Lina Meruane: “Nadie está pensando en cómo salvar el mundo: ya se dio por perdido”

La escritora chilena residente en Estados Unidos, autora de Sangre en el ojo y Sistema nervioso, habla en esta entrevista hecha en el programa radial Palabra Pública sobre el panorama literario actual y sobre temas recurrentes en su obra, como las enfermedades —del cuerpo, del sistema capitalista, del planeta— y la identidad. Además,  ahonda en las críticas que suscitó su diatriba Contra los hijos.  

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij

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—Estuviste viviendo en Berlín hasta 2007. ¿Dónde estás viviendo ahora?

Me he vuelto bastante nómada. Trabajo en Nueva York siete meses y medio al año, y el resto del tiempo lo paso en Chile. A veces me doy alguna vuelta por Europa porque estoy casada con un español. Ese año en Berlín fue muy bueno para mí, porque me dio tiempo para escribir y también para viajar un poco. Estoy en Nueva York la mayoría del tiempo y paso unos 3 meses al año en Chile, que no es poco y me hace muy feliz, además.

—Cuando uno vive afuera y vuelve a Chile cada cierto tiempo, se es más perceptivo frente a los cambios. Desde la época en que vivías acá la escena literaria ha cambiado mucho. Ahora hay muchas ferias y nuevas editoriales. ¿Cómo ves este auge?

Encuentro que la oferta cultural chilena ha ido creciendo exponencialmente. Me acuerdo que cuando me fui, volvía siempre a ver teatro, y lo sigo haciendo, porque había una oferta muy buena gracias a lo que hizo Santiago a Mil. Lo que encuentro que pasó en los veinte años que llevo afuera es que la oferta literaria y las actividades literarias aumentaron. Cuando uno llega a Chile, tiene esta impresión de que la cultura está efervesciendo, de que hay muchísimas editoriales y mucha gente nueva escribiendo y publicando. Uno cree que se está publicando y leyendo mucho en Chile. Voy a todas estas ferias, me gusta mucho la Furia del Libro, pero también está la Independiente de Valparaíso, y muchas más. Sospecho —quiero, deseo— que se esté leyendo más. Quizás es la pura sensación de estar en este gueto en el que uno se mueve. Al parecer hay al menos un segmento de chilenos jóvenes que están interesados en saber y leer. Eso no lo sentía antes.

—También tiene que ver con la emergencia de nuevas editoriales independientes. Tenías una editorial, Bruta Editoras, que quedó congelada. ¿Qué pasó con eso?, ¿cuál crees que es la importancia de que existan estas editoriales más pequeñas?

Creo que las editoriales pequeñas trabajan sobre un deseo más puntual, más específico, como una idea, una pregunta. Bruta Editoras partió así, éramos una especie de colectivo y queríamos pensar cómo se escribe desde un lugar que no es propio, que es una pregunta que a mí en particular me interesaba mucho y que está desarrollada en Volverse palestina. Alia Trabucco y Soledad Marambio, que eran las socias principales, también eran personas que vivían fuera y también estaban elaborando esa pregunta bajo su experiencia. Pusimos a trabajar esa pregunta en libros; invitábamos a trabajar a un autor y una autora a escribir sobre un lugar que no les era propio, donde hubieran vivido o hayan visitado, o con el que tenían alguna relación de tipo familiar. Eso generó una colección de ocho libros que nos gustaban mucho, pero no nos dio la energía, entonces el proyecto se congeló. Lo que acabamos de hacer es resucitarlo y buscar otra editorial dirigida por mujeres, que es Banda Propia. Ellas asumieron ese proyecto republicaron los libros de Bruta. Las editoriales independientes están convocando una energía y preocupaciones que las editoriales más grandes no logran ver. Están más cerca del terreno, de la gente más joven, también. De ahí están saliendo voces muy nuevas y eso no existía en los años 80.

—Haces clases en el magister de escritura creativa de la Universidad de Nueva York (NYU), en tiempos en que hay una especie de explosión entorno a la escritura creativa. ¿Cómo crees que están funcionando esos posgrados? ¿Los ves como un lugar para profesionalizar la escritura o quizás como un espacio para intercambiar ideas?

Tengo el recuerdo de los años 80 y 90 de los talleres literarios en Santiago, en las casas de los autores, que es una tradición muy larga. También están las tertulias. Siempre ha habido esa necesidad de conversar alrededor de un texto, de tener pares que nos puedan leer, de tener un tutor o un gran escritor que pueda emitir una opinión y dar sugerencias. En esos espacios también aprendes a leer, no sólo a escribir, y esa es la cuestión. Esta tradición nos precede a los latinoamericanos, también sucedía en Europa. Lo que está pasando ahora es que se profesionalizan estos espacios porque se convierten en un cartón universitario, en un programa de dos años, que no sé muy bien hacia dónde llevan, porque no sé qué pasa con esa gente que se gradúa en escritura creativa. Algunos de estos escritores incipientes pueden lograr tener un espacio de trabajo, pero eso está mediado por la publicación y la circulación de la obra, no basta el cartón. Uno es médico, tiene un cartón y puede ejercer. En escritura creativa me parece que no es tan así. Dicho esto, me parece que en Estados Unidos hay una tradición fuerte de escuelas de escritura creativa universitarias, todas las universidades tienen su pregrado, master y a veces doctorado en este campo. Lo que es relativamente nuevo es que hay una escuela en El Paso que es bilingüe y la NYU sacó el primer master en escritura creativa en español, Iowa abrió uno y hay otros para gente que escribe en español. Eso me parece notable, porque hasta ahora no se había reconocido el castellano como una lengua literaria en Estados Unidos.

—En la NYU hay un núcleo latinoamericano muy fuerte, de hecho.

Hay muchos chilenos dando clases en esta escuela. Es lo más raro que hay. Está Diamela Eltit, que es una figura mayor. Está Alejandro Moreno en dramaturgia, yo doy un taller de ficción y luego hay un par de argentinos, una peruana y un puertorriqueño. Todo muy conosurista.

—Escribiste hace poco tu primer libro de poesía, Palestina, por ejemplo. ¿Por qué vuelves a Palestina y por qué decides explorar la poesía para abordar este tema?

Tengo que hacer una subida de cejas, porque me da hasta vergüenza pensar que escribí un libro de poesía. En realidad, tenía que escribir un ensayo para una conferencia, y en ese momento estaba leyendo a Virginia Wolf con renovado interés, quería leer cómo había escrito la guerra y el bombardeo de Londres. Me puse a escribir, pensando en Virginia Woolf, y noté que el texto tenía una especie de música. Empecé a cortarlo, para que fuera más fácil leerlo. Y ahí me di cuenta de que tenía forma de poema. Estaba conflictuada con que había escrito un poema en vez de un ensayo, aunque también tiene algo de eso, porque hay ideas elaboradas y un poco de historiografía. Es un texto sobre la repetición del genocidio en Europa, que precede al Holocausto judío y que continúa en la población palestina hoy. Es una especie de revisión del instinto exterminador que precede a la Segunda Guerra Mundial y que luego la sucede. Salió en forma de poesía y de repente me escribió Gladys González, una poeta a la que quiero mucho y que es editora independiente, y me dijo que quería publicar algo mío que fuera inédito. Le dije que tenía esto, algo así como un poema, pero medio trucho. Ahí acentué su forma de poesía. En el texto hay una serie de juegos gráficos que me permiten leerlo de cierta manera y que espero que permitan también al lector leerlo de la manera en que yo lo pienso.

Volverse palestina implica un viaje al origen, a las raíces. ¿Qué lugar tiene en tu vida esa búsqueda?

Palestina, por ejemplo también es una explicación de por qué escribí Volverse palestina. Hay una relación muy fuerte entre esos dos textos. La idea del origen es muy problemática. Si lo pensamos en términos históricos, la población judía europea que viajó a lo que ahora es Israel, buscando el llamado “hogar seguro”, inventó que originalmente era de ahí, cosa que históricamente no está comprobado, porque la población judía ahí era pequeña. Ahí se ejerce una narrativa esencialista que justifica esa migración masiva y que reivindica ese lugar como propio. Si yo, como descendiente de palestinos, pienso en el origen, no puedo sino pensarlo bajo esa misma idea esencialista. Hay que tener mucho cuidado con cómo se esencializa ese lugar de origen. La diferencia es que mis abuelos paternos tenían una casa y venían de ese lugar. Cuando inicié ese viaje, nunca había estado en ese lugar y mi padre tampoco. ¿Cómo uno hereda un lugar que no es de uno? ¿Cómo lo reclama, lo revindica, lo experimenta a un nivel emocional? ¿Significa realmente algo para mí? Mi respuesta a esa pregunta es la respuesta que la misma de la comunidad chileno-palestina: necesitamos revindicar ese lugar como propio porque es político hacerlo. No es una cuestión nostálgica —quizás para algunos, no para mí—, pero es un deber político revindicar ese lugar, porque hay una disputa de orígenes sobre ese territorio y también una disputa presencial. Tiene que ver con lo político más que con lo melancólico, nostálgico, romantizado del origen de la familia.

—Tu novela Sistema nervioso ha sido descrita como “la biografía clínica de una familia”. Eres hija de médicos y has dicho que te educaste en el lenguaje médico y en un mundo en el que la enfermedad era algo común, cotidiano. ¿Por qué decides recoger esta experiencia biográfica presente en varios de tus libros, como Fruta prohibida y Sangre en el ojo? Así como la enfermedad es algo cotidiano para ti, probablemente la hipocondría también lo sea.

Para mí, el lenguaje de la medicina es un lenguaje muy formativo. Cuando una ha vivido escuchando hablar sobre el cuerpo, cuando una misma tiene una condición médica, hay algo que se instala en la cabeza y que te lleva a pensar cómo operan esas narrativas médicas. Partí pensándolas durante mi doctorado, porque escribí una tesis sobre la representación del sida en la literatura latinoamericana. Me sirvió mucho tener este bagaje de lenguaje, esta  narrativa de la salud y la enfermedad, que siempre es muy maniquea. Porque en la salud está por un lado la bondad, la belleza, la legalidad, y por el otro están la maldad, el pecado, la suciedad, la migración. Susan Sontag es la primera que lo plantea cuando escribe el ensayo “La enfermedad y sus metáforas: El sida y sus metáforas”. En la representación del sida vi claramente cómo estaba articulado ese discurso y qué es lo que habían hecho los escritores para responder a este problema. Ese trabajo está recogido en el libro Viajes virales.

—¿Qué descubriste a través de esa investigación?

Mientras leía para ese ensayo, me di cuenta de que había muchas más cosas que quería decir y que están reflejadas en esos tres libros que mencionaste, que funcionan como una gran reflexión sobre cómo operan esos discursos en varios niveles. La primera novela, Fruta prohibida, piensa a la enferma como alguien que resiste el discurso de la enfermedad. Lo que hace Sangre en el ojo es poner a una protagonista que pierde la vista y que le va a cobrar a la medicina la promesa de la recuperación, de la salud. Luego, con Sistema nervioso, pensé: a lo mejor ya no se tiene que tratar de una protagonista enferma que se resiste o que usa el discurso de la salud: los voy a enfermar a todos. Hasta el perro de peluche que aparece se llama Gastroenteritis. Es la locura total, es la normalización de la enfermedad. La verdad es que estamos todos siempre rodeados de la posibilidad de enfermar o estamos viviendo con enfermedades. Es parte de los sistemas familiares y sociales. Lo vi muy claramente en el discurso de la migración, por ejemplo, que ahora está tan acentuado en Chile desde la preocupación. El migrante es visto como alguien foráneo que trae algo que nos va a dañar. Ahí hay un problema discursivo enorme. También tenemos mucha migración interna que ya está muy asentada y hay una cosa muy paradójica con eso. Hay que pensar en esa relación, de lo que consideramos propio y no. Si la pudiéramos pensar con más normalidad, y entender que es parte del mundo en que vivimos, creo que estaríamos mucho mejor.

—El concepto de “sistema” está muy presente en Sistema nervioso: el sistema de salud, el sistema nervioso, social, familiar, incluso el sistema solar.

Mientras pensaba en el personaje central, me di cuenta de que no podía ser médico. Me puse a leer sobre astronomía y astrofísica, que son temas alucinantes y que hoy están generando mucho interés. Esa referencia al sistema solar aparece en varias novelas recientes, quizás porque vivimos un momento muy apocalíptico y estamos en medio de la destrucción del planeta. El gran “presidente del mundo” es ese sujeto innombrable que no cree en el cambio climático. El mundo está muy enfermo. Mucha gente está pensando —la gente más rica— en irse a otro planeta que no esté destruido como el nuestro. Nadie está pensando en cómo salvar el mundo: ya se dio por perdido. De repente me hizo sentido pensar en esta obsesión y es un tema que se elabora en algún punto de la novela: si nos deberíamos ir o no, si podemos irnos, y cómo salvamos nuestro planeta enfermo.

—Como dices, estamos rodeados de enfermedades y no sólo del cuerpo, sino también del sistema social y político: se habla incluso de las enfermedades del capitalismo, entre ellas, la depresión. A pesar de eso, vivimos en un mundo que rechaza la enfermedad y el envejecimiento, y en el que se exigen cuerpos sanos y jóvenes.

Ahí está justamente el problema: este sistema no acepta ni piensa a sus ciudadanos enfermos, viejos o con otras capacidades. Lo que define al sistema neoliberal es que abandona sus funciones custodiales. El Estado busca achicarse en lo que le conviene, porque si hay que financiar armas, está bien. Pero si son viejos, mujeres embarazadas o discapacitados, toda esa gente queda abandonada. Es un sistema pensando para los que son jóvenes, efectivos y eficientes laboralmente, y eso genera una ciudadanía de segunda clase que está abandonada. Y son justo esas personas abandonadas las que tienen menos capacidad para oponerse, para resistir y salir a la calle. Algo que discutí en Contra los hijos es que a las mujeres se les impone ese trabajo de cuidado: somos nosotras las que estamos sosteniendo lo que el Estado neoliberal no nos está dando por derecho propio, porque pagamos impuestos, mal que mal. Las mujeres cuidan a los hijos, a los abuelos, a los enfermos, a los que tiene problemas.

—¿Ves alguna salida?

Creo que habrá una salida en la medida en que los ciudadanos y sobre todo las ciudadanas tomemos conciencia y nos hagamos cargo de cómo funcionan estos sistemas de explotación. Estamos agotados, tomando antidepresivos y ansiolíticos para sobrevivir lo cotidiano, para poder levantarse en la mañana y dormir en la noche.

Contra los hijos es una diatriba en la que reclamas tu derecho a no ser madre. En la contratapa mexicana incluso decía que el libro debería venderse en las farmacias al lado de los condones y las píldoras anticonceptivas. ¿Qué comentarios o críticas has recibido desde que comenzó a circular el libro? Hubo un intercambio de palabras con el escritor español Alberto Olmos, que dijo que «una persona que no tiene hijos no sabe nada sobre no tener hijos”.

Es un libro que escribí con cierto humor negro, que no tiene este señor Olmos, al que le contesté sin ningún tipo de humor y puse un poco los puntos sobre las íes para aclararle ciertas cuestiones que él parecía no ver. Él habla de que no existe una presión por tener hijos, que él nunca la sintió. Eso es muy interesante, porque que uno no la haya sentido no significa que no exista y, segundo, lo mejor es porque uno está haciendo precisamente lo que la sociedad quiere que uno haga, que es tener hijos, y Olmos tiene hijos. Me parecía muy interesante esta ceguera. Paul Preciado dice que el que no ve la violencia debe ser porque la está ejerciendo. Entonces, el que sigue la ruta indicada nunca va a sentir presión, va asentir que está fluyendo con las expectativas sociales. En el medio español Contexto (Ctxt) me invitaron a contestar y nunca he escrito una respuesta tan rápida.

—¿Cómo resumirías esa respuesta?

Ahí dije: si pensar en la discusión del aborto no es presión para tener hijos, ¿qué es? Es la manera más violenta y clara de que hay una presión por tener hijos. Mujeres jóvenes que ya tienen hijos en muchos lugares del mundo piden al médico que les amarren las trompas y el médico les dice que no, porque se pueden arrepentir. No pueden ni siquiera decidir dejar de tener hijos. Es una cuestión brutal. En esa crítica no solo está la presión de tener hijos y por hacer que las mujeres no dejen de tener hijos, sino que también está la ausencia de ayudas que permitan a las mujeres compatibilizar —solas o acompañadas— la vida pública y privada. Eso también es incoherente de parte del Estado, pero sabemos que los Estados neoliberales no van a suplir esas otras funciones. Me parece que esa crítica de Olmos no le hacía justicia al tema ni al libro. No es que le pida justicia al libro, mi libro también es muy injusto en muchos sentidos y carga muy fuertemente en contra de estas contradicciones.

—Tomas un tono muy interesante en el libro y que tiene que ver con la diatriba.

Hay una reflexión anterior para mí, y que es que habemos pocas mujeres ensayistas en América Latina y qué cuidadosas siempre somos. Pensaba mucho en esta figura de Virginia Woolf, en que ella escribe una reseña muy crítica de un colega escritor y lo hace todo el tiempo con el ángel de la casa subido sobre el hombro, pensando “¿debería aplacar mi tono, sonreír más, ser más buena persona, más lady?”. Entonces, pensé: ¿por qué hay que ser tan buena onda con estos temas? Voy a decir las cosas con la acidez con que las siento, porque también yo he recibido mucha acidez y porque me parece que es un tema que ya está trabajado y volver a él de manera solemne no me interesa.

—La mujer que tiene hijos se convierte en un problema para el sistema capitalista, porque se les debe asegurar ciertos beneficios.

Y porque se piensa que la maternidad es femenina. No se piensa nunca que los hombres también son parte de la familia.

* Esta entrevista fue realizada en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile el 5 de julio de 2019.

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