Sylvia Molloy: La voz de la memoria resquebrajada

Los libros de la escritora y ensayista argentina, que abarcan desde Borges hasta la autobiografía, atestiguan una impronta tan propia que podría llamarse molloyesca; textos en los que la idea de la memoria aparece como una ficción necesaria, e incluso más simple: la idea de la ficción como una memoria.

Por Galo Ghigliotto

Una tarde, en la Ciudad de México, fuimos con un amigo, JL., a una feria de libros usados en Chapultepec. Entre los stands estaba el de una distribuidora recién inaugurada; una de las dueñas era argentina y, quizás por eso, tenían libros de la editorial Eterna Cadencia. Tomé el de una escritora que nunca había oído nombrar: Desarticulaciones (2010), de Sylvia Molloy. “Es muy bueno”, dijo mi amigo JL., y luego agregó, musitando: “lo tengo en casa por si lo quieres leer”. Veníamos de comprar en una librería secreta donde se encontraban primeras ediciones de Zig-Zag y de Nascimento a precios irrisorios. En cambio, el libro argentino estaba carísimo, así que lo dejé.

Al llegar a la casa, le pedí a mi amigo el libro de esa autora. Era tan potente que no pude soltarlo. ¿De qué se trataba? Muy simple: los fragmentos escritos de S. sobre sus visitas y el cuidado a su exnovia y amiga, L., víctima de un Alzheimer avanzado. Una obra breve y total. ¿Es novela?, ¿es crónica?: es ambas, y es también un ensayo sobre la memoria y la fragilidad del presente. Es un libro que, narrando, abandona toda narratividad; se despega de la función trama, se despliega –definitivamente– fuera de la función entretenimiento y su pacto de solazar al lector, aun cuando resulta ameno y entrañable; parece una conversación, aunque no se sabe a ciencia cierta si es una charla de la autora consigo misma o con el lector, o bien, un diálogo entre la memoria y el olvido. Pero, ante todo, es un texto de una honestidad tan incisiva, de una sororidad tan genuina, que no se puede terminar la lectura sin sentir un afecto sincero por sus personajes. Me arrepentí de no haberlo comprado: necesitaba subrayarlo, todo o casi todo.

Años antes me había tocado leer una serie de testimonios entre los cuales estaba un libro llamado Chile, un largo septiembre (2006), de Patricio Rivas. En uno de los capítulos, el autor hacía una descripción detallada de su casa de infancia en el sur, no me acuerdo si de un mantel o de unas cerámicas, o ambas. En cambio, sí recuerdo haberme preguntado, leyéndolo, cómo era posible que alguien retuviera tanto en su memoria, sobre todo considerando la fugacidad de los detalles. Molloy me entregó una posible respuesta, años después, en esa iniciática lectura de sus Desarticulaciones: “No quedan testigos de una parte de mi vida, la que su memoria se ha llevado consigo. Esa pérdida que podría angustiarme curiosamente me libera: no hay nadie que me corrija si me decido a inventar. En su presencia le cuento alguna anécdota mía a L., que poco sabe de su pasado y nada del mío […], ninguna de las dos duda de la veracidad de lo que digo […] Acaso esté inventando esto que escribo. Nadie, después de todo, me podría contradecir”. La idea de la memoria como una ficción necesaria, e incluso más simple: la idea de la ficción como una memoria. Molloy lo había confirmado, otra vez, en Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica (1991), un libro que escribió mucho antes: “Toda ficción es, claro está, recuerdo”.

Pero hasta aquí no he dicho nada sobre Sylvia Molloy.

Nació en Buenos Aires, en 1938, hija de padre irlandés y madre francesa; ambos nacidos en Argentina. El padre inculcó a sus hijas el inglés desde pequeñas, haciéndolas bilingües; la madre fue la octava hija de once en un matrimonio que abandonó el francés al tercer hijo. “Hablé español primero, luego a los tres años y medio mi padre empezó a hablarme en inglés. […] El francés vino después y no conmemoró ningún nacimiento. Fue más bien una recuperación”, dice en Vivir entre lenguas (2016). En la obra de Molloy el bilingüismo –o el trilingüismo, como es su caso–, es un tema recurrente; con frecuencia sus narradores –incluso más que sus personajes– piensan y hablan en dos o tres idiomas, buscando en cada una de sus lenguas la palabra que más se ajusta para lo que quieren expresar.

Todo, cómo no, siempre desde la memoria y su ejercicio.

“«He cambiado detalles, he inventado otros, he añadido un personaje. La ficción siempre mejora lo presente», escribe Molloy en Varia imaginación (2003), el libro que definió su estilo y en el que confluye todo lo que la autora es: memoria, lengua, fina escritura, honestidad”.

En 1958, Molloy se instaló a vivir en París para estudiar en La Sorbonne; ahí vivió cerca de diez años. En 1968 se fue a Estados Unidos pero continuó sus idas y vueltas a Francia. En uno de esos viajes, en el célebre mayo del 68, tuvo ocasión de encontrar un París “casi irreconocible, en estado de efervescencia y al borde de la revolución”, como cuenta en [escribir] París (2012). Años más tarde, en 1972, volvió a instalarse en París para concluir una tesis llamada La Diffusion de la littérature hispano-américaine en France au XXe siècle. Una reseña del libro, publicada al año siguiente, menciona: “Esperábamos con impaciencia la publicación de su tesis”. En esa pasada de un año por París, a Molloy le ocurrió algo, una “coincidencia” muy particular: “buscaba alquilar un departamento y el destino me deparó lo inimaginable: un lugar que no me era extraño, en el que había pasado un tiempo, en el que había conocido a una mujer que me hizo muy feliz y, también, muy desgraciada. […] Acepté el desafío y alquilé ese departamento exiguo que conocía demasiado bien como si fuera la primera vez que lo veía. […]  Para conjurar desdichas me puse a escribir, en un escritorio minúsculo frente a una ventana. El resto es En breve cárcel”.

En En breve cárcel (1981), su primera novela, Molloy es la protagonista, pero no se trata de un relato en primera persona: se desdobla y se refiere a la escritora como “ella”, tal si fuese su proyección o su fantasma. Y la relación de “ella” con Vera y Renata, sus viejos amores –quienes también han sido pareja–, es el componente principal: “ella conoce a Vera en este cuarto, duerme con ella en otra ciudad donde Vera la abandona por Renata, conoce por fin a Renata abandonada por Vera”. La narradora avanza contando cómo la autora construye su novela con recuerdos propios y ajenos, algunos de ellos heredados de sus amantes. La escritora y periodista argentina María Moreno, en un artículo titulado “La memoria como obra”, ha dicho de esta novela: “causó un colapso en la crítica que se refugió en dos posiciones: o el lesbianismo de la protagonista era un elemento irrelevante para la crítica o se trataba de una novela lesbiana”. Se convirtió al poco andar en un clásico de la literatura trasandina; de una parte, por su (a)postura literaria en que la voz narrativa es un avatar de la autora, con una ficción traspuesta al recuerdo, como también por hablar, con toda naturalidad y sin énfasis, de relaciones amorosas entre mujeres en un país donde, todavía, la homosexualidad femenina era un tabú. Pero fuera del sensacionalismo con el que fue recibido el libro, se trata de un texto basal en el estilo posterior de Molloy y su interés –académico y artístico– por la autobiografía. Ricardo Piglia, quien reeditó en 2012 la novela en la Serie del Recienvenido de la editorial Fondo de Cultura Económica, señala en el prólogo: “el efecto de verdad –la certeza de que la historia es cierta y ha sucedido tal cual se cuenta­– es tan nítido que leemos En breve cárcel como si fuera una autobiografía”.

Molloy trabajó el género referencial en un ensayo vanguardista, si consideramos el giro que ha tomado la literatura latinoamericana en los últimos años: el antes mencionado Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. Veinte años más tarde publicó su segunda novela: El común olvido (2002), cuyo título refiere otra vez a la memoria a través de su inverso. Pero el libro que definirá su estilo particular verá la luz al año siguiente: Varia imaginación (2003). Se trata de narraciones breves, en los que avanza por diversos temas, diferentes épocas, donde confluyen todo lo que Molloy es: memoria, lengua, fina escritura, honestidad, vida. Es el dibujo de los vasos comunicantes que conforman su obra total, donde se alcanza ese estilo que es, al mismo tiempo, un entramado donde todo se conecta de variadas maneras. Los libros posteriores de Molloy atestiguarán la precisión de esa impronta tan propia que podríamos llamar molloyesca: Desarticulaciones, Vivir entre lenguas, su aporte a escribir [París], son continuaciones de la conversación que se inicia en Varia imaginación.

Para terminar, cito unas pocas líneas de Varia imaginación, que resumen la vocación de su trabajo escritural: “He cambiado detalles, he inventado otros, he añadido un personaje. La ficción siempre mejora lo presente”.