El actor y director de la compañía Viajeinmóvil estuvo de gira en España, montando con objetos y muñecos Otelo y Lear, sus versiones de los textos de Shakespeare. Este año cumple una década a cargo del Anfiteatro Bellas Artes, donde exhibe su trabajo y el de otras compañías cobrando “a la gorra”, lugar que se convirtió en la primera sala en abrir sus puertas luego de la primera cuarentena. «La gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro y de la comunión real con el público», dice.
Por Denisse Espinoza A.
Son las 16 horas en Chile del viernes 14 de mayo, dos días antes de las elecciones, y el director teatral y actor Jaime Lorca (1960) prende su cámara y se conecta a esta entrevista desde Madrid por Zoom. Desde inicios de mes está cumpliendo lo que hoy se podría considerar una hazaña para el medio cultural local, paralizado por la pandemia: una gira internacional con su compañía Viajeinmóvil, presentando dos de sus obras ícono: Otelo y Lear.
Te vas a perder las elecciones del domingo, ¿es algo que no te interesa?, le pregunto.
—Claro que sí, me importan mucho las elecciones, pero para ser sincero, más me importa el teatro y llevábamos demasiado tiempo sin poder hacerlo.
Menos tiempo que el resto, al menos. El 10 de octubre de 2020, el Anfiteatro Bellas Artes, la sala que dirige Lorca desde 2011, fue la primera en abrir sus puertas tras 29 semanas cerrada debido a la crisis sanitaria. Lo hizo con un aforo muy reducido, de solo 50 personas, que incluía equipo técnico, producción, compañía y público. Así estuvieron con una cartelera con montajes de diversas compañías dedicadas al teatro de objetos y marionetas, el sello de esta sala, hasta que en marzo todo volvió a suspenderse por la nueva cuarentena impuesta.
El teatrero no se quedó de brazos cruzados y esta vez decidió reactivar una invitación que había recibido el año pasado para hacer una gira a España con su compañía a distintas localidades, incluida laSala Max Aub de Naves del Español en Matadero, Madrid. Allí, Lorca constató que las condiciones para la cultura en Europa distan bastante de la realidad chilena.
—El teatro español es lo máximo. Estamos como reyes haciendo esta temporada fantástica, con un equipo técnico enorme, con todas las condiciones sanitarias apropiadas, y tampoco exageran. La sala tiene un aforo grande, del 75%, y es obvio, porque la gente está sentada, separada con una mascarilla, no están en un restaurante comiendo, no están tocando otras cosas que las personas tocaron —cuenta.
Salir de Chile no fue fácil. Debió reunir una cantidad enorme de permisos e incluso perdió unos pasajes porque le faltaba una carta de autorización del consulado chileno que lo hizo perder el vuelo a último minuto. El salvavidas vino de España.
—Nos mandaron un salvoconducto que cuando vuelva a Chile lo voy a enmarcar, porque dice que el Ministerio de las Culturas español nos invita a realizar “actividades imprescindibles para el buen funcionamiento de la Nación»; imagínate, así consideran al teatro aquí. Y bueno, todo esfuerzo ha valido la pena para volver a la “presencialidad”, como le dicen ahora. Porque para qué vamos a estar con cosas, la gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro. Para mí eso no es teatro —afirma.
La primera función de Lear tras la cuarentena fue emocionante. Tras acabar la obra y en medio de los aplausos, Jaime Lorca —que además de codirector (junto a Tita Iacobelli, Christian Ortega y Nicole Espinoza) encarna al personaje del rey loco creado por Shakespeare— dijo unas sentidas palabras e invitó al público a que empinara una copa imaginaria para brindar por ese ansiado reencuentro y para que los aplausos nunca más vuelvan a desaparecer. “El aplauso tiene un valor muy especial y no tiene que ver con la vanidad o el ego. En La Tempestad de Shakespeare, el aplauso despierta a los artistas que dejan de ser personajes; para mí es eso, pero también la comunión entre el público y quienes están en el escenario”, dice Lorca.
Hace una década, en 2011, el actor se paraba por primera vez en ese escenario, dando nueva vida al Anfiteatro Bellas Artes, ubicado al costado del edificio que alberga la pinacoteca nacional y que por esa época estaba abandonado y convertido en un basural. Lorca recuerda que tuvo por lo menos ocho reuniones antes de que el director de entonces, Milan Ivelic, se convenciera en prestarle el espacio para desarrollar su proyecto dedicado al teatro de marionetas y animación. “Incluso contraté a un arquitecto para presentarle un proyecto de cómo íbamos a techar el anfiteatro, que era prácticamente un hoyo relleno de basura, con el escenario roto y podrido debido a las lluvias. Pasamos por un sinfín de prejuicios un año entero, y siempre recibimos un no como respuesta”, recuerda el actor.
Hasta que ese año su compañía Viajeinmóvil se adjudicó un proyecto Fondart, para justamente instalar una carpa en el Parque Forestal y desarrollar la segunda edición de su festival La rebelión de los muñecos, que continúa hasta hoy. Con esa última carta bajo la manga, Lorca volvió a la oficina de Ivelic, esta vez con los recursos en mano, y le propuso instalar la carpa dentro del anfiteatro. Esta vez aceptó. “Después el hombre se dio cuenta de que había juzgado mal cuando nos vio cómo transformamos el lugar. ‘Yo no sabía que la gente de teatro era tan tenaz’, me dijo un día mientras tomaba café desde la escalera. Se suponía que nos íbamos a quedar lo que durara el festival, pero aquí nos ves hasta hoy”, dice Lorca.
Paradójicamente, esa misma carpa que 10 años antes cubrió el anfiteatro y le dio al director la oportunidad de gestionar su propio espacio, fue desmontada ahora para poder cumplir con los protocolos de actividades al aire libre, durante la pandemia, y así volver a funcionar. Por estos días, y para celebrar el aniversario, Lorca prepara una nueva transformación. Instalará una carpa transparente y descapotable, quitará sillas y las reemplazará por plantas que separarán a las personas, transformando la sala en un verdadero invernadero. También planea volver con una nueva edición de La rebelión de los muñecos que espera sea presencial.
—Donde no haya cuarentenas y se pueda llevar las obras, ahí estaremos, y también estamos preparando un nuevo estreno, un clásico —adelanta.
Han habido otras compañías que no han tenido la misma suerte que ustedes en la vuelta a los escenarios. Como el caso de la obra Orquesta para señoritas, dirigida por Álvaro Viguera en el Teatro Nescafé de las Artes, que tuvo un foco de covid-19 y terminó con varios miembros del elenco contagiados, dos de ellos fallecidos, el actor Tomás Vidiella y el estilista Patricio Araya. ¿Qué opinas de ese caso y del juicio público que sufrió el equipo?
—Es el riesgo que se corría y pudo habernos pasado a nosotros también. Yo la primera función de Lear no la disfruté tanto, justamente porque estaba muy estresado con cumplir todos los protocolos sanitarios; era como la prueba de fuego, como la PSU de las compañías en pandemia. La verdad me parece muy ruin culpabilizar. Al contrario, yo les saco el sombrero, creo que esa gente hizo un acto de amor tratando de volver a comunicarse con el público. Hay que entender que el teatro es una necesidad de las personas y que lo que pasó es una desgracia, pero también era una posibilidad de la que todos estaban conscientes.
Antes de enfrentar la pandemia, con el poco apoyo gubernamental a los artistas, Chile venía de una crisis social que también afectó al mundo cultural. ¿Cómo viviste tú y tu compañía el estallido social?
—Nosotros la vimos venir mucho antes, porque el Anfiteatro es un lugar geográfico estratégico, un cruce de caminos donde se ven esas brechas, los de arriba bajan y los de abajo suben, se juntan clases sociales, razas. Después del estallido se armaron muchas conversaciones y debates sobre cómo tenía que ser la creación ahora, cuál es el teatro que tocaba hacer y hasta los cantantes de pop se preguntaban cuál era la música y las letras que tenían que componer, y yo no puedo estar más en desacuerdo con todo eso. Para mí, la creación es la única parte que nadie te puede tocar, es lo que haces porque a ti te resuena, es algo misterioso y nadie puede obligar a los artistas a trabajar en ciertos contenidos. No hay que pasarse de bueno porque eso también termina siendo muy acomodaticio, porque, claro, ahora es el estallido y mañana los osos pandas y luego las ballenas. Me cargan los buenos y los optimistas, en este mundo estamos cagados por los optimistas, es tan fácil ponerse del lado de los débiles y lo cierto es que, si todos fuéramos buenos, la sociedad estaría en otro lugar, donde quizás no sería necesario siquiera hacer teatro.
Formado en la Universidad Católica, a fines de los 80, Jaime Lorca fundó junto con dos compañeros de escuela, Juan Carlos Zagal y Laura Pizarro, la compañía La Troppa, que se transformó en una de las más emblemáticas de la escena local, con montajes impecables y sensibles que los llevaron a figurar internacionalmente, sobre todo con la aclamada Gemelos, una versión libre de la novela de Agota Kristof El gran cuaderno, que narra la lucha por sobrevivir de dos hermanos durante la Segunda Guerra Mundial.
En los inicios, la pasión por los muñecos de Lorca empapó la creación del grupo y las marionetas parte del elenco en el escenario. Sin embargo, las inquietudes artísticas variaron y mientras Lorca mantenía su afán artesanal, Zagal y Pizarro se interesaron en lo que el cine podía aportar en la escena. Finalmente, en 2005 la compañía se escindió. El matrimonio formó Teatro Cinema, y el marionetista Viajeinmóvil.
Has construido tu trayectoria montando obras que mezclan actores de carne y hueso con muñecos. ¿Qué hay en esa relación que te interesa tanto?
—No sé si lo tengo tan claro. Partimos en 1988, con Salmón vudú, usando un muñeco porque nos faltaba un actor. Todavía no nos llamábamos La Troppa y la marioneta era un bocón, era solamente una cabeza que la hizo mi mujer, que es artista plástica, y ahí la escena era sobre un soldado español que había violado a una princesa india y el capitán decide colgarlo, entonces poníamos la cabeza en la soga y quedaba colgado y ese movimiento de péndulo causaba mucha gracia y funcionaba bien. Lo que pasa es que la marioneta es muy efectiva, yo diría que más efectiva en los primeros minutos de una obra que un personaje de carne y hueso, porque esos primeros minutos, que son las circunstancias dadas, son muy difíciles para el actor hacer creer al público. La gente le cree más a una marioneta. Pero lo que yo hago es hacer interactuar a los dos y eso es aún más interesante, porque los pone en tensión. Es algo vivo que le está hablando a algo que está muerto, entonces se produce ese flujo entre lo muerto que va hacia la vida y lo vivo hacia la muerte. Hay un filósofo que se llama Henri Bergson que habla sobre lo muerto como lo mecánico, como una acción que se repite tanto que ya no tiene sentido. Un misógino, un alcohólico y un anticomunista están muertos porque van a responder siempre igual a los estímulos y eso da risa, pero también es trágico. Lo que intentamos es humanizar a las marionetas dándoles movimientos más humanos y menos mecánicos, y eso implica observarnos profundamente a nosotros mismos, pero todo eso tiene sentido con un público que firma este contrato tácito de creer e involucrarse con lo que está viendo. Esa es la gran diferencia del teatro con el cine, por ejemplo, el cine que es tan envasado que puedes comer cabritas y tomar bebida y seguir creyendo sin esfuerzo, porque está todo dado. En el teatro no están las cosas y el público las tiene que completar, el público tiene que trabajar para ver todo lo que se sugiere en el escenario.
¿Qué reflexiones sobre tu quehacer has tenido durante este periodo de crisis social y sobre todo de pandemia en que el trabajo teatral se ha visto tan obstaculizado?
—He ido convenciéndome sobre la importancia que tiene el teatro, la importancia social, es una necesidad de la gente, desde el entretenimiento hasta el aprendizaje. Entretenerse está poco valorado en nuestra sociedad, porque se supone que es un tiempo inútil que dedicas nada más que a entretenerte, pero en el fondo es muy importante. Lo que a mí me gusta, por lo menos, es trabajar con las pasiones humanas y cómo esas pasiones humanas desequilibran a las personas y las hacen correr riesgos que pueden ser fatales para esas u otras personas, y por un tiempo todo eso queda expuesto hacia un público que puede ver y reflexionar acerca de estos problemas. Hacer Otelo tiene una importancia social, lo hacemos a nuestra manera, porque durante la primera parte la gente se ríe y luego ya se empieza a reír menos. Como en los consultorios cuando a los niños los entretienen con un dulce y luego los pinchan, así es el teatro, en principio te entretiene y luego te vacuna. A mí me gusta que el teatro sea como una vacuna contra los males del mundo, que tenga un efecto, pero no se note.