Diálogo con María Emilia Tijoux: La crueldad del racismo como marca de la historia

De sus motivaciones para estudiar las migraciones, las huellas que dejaron en su aproximación la infancia y el exilio, y la gravedad de los discursos xenófobos en boga conversamos con María Emilia Tijoux. Para comprender el rechazo al extranjero en Chile, sostiene, debemos situarlo a la luz del racismo heredado y aún practicado contra los indígenas. Y para combatirlo, añade, son necesarias las armas de todas las disciplinas. La Universidad, coinciden entrevistada y entrevistadora, ambas académicas de la Universidad de Chile, no puede ser espectadora.

Por Ximena Póo / Fotografías Alejandra Fuenzalida

Diciembre en Santiago de Chile, muy cerca de La Moneda, donde se discute el devenir de la República. Ahí, en los extramuros del bullicio, decidimos conversar con María Emilia Tijoux, Doctora en Sociología de la Universidad de París 8 y con una trayectoria que inspira estudios sobre migraciones, cuerpo, racismo, vidas cotidianas y la condición humana. Hace una década leí por primera vez sus textos y desde la comunicación y las humanidades comencé a investigar, mapeando calles para comprender cómo la inmigración intrarregional es para Chile una oportunidad de dar vuelta la cámara y reconocernos en este espacio del mundo. En mi calidad de Doctora en Estudios Latinoamericanos comencé mi búsqueda. Sin embargo, para ambas la búsqueda se inició mucho antes, desde la crueldad del exilio para ella y desde el desasosiego de la migración para mí. Ella en París y yo en Madrid, donde conviven los primeros y cuartos mundos contenidos en metrópolis. Y se inició aquí, en un Chile que aún se resiste a sus derivas latinoamericanas, persiguiendo la blancura de lo imposible. Ambas comprometidas con la diversidad, la interculturalidad, los derechos humanos y la necesidad de que la migración no sea secuestrada por el discurso fascista. La historia ya nos ha enseñado que, como reguero de pólvora, ese discurso sólo termina en odio, violencia y exterminio.

Hoy estamos expectantes. Mientras Trump anuncia muros, aquí se promete una nueva ley migratoria –que debía estar redactada en agosto de 2015 para terminar con la decretada por la dictadura en 1975– y Europa es recorrida por una ola xenófoba que no sabe qué hacer con un mar Mediterráneo mecido por la muerte y con caminos alambrados por donde miles de refugiados intentan avanzar bajo la no-promesa de un futuro.

Cuando era niña, María Emilia Tijoux creció en un barrio obrero de Santiago. Desde ahí que no ha dejado de mirarse en otros, como lo hace hoy en los ojos de una de sus grandes amigas, inmigrante, con trabajos esporádicos, intelectual y fuerte. En su infancia, María Emilia, cuenta, “escondía los zapatos para andar a pie pela’o, igual que mis amigos del barrio; siempre trato de pensar en esa costra en los pies, ésa que se forma por el contacto directo, repetido, cotidiano y directo con la vida. Pienso también en el gueto de Varsovia, donde resistieron armados. Quienes lograban salir, escabullirse, eran los niños. Era ese sufrimiento social el que les había permitido inventar y resistir”. En los barrios obreros aprendió a escabullirse y a trajinar. Y eso jamás se le ha olvidado, menos hoy, cuando investigando sobre racismo en Chile –desde hace más de una década- no pierde un día sin estar en terreno, movilizando a estudiantes de doctorado, magíster y pregrado, educando contra el racismo.

El camino ha sido largo. En Francia, desde su exilio en 1975, comenzó a trabajar en la calle “porque estaba como educadora en barrios denominados de inmigrantes, donde los chicos que vivían allí, malamente denominados de segunda o tercera generación de inmigrantes, eran colocados en un lugar aparte, negado”. Siendo chilena, se insertó rápidamente. “Llegué en condición de refugiado político, pero siempre fue una voluntad nuestra no colocarnos en ese lugar y vincularnos a la sociedad francesa, y así fue que participamos en movimientos por la lucha del pueblo marroquí, por Nicaragua, en la lucha por distintos pueblos. Además comenzamos a trabajar como los inmigrantes cuando llegan, planchando ropa, haciendo aseo, lavando copas, cantando en bares, dando clases particulares de español, siendo secretaria de un grupo de dentistas y médicos”, me dice y yo le cuento que mientras cursaba un magíster en la Universidad Complutense y cubría el “caso Pinochet”, en la noche salíamos a pegar publicidad de una cerrajería de urgencia por cada calle madrileña. Sólo un ejemplo de los trabajos –y de los buenos; tuvimos suerte- que más de un millón de chilenos que han emigrado hoy, seguro, realizan repartidos por el mundo. María Emilia “había estudiado Filosofía y eso allá valía nada. Yo no tenía una conciencia de lo que estaba pasando, salvo que tenía que trabajar rápidamente. Me fui especializando como educadora y luego estudié Sociología. La vida se regularizó medianamente en Francia. Nunca fue un lugar sentido como de castigo. Naturalicé que hacer aseo y ese tipo de cosas, como la mayoría de los inmigrantes aquí, era un trabajo para mí. La mejor enseñanza de mi padre fue que una tiene que hacer de todo en la vida. Y lo que una hace había que hacerlo bien. Yo vengo de la clase obrera y no podría haber sido de otro modo”.

Al regreso a Chile, en los ‘90, le llama la atención que los inmigrantes peruanos en Santiago pasaran largas horas “a los pies de la Catedral, como buscando una suerte de protección de la Iglesia; principalmente mujeres, en situación bastante pobre, que vendían en la calle”. Ahí fue ella. A observar en la plaza y llevar una bolsa plástica grande, como lo hacían sus compañeras de escaños. “Ahí me di cuenta de que algunas eran profesionales y que la mayoría había venido debido a la crisis política en Perú. Ya habían llegado los argentinos por la crisis económica, pero ellos se insertaban rápido de uno u otro modo, sobre todo en el sector de ventas”, cuenta María Emilia.

Comenzó, desde allí, a trabajar en migraciones, investigando las transformaciones sociales, políticas y culturales de familias de inmigrantes. Se interesa por el concepto de viaje, ese viaje no proyectado, la fisura que trasciende cada trayectoria de vida al momento de decidir migrar. Quien ha migrado, incluso si vuelve a su país de origen, nunca deja de ser migrante.

“Me importaba cómo esas vidas cotidianas se iban transformando al ser mal tratadas, ignoradas, insultadas. Y luego viene una investigación con niñas y niños en escuelas de Santiago, y es ahí cuando comienzo a hablar de racismo. Qué otra cosa era que le dijeran a los niños ‘come palomas’, ‘cholo feo’. Y había un enredo entre el origen indígena vinculado con la historia de la guerra”. Y así, continúa, “al buscar en los albores de la República te das cuenta de que hay una marca brutal, y no por la guerra misma, sino porque el origen indígena es un origen negado, maltratado. Y eso vale para el que viene de afuera así como para los que están dentro del país”. Se encontró con la marca de quien la impone para blanquear, higienizar, civilizar desde la fuerza y la negada humanidad.

Después de ese estudio, indagó –entre otras investigaciones relacionadas con campamentos, pobreza, cuerpo, género- en las trayectorias laborales exitosas de inmigrantes peruanos. “Las entrevistas eran a gerentes, dueños de grandes empresas, restaurantes; en un comienzo siempre decían que no habían tenido problemas en Chile, pero cuando uno insistía más en sus vidas cotidianas, lo que aparecía era el racismo. Algo detonaba el origen indígena, aunque no lo fueran”. Mientras buscaba estas respuestas, en el Instituto de la Comunicación e Imagen buscábamos cómo los medios se constituían en dispositivos que reproducían relatos discriminatorios que lograban constituirse en un discurso xenófobo, clasista, naturalizando el lugar común que construye a Otro desde el espacio de la criminalización o desde la victimización; desde un lugar inferior.

Ir más atrás para mirarnos

Para mirarnos hay que ir más atrás, desde una mirada interdisciplinaria que devuelva a la academia esa posición crítica que demanda la sociedad. “Somos colonizados y somos una mezcla de distintos lados, pero la más problemática de las mezclas es la anterior a la inmigración del siglo XIX, que tiene que ver con la obsesión por la blancura, los lazos con Europa. Nosotros ya estamos en un lugar negado desde antes y basta con viajar para que nos demos cuenta de que no somos los europeos que pensábamos ser, sino que somos chilenos y chilenas con origen indígena también”, dice María Emilia, mientras comentamos sobre las deportaciones en el aeropuerto, las tratas de personas en las fronteras del norte y de la zona austral. Pensamos en cómo Chile está al debe con los mismos tratados internacionales que ha firmado y que deberían resguardar a quienes migran al país.

“La llegada de inmigrantes afrodescendientes, especialmente de piel negra, nos instala en un espacio necesario para mirarnos en ellos. La diferencia es una producción política”, enfatiza, y por eso no hay que dejar de lado la noción de que “hay una historia construida en el racismo, anterior a lo que estamos viendo ahora. Está sostenida en una antropología racista del siglo XIX y en una filosofía que también lo plantea desde el dualismo cartesiano. Cuando los españoles llegan a estos territorios hablan de los indígenas como habitantes sin alma. La cuestión del alma la resolvían evangelizándolos. Es decir, si son dominados. Pero, ¿qué pasa con el que se rebela y no acepta entrar en este juego civilizatorio de dominación que se da con mucha brutalidad según los territorios y según el tipo de españoles que llegaron?”. Hoy estamos en un contexto globalizado de desplazamientos de personas debido a la pobreza, las persecuciones, las guerras. Estamos en un cambio de paradigma. Las personas nos desplazamos, insistimos, ya no de sur a norte, sino que en todas direcciones. En el norte se desplazan del este al oeste; desde el norte de África a Europa; hay desplazamientos de sur a sur. María Emilia no habla de flujos; yo tampoco.

Al deconstruir los conceptos que están detrás de la historia será posible destrabar lo que nos pasa hoy; la academia, piensa, debe “examinar los conceptos de base para desnaturalizar sentidos comunes que ya se han fijado, incluso, como científicos, validados y legitimados desde la instrumentalización de una razón que ha justificado incluso los genocidios”. Y esto tiene mucho que ver con cómo se legitima el castigo contra la gente y con cómo el concepto de “clase” no se puede separar del concepto de “raza” y tampoco del concepto de “nación”. “Desde ahí vienen todos los posicionamientos diferenciados para situarnos como personas. Y es ahí donde algunos quedan más abajo que otros; las naciones se quedan unas sobre otras”, reflexiona María Emilia antes de acotar que “el otro concepto asociado es “género” en esta trama de clase-‘raza’-nación. En todas las construcciones del racismo y el fascismo hay patriarcado. Si no vemos eso en conjunto no vamos a lograr destrabar la historia y seguirán matando mujeres, persiguiendo a inmigrantes y seguirá habiendo trata de personas”.

Investigar y acoger

Como académicos y académicas, sostiene y concuerdo, “no podemos dedicarnos sólo a hacer ensayos. Me parece que son interesantes, pero cuando se trata de problemas tan duros la investigación tiene mucho más sentido. Y ojalá fuera lo más rigurosa posible, sea ésta cualitativa o cuantitativa. Veo muy difícil poder construir un discurso potente, argumentado, seguro, si no se hace investigación y no se va a terreno. Si no se hace un trabajo empírico, ojalá interdisciplinario, porque los ojos que hay que ponerle al problema a veces quedan chicos. Para el caso del racismo y el clasismo necesitamos investigación interdisciplinaria desde la medicina, las humanidades, las ciencias sociales, la comunicación, la educación, las artes”.

Y lo necesitamos cada vez con más urgencia. Estamos en un momento de inflexión pre-electoral que nos ubica en un escenario de populismos donde el Estado sigue ausente. “Los últimos dichos de Sebastián Piñera y Manuel José Ossandón son demasiado graves al vincular migración con delincuencia. No basta que se hagan unos cuantos memes y la gente se ría de que Piñera no maneje ciertos conocimientos culturales. Lo que él hizo está pensado, es algo racional que iba a tener efectos en unos sentidos comunes muy potentes, especialmente en los medios de comunicación, y que después iba a tener efectos en todos los sectores sociales más abandonados por el Estado, que están viviendo situaciones de soledad, endeudamiento, cesantía”. Toda esa rabia tiene que buscar culpables y, ya se ha visto aquí, en Europa y Estados Unidos, que “los culpables tienen que venir de afuera”.

Esta construcción ha sido transversal y ha quedado en evidencia, por ejemplo, cuando Alejandro Guillier habla de “seleccionar” migrantes. “Selección”, se detiene María Emilia, “es la palabra de los nazis. Hay un lenguaje de guerra para tratar a un enemigo”. Y volvemos a los conceptos. Por ejemplo, ¿por qué hablar de amnistía migratoria si estar indocumentado o sin papeles no es un delito, sino sólo una falta administrativa? ¿Por qué hablar de ilegales si ningún ser humano es ilegal?

Así es como surge otro concepto en este diálogo, el de “crueldad”; la crueldad fascista, racista, y le recuerdo algunos posteos en medios, esos comentarios que se ubican debajo de las noticias y que, para el caso de noticias relacionadas con inmigrantes en Chile, son de una violencia extrema. Deberían estar prohibidos por ley, decimos mientras abrimos alguna página de La Tercera o El Mercurio. Y ahí están. Hay torturas, asesinatos, violaciones, ensañamientos; están escritos en clave de deseo. “Alientan a ser crueles; la brutalidad del racismo que vi en Francia era mayor que acá y por eso me preocupa que aquí llegue a esos niveles”, dice María Emilia al tiempo que pensamos en la resistencia, el concepto que viven a diario quienes sufren estos discursos y sus efectos. “Ese deseo de aniquilar –insiste- se puede canalizar desde otros lugares: pedir selección para que sólo entren los buenos inmigrantes, leyes más duras, pedir que se hagan exámenes para saber si traen enfermedades. Ahí se expresa el deseo de tenerlos en el lugar del enemigo, en el lugar de la guerra, en el lugar del contaminante”

Racismo en Chile

Por Daniel Hojman

Racismo en Chile, una colección de ensayos editados por María Emilia Tijoux, académica de la Facultad de Ciencias Sociales, nos confronta con una realidad social que tensiona a la sociedad chilena de hoy. Esa tensión se hace crecientemente visible a partir de las olas migratorias de las últimas tres décadas, que han visto crecer una población de inmigrantes que pasó de unos 115.000 en 1992 a casi medio millón en el 2015. A eso se suma la reactivación del conflicto entre el pueblo Mapuche y el Estado chileno. La recopilación surge de un seminario organizado por la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile, situando a la Universidad como el espacio natural en que los fenómenos complejos de la sociedad chilena se visibilizan en la esfera pública.

Los ensayos avanzan desde una conceptualización del racismo en su relación con la historia, la cultura nacional y las dinámicas del capitalismo chileno en una era de globalización, hasta identificar los ámbitos específicos en que el racismo se manifiesta en subjetividades, prácticas e instituciones que cristalizan la discriminación racial, la violencia cotidiana hacia un otro que incomoda y la reproducción de desigualdades. El libro concluye con recomendaciones de política pública.

El recorrido comienza por situar la continuidad y las transformaciones del racismo en la historia chilena y la construcción del Estado-nación, por una parte, e identificar la especificidad del racismo en el país de hoy, por otra. La relación de la sociedad chilena con la racialización es compleja y cambiante en el tiempo. Celia Cussen argumenta que, a diferencia de otras urbes de la colonia española, en Chile no se intentó frenar el ascenso social de los afrodescendientes. La abolición de la esclavitud ocurre tempranamente y la piel toma connotaciones ambiguas, desde el desprecio y recelo hasta referencias tolerantes y de aprecio. La integración relativamente positiva de los afrodescendientes a comienzos del siglo XIX es un activo de nuestra memoria que puede reforzar las actitudes hacia la integración de migrantes hoy.

Aunque el resurgir de la raza se asocia en buena medida a las olas de inmigración recientes, “el problema de la inmigración” no está aislado ni de la historia, ni de las dinámicas del capitalismo contemporáneo en Chile. Chile se establece como un polo receptor de inmigrantes latinoamericanos en la región debido a su dinamismo económico reciente. En sus ensayos, Josefina Correa y Carolina Stefoni plantean que el flujo de migrantes, un fenómeno global, se asocia con nichos de trabajo fuertemente concentrados en servicios domésticos, construcción y otras actividades –algunas en la marginalidad, como el comercio sexual– que corresponden a empleos de baja calidad, con alto grado de precarización e informalidad. El racismo no aparece vinculado a todos los migrantes sino a aquellos que se perciben como una amenaza a patrones culturales, estéticos, morales o económicos. La amenaza se nutre de claves históricas y es a partir de esas claves que el extranjero se categoriza a partir de la raza o la piel. Si bien la migración prevalente a comienzos de los ‘90 fue argentina, el racismo se orientó principalmente hacia los peruanos, con mayor proporción de población indígena –hay una historia de violencia hacia los pueblos originarios– y enemigos en la Guerra del Pacífico. El racismo hacia el migrante se expresa en la exclusión del no-nacional, el extranjero, el transitorio, el que no tiene derechos políticos ni sociales y cuya función se reduce a lo económico. El migrante, en su piel y su precariedad económica, es un no-ciudadano, y esa frontera, esa distinción del otro en una jerarquía inferior, se expresa en formas de violencia cotidiana, en rutinas de exclusión.

La problematización del racismo como parte del proceso de construcción de nación es sugerente porque alude a la profundidad cultural y simbólica de esta ideología. Los profesores Trujillo y Tijoux identifican una ficción racista en que la clase dirigente chilena, en los albores de la república, identifica al indígena con fieras salvajes susceptibles de transformarse en hermanos –en iguales– a partir del mestizaje y la cristianización. Esta animalización encuentra un eco hoy en la racialización/sexualización de la inmigración negra. Jorge Pavez traza la configuración de clase y de género del racismo en Chile a partir de escritos históricos de la elite que identifican a las mujeres de color con la prostitución y “las tensiones que genera la presencia de mujeres afrodescendientes en los actuales mercados del sexo”. A partir de escritos de Gabriela Mistral, el autor ilustra el imaginario de la supremacía mestiza de la “raza chilena, la idealización de la mujer chilena como madre de todos, en contraste con la mujer negra”. La mujer afrodescendiente se presenta como una amenaza –a partir del deseo– a los contratos matrimoniales y, en definitiva, supremacía de la mujer y la raza chilena.

Una temática que atraviesa buena parte de los ensayos es lo que Kimberle Crenshaw ha conceptualizado como interseccionalidad, es decir, la superposición o simultaneidad de distintas categorías de subordinación como la clase social o el género.

La raza se materializa como una categoría que sirve de carrier a una ideología racista de subordinación, en la medida que se superpone con la precarización laboral o la sexualización de la mujer.

En las democracias contemporáneas, las dinámicas de exclusión y discriminación chocan con las demandas de universalidad de derechos y tolerancia. La Declaración de Raza y Diferencias Raciales explicita esos derechos y principios, que sirven como base normativa para evaluar nuestras instituciones. Sorprende que la ley que regula las migraciones en Chile sea de 1975, dado que las dinámicas migratorias han cambiado radicalmente y que esa normativa se inspira en una lógica de seguridad nacional. Históricamente, nuestro sistema escolar ha tendido a reforzar la homogeneidad cultural, sin promover explícitamente la riqueza de la pluralidad identitaria y la no-discriminación. Tampoco se ha discutido en profundidad sobre el acceso a seguridad social y servicios de salud de los inmigrantes. El potencial de abuso de empleadores o las policías migrantes en trabajos precarizados, incluyendo la seguridad de trabajadoras sexuales, son algunas de las dimensiones de política pública discutidas. Una de las dimensiones más deficitarias de los migrantes en Chile es el hacinamiento. A eso se suma el hecho de que la exclusión racial de migrantes o integrantes de pueblos originarios pueda expresarse en segregación y guetización, que no sólo reproduce las desigualdades sino que constituye en sí mismo un freno a la integración.

Racismo en Chile identifica un catálogo de preguntas claves sobre el racismo y la convivencia. Por ejemplo, con cierto optimismo, cabe preguntarse cuáles son los beneficios y los valores que ha traído la migración en Chile. En contrapartida, la crisis migratoria en Europa y la reacción política que ha generado nos mueven a preguntarnos si es posible evitar la utilización política del odio racista y un escalamiento de la violencia xenofóbica si la migración aumenta. Este volumen es un aporte ineludible para contestar estas y otras preguntas.