Más allá de nuestras diferencias, todos tenemos un cerebro, y es con él que cada uno de nosotros vivió el estallido social y vive hoy la crisis del covid-19. Dos eventos que irrumpieron en nuestras vidas, haciéndonos transitar desde aparentes certezas a confusas incertezas y que nos tienen desconcertados. Una pregunta común a ambos eventos es ¿por qué “no lo vimos venir”? ¿Por qué tanto el 18 de octubre como la llegada y rápida propagación del covid-19 en Chile nos tomó por sorpresa?
Por Andrea Slachevsky
En uno de los tantos memes sobre el buque que encalló hace poco en el Canal de Suez, el barco fue bautizado como “comportamiento” y la excavadora a la orilla del canal como “neurociencias”. Un meme que usó el contraste entre el imponente carguero Ever Given y la diminuta excavadora para ridiculizar las explicaciones exclusivamente neurocientíficas de la conducta humana sin tener en cuenta la necesidad de otras disciplinas.
Cualquier intento de analizar exclusivamente desde las neurociencias la conducta humana y, con mayor razón, los fenómenos sociales, debe leerse desde la perspectiva de ese meme: las neurociencias son solo una entre muchas disciplinas que permiten estudiar la conducta, y toda explicación que se limite a las neurociencias carece de seriedad científica. En los últimos años han emergido múltiples “neurodisciplinas”, supuestamente basadas en conocimientos neurocientíficos, que pretenden explicar diversos aspectos del comportamiento humano y entregar soluciones o “recetas”: neuroeducación, neuromarketing, neurobusiness, neuroliderazgo o neuromanagement, entre muchas otras. Kurt Fischer, investigador de la Universidad de Harvard y fundador de la International Mind, Brain and Education Society, decía lo siguiente sobre ciertas iniciativas educativas promocionadas como neurocientíficas: “Las neurociencias se relacionan con la mayor parte de los métodos educativos supuestamente basados en las neurociencias a través de una manera única y sutil: la afirmación de que los estudiantes tienen un cerebro”.
Ciertamente, el cerebro no está solo en la cabeza de los estudiantes. “Es un extraño giro del destino: todos los hombres cuyos cráneos fueron abiertos tenían un cerebro”, escribía el filósofo Ludwig Wittgenstein en su obra póstuma Sobre la certeza (1969). Un cerebro con el cual percibimos, le damos significado al entorno e interactuamos con él. No parece descabellado, entonces, intentar analizar acontecimientos sociales desde la perspectiva de lo que conocemos del funcionamiento del cerebro, siempre que no limitemos nuestro análisis a este enfoque. Al final y al cabo, la excavadora, aunque ridiculizada en tantos memes, es uno de los tantos engrenajes de la historia del carguero varado en el Canal de Suez.
Es con ese cerebro que cada uno de nosotros vivió el octubre chileno y la pandemia del covid-19. Dos eventos con semejanzas y diferencias que irrumpieron en nuestras vidas, haciéndonos transitar desde aparentes certezas a confusas incertezas y que nos tienen perplejos, llenos de interrogantes que, con un mínimo de humildad intelectual, debemos evitar responder de manera categórica. Una pregunta común a ambos eventos es ¿por qué “no lo vimos venir”? ¿Por qué tanto el 18 de octubre chileno como la llegada y rápida propagación en Chile del covid-19 nos tomó por sorpresa?
El octubre chileno fue para muchos un evento totalmente inesperado. Basta recordar algunas de las reacciones más médiaticas: “cabros, esto no prendió” o el audio filtrado sobre la “invasión alienígena”. En el caso del covid-19, quizás creíamos que la pandemia que causaba estragos en China y Europa no traspasaría las fronteras chilenas. El destacado filósofo italiano Giorgio Agamben, que irónicamente desarrolla su obra en torno a entender la evolución de la sociedad, escribió en febrero de 2020, en un artículo titulado “La invención de una epidemia”, que la situación en Italia no era tan grave ni el virus tan virulento como para justificar “las frenéticas, irracionales y del todo injustificadas medidas de emergencia para una supuesta epidemia debida al coronavirus”. Cito a Agamben no para denigrarlo, sino para mostrar que todos, incluso los más preparados de entre nosotros, podemos errar. “Sería bueno aprender a equivocarse de buen humor (…). Pensar es ir de error en error”, escribía en 1932 el filósofo francés conocido como Alain en su obra Charlas sobre la educación.
Una y otra vez pareciéramos presos de la misma ceguera: incapaces de percibir lo imprevisto. En 1957, Leon Festinger propuso la teoría de la disonancia cognitiva, cuya premisa es que las personas necesitan mantener una “coherencia cognitiva” entre sus pensamientos, emociones y conductas. La teoría de Festinger surgió desde el campo de la psicología social, pero desde 1964 sus investigaciones lo llevaron hacia los procesos perceptivos, indagando cómo las personas concilian las inconsistencias entre lo que perciben visualmente y los movimientos oculares para ver imágenes coherentes.
La teoría de Festinger es consistente con lo que sabemos de los mecanismos cerebrales de percepción y representación del mundo. Nuestro cerebro elabora una imagen coherente y sensible del mundo que percibe, un poco como lo intuye el escritor Albert Cohen en Libro de mi madre (1954) al rememorar su infancia en el puerto de Marsella: “Yo estaba un poco chalado. Estaba convencido de que todo lo que veía estaba verdadera y realmente, de verdad, pero en pequeñito, en mi cabeza. Si estaba a la orilla del mar, estaba seguro de que este Mediterráneo que veía estaba también en mi cabeza, no la imagen del Mediterráneo, sino que este mismo Mediterráneo, minúsculo y salado (…). Yo estaba seguro de que en mi cabeza, circo del mundo, estaba la tierra verdadera con sus bosques, todos los caballos de la tierra pero muy pequeños, todos los reyes en carne y hueso, todos los muertos, todo el cielo con sus estrellas y hasta Dios extremadamente monono”. Esa capacidad de recrear mundos coherentes se lleva al extremo en las vivencias de personas con el Síndrome de Charles Bonnet, que creen oír música a pesar de estar sordas o creen ver imágenes detalladas y coloridas a pesar de estar ciegas.
La ciudad estadounidense de San Luis, Missouri, se enorgullece de la ilusión óptica más grande construida: el Arco Gateway, de 200 metros de alto y de ancho. No importa de dónde se mire ni que sepamos que es una ilusión: siempre lo vemos más alto que ancho. “Las ilusiones ópticas son creadas así: los ojos ven lo que ven, aunque sepamos lo que sabemos”, escribe el lingüista y cientista cognitivo Massimo Piattelli-Palmarini en su libro Inevitable Illusions: How Mistakes of Reason Rule Our Minds (1993). Las ilusiones y otros errores perceptivos muestran que no percibimos el entorno explorándolo cuidadosamente y construyendo un mapa mental. Percibimos prediciendo el entorno sobre la base de información incompleta y de nuestras expectativas y conocimientos previos. Los mecanismos perceptivos facilitan la construcción de un mundo coherente con lo que esperamos.
“La percepción nunca está puramente en el presente; tiene que basarse en la experiencia del pasado (…). Todos tenemos recuerdos detallados de cómo se veían y sonaban las cosas anteriormente, y estos recuerdos se recuerdan y mezclan con cada nueva percepción”, escribía Oliver Sacks en Musicofilia (2007). Pero las ilusiones no son exclusivas de la percepción: existen también las ilusiones cognitivas. Si bien somos capaces de un pensamiento deductivo en que nos planteamos hipótesis que intentamos verificar, frecuentemente pensamos usando lo que Piattelli-Palmarini denomina atajos o “túneles” mentales, o usando sesgos cognitivos. Solemos usar la palabra sesgos para referirnos a prejuicios, pero en 1971 los psicólogos Amos Tversky y Daniel Kahneman introdujeron la expresión “sesgo cognitivo” para describir uno de los procesos fundamentales del pensamiento: la existencia de errores sistemáticos del pensamiento que lo desvían de la racionalidad.
Se han descrito múltiples sesgos cognitivos, como establecer asociaciones espurias o el pensamiento mágico, o el sesgo de confirmación, en el que descartamos información que entra en conflicto con decisiones y juicios pasados. Estudios recientes han contribuido a dilucidar las bases neurales de algunos de estos sesgos. En un estudio publicado en 2019 en la revista Nature Neurociences, Andreas Kappes y colaboradores de la Universidad de Londres mostraron que el sesgo de confirmación se asocia a una variabilidad de la representación neural de las opiniones emitidas por otros: la representación es más importante cuando confirma nuestras opiniones. Las ilusiones perceptivas y cognitivas quizás son uno de los mecanismos que permiten explicar nuestra sorpresa frente a acontecimientos que, sin embargo, muchos especialistas predecían.
Pero entonces surge otra pregunta que queda abierta, relacionada con nuestra vivencia del covid: ¿por qué hemos perdido el asombro? A un año del inicio de la pandemia, parece que nos hemos acostumbrado a esta realidad inesperada y escuchamos sobre más de 100 muertes diarias en Chile o más de 4.000 en Brasil con cierta indolencia. Como dijo Stalin, “la muerte de un hombre es una tragedia, la muerte de millones es una estadística”. Incómoda pregunta, porque sugiere que nos cuesta concebir lo inesperado, pero a la vez naturalizamos rápidamente nuevas realidades y nos insensibilizamos ante el dolor ajeno.
Volviendo a nuestro meme: así como es absurdo pretender explicar el barco de la conducta solo con la excavadora de las neurociencias, es también absurdo pretender explicar fenómenos sociales como el estallido social o nuestra respuesta a la pandemia basándose solo en el estudio de cerebros aislados. Pero el conocimiento de las trampas del cerebro y nuestros sesgos cognitivos que proviene del análisis del cerebro es esencial para abrirnos a información que pueda estar en conflicto con nuestras creencias y experiencias. Como replicó Jean al rey Salomón en La angustia del rey Salomón, de Emil Ajar: “Debemos esperarnos a todo, y especialmente a lo inesperado, Sr. Salomón”.