La dictadura cívico-bestial

Ingrid Olderock: la mujer de los perros, de la periodista Nancy Guzmán, es un libro crudo, revelador y devastador, que contiene varias aristas desconocidas de la DINA, su funcionamiento y su trama, con múltiples evidencias trianguladas con nutridas fuentes documentales y orales que la autora ha indagado por años y que ha volcado en otras importantes investigaciones periodísticas sobre este aparato represivo y sus actores más brutales, como Romo. El pasado en presente.

Por Yanko González

Resulta necesario introducir este libro con un par de apreciaciones que se alejen del estremecimiento y se acerquen a ciertas cavilaciones contextuales. Creo que ello es importante en libros como este donde la barbarie y el terrorismo de Estado se revelan en su morfología microscópica y no en sus abstracciones numéricas, listados o resúmenes, que tienden a desactivar el horror. La primera consideración es entender qué sucede cuando el poder en un Estado es detentado sin contrapesos y de la forma más pura por sus fuerzas represivas. Eso es lo que ocurrió en Chile de manera más “pura” en los primeros años de la dictadura y por ello a esta fase deberíamos llamarla tiranía, especialmente en los 4 años de vigencia de la DINA al mando de Manuel Contreras. Este poder casi total, de vocación totalitaria, vertebrada de manera cardinal por la violencia, es parte de la esencia de la dictadura cívico-militar chilena en sus primeros años y ello hace que aparezcan singularidades históricas en nuestro país en el contexto continental o latinoamericano: el régimen no sólo escenifica actos juveniles nazi-fascistas en Chacarillas, sino también, como lo demuestra pormenorizadamente este libro, cuenta con “cuerpos inéditos” para materializar la barbarie, como lo fueron las brigadas femeninas de la DINA formadas y lideradas por la protagonista de esta obra, la oficial de carabineros Ingrid Olderock.

La evidencia del control cuasi total del Estado por parte de los aparatos represivos se da justamente por las aparentes extravagancias y anomalías de la dictadura. La DINA cuyo imperativo —impuesto por el propio Contreras según documenta Nancy Guzmán— era contar entre sus filas con “prostitutas, ladrones y asesinos”-, releva a las mujeres en un rol inédito, incubando en el régimen una paradoja sólo posible cuando la política y su sustrato ideológico quedan subordinadas a una violencia que, como en el nazi-fascismo, su superficie es “racional”, maquinal, calculada, industrial, pero deviene casi en simultáneo en desvarío bestial y, como sabemos por Hannah Arendt, en la extensión de la “banalidad del mal” que en el caso de Ingrid Olderock toma una fórmula discursiva recurrente: “hacían —dice ella, refiriéndose siempre a los otros colegas de la DINA— muchas tonteras”. “Tonteras” es la nomenclatura que cobija aquí la banalidad del horror. Ahora bien, esta banalidad y desvaríono sólo bestial sino megalómano en el caso de Manuel Contreras que se veía como paladín anticomunista de rango mundial- conduce a una dictadura androcéntrica y patriarcal, que privilegiaba a los varones tanto en la militancia como en la dirección de casi todas sus orgánicas políticas y estatales (para las mujeres estaba la Secretaría Nacional de la Mujer o CEMA Chile), a ocupar mujeres para lo que, en su propia óptica, por “su naturaleza” no habían sido creadas. Para el régimen la mujer en cuanto madre y esposa será “la roca espiritual de la patria”, como lo plantea la Junta de Gobierno en su Declaración de Principios de 1974 y, en términos políticos, a lo más una trinchera civil dada su “especial sensibilidad” a los discursos de orden. De ahí que la dictadura promoverá sistemáticamente su subordinación a través de la imagen de madre y voluntaria, apartándola del binomio público-político entendido por la dictadura como “naturalmente” masculino. Aunque en el libro de Nancy Guzmán se pudiese colegir que las formas de “uso” de estos cuerpos femeninos como armas represivas vienen a reforzar -por su lugar en el campo de fuerzas de poder al interior de la DINA o su gravitación operacional- la subordinación de la mujer en el esquema ideológico del régimen, creo que lo que prima es precisamente -de ahí la paradoja- la contestación contradictoria y obviamente instrumental al predicado androcéntrico. Y ello es atizado por la profundidad alcanzada por la DINA como órgano todopoderoso que se solidifica con el mando de todas las unidades de inteligencia de las ramas de las fuerzas armadas hacia abril de 1974, es decir, muy tempranamente. Ahí es donde la temperatura totalitaria se incrementa a la par que el “todo vale” en pos del exterminio, incluyendo el uso de perros para consumarlo. En ese sentido el binomio “mujer y perro” son menos una metáfora que una hipérbole del desvarío omnímodo: no hay distinción entre lo sagrado (“la mujer”) y lo profano (“el perro”), se difumina todo tabú y límite cultural. Mujer y perro son instrumentos vaciados de sentido para ejecutar el tormento. El monopolio que ejerce la bestialidad explica también —como lo testimonia la propia protagonista— el salvajismo y torpeza de los integrantes de la DINA. Nany Guzmán da varias pruebas de ello. Son sujetos cuya maldad nubla más que aclara su “inteligencia”, como en sus acciones en Madrid y en varios países de Europa, donde la entidad operó a sus anchas y varias de las mujeres se convirtieron, en este todo vale, en “lanzas” internacionales. Trances donde Olderock —sin nunca reconocerlo— amplifica su sombra, transformándose en verdugo y martirizadora de su propia hermana y junto a su perro Volodia y todas sus subordinadas, en torturadoras brutales. Lo curioso —y este libro es clave en ello— que los sesgos, vacíos y omisiones sociohistóricas con respecto a las actorías femeninas alcanzan tal nivel de amplitud y calado en nuestro país, que las mujeres en tanto colectivo “asociativo” han sido omitidas hasta en el protagonismo de la barbarie.

Ingrid Olderock. La mujer de los perros
Crónica sobre la mujer más poderosa y brutal de la DINA

Nancy Guzmán
Montacerdos, 2021 (reedición)
272 páginas

Un segundo elemento clave en este libro y que creo no puede obliterarse a la hora de situarlo, son los alcances que adquiere el apellido de la dictadura chilena: cívico-militar. En esa adjetivación se tiende a asociar la responsabilidad del terrorismo de Estado y la “mano dura” —como el puño de la DINA— a lo “militar”, al mundo castrense, y la dominación política, ideológica, económica o “complicidad pasiva”, se reserva a los civiles, particularmente a la derecha civil. Este libro de Guzmán es especialmente llamativo por desclasificar los modos de reclutamiento y características de las integrantes de esta banda de asesinas y torturadoras: prácticamente ninguna pertenecía a las fuerzas armadas, de hecho, prácticamente todas habían sido rechazadas en sus procesos de postulación años antes (de ahí que estaban en las bases de datos de las fuerzas armadas y permitieron su enrolamiento). Por lo que tenemos vecinas, estudiantes y “dueñas de casa” arrojadas en pocas semanas y con escaso entrenamiento, a exterminar. Las consecuencias son obvias: su poderoso nuevo estatus reproduce en ellas el desvarío totalitario y protagonizan todo tipo de actos de salvajismo y delincuenciales sin freno alguno. De ahí que, por cierto, la chilena es una dictadura cívico militar, pero donde la barbarie la consumaba también y activamente, la civilidad. Y más allá, documentado el uso de otras especies no humanas para amplificar esta barbarie, cabría agregar a lo militar, lo de “cívico-bestial”, para apellidar la dictadura.  

Ingrid Olderock: la mujer de los perros, es un libro crudo, revelador y devastador, que contiene varias aristas desconocidas de la DINA, su funcionamiento y su trama, con múltiples evidencias trianguladas con nutridas fuentes documentales y orales que Guzmán ha indagado por años y que ha volcado en otras importantes investigaciones periodísticas sobre este aparato represivo y sus actores más brutales, como Romo. El pasado en presente (reeditado igualmente por Montacerdos). La crudeza y el estremecimiento, como el lector imaginará, están presenten de manera inevitable a través de las voces de las víctimas de Olderock. No obstante, no hay aquí atisbo de espectacularizar el dolor para comunicarlo. Una prosa viva, pero nunca efectista ni aséptica, logra narrar el horror imbricado a la factualidad de la historia y junto a ello, expone —mostrando la cocina de la investigación y el proceso escritural— la relación que establece la periodista con la protagonista. Más allá del apego irrestricto de los predicados éticos del periodismo, las simetrías y asimetrías de poder, el miedo, las sospechas y las confianzas, el trabajo de Guzmán convierte cada encuentro con “la mujer de los perros” en un intercambio cuya coreografía está sujeta por un guion que literalmente es dramático: vívidamente tensa, por momentos crispada y peligrosa y en algún momento con un revolver cargado sobre la mesa. Las relaciones con este tipo de testigos son siempre paradójicas pues lo que se comunica es lo que se niega, la mudez es más significativa que el habla. La amnesia no supone olvido, sino la voluntariedad del olvido y lo que se sugiere gestualmente es igual o más importante que el discurso que se escucha, en tanto anuncia lo indecible. Es ahí donde el brillo de Guzmán como narradora reluce y es capaz no sólo de ser un espejo de la realidad contada, sino una ventana que nos abre y sugiere mundos, opacos, retorcidos y mudos, a través de la protagonista.


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