Es una de las palabras que se repiten una y otra vez, en particular al interior de la Convención Constitucional. ¿Pero qué implica realmente la plurinacionalidad? El historiador Claudio Alvarado Lincopi responde a esta pregunta y advierte que no se trata de tolerancia, “sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades”.
Por Claudio Alvarado Lincopi
Hay un guion de la historia nacional que ha buscado edificar el país como un oasis, o mejor aún, como una isla, una tierra aislada por el mar y la cordillera, y que en su aislamiento ha edificado un pueblo amalgamado bajo la sombra de los héroes patrios. Pero algo aconteció un 18 de octubre: esos héroes petrificados en la monumentalidad pública fueron rasgados y/o saturados de sentidos, y sobre ellos se izó una tela como símbolo improbable, la bandera de un pueblo ensombrecido movilizando nuevas voluntades colectivas, la wenufoye. Y entre esas fracturas desmonumentalizadoras e ideaciones de una nueva comunidad política en emergencia, de contactos y flujos culturales varios, brotó, desde largas ensoñaciones indígenas, una nueva palabra para el debate público en Chile: plurinacionalidad.
No era parte del canon, nadie antes sino los movimientos indígenas habían empujado esta “palabra mágica” para intentar construir puentes de diálogos políticos y culturales, y empujar agendas que garantizaran derechos colectivos. No ha sido fácil, las nociones políticas son campos de disputa y solo alcanzan sentido cuando son significados mediante la sutura de los lenguajes heredados y las diatribas de las nuevas quimeras. Y en ese empalme nos encontramos, siguiendo una pulsión que toma cuerpo, que se edifica como nuestra plurinacionalidad y dialoga con ideas hermanas como autonomía y territorio, sostenidas en principios básicos como reconocimiento y redistribución del poder y de las condiciones materiales de existencia. El desafío es inmenso e implica fuertemente a las sociedades indígenas, pero también sacude definiciones basales de la sociedad chilena.
Inés, ¿podemos vivir juntos?
Un momento de conmoción mayúsculo en la obra Xuárez, dirigida por Manuela Infante, es cuando Patricia Rivadeneira, interpretando a Inés de Suárez, duda frente a un grupo de mapuche que quemaron Santiago un 11 de septiembre de 1541. Su destino, como sabemos, es decapitar esas cabezas y afianzar con ello la reciente conquista e instalación de las fuerzas hispanas en el valle del Mapocho. En la obra, Inés duda, y en ese momento las futuras cabezas degolladas comienzan a entonar en coro: “hazlo Inés, haz lo que debas hacer, para alertar a los nuestros de lo que son capaces los vuestros, para que nunca lleguen a confiar, para que se levanten a vuestro paso donde sea que caminen”.
La decapitación como un aviso, como una advertencia de siglos. Santiago de Chile, la capital del Reyno y luego del país, desde hace casi 500 años sostenida sobre un rito sacrificial del colonialismo. Parece un trágico vaticinio que, con el paso del tiempo, lamentablemente se ha tornado una aciaga certidumbre.
Aquí yace un primer dilema que los propios chilenos deberán contestar. Inés, ¿podemos vivir juntos? Es una respuesta que no compete a los pueblos indígenas, le compete a los chilenos y su historia, y sobre todo a los chilenos y sus futuros. ¿Se logran imaginar conviviendo con otros pueblos y naciones en la misma comunidad política? Tiendo a pensar, todavía con la ensoñación utópica que habitó la revuelta popular, que hay margen para esa posibilidad. En cualquier caso, plurinacionalidad no es una cuestión solo de indígenas, sino que es una cuestión de Chile y su atadura con las decapitaciones de Inés. Es Chile, los chilenos y sus fantasmas.
Reconocimiento, el primer paso
Escribir una Constitución es, de algún modo, una batalla cultural. Las ideas circulan, se propagan y refugian entre nichos y multitudes, son masticadas por primera vez para algunos, mientras que otras encuentran el momento definitivo para irradiar el mundo luego de años y décadas de susurros y pregones. Y entre esas novedades y expansiones, las palabras se tensionan, la pugna se hace carne, las posiciones se encuentran y conflictúan, y aunque la batalla toma forma de lid legislativa, se discuten horizontes de convivencia mediante una lucha por el lenguaje, que recorre toda la sociedad en una realidad desigualmente estructurada.
Hace algunos días, el exalcalde de Temuco y actual diputado de Renovación Nacional Miguel Becker —perteneciente a una tradicional familia de colonos alemanes de la zona—, ante el crecimiento y difusión de la palabra Wallmapu al interior del lenguaje político, utilizado incluso por la ministra Izkia Siches, decía: “No se llama Wallmapu, se llama Región de La Araucanía y así estamos orgullosos de llamarla”. El proceso constituyente, en tanto debate cultural, ha permitido que salga a flote una batería de conceptos anteriormente vedados, entre ellos, el lenguaje de la plurinacionalidad, un lenguaje que abruma a ciertos sectores, volviéndose un desafío ineludible para la constitución de lo plural.
Es que, durante los últimos meses, entre los viejos salones del Congreso Nacional han retumbado palabras como descolonización, itrofil mongen, poyewün, derecho de la naturaleza, Wallmapu, autonomía, pluralismo jurídico, territorio; una serie de categorías que a oídos de las élites blanquecinas resuenan incomodas, incluso más, emergen incomprensibles. Aquí yace un gran desafío de la plurinacionalidad: reconocer los lenguajes ocultos, habitar una acción comunicativa donde lo que antes eran susurros se vuelve presencia simétrica, permitiendo con ello la construcción de un espacio de diálogo de racionalidades. Este reconocimiento implica volvernos inteligibles unos con otros, aceptar la condición humana de los diversos pueblos, con sus trayectorias y proyecciones. No se trata de tolerancia, sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades.
Esto significa también reconocer diversas formas culturales de organización de lo político, junto con asentir sobre la existencia de una serie de modelos de justicia y de salud que conviven y se traslapan, así como lenguas que cohabitan los mismos paisajes, además de admitir la existencia de territorios reclamados por las naciones despojadas, y buscar, por tanto, reparaciones para asegurar un nuevo pacto de convivencia entre los pueblos de la comunidad política plural que emerge.
Todo ello implica reconocer: no es un gesto de bienaventuranza multicultural, sino un acto político de convivencia entre naciones y pueblos, un pacto para vivir en común que remueve cimientos generales, que sacude estructuras tradicionales enquistadas del Estado decimonónico, que invita a pensar tanto los derechos de los pueblos indígenas como las formas políticas mediante las cuales se distribuye el poder.
La urgencia de superar el multiculturalismo
La espada de Inés de Suárez durante el siglo XIX tuvo una actualización fatídica. Utilizando supuestos modelos científicos, se construyó la idea de civilización versus barbarie, dando pie con ello a impulsos colonizadores por parte del Estado republicano; colonialismo interno o colonialismo de colonos le llama el pensamiento mapuche contemporáneo. Si bien muchas de las actuales situaciones políticas se explican por estos procesos de despojo e inferiorización, los modelos de exclusión se refinaron.
Durante la primera mitad del siglo XX, mediante un uso limitado de la idea de mestizaje, se intentó superar la existencia indígena en el país mediante su incorporación en el ideal nacional. Es lo que se conoce como indigenismo: ya no se era mapuche, aymara o rapanui, sino que chilenos todos. Esta operación asimilacionista comenzó a ser fuertemente criticada desde las décadas de 1970 y 1980, cuando surgieron nociones como los derechos colectivos de los pueblos indígenas o la reclamación por autonomía y autodeterminación.
Ante este nuevo escenario, la exclusión se adornó de multiculturalismo, promoviendo aceptaciones culturales despolitizadas, celebrando la diferencia como atributo individual, mas no colectivo, impulsando incluso la comercialización de “lo nativo” y “lo ancestral”. Etnofagia se le ha llamado. Este momento multicultural, como bien reflexiona Claudia Zapata, vive una crisis desde hace algunos años, sobre todo por demostrar su incapacidad para solucionar conflictos históricos e impulsar reconocimientos que no ponen en tensión las estructuras del poder.
Ante esta crisis, emerge la idea de la plurinacionalidad como posibilidad de transformar esos reconocimientos en redistribuciones del poder y de las condiciones materiales de existencia, particularmente la tierra y el territorio. Entonces, cuando se dice plurinacionalidad, se intenta situar la simetría en la relación entre los pueblos y buscar rutas para redistribuir la capacidad de gobernanza sobre los territorios y las estructuras institucionales, tanto las propias de los pueblos indígenas como las del Estado. Todo ello, por supuesto, necesita de traducciones concretas para cada realidad, y en aquel desenvolvimiento práctico nos encontramos.
¿En qué va la Convención Constitucional?
Hay algunas pistas que anuncian la concreción de nuestra plurinacionalidad en relación con la redistribución del poder al interior de la Convención Constitucional. Por una parte, hay una aspiración de transformar toda la estructura estatal para evitar ser arrinconados en políticas de focalización, sobre todo mediante la instauración de escaños reservados para indígenas que promuevan políticas plurinacionales desde las universidades hasta el Congreso, desde la Justicia hasta el Ejecutivo. De hecho, en un reciente artículo aprobado por el pleno de la Convención Constitucional se señala: “El Estado debe garantizar la efectiva participación de los pueblos indígenas en el ejercicio y distribución del poder, incorporando su representación en la estructura del Estado”. Aquí, lo plurinacional busca infiltrarse en cada operación política de lo público, edificando una aspiración profunda, a saber, reconstruir lo general y repensar lo universal, muy lejos de las acusaciones identitarias y separatistas levantadas por el establishment intelectual. Los pueblos indígenas buscan ser parte del quehacer político de lo total, y para ello un mínimo gesto de reparación y acto de justicia redistributiva son los escaños reservados.
Por otra parte, y quizás este es el mayor triunfo de los convencionales indígenas, se ha logrado articular la plurinacionalidad con las demandas de autodeterminación y territorio. Dado que existe un reconocimiento de la preexistencia de los pueblos indígenas respecto del Estado, se señala en el artículo recién citado que las naciones indígenas “tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial, tienen derecho a la autonomía y al autogobierno (…) [y] al reconocimiento de sus tierras y territorios [terrestres y marítimos]”. Este es un salto cualitativo respecto a derechos colectivos indígenas en Chile, y ubica por fin al país en el siglo XXI. Con todo, un viejo anhelo de los movimientos indígenas comienza a emerger en el horizonte, y la posibilidad de profundizar la democracia en clave plurinacional está cada vez más cerca gracias a la Convención Constitucional. He podido observar que el trabajo de los convencionales indígenas y sus keyufe (asesores) ha sido titánico, como titánica será la tarea de materializar esos sueños compartidos luego del plebiscito de salida. Como sea, lo cierto es que la plurinacionalidad ya infiltró el sistema político, y su manifestación en Chile será imparable. Quizás es apresurado, pero —a buena hora, Inés—, quizás hoy estamos más cerca que ayer de vivir juntos.