Por Claudio Alvarado Lincopi | Fotografías: Alejandra Fuenzalida
Hay tres temporalidades que con mucha claridad han sido impugnadas durante el último mes de movilización. Cada una de ellas, entremezcladas y articuladas, habla de nudos históricos que buscan ser desatados por tiempos y subjetividades negadas en la gestación de los vínculos de la comunidad política que es Chile.
Las dos primeras temporalidades que más visibilidad tienen son el pacto del año 88 y el golpe del 73. Cada una de ellas, en su particularidad y acopladas, representa los cerrojos del modelo neoliberal y de la democracia autoritaria. 1973 es la fractura histórica que permitió el asentamiento de un modelo económico de inagotable privatización: el agua, las pensiones, la educación, la salud, casi la vida entera comenzó a quedar regulada por los vaivenes del mercado. No es que todo haya ocurrido en el 73, pero su peso y densidad histórica fue la que contaminó el modelo de desarrollo instalado hasta hoy en el país.
Desde el mismo lugar, el pacto del 88, fundado en el plebiscito del Sí y el No, gestó otro amarre que hoy se busca desatar. La “democracia de los acuerdos” profundizó un tipo democrático profundamente clausurado para los movimientos sociales, donde la participación se resumió al voto, bloqueando cualquier capacidad deliberativa desde los territorios y los pueblos.
“La reivindicación de la wenufoye y la whipala, junto con los hechos de desmonumentalización de figuras icónicas del colonialismo español y republicano, son manifestaciones de un malestar identitario, de una congoja en la configuración de la subjetividad nacional”.
Así las cosas, desde el 18 octubre se viene tensionando el modelo de desarrollo neoliberal y la democracia autoritaria, como sedimentaciones de las temporalidades 1973 y 1988. Ahora bien, hay un tercer tiempo histórico, de mayor densidad, que las movilizaciones han puesto en querella: la larga continuidad colonial. La reivindicación de la wenufoye y la whipala, expresiones simbólicas del pueblo mapuche y los pueblos andinos, respectivamente, junto con los hechos de desmonumentalización de figuras icónicas del colonialismo español y republicano, son manifestaciones de un malestar identitario, de una congoja en la configuración de la subjetividad nacional, de una crisis que busca socavar una herida de profundidades centenarias.
Es que la comunidad política que es Chile se fraguó bajo un principio identitario que ubicó como intereses superiores de la nación aquellos que eran particulares de las elites eurocentradas. Lo nacional chileno se construyó bajo un relato patrio profundamente utilitarista y antropocéntrico, donde el eje hegemónico de la nación quedó enclaustrado en una percepción del bienestar como maximización económica, donde la naturaleza fue establecida únicamente como recurso, y los territorios (sus pueblos y ambientes) puestos como material para la conquista de los fines elitarios.
Esta trama nacional fue el epítome de un proyecto civilizatorio sustentado ideológicamente en la blanquitud. El barroquismo societal fue reducido a una proyección monocromática, profundamente homogeneizadora bajo el espectro de nuestras elites blanquecinas. Fueron ellas los que definieron el eje hegemónico de la comunidad política nacional. Así, los diversos horizontes históricos que llevan otras formas de gobernanza, disidentes percepciones epistemológicas y herejes concepciones éticas, fueron clausurados del relato nacional.
Y es esta densa temporalidad, refundada y en permanente actualización desde el siglo XIX, la que denominamos larga continuidad colonial. El procedimiento de glorificación y anulación obedece a un viejo patrón colonialista: son determinadas vidas, cuerpos y saberes los que engloban los caminos aceptables y honoríficos de la comunidad política, mientras que otras vidas, cuerpos y saberes son edificados como salvajes, inferiores, no capacitados. Los otros de la nación no tienen cabida, sus racionalidades son relegadas, y aquí yacen las vidas indígenas y afrodescendientes, pero también las biografías mestizas y empobrecidas, ese Chile que reivindica el bastión nacional, pero desde una trayectoria disonante a las fórmulas esgrimidas por las elites.
“¿Qué racionalidad y concepción de bienestar se pondrán en debate en este Chile del siglo XXI que se abre ante un proyecto hidroeléctrico o ante un monocultivo de gran extensión? ¿Será únicamente la visión utilitarista y antropocéntrica que ha dominado el debate sobre los intereses superiores de la nación?”.
Y desde esta fractura temporal emerge la plurinacionalidad como escenario y posibilidad. El repertorio de acción desmonumentalizador y la reivindicación de los emblemas indígenas es un reconocimiento de facto de aquellas otras racionalidades que cohabitan Chile, este es el escenario, y desde allí emerge una potencia utópica, una posibilidad que se erige desde una presumible cohabitación abierta al contacto, a forjar un nuevo universalismo sostenido en el abigarramiento societal, renunciando al monocroma eurocéntrico, provincializando Europa, manchándolo de otras trayectorias históricas y divergentes racionalidades. Plurinacionalidad como el reconocimiento de diferentes modos de concepción del bienestar común conviviendo al interior de la misma comunidad política. En este plano, ¿qué racionalidad y concepción de bienestar se pondrán en debate en este Chile del siglo XXI que se abre ante un proyecto hidroeléctrico o ante un monocultivo de gran extensión? ¿Será únicamente la visión utilitarista y antropocéntrica que ha dominado el debate sobre los intereses superiores de la nación? ¿O podremos también poner en la mesa las expresiones cosmogónicas de los pueblos indígenas y las éticas socioambientales que promueven los derechos intrínsecos de la naturaleza? Es esta tensión, la concepción del vínculo humano-naturaleza es quizás la más gráfica para pensar los alcances de la plurinacionalidad, pero, ineludiblemente, debe ser traducida a toda la vida social: educación, salud, habitares colectivos en el medio rural y urbano, etc.
Ahora bien, esto no se trata únicamente de disputas epistemológicas, de divergentes gestaciones narrativas sobre el mundo común, sino que se trata de poder. No es sólo reconocer la existencia de otras formas de comprensión de la realidad, sino entender que aquellas formas puedan convivir de modos simétricos, dado que hoy cohabitan jerárquicamente. Por ello la plurinacionalidad está inevitablemente atada al derecho de la autodeterminación de los pueblos y territorios. Así, la descentralización y gobernanza desde zonas ecológicas e identitarias como horizonte libredeterminista en el marco de la plurinacionalidad, puede ser entonces una propuesta concreta desde los pueblos indígenas para todo el territorio chileno. ¿Acaso los habitantes de Petorca, de Quinteros, de Chiloé, de Aysén o de la población Lo Hermida no encuentran también urgente participar de manera contundente en el devenir de sus territorios? Autodeterminación como profundización de la democracia y plurinacionalidad como convivencia de racionalidades y horizontes históricos.
En fin, en esta imaginación plurinacional caben todos bajo la posibilidad de construir una comunidad política unificada y heterogénea, democrática y descentralizada, que supere por fin las viejas tradiciones decimonónicas para entrar de lleno al siglo XXI, que abraza universalismos contradictorios, unicidades heterogéneas, abigarramientos societales que sepultan el blanqueamiento homogeneizante, el centralismo asfixiante y la violencia monocultural. Debemos avanzar hacia la antropofagia cultural como nuevo horizonte universal.