. 

Recuerdo. Recuerdo los meses precedentes, embriagados de colectividad, en las calles. Conversando, discutiendo, asambleístas, marchantes, danzantes, protestando, actuando, performativizando, resignificando, caceroleando, proponiendo un deseo de país desde un movimiento político social extraordinario que realizó gestos colectivos extraordinarios. Que en estos momentos está contenido y reprimido en casas, departamentos y cárceles. Subrayo: contenido, reprimido; no detenido. Tengo el privilegio también de participar de la transformación de sus modos de acción y relación. La revuelta tiene en el horizonte la recuperación de la plaza. La recuperación de lo público. La defensa de lo público. No sabemos cuándo eso volverá a pasar ni exactamente cómo. Pero sí sabemos que lo podemos desear. Organizar. Nada de lo que está sucediendo es ajeno a las demandas previamente instaladas. Al revés, la peste actúa como un ratificador de las exigencias de una masa, de un pueblo, de una pobla que lleva muchos años viviendo y sobreviviendo en zonas de exclusión. Anhelo ese horizonte con más fuerza que antes y al mismo tiempo intuyo el despliegue de una enorme política de represión sobre los cuerpos colectivizados. Carne y cañón, carne y perdigones, carne y rejas, carne y cámara, carne y chips, carne y control. Corro otra vez de un lado a otro del patio. Estoy experta en su dimensión. Puedo trotar a lo largo, hacia atrás, en reversa, sin mirar y sin chocar. Mide siete árboles medianos; dos ventanales; seis bancas; ocho Anas Harcha extendidas en el suelo; 30 bicicletas estacionadas; aire; luz. Quiero que nos gobierne el sentido del tacto, el sentido del contacto. Al patio común entra una vecina con su perro. Nuestros cuerpos se sorprenden del encuentro, se ponen en alerta, y una vez hemos comprobado que estamos lo suficientemente lejos, nos saludamos con los ojos que asoman sobre nuestras respectivas mascarillas.

Performance callejera en barrio Lastarria, durante los meses de estallido social. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Una cosa es lo que se desea, otra cosa es lo que sucederá.

La incertidumbre otra vez, recordándonos que no podemos pretender tener el control. Las cosas suceden con, en relación a: un bichito, un virus, una vecina, un gobierno, un espacio, un territorio, una ciudad. Una zona. El espacio no mide de un modo fijo, se mide respecto del acuerdo que se establece para su habitación. Se expande y se contrae según una necesidad, según un ejercicio del poder, del biopoder; hoy, del bichopoder. La vida está en movimiento. Por eso el hámster corre en su jaula, dentro de su rueda. Si habitamos con los reinos de mineralia, vegetalia o animalia, estamos en peligro de vida. De movimiento, de diálogo, de incertidumbre respecto de alguna de las formas de manifestación de estos reinos. Dejo una vez más de tener certezas. Elijo una pregunta: ¿cómo será la vida en esta tierra herida?

II. Las zonas prohibidas

Otra vez no sé en qué es más importante pensar. Vuelvo a Chernóbil. Estoy enferma. Medio loca. Siento una especie de inexplicable extraño alivio al ver documentales sobre Chernóbil. Similar a lo que comentaba la escritora Mariana Enríquez en su columna para Página/12, en Argentina. Una especie de pensamiento vinculado a que muchas cosas terribles han pasado en la historia de la humanidad, a que esto no es lo peor, a que estas cosas pasan. Pasan para recordarnos como humanidad completa que hay dolor en esta tierra herida. Que hubo dolor. Que está habiendo dolor. Que habrá dolor. Que venir a la vida es venir a la muerte. Somos finitos, vulnerables, decadentes, mortales, cuestión de la que somos conscientes en ciertos momentos de nuestra experiencia singular de vida, pero de lo que ahora estamos siendo conscientes de forma colectiva, planetaria. 

Nos sucederán cuestiones extraordinarias como generación y habrá sobrevivientes. Maremotos de restablecimiento de equilibrios entre todas las fuerzas de estar aquí. Cuando era pequeña, 1986, 10 años, Pitrufkén, identificaba tres miedos colectivos fundamentales: el miedo al terrorismo de Estado; el miedo a una guerra nuclear (la imagen de una mano con el poder de apretar un botón y hacer desaparecer a la mitad del mundo); el miedo a la invasión extraterrestre. El primer miedo ha vuelto a emerger, el tercer miedo sólo parece pervivir en la esposa de nuestro actual presidente, y el segundo comenzó a desmoronarse con la explosión de Chernóbil. No se puede decir que el mundo fue mejor después de Chernóbil, pero sí se puede decir que no fue el mismo. La Guerra Fría cambió de rumbo. En una parte de nuestro relato de Tercer Mundo falsamente occidental comenzamos a sentirnos más tranquilos. Chernóbil fue declarado zona prohibida en un radio de aproximadamente 30 kilómetros a la redonda. En mi obsesión insomne con esta tragedia que cambió al mundo, leo que Alla Ivanivna, una mujer que en 2014 tiene 87 años, nunca salió de esa zona, negándose a irse de su pequeña casa porque ahí estaba su vida, sus memorias, sus afectos, porque no tenía adónde más ir. Alla Ivanivna ha vivido un tercio de su vida en la zona de exclusión. En la zona radioactiva. Entonces, en este viaje de insomnio, de búsqueda de sosiego en una tragedia distanciada, pienso en todas las Alla Ivanivna de nuestra tragedia social y sanitaria. Todos aquellos que pandemia o no mediante, viven en una zona de exclusión. Así, Chernóbil se cono-sur-iza, se chileniza, se santiaguiniza, se convierte en Chernóbil-San Pablo; Chernóbil-Plaza Yungay; Chernóbil-Cárcel de Puente Alto; Chernóbil-metro y micros de esta ciudad herida. Territorios-cuerpos para los cuales la inminencia de la muerte se manifiesta nítidamente, cada día, en hambre y otras formas de violencia como racismo, machismo, sexismo, clasismo, homofobia, pobrezafobia –aporofobia–, explotación, extractivismo, precariedad laboral extrema, tala indiscriminada, salmoneras contaminantes, sequía. 

Me permito otorgarnos el desafío de habitar este presente, radicalizando aquello que sí queremos vivir. En esa idea de retorno de la normalidad que se indica, ¿cómo nos encontraremos otra vez en la plaza? ¿Cómo se hará danza, teatro, performance? ¿Vamos a querer seguir produciendo en las condiciones preexistentes? ¿Vamos a contar las mismas historias tal y como las contamos hasta ahora?

La situación actual desnuda estas zonas de exclusión perennes, cuya ilusión general de no existencia sólo se sostenía en el relato de la imposibilidad de detener de toda la gran estructura. Como grababa un rayado durante la revuelta en las calles: “Antes estábamos bien, pero era mentira. Ahora estamos mal, pero es verdad”. Chile, como laboratorio de las más radicales políticas neoliberales, ha implicado e implica la permanente ejecución de necropolíticas (Mbembe) donde sin armas se ha ido eliminando a los excluidos a través de la negación de derechos sociales fundamentales (salud, educación, vivienda, pensiones, medio ambiente). Negación que saca de juego, silenciosa y cotidianamente, a cada cuerpo que se vuelve improductivo para un Estado controlado por holdings y conglomerados comerciales que privatizan estos derechos, convirtiéndolos en bienes de consumo a los que se accede –o no– y hacen girar –o no– la rueda del consumo, la deuda y el mercado. En este sistema, los cuerpos que habitan no son masacrados de forma evidente, sino que se los deja morir en vida o se intenta convencerlos de que la sobrevivencia es el supremo estado de experiencia vital al que se puede aspirar. Una sociedad criminal. Una sociedad medio caníbal.

Zonas de exclusión. Vidas para el sacrificio. Esto no sólo pertenece a Chernóbil. Esto es mi barrio. Alla Ivanivna, camina por la vereda que veo a través de mi pequeño balcón. Alla Ivanivna vende ajos a mil en una manta en San Pablo para pagar la comida y techo del día. Alla Ivanivna, que no tiene dónde más ir, duerme en la plaza que está a una cuadra, en un colchón húmedo, bajo una carpa de frazadas. Esto pertenece a nuestro territorio. Chernóbil es Petorca. Chernóbil es Tirúa. Chernóbil es Puerto Williams.

Mi mente vuelve al mitote de pensamientos. Elijo otra pregunta: ¿Para qué queremos seguir viviendo?

III. Hay (otra) vida en Chernóbil

Quisiera que el humus contara la historia de todo lo humano y lo no humano.

¿Cómo hablarían de nosotros las piedras, los océanos, un átomo de un reactor nuclear, una matita de toronjil, un ceibo, los zorzales urbanos, una orquesta de jabalíes, el propio bicho? ¿Cómo sería la historia de esta pandemia narrada por el virus? (directamente por el virus, no por un humano haciéndose pasar por el virus). ¿Cuál sería su lenguaje?

Escribo desde el lugar situado de asumirme como una trabajadora de las artes. Por ende, asumo que lo que hago propone una relación con el mundo desde la práctica de la generación de un lenguaje, conocimiento y saberes ligados a la experiencia estética. En mi caso, fundamentalmente, ligados a las artes escénicas y también al ejercicio de la escritura. Sigo sin saber cómo se resolverá todo este estado de las cosas o hacia dónde exactamente nos conducirá. No imagino que sea fácil e intuyo que una serie de propuestas inimaginables, hasta ahora, emergerán. Tanto de aquellas que trabajan a favor de la diversidad de la manifestación de la vida como de aquellas que circunscribo a los poderes mortíferos de esta existencia terrícola. Con todo, me parece fundamental insistir en las cuestiones que he planteado en este texto. Hoy mismo, a pesar de que me invaden profundas dudas sobre para qué sirve lo que hacemos los artistas en este contexto de crisis, reconozco al mismo tiempo que este es un ejercicio a través del cual he aprendido a establecer una relación con la tierra y con sus sangrantes heridas, como muchas otras personas, a lo largo de los siglos, dedicadas a estos haceres y oficios. Por tanto, me permito otorgarle el beneficio de su inútil necesidad como parte de la experiencia vital. Luego, al mismo tiempo, me permito otorgarnos el desafío de habitar este presente, radicalizando aquello que sí queremos vivir. En esa idea de retorno de la normalidad que se indica, ¿cómo nos encontraremos otra vez en la plaza? ¿Cómo se hará danza, teatro, performance? ¿Vamos a querer seguir produciendo en las condiciones preexistentes? ¿Vamos a contar las mismas historias tal y como las contamos hasta ahora? ¿Cuáles serán nuestras prioridades de relación? ¿Cómo se radicalizarán, profundizarán o expandirán nuestras preguntas de lenguaje? ¿Cómo nuestra acción performativa, si aún seguimos creyendo en ella, activará mundos multiespecies a partir de su potencia material y las relaciones que establecemos entre los cuerpos, los espacios y las cosas? 

Vista de la abandonada ciudad de Prypiat, al norte de Ukrania, donde en 1986 explotó el reactor de la planta nuclear Chernóbil.

Me gustan propuestas que vienen desde hace un tiempo ya, como la de la bióloga feminista Donna Haraway para seguir con el problema; me gusta la potencia imprevisible contenida en la capacidad de responder con nuestras habilidades, desde lugares situados, pero al mismo tiempo comprendiendo la imposibilidad de tener una respuesta definitiva sobre las cosas; me gusta la potencia política de actuar simpoiéticamente (con aliados situados en potencias compatibles); me gusta la idea de imaginar utopías posibles –y ya no distopías, para eso la estamos viviendo– en donde podamos generar hábitats vitales para una existencia en redes de parentesco que cuiden lo vivo, más allá de lo humano, y en donde comprendamos que somos, permanentemente, con.

Mi obsesión actual con Chernóbil comenzó cuando vi unas fotografías de lobos habitando y jugando dentro de la zona de exclusión. Luego vi fotografías de alces, nutrias, jabalíes. Luego de plantas y árboles. Seres vivos que se han transformado y regenerado en una nueva vida, en ese espacio radioactivo, al no estar compelidos por las presiones humanas. Presiones crueles que hemos ejercido como humanos con todo lo que no es lo humano –animales, territorios, minerales, organismos microscópicos, vegetales, elementos–, y también con nuestra propia especie, sobrevalorándonos exageradamente al tiempo que haciéndonos los mayores daños.

Me gustan las visiones de mundo de los pueblos indígenas que comparten el factor común de entenderse en relación a todo lo que les rodea, como especies en igualdad de derecho a existencia. De reconocimiento a presencia.

Me gusta pensar que podemos insistir en mundos más atentos al cuidado de las vidas que ya existen, que ya estamos acá. 

Me gusta pensar que lo anterior implica pensar, también colectivamente, en la pertinencia de la continuidad de la reproducción sin pausa de nuestra propia especie. 

Ya hay tanto que cuidar.

Chernóbil es la memoria de un desastre que cambió una de las grandes narrativas del mundo, del siglo XX. ¿Qué narrativa cambiará esta crisis y cómo participaremos de ello? ¿Para quiénes queremos la vida?
Hoy, hay (otra) vida en Chernóbil.
Yo me maravillo y aferro a esa terrícola inteligencia vital.

Amigos y amigas imaginarias acompañantes de esta escritura:
Mariana Enríquez, La ansiedad ¿Hay que opinar sobre la pandemia?
Donna Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno
Achille Mbembe, Necropolíticas
Silvia Rivera Cusicanqui, Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos para un presente en crisis