A dos años del 18 de octubre, “estamos en una situación donde se dan los elementos propios de las nuevas formas de autoritarismo”, advierte Claudio Nash, quien recuerda que de las más de 8.827 denuncias de violaciones de derechos humanos por parte de agentes militares y policiales, solo se han dictado cuatro condenas. Según el académico, doctor en Derecho y coordinador de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, luego de la revuelta social, y en medio de la pandemia, ha habido “una evidente afectación de la calidad del régimen democrático” y un regreso de la impunidad en el país. De aquí, afirma, que el proceso constituyente sea una esperanza para fortalecer la institucionalidad democrática.
Por Claudio Nash
En las líneas que siguen, busco realizar un breve repaso por una serie de hechos que configuran una peligrosa regresión autoritaria en Chile a partir de las movilizaciones sociales de octubre de 2019.
Recordemos que, por décadas, la transición a la democracia en Chile ha sido considerada un referente de “transición ejemplar” desde una dictadura cívico-militar que horrorizó al mundo (1973-1990) a una democracia próspera que, para muchos, era un modelo digno de imitar (1990-2019), o lo que el propio presidente Sebastián Piñera, en octubre de 2019, denominaba un “oasis” latinoamericano.
Por ello, el estallido social del 18 de octubre de 2019 (18-O) es el hecho político y social más relevante desde el fin de la dictadura cívico-militar. Como recordamos, con motivo de un alza marginal en el pasaje de la movilización pública, se inician una serie de actos de protesta que derivan en un proceso de revuelta social que puso en jaque al sistema heredado por la dictadura (“No eran 30 pesos, eran 30 años”).
La respuesta fue una brutal represión y la criminalización de la protesta social con prácticas de violaciones de derechos humanos propias de una dictadura. Así, Chile volvió a impactar al mundo con imágenes de militares reprimiendo a personas indefensas, la policía deteniendo a miles de personas que se manifestaban pacíficamente, cientos de denuncias de torturas y vejámenes sexuales y lo que impactó en todo el mundo: la denuncia de un uso indiscriminado y criminal de escopetas de perdigones, bombas lacrimógenas y armas químicas que ocasionaron sobre 460 casos de daño ocular, incluidas dos personas que quedaron con ceguera permanente. El horror se volvió a instalar en nuestras calles.
En ese contexto, lo que podía haber sido una acción aislada del gobierno para mantenerse en el poder y defender el modelo económico, político y social impuesto en dictadura, y sostenido durante
En efecto, el poder legislativo renunció a controlar eficazmente al poder ejecutivo y no solo rechazó el juicio político al presidente Piñera, al Intendente de la Región Metropolitana (quien impuso una política de “Tolerancia Cero” en el entorno de la Plaza de la Dignidad, epicentro político en Santiago), al ministro del Interior, Víctor Pérez (por discriminar políticamente las manifestaciones de opositores y aliados); sino que se sumó a un acelerado proceso de legislación para fortalecer la criminalización de la protesta, aprobando —en medio de una brutal represión— una ley que permitía una profundización en la respuesta punitiva ante la revuelta social (ley antibarricadas). Todo ello, en un contexto donde diversos informes internacionales daban cuenta de la brutalidad de la situación de derechos humanos en Chile.
Por su parte, el poder judicial, llamado a ser una barrera infranqueable ante la violencia ilegítima del Estado, también se alineó con la política de represión. Los tribunales superiores rechazaron sistemáticamente las acciones constitucionales para la protección de derechos humanos; los tribunales penales han sido muy duros con la persecución de quienes protestaban y muy débiles con quienes violaron derechos humanos. En esta misma línea, el Ministerio Público ha sido objeto de críticas muy severas por la falta de oportunidad, eficacia y rigurosidad en la investigación de estas violaciones. Así, a dos años del 18-O, de las más de 8.827 denuncias de graves violaciones de derechos humanos por parte de agentes militares y policiales, solo se han dictado cuatro condenas. La impunidad se volvió a imponer en Chile.
Es en este contexto que la pandemia del covid-19 vino a transformarse en una aliada inesperada para el gobierno. Por una parte, la población tuvo que encerrarse para cuidar la salud y, por tanto, las protestas sociales se detuvieron; por otra, la necesidad de adoptar medidas de emergencia frente a la crisis sanitaria le permitió al gobierno profundizar la tendencia autoritaria en el país, como quedó en evidencia con la concentración del poder en el Ejecutivo (estado de excepción constitucional de catástrofe), con la desaparición de los controles interinstitucionales y con el manto de impunidad con que se cubrieron las violaciones de derechos humanos.
Un claro ejemplo de la forma en que la pandemia se vino a sumar a las tendencias autoritarias es la situación respecto del pueblo mapuche. El estado de catástrofe le permitió al Ejecutivo sacar a los militares a las calles con fines de orden público. Así, desde febrero de 2021 implementaron “patrullajes conjuntos” en la zona de mayor conflicto entre el Estado y las comunidades mapuche. Esta medida se adoptó sin posibilidad de control político ni judicial, y sin necesidad de concretar la reforma constitucional que se tramita en el Congreso sobre el rol de la FFAA en la custodia de “infraestructura crítica”. Además, a dos años del 18-O, el gobierno ha decretado un estado de excepción constitucional de emergencia para el Wallmapu, única forma de mantener a los militares en labores de orden público una vez levantado el estado de catástrofe por la pandemia.
Otro ejemplo es la respuesta ante la crisis migratoria en el norte del país, que también es represiva. Por cierto, las imágenes de deportaciones colectivas de migrantes y la violencia contra refugiados venezolanos en Iquique quedarán en la historia del racismo y la violencia en Chile. Esta crisis humanitaria, la falta de política estatal y la violencia desatada son elementos que dan cuenta de un proceso de degradación política y moral, cuyas consecuencias aún no podemos dimensionar en toda su magnitud.
Ante cualquier atisbo de que las manifestaciones públicas puedan volver a las calles, el gobierno reacciona con la misma violencia que lo hizo en 2019; al mismo tiempo, el Senado sigue dilatando una solución política a la situación de los presos políticos de la revuelta popular.
En síntesis, represión y criminalización siguen siendo la respuesta ante las crisis del modelo.
Estamos en una situación donde se dan los elementos propios de las nuevas formas de autoritarismo en la región. En efecto, ya no es necesario un golpe de Estado para imponer por la fuerza un modelo económico, político y social rechazado por la ciudadanía. Actualmente, lo que priman son formas autoritarias que coexisten con el régimen formalmente democrático, donde se ve afectada de manera seria la dinámica institucional, sin controles interinstitucionales, sin garantía efectiva de derechos humanos y con un discurso cada vez más agresivo de las autoridades, con una evidente afectación de la calidad del régimen democrático.
En el caso chileno, no podemos desvincular la actual regresión autoritaria de las prácticas violatorias de derechos humanos ocurridas en dictadura. Ciertamente, en el régimen militar las violaciones graves, generalizadas y sistemáticas de derechos humanos fueron parte esencial de la imposición de un modelo de sociedad fuertemente ideologizado (neoliberalismo económico, autoritarismo político, individualismo cultural y corrupción estructural). En el marco del 18-O y la pandemia, queda en evidencia que las violaciones de derechos humanos han sido usadas para defender el modelo amenazado por la ciudadanía movilizada. Así, el autoritarismo siempre ha estado al servicio de un modelo abusivo, discriminador y corrupto.
Este escenario desolador explica por qué el proceso constituyente sea visto como una luz de esperanza para detener la regresión autoritaria a través del fortalecimiento de la institucionalidad democrática. Ciertamente, el resultado más visible del proceso de revuelta popular en Chile es haber dado paso a un proceso constituyente tendiente a sustituir la Constitución impuesta por la dictadura (que sintetiza el modelo vigente), por una nueva discutida en forma democrática, paritaria y con representación de los pueblos originarios.
Entonces, el gran desafío de la Convención Constitucional es proponer al país una Constitución fundada en el pleno respeto y garantía de los derechos humanos. Para lograr dicho objetivo se debe asumir la profundidad del autoritarismo que impregna la institucionalidad vigente y proponer un diseño político que permita su superación a través de una mayor participación social, controles interinstitucionales efectivos y mecanismos eficaces de protección de derechos humanos.
En síntesis, luego de las expectativas abiertas por millones de personas en las calles durante la primavera de 2019, vivimos un proceso de regresión autoritaria frente al cual el proceso constituyente es nuestra esperanza, pero nada asegura su éxito sin un pueblo movilizado tras la deliberación constitucional.
El “oasis” del que se ufanaba el presidente Piñera en 2019 parecía estar envenenado, pero aún hay esperanza de limpiarlo y hacerlo accesible para todes y no solo algunos.