Una historia oral (y política) del arte chileno

En agosto llegará a librerías la reedición de Filtraciones, libro en el que Federico Galende reúne conversaciones que sostuvo con cincuenta artistas, teóricos, escritores y filósofos, y que le permitieron construir un registro inédito de las últimas décadas de las artes en Chile: desde la Escena de Avanzada hasta el Chile neoliberal. 

Por Diego Zúñiga | Fotografías: Felipe Poga

—La idea de reeditar Filtraciones fue de Guido (Arroyo). Y cuando me presentó la diagramación, el diseño, reunir los tres tomos, me pareció muy atractivo, así que ahí cerramos. No coincidimos en las páginas, eso sí, porque yo quería que fuera un libro más grande, porque cuándo me va a salir un libro de tantas páginas —dice Federico Galende (1965) y se ríe, sentado en el living de su departamento, días antes de cerrar los cursos que este semestre impartió en el Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile, donde es profesor asociado.

Cuando se realiza esta entrevista, el libro aún está en imprenta, por lo que no se puede dimensionar, en términos concretos, su tamaño, pero es evidente: dentro de todos los libros que ha publicado Galende —y que ya suman más de diez, entre ensayos y novelas—, esta reedición de Filtraciones. Diálogo con el arte chileno: una historia (1960-2000), es sin duda el más voluminoso: cerca de 650 páginas son el resultado de este trabajo publicado esta vez por Alquimia Ediciones, en el que se reúnen los tres tomos de estas conversaciones que aparecieron, originalmente, en 2007, 2009 y 2011. Aquí están, por primera vez en un solo libro, las conversaciones que sostuvo Galende con artistas, filósofos, escritores y teóricos como Eugenio Dittborn, Nelly Richard, Diamela Eltit, Voluspa Jarpa, Adriana Valdés y Pablo Oyarzún, entre otros, que le permitieron construir, a partir de esa multiplicidad de voces, un registro inédito y crítico acerca de las últimas décadas de la historia de las artes en Chile.

Filtraciones es también, para Galende, su primer libro chileno; el inicio de un diálogo constante que ha tenido con el campo cultural y que empezó cuando llegó al país, a inicio de los 90, desde Buenos Aires. Entró a la Universidad Arcis a trabajar en la carrera de Sociología, y ahí conoció, sobre todo, a un mundo cercano al arte: Nelly Richard, Francisco Brugnoli, Willy Thayer, Guillermo Machuca, Eugenio Dittborn… Un grupo de personas que inevitablemente lo llevaron a los temas que habían marcado las artes visuales de esos últimos años, temas en los que la Escena de Avanzada era un referente ineludible y que a Galende le empezó a generar curiosidad.

—Todos tenían todavía esa referencia a la Avanzada, pero una referencia bien opaca, medio deprimente, como esa cosa medio deprimente que tienen estas neovanguardias en la dictadura, que trabajan con códigos, con indicios, tratando de que el poder no pesquise sus prácticas, pero todo esto entre siete u ocho gatos, peleándose en un taller húmedo, pensando que lo que hacían era relevantísimo, cuando en realidad no afectaba ni importaba a nadie. Todo esto me generaba una especie de choque, de antipatía, incluso el propio discurso de Nelly, con el que sigo teniendo profundas diferencias hasta el día de hoy. Somos amigos, tengo una empatía absoluta con ella, pero una diferencia muy fuerte con sus maneras de pensar.

En ese entonces, Galende venía de un campo cultural —el argentino— en el que prevalecía la literatura; teóricos, novelistas y ensayistas (Sarlo, Piglia, Viñas, Pezzoni, Saer) circulaban por la universidad y sus alrededores. Aquí, en cambio, la literatura funcionaba sobre todo en términos de mercado. Cuando Galende llega a Santiago, todo el mundo está celebrando la aparición de La ciudad anterior (1991), de Gonzalo Contreras, y él no entendía nada, pues esa novela, y esa literatura, le parecían un desastre. Al único que leía con un poco de placer era a Adolfo Couve, que también publicaba por esos años.

—Ahí descubro que el espacio literario en Chile no tenía ninguna importancia. Y cuando voy leyendo esto es cuando conozco a la gente de las artes visuales. Y me perturbaba un poquito el asunto de la Escena de Avanzada y todo eso. Pero claro, en un momento me di cuenta de que tenía que tratar de convivir con eso, pues en Chile era importante.

—Ahí al menos había una densidad que no aparecía en la narrativa.

—Claro. Siempre me pareció que las prácticas poéticas o estéticas no son momentos decorativos de los procesos históricos, sino que son propias configuradoras de historia, y me interesaba saber en qué habían consistido estas practicas tan comentadas de la Avanzada y lo que rodeaba todo eso. Creo que Filtraciones nace un poco por eso. Inicié estas conversaciones con distintas figuras a las que tenía acceso, porque con muchas tenía una cierta amistad, a pesar de que esa amistad no era una amistad en términos de complicidad sobre lo que hacíamos. Ese fue el origen de este libro —cuenta Galende, quien a partir de ahí armaría una obra tan fascinante como inesperada, y que ya se podía rastrear en Filtraciones. Esos intereses y esa curiosidad derivarían en una suma de libros que ha venido escribiendo en estos años. Desde sus ensayos dedicados a Benjamin, Rancière y Kaurismäki, pasando por sus novelas Me dijo Miranda (2013) e Historia de mis pies (2018), hasta llegar a Vanguardistas, críticos y experimentales. Vida y Artes visuales en Chile, 1960-90 (2014), quizá su libro más ambicioso, un ensayo que dialoga con Filtraciones, ya que trabajan con los mismos materiales, pero las formas son distintas: mientras Filtraciones se lee como una historia oral y política del arte chileno de las últimas décadas, Vanguardistas… funciona como una novela llena de imágenes luminosas que surgen desde las ruinas y los escombros.

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—La primera entrevista que hiciste fue a Eugenio Dittborn y la última es a Carmen Berenguer y Pedro Lemebel. Sin embargo, el orden del libro no es cronológico en ese sentido. ¿Cuál fue la idea tras el montaje?

—Cuando publiqué el primer tomo, en 2007, tenía una idea muy precisa y que sigo sosteniendo: quería contrarrestar el carácter obsesivo que tenía el modo del chileno de relacionarse con su práctica. Esa especie de hiperconcentración en el objeto sin atender a otra cosa. Siempre pienso que una práctica es interesante cuando uno la realiza interesado, a la vez, en revisar otra al mismo tiempo, esta especie del juego de la atención distraída. Entonces convertí un poco esas obsesiones que podían estar en Dittborn, en Nelly, en Gonzalo Díaz, en conversaciones más de café. Y eso fue muy bien acogido.

—Dos años después publicaste el segundo tomo, donde abordas la generación que seguía a la Avanzada.

—Esa generación me interesaba mucho, la de Sergio Parra, Machuca, Roberto Merino, toda esa gente que ocupaba un lugar fantasmático, porque no habían alcanzado a pertenecer al arte conceptual; habían sido demasiado modelados por esa impronta un poco paternalista y por una especie de imperativo del mundo conceptual, pero a la vez habían tratado de escapar de ese lugar. Me parecía que el lugar imaginario que tenían dentro de la realidad histórica era necesario que se cubriera.

—En el tercer tomo, algunos de los más jóvenes (la generación que estudia Arte a partir los 90) son bien críticos con este grupo que los antecede.

—Cuando estaba editando el segundo tomo, comencé a pensar en los que venían, en esta condición ya más de universidad neoliberal, que era la de la producción de la carrera artística y la profesionalización del arte. Ahí estaban los más chicos de ese entonces: los Navarro, Patrick Hamilton, Camilo Yáñez, Voluspa Jarpa. Y creo que este montaje dio como resultado eso: mostrar cómo el arte era representativo de tres momentos imaginarios pero a la vez configuradores de realidades distintas en el campo de la breve historia chilena. Y esos tres momentos eran claros: el de la guerrilla cultural medio barroca neovanguardista y alegórica (que era la época del conceptualismo y la Avanzada). Después, el de esta generación más new wave, de las fiestas, del Trolley. Y un tercer momento que es la generación de los más jóvenes que ya se suben a los aviones, van a grandes bienales y que hacen carrera de artistas.

—¿Y por qué Lemebel aparece en esa última parte? ¿Sentiste que su obra dialogaba con esa generación?

—Es verdad que Lemebel entró tardíamente al libro porque su obra también es tardía en términos de que fue un tipo que siempre trabajó muy heterogéneamente y que sólo al final de su carrera empezó a tener un lugar.

—Siempre fue difícil de etiquetar en todos los sentidos su proyecto, y siempre fue muy contemporáneo, ¿no?

—Me interesa muchísimo Lemebel, a quien se le suele confundir con la Escena de Avanzada o con Diamela Eltit, pero no tiene nada que ver. Puede haber habido una pertenencia histórica, pero Lemebel fue siempre para mí un tipo desesperado por convertir el ruido en voz, y por hablar. Y creo que lo hizo de manera excelente, y en ese sentido me parece que marca una adversidad sobre la posición que tiene esa escritura de neovanguardia de la época de los 80.

—¿Y cuál fue tu impresión cuando te topaste por primera vez con esa escritura?

—Cuando llegué tuve un acercamiento a las formas en que se escribía, que eran las formas por ejemplo de Patricio Marchant, de Pablo Oyarzún, de Nelly Richard, de Diamela Eltit, y me parece que esas escrituras eran todas diferentes, pero que estaban demasiado encriptadas, que eran escrituras para no ser leídas. Había una especie de fascinación por no ser leído, y en eso consistía la escritura. Escribir era huir. Desdeñaban mucho la comunicación, y yo tengo una fascinación por el problema de la comunicación. También había un imperativo filosófico de base: en la medida que la dictadura había sido capaz de presentar lo impresentable, como diría Lyotard, las formas de escritura tenían que trazar en su propio horizonte una irrepresentabilidad, es decir, escapar de toda forma de representación.

—¿No encontrabas mucha sintonía con esa idea?

—Siempre había pensado y sigo pensando que el imperativo de la filosofía es exactamente el contrario, es decir, que un filósofo, un pensador, parte de lo irrepresentable y el problema es cómo traduce esa sensación sin forma a una cierta forma sensible. Y para ser honesto, sigo sin interesarme demasiado en estas formas. O sea, me intereso, pero tengo una distancia con ese mundo de las formas que está regido por el horizonte de irrepresentabilidad al que la escritura tiene que llevar las cosas. Y por supuesto que estoy muy interesado en lo contrario, que es lo que trato de hacer. Por eso me interesa la escritura de Lemebel, o de Leonardo Sanhueza o de Alejandro Zambra.

«Alguien dice en el libro que (la Escena de Avanzada) era una escena de príncipes pobres que se intercambiaban regalos suntuosos. Y eso me parece que da cuenta de esa época. Entonces, sí hay una pequeña pena de Chile retratada en estas conversaciones que me parece importante retomar».

—Cuando empiezas a recopilar estas conversaciones, imagino que tenías algunas ideas sobre lo que ibas a encontrar acerca de la historia reciente de las artes en Chile. ¿Cambió mucho tu percepción de ciertos momentos a partir de estos diálogos?

—Mira, una de las conclusiones es que la Escena de Avanzada fue una especie de invención retrospectiva. Es como lo que dice Borges de El Quijote: El Quijote en la época de El Quijote no era en absoluto poético. Y uno podría decir que la Avanzada en la época de la Avanzada no existía como Escena de Avanzada. Eso fue algo que ocurrió en un prólogo de un libro, que es Márgenes e instituciones, de Nelly Richard, pero nadie se reconocía a sí mismo como perteneciente a esa escena. No obstante, correr el concepto me parecía que era importante, porque era como correr un nombre que lo opaca todo, y cuando corres esa cortina, te encuentras con que había ahí un montón de cosas: las penas, los miedos, los temores, los deseos de construir algo, las formas de circulación.

—Es una escena mucho más compleja y más precaria a la vez.

—Alguien dice en el libro que en el fondo era una escena de príncipes pobres que se intercambiaban regalos suntuosos. Y eso me parece que sí da cuenta de esa época. Entonces, sí hay una pequeña pena de Chile retratada en estas conversaciones que me parece importante retomar. Y que está muy por debajo de la grandilocuencia que muchos jóvenes creen percibir detrás de esta etapa histórica que fue la Avanzada.