Marco Avilés, periodista peruano: “La columna vertebral de América Latina es el racismo”

Eso y “no el idioma ni el fútbol” es lo que nos define, opina el escritor y editor, quien ha estado a la cabeza de importantes medios de comunicación en su país —entre ellos, la revista Etiqueta Negra— y conoce de primera fuente los avatares de la vida política peruana. Sin embargo, lo que más le preocupa por estos días no es el resultado largamente disputado de las elecciones presidenciales, sino el racismo que a su juicio se desató sin control en la campaña, uno de raíces atávicas que se expanden a lo largo de toda América Latina.

Por Jennifer Abate C.

Marco Avilés (Abancay, 1978) reside hoy en Estados Unidos, donde cursa un doctorado en Estudios Hispanos en la Universidad de Pennsylvania, pero durante toda su vida profesional ha estado íntimamente vinculado a la historia pública peruana. Consultor en temas de racismo, equidad y comunicación, dirigió la prestigiosa revista de periodismo narrativo Etiqueta Negra entre 2006 y 2010, fue editor de la revista Cosas y ha colaborado en medios como The Washington Post, Gatopardo, El País Semanal y The New York Times. El autor de los libros No soy tu cholo (2017), De dónde venimos los cholos (2016) y Día de visita (2012) analiza los resultados de la ajustada elección presidencial de su país (que al cierre de esta edición sigue bajo el escrutinio del Jurado Nacional de Elecciones), en la que Pedro Castillo se impuso sobre Keiko Fujimori por un poco más de 44 mil votos, pero, sobre todo, ahonda en la discriminación que a su juicio visibilizó este proceso.

Marco Avilés. Foto: Ann S. Kim.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Barbarie supremacista

Por Claudia Zapata

Un rewe en llamas en las afueras de la Municipalidad de Victoria. La imagen quedará en mi memoria como símbolo de una de las jornadas más vergonzosas de nuestra historia reciente, protagonizada por grupos de civiles que, de manera orquestada y como respuesta al llamado de una organización de ultra derecha, atacó a los comuneros mapuche que se encontraban en esa sede municipal realizando una toma en apoyo a los huelguistas de hambre que llevan tres meses sin ser oídos por el Gobierno. Escenas similares de violencia se produjeron en Curacautín, donde el desalojo violento de los comuneros, a punta de piedras, botellazos y palos (también se escucharon disparos), estuvo acompañado de gritos festivos cuando la operación iniciada por ellos fue concluida por las Fuerzas Especiales de Carabineros: “El que no salta es indio” y “El que no salta es mapuche”, era lo que se oía.

La quema de un símbolo sagrado y las menciones directas al Pueblo Mapuche en los gritos de la turba, no dejan lugar a dudas de que lo que se vivió la noche del 1 de agosto en Curacautín, Victoria, Ercilla y Traiguén, fue una jornada de violencia racista. Mientras ocurrían los hechos, el poeta Jaime Huenún comparó a los agresores con el Ku Klux Klan, algo que, por vergonzoso que sea, no está lejos de la realidad, incluso, pienso que en algún punto lo ocurrido esa noche fue peor, porque el KKK opera con el rostro tapado, sabiendo que pese al supremacismo blanco que tiñe la historia de Estados Unidos, deben huir de algo. Aquí en cambio, el ataque fue a cara descubierta, durante un toque de queda y sin siquiera llevar la mascarilla que exigen las normas sanitarias para enfrentar la pandemia, pero peor aún, a vista y paciencia de la policía, que como muestran los numerosos videos que circulan en las redes sociales, ocuparon por largo rato una posición observante (¿debería decir que la prensa no reparó en este hecho? Debería, pero la historia es tan repetida que hasta produce pereza insistir en ella).

Esa noche me topé con la transmisión en vivo que hicieron las mujeres desde la toma en Victoria. Lo que en un principio era confusión fue dando paso a una secuencia de terror en la que se sucedían insultos, gritos y sonidos estruendosos de piedras, vidrios quebrados y balazos. Va a ser muy difícil olvidar ese “El que no salta es mapuche” que vociferaba la turba mientras golpeaba el furgón de Carabineros que tenía en su interior a los comuneros detenidos. La rabia dio paso a la tristeza, un sentimiento compartido por miles que no dábamos crédito a lo que veíamos y escuchábamos. También asomó la decepción, resumida en frases como “Chile no despertó”, que empezaron a circular desde entonces.

¿Había motivos para sorprenderse? Sí, porque la humanidad que portamos siempre debería remecerse frente a la injusticia, no hay ingenuidad en ello. Pero al mismo tiempo, un mínimo conocimiento de la historia de este país, en especial de la construcción del territorio nacional y de las grandes fortunas, arroja pistas para leer el presente y comprender que lo ocurrido la noche del sábado no carece de explicación, incluido su elemento más perturbador, que fue el protagonismo de los civiles en estas peligrosas acciones de odio.

Esos grupos, integrados por sujetos de sectores populares y medios, se identificaron en esta oportunidad con los intereses de la Asociación para la Paz y la Reconciliación en la Araucanía (APRA), un grupo de ultraderecha que los convocó a confrontar a los mapuche que realizaban las acciones de toma. Lo que se movilizó allí fue un racismo enquistado en una región donde los “chilenos” -es decir, los no mapuche- son descendientes en gran parte de la soldadesca que dejó la invasión militar del Wallmapu y de los colonos que trajo el Estado desde distintos países europeos con el objetivo de “mejorar la raza”, en una operación eugenésica que incluyó beneficios directos, como tierras e instrumentos de labranza.

Era muy difícil que ese origen bélico y de políticas supremacistas para poblar el territorio expropiado a los mapuche no dejara su impronta en la conformación de la sociedad regional de la Araucanía, cuya principal característica es que sus habitantes, pese a ser también despreciados por la oligarquía económica y política durante igual período de tiempo, han internalizado una idea de superioridad frente al pueblo mapuche. Lejos de ser un capricho, ese sentimiento es resultado de una política estatal que siempre ha insistido en esa superioridad y no de manera simbólica precisamente (así lo demuestra este episodio, en que ninguno de estos civiles fue detenido).

¿Por qué racismo?, preguntan el despistado, el ignorante y el incrédulo. ¿Por qué ocupar esa palabra tan fea para caracterizar un conflicto como este? La respuesta está en que uno de los productos de esta larga historia es el supremacismo -mestizo, blanco, chileno o lo que sea- que asume distintas formas: indiferencia, desprecio, explotación y, como ahora, violencia directa. Ese desprecio y esa negación no es propiedad exclusiva de los poderosos, tampoco de la región de la Araucanía. Bien en el fondo sabemos que las jerarquías raciales nos recorren como sociedad chilena porque, aunque no lo nombremos de ese modo -el racista nunca se identifica como tal- sabemos que el color y el origen social nos asignan un lugar y un relato sobre nuestras posibilidades.

Era muy difícil que ese origen bélico y de políticas supremacistas para poblar el territorio expropiado a los mapuche no dejara su impronta en la conformación de la sociedad regional de la Araucanía, cuya principal característica es que sus habitantes, pese a ser también despreciados por la oligarquía económica y política durante igual período de tiempo, han internalizado una idea de superioridad frente al pueblo mapuche.

Parte de lo que asomó como reacción frente a estos hechos fue la ira frente a ese racismo popular encarnado por personas incapaces de advertir su morenidad y su insignificancia frente a los grupos de poder con quienes se identifican. Se les ha dicho de todo, especialmente que no son blancos. Incluso han salido al ruedo argumentos científicos o seudocientíficos (la investigación de turno de alguna universidad lejana) que nos encaran cuestiones como la sangre o el genoma. “Todos somos mapuche”, parecen indicar esos estudios (dudo que digan eso exactamente), y así, transformada en consigna, la frase circula como forma de solidaridad, pero de tan corto alcance que a poco andar se diluye en una amplitud poco útil para confrontar un racismo que no nos afecta a todos de la misma manera.

Siempre es una ganancia recordar que la blanquitud es una construcción ideológica y situada, incluida -agregaría yo- la de las de las clases altas, pues salvo excepciones, ningún blanco de estas tierras pasa la prueba de la blancura en otras sociedades donde imperan códigos raciales distintos, en los cuales ser chileno y latinoamericano marca, de por sí, una distancia. Como sea, el combate al racismo necesita alejarse de este tipo de argumentos, pues de lo contrario, se obstaculiza la visión del problema de fondo, que no es el color ni la cultura, sino los procesos históricos de dominación colonial y sus secuelas. Porque este es un problema de vencedores y de vencidos, no de “sangres”: es el vencedor el que impone sus códigos; es el vencedor quien racializa; es el vencedor el que destina esfuerzos para construir la ideología de su superioridad.

Si algo se ha ganado en esta jornada triste, es que nuestras pretensiones históricas de blanquitud han quedado al descubierto en esa agresión brutal hacia el Pueblo Mapuche, también que algunos y algunas estamos dispuestos a discutirlo. No obstante, el argumento biologicista para enfrentar ese debate entraña un riesgo equivalente a caminar por el borde de un precipicio. Que la sangre de nuestras venas sea mapuche, española, alemana o marciana poco importa para aquellos con quienes el racismo se ensaña, en este caso, un pueblo que confronta esa ideología y sus efectos materiales recordando la historia de usurpación de la que han sido objeto desde hace 140 años.

El pesimismo que a muchos nos invadió la noche del 1 de agosto dio paso, al menos para mí, a una reflexión más pausada que obliga a asumir que estos grupos racistas existen desde hace mucho. Se trata de los convencidos militantes del supremacismo chileno, a quienes por ningún motivo debemos dejarles espacio. No es prudente minimizar su existencia, ni mirarlos con excesiva distancia; sino permanecer vigilantes al mismo tiempo que interrogamos nuestras prácticas, concediendo a este problema un lugar prioritario en los debates públicos. Porque estamos ad portas de iniciar un proceso inédito en la historia de este país, que es la posibilidad de participar en la elaboración de una nueva Constitución Política. Conviene, por lo tanto, no olvidar que la constitución actual es la fuente jurídica fundamental de esa chilenidad exclusiva y excluyente que exacerban los supremacistas, y aprovechar la coyuntura para pensarnos de otro modo. El momento constituyente será un espacio para disputar el campo popular e impedir que el fascismo y el racismo experimenten avances. Eso es política y la política es irrenunciable.

Jon Lee Anderson: “La revuelta antiracista puede ser el principio del fin para Trump”

Columnista estable del New Yorker y reportero fogueado en conflictos armados y en las luchas por el poder en América Latina, al periodista de 63 años la pandemia lo tiene recluido en su casa de Inglaterra, pero eso no le ha impedido mantener su mirada aguda y demoledora contra el líder de la Casa Blanca y la ola de gobiernos populistas de derecha que según él están hundiendo las democracias en nuestra región.

Por Denisse Espinoza A.

Son tiempos difíciles para ser un corresponsal todo terreno. La pandemia del Covid-19 ha dejado al mundo en modo de espera y en el ejercicio del periodismo se hace sentir con más fuerza que nunca la ausencia de la calle y el reporteo cara a cara. Jon Lee Anderson (1957) sabe mejor que nadie lo que se siente y suelta un bufido frente a la pantalla de WhatsAap al admitirlo: “Mira, la verdad es que no he salido de casa desde febrero, lo cual para mí es casi inconcebible. No estoy acostumbrado a estar tanto tiempo en un mismo sitio y ya me pongo inquieto, espero ver si en julio es posible viajar a algún lado”, dice el periodista estadounidense sentado en el comedor de su casa de campo en Essex, Inglaterra, donde al menos puede salir a caminar, junto a sus perros, un buen trecho hasta la la playa. 

El periodista Jon Lee Anderson, en Kiev, Ucrania, 2014.

Los chilenos hemos vivido durante los últimos 40 años los efectos del neoliberalismo. Sin embargo, estas políticas han sido confrontadas a través de movimientos sociales y manifestaciones. ¿Crees que el neoliberalismo pueda ser derrocado?

—No creo que pueda ser derrocado, creo que el sistema debe ser limpiado en profundidad. Un régimen neoliberal no se trata solo de principios de gobierno, la razón neoliberal se propaga en cada grieta de la política y de la conducta cotidiana. Una cosa es derrocar a un tirano, a un rey o a la dominación de las empresas; otra cosa es tomar todo un sistema de razón y reemplazarlo. Se trata de nuevos valores, formas de tratar a la gente, nuevos indicadores para decidir qué es útil. Y eso no es un derrocamiento, es un proceso lento, largo, cuidadoso y deliberado, que será enfrentado con una enorme resistencia por quienes no creen en él, sean gente de derecha o liberales.

Una de las ideas que desarrollas es que la derecha se ha apropiado del concepto de libertad para desviar su significado original a un sentido neoliberal. Bajo esa perspectiva, ¿de qué hablamos ahora cuando hablamos de libertad? 

—Estamos bastante familiarizados con la idea de que el neoliberalismo valora la libertad de mercado, pero intelectuales neoliberales como Hayek, Friedman y von Mises entendían la libertad como un fenómeno individual más que político. Las democracias prometen igualdad política, y Hayek, von Mises y Friedman odiaban esta idea porque pensaban que conducía a la redistribución, a la justicia social y a un Estado de bienestar. Querían un estatismo que apuntalara el mercado y la moral tradicional, pero que concentrara la libertad en el individuo. Eso hizo que estuviesen de acuerdo con regímenes políticos autoritarios que propagaban las libertades individuales y de mercado; por eso apoyaron a Pinochet. El neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática, para hacerla compatible con el autoritarismo, y eso es lo que vemos hoy en la derecha. Se ha vuelto antidemocrático y ataca la democracia apoyando etnonacionalismos y autoritarismos, mientras sigue aferrándose a la idea de las libertades individuales.

¿Cómo calza la libertad individual con el contexto de pandemia, donde los derechos y libertades individuales han perdido peso ante la importancia de la comunidad y un sentido colectivo? Pienso en los discursos de los antimascarillas o antivacunas.  

—(Esas personas hablan de las mascarillas o las vacunas) como si fueran un asunto de libertades individuales en vez de entender que estamos todos conectados, que una pandemia significa que no puedes concebir individuos independientes unos de otros. Son rebeliones antisociales en su esencia, que rechazan que el Estado y la sociedad tengan alguna atribución para proteger u organizar a la población. En su lugar, tenemos ese individualismo extremo de “mi libertad, mi cuerpo, haré lo que quiera con él”. La pandemia tomó el contexto neoliberal y lo hizo visible de la forma más cruda e impactante. Reveló las extremas desigualdades económicas y sus características de género y raciales, la diferencia en el acceso a la atención sanitaria, y, por supuesto, la vasta desigualdad Norte-Sur en la vacunación. Pero la pandemia también ha significado una crisis para muchos regímenes neoliberales que, en muchos casos, eran de extrema derecha y no pudieron lidiar con esto. Sea Brasil, el Reino Unido o Estados Unidos bajo Donald Trump; quedó en evidencia lo imposible que es enfrentar una crisis como la pandemia, la injusticia racial o la crisis climática desde una posición neoliberal. No se puede, necesitas respuestas políticamente organizadas y la razón neoliberal se opone a la movilización del Estado para cuidar a las personas.

La reivindicación del hombre blanco

Wendy Brown escribe al ritmo político del presente: El pueblo sin atributos fue ideado durante los últimos años de la administración de Barack Obama, mientras que En las ruinas del liberalismo fue escrito inmediatamente después del triunfo del Brexit y la elección de Trump. “Es bueno no tener que pensar en él durante cada hora de cada día”, dice con humor cuando sale el expresidente a colación. “Pero lamentablemente seguimos pensando en él”.

Adherente de Trump en un rally, en Minneapolis. – Crédito: Tony-Webster

La extrema derecha ha tenido mucha visibilidad en el último tiempo: en Estados Unidos bajo Trump y durante los ataques al Capitolio, y, en Chile, en marchas y en la creación de un partido político. ¿Cómo ha contribuido el neoliberalismo al surgimiento de estos grupos?

—Un primer punto es que el neoliberalismo ha legitimado sentimientos antidemocráticos y ha normalizado a grupos de extrema derecha que atacan la democracia, también ha desacreditado la idea del gasto y bienestar social. Y estos factores han conformado una base para el surgimiento de estos grupos antidemocráticos, los que se han masificado luego de existir en la periferia durante muchos años. El neoliberalismo ha desarmado la sociedad, eliminando programas sociales, lazos grupales y la idea de comunidad de un Estado de bienestar. Un segundo punto es el destronamiento del trabajador, del hombre blanco común, que ha tenido una actitud reaccionaria de “quiero mi trono de vuelta”. Y la forma en que lo logra es atacando a otra gente, a la política, a la globalización y a los extranjeros. Así encontramos etnonacionalismos, nacionalismos económicos, política de extrema derecha, y también una derecha que adula a hombres fuertes, ya sean Trump, Bolsonaro o Pinochet, que encarnan la idea del tipo fuerte que se sale con la suya, toma y hace lo que quiere, mata gente si es necesario, pero hace el mundo mejor.

Planteas que si bien el progresismo ha atribuido el surgimiento de estos grupos a la globalización o las diferencias rurales y urbanas, en realidad deberíamos enfocarnos en el ataque neoliberal a la democracia y a la sociedad. Sin embargo, si nos centramos solo en el neoliberalismo, ¿cómo se incorpora la noción de privilegio racial, de género y económico en tu análisis?

—Podemos llamarlo privilegio, pero también en algunos casos supremacía, y es fundamental. Es lo que mencionaba sobre el hombre blanco: muchos de los grupos de extrema derecha de la zona euroatlántica están compuestos por supremacistas que provienen de clases trabajadoras, no necesariamente pobres, pero tampoco económicamente privilegiados. Los grupos de extrema derecha son una respuesta de hombres blancos que creen que la civilización occidental y su propio país deberían ponerlos a ellos primero, como si hubiesen sido desplazados. Culpan a los inmigrantes, a las feministas, a las minorías raciales. Pero lo que los ha desplazado ha sido la globalización y sus efectos en la industrialización durante los últimos 40 años. El supremacismo blanco es la bandera de estos grupos, sienten que les da derecho a un espacio.

En los ataques al Capitolio varios participantes eran integrantes de grupos conspirativos. ¿Por qué grupos de extrema derecha necesitan conspiraciones para darle sentido al mundo?

—No tengo una respuesta definitiva. Se pensaba que el cristianismo como religión hegemónica tenía fundamentos inamovibles, pero su declive y un mundo lleno de poderes que nadie parece controlar han construido un escenario perfecto para un pensamiento conspirativo. En lugar del cristianismo tenemos teorías de la conspiración, que creen que existen fuerzas ocultas operando y que alguien está a cargo de ellas, pero no es Dios o un salvador, sino un grupo perverso causando caos. Esto también tiene relación con la gran popularidad de las religiones evangélicas en lugares como África, Latinoamérica y el Sudeste Asiático. El sistema de creencias que crece más rápido en el mundo mientras aumenta el poder del capital no es el proletariado ni el socialismo. Es la fe en el cristianismo evangélico, que también tiene cierta orientación conspirativa.

Ha habido un aumento de ataques contra la comunidad asiática en Estados Unidos. Sin embargo, ha habido cierta resistencia desde las autoridades a calificarlos como ataques racistas. ¿Cómo ha influido el neoliberalismo en la forma en que hoy se entiende la raza?

—El neoliberalismo ha convertido la raza en un fetiche y un tema identitario de pertenencia, en lugar de entenderlo como un fenómeno construido histórica y socialmente para asegurar un orden social jerárquico. En el caso de la campaña de odio contra la comunidad asiática, hay que recordar que Estados Unidos trajo trabajadores de China hace 200 años y desde entonces han sido identificados como portadores de enfermedades y ladrones de puestos de trabajo. Este odio resurgió por culpa de Trump y su identificación del covid-19 con China. Es un escenario dramático. La forma de enfrentar esto es estudiando cómo se está reproduciendo y afianzando la supremacía blanca cuando se permite que continúen estos ataques racistas. Y esto debería bastar para que todos —negros, blancos, asiáticos y latinos— nos unamos para hacerle frente.  

Elisa Loncón: “Se habla tanto del racismo en Estados Unidos, pero no se habla del de Chile”

Doctora en Lingüística de la U. de Leiden en Holanda y profesora de Estado mención inglés por la U. de La Frontera en nuestro país, la académica Elisa Loncón Antileo es especialista en mapudungun y educación intercultural bilingüe, y actualmente es académica del Departamento de Educación de la U. de Santiago de Chile. En esta entrevista, la también coordinadora de la Red por los Derechos Educativos y Lingüísticos de los Pueblos Indígenas de Chile aclara la noción de interculturalidad, distinta de multiculturalidad, que deberíamos adoptar para el reconocimiento de todos los pueblos dentro de nuestra nación. Además, se refiere a la situación de abandono que vive el pueblo mapuche, que hoy se ve agravada por la pandemia, y a la importancia de contar con una Constitución que haga valer los derechos y saberes de todas y todos los habitantes de Chile.

Por Jennifer Abate

—Hace poco, usted decía: «Todos vimos el eclipse el año pasado y nos impresionó, la mucha emoción de vivirlo nos cautivó y muchos no reflexionamos sobre la advertencia de mal augurio transmitido en la tradición oral mapuche». Lo sumo a lo que planteó el integrante de la Comunidad Historia Mapuche Andrés Cuyul, quien escribió recientemente una columna para Palabra Pública donde decía: “Antes que el Covid 19 llegara, la crisis ya había sido leída a través de signos que muestra la naturaleza, entre ellos, floreció la quila, se secó el coligüe en la mata, hubo un eclipse y viene otro. Cuando la naturaleza muestra estos signos hay que prepararse para lo peor”.¿Qué significan estos signos?

La académica y especialista en mapudungun y educación cultural bilingüe, Elisa Loncón Antileo.

Para comprender esto hay que ponerse en un paradigma diferente, que no es el paradigma de cómo se construye el saber occidental. Es un paradigma de los pueblos originarios, la filosofía de los pueblos originarios, que tiene todo un fundamento, una base, y nosotros comprendemos, aprendimos de nuestros antepasados a convivir con la naturaleza, a leer lo que está en ella. Sabemos, por tradición oral, que en épocas de guerra, por ejemplo, floreció la quila. Estuve trabajando mucho el año pasado y con el estallido social fui a las comunidades y me encontré con lonkos que me advirtieron y me dijeron: “mira cómo se secó el coligüe” y, claro, por el camino veía que se secaba el coligüe y la quila, que no florece, había florecido, y sólo lo hace para entregar malos augurios. Para los mapuche, el eclipse es un momento en que el sol muere. Muere el sol, una energía valiosa, la mejor energía que el mapuche recibe es la del sol y hay todo un ceremonial para recibirla. Imagínate que el sol es el astro que entrega la energía y en un momento se detiene, se oscurece, ese es un mal anuncio para la comunidad. Nos llegó eso, sabíamos, y la autocrítica que nos hacemos, sobre todo nosotros, que estamos más vinculados a la cuestión académica, es que tenemos el conocimiento, pero tenemos que ser capaces de actuar políticamente frente a ese saber. Dentro de la investigación Fondecyt que estoy haciendo fui a conversar con un lonko de la zona pehuenche en el Alto Biobío y él me dijo en febrero: “me soñé con el sol, me soñé con la luna y me soñé que había que sembrar granos de larga duración”. ¿Qué granos? Bueno, la quinoa, el trigo centeno y otros granos más bien firmes. Y me dice: “eso es porque viene hambruna”. Él ya tenía su almácigo e incluso había hecho un almácigo de pehuén. Nosotros aprendimos a convivir con la naturaleza y a leer en la naturaleza signos referidos al futuro, y eso está en la tradición oral de nuestros pueblos.

-¿De qué forma se actúa políticamente a partir de ese conocimiento? 

En el caso del lonko, él estaba actuando políticamente, porque dice “me soñé esto y este es mi sembrado y esto hay que sembrar”, y me mostró y llevó a su huerta. Políticamente, hay que tener un cambio de actitud porque ya te avisaron, ese es el aviso que te exige un cambio de comportamiento. Entonces, ¿cuándo uno no actúa políticamente? Cuando uno se queda solamente con esa emoción, yo lo viví con el eclipse, que me emocionó. Estaba con los estudiantes mirando el eclipse y me paralizó, porque por un lado sabio era la señal, pero desde el mundo occidental, desde el mundo de la academia, esa señal no tiene valor. ¿Cómo lo hacen las comunidades? ¿Cómo lo están haciendo ahora? En el campo, ellos están actuando con ese saber. 

Ahora, ¿qué pasa con el diálogo? El tema intercultural implica un diálogo entre saberes y la sociedad. Nosotros, como sociedad chilena, no tenemos eso, porque no le damos el mismo valor al conocimiento de la academia que a los conocimientos originarios. Falta todavía mucho trabajo de valoración y reconocimiento de estos saberes porque también son válidos, porque también son científicos y también vienen de la observación. Hay un problema fuerte, es un problema político que tiene que ver con la poca valoración del mundo indígena y el no reconocimiento de sus derechos.

Según cifras de la encuesta Casen, la pobreza indígena alcanza un 14,5%, mientras que la de no indígenas es de 8%, una brecha que aumenta en el caso de la pobreza multidimensional, que impacta a 30,2% de la población indígena versus el 19,7% de la población no indígena. ¿En qué pie encuentra la pandemia por Covid-19 a las y los mapuche, sobre todo a los que viven en la ruralidad?

Bueno, ese índice muestra la brecha en que estamos y esa brecha es multidimensional porque pasa por la falta de reconocimiento de derechos de los pueblos originarios. Ahora, que se habla tanto del racismo en Estados Unidos, no se habla del racismo que está aquí en Chile. Es racista que un sistema le dé todas las posibilidades a la educación en español mientras a otros pueblos los posterga y no les da la posibilidad de que su educación sea en su lengua, porque favorece a una sociedad del conquistador, la sociedad que quedó y después se llamó chilena. La pandemia nos pilla en un desamparo político y de valoración, todavía hay mucho racismo y colonialismo y poco avance en el reconocimiento político y de los derechos territoriales, porque si existe la pobreza en el sur, en las comunidades, es debido a que la gente vive de lo que produce, y cuando no, son temporeros en las forestales. Hay muchos mapuche que trabajan en las forestales y que traen el dinero a las casas, y muchos de los aportes los hacen las mujeres hortaliceras, que además de producir los alimentos para los hijos, también generan un ingreso familiar para compras menores. Todos esos oficios no son identificados como oficios de vida. Entonces, los índices de pobreza están también basados en indicadores que no reflejan las maneras en que vive ese pueblo. El trabajo informal es una de las prácticas que tiene la mayoría de las familias en el sur y de eso está viviendo la gente. 

Acá en la ciudad la situación es distinta, porque la gente que se ha venido forma parte de los barrios marginales, recibe, qué sé yo, un trabajo salarial y a veces también informal, es un trabajo que realizan a diario, pero que no tienen por medio de una contrato. Ellos mismos generan sus ingresos y, en ese contexto, la pandemia también nos encuentra a todos con un problema de salud profundo, hay muchas enfermedades que se han vuelto endémicas, como la diabetes o el cáncer.

Lo que hoy experimentamos es una crisis sanitaria ocasionada por un virus. ¿Le parece que esto puede interpretarse como parte de una crisis mayor? 

Yo he sostenido, y también lo he leído de sociólogos e historiadores, que esta es también una crisis de la civilización, una crisis mayor, una crisis que no es sólo sanitaria, es una crisis económica, alimentaria, ecológica, de los migrantes, es una crisis de la situación de las mujeres, es una crisis generalizada y el virus, lo que ha hecho, es mostrar esta gran crisis. Nosotros, como académicos, estamos en privilegio porque mantenemos el sueldo y seguimos trabajando, pero hay personas que no tienen casa para hacer la cuarentena, no tienen dónde hacer el resguardo, no tienen alimentación, están hacinadas, y esa es una gran parte de nuestra población. 

La crisis de la civilización tiene que ver con la apuesta que hizo la sociedad occidental, una promesa en función del desarrollo y del futuro, donde todos íbamos a ser desarrollados. Esa fue la historia que seguimos y hoy día estamos en ese no futuro, no somos capaces de tener una vacuna para una enfermedad que mata a millones. En el fondo, es la crisis de la apuesta que hizo la sociedad occidental, una filosofía que le dio la espalda a la naturaleza, que privilegió la acumulación de la riqueza económica a partir de la explotación del ser humano y de la naturaleza. Así es como tenemos gente muy, muy rica, y gente pobrísima. Esta forma de vivir de espaldas a la naturaleza nos está cobrando todo, porque el virus también se generó entre el contacto de animales y seres humanos, que es un contacto demasiado fuerte. Nuestro pensamiento tiene vigencia porque se da en términos de entender que en este mundo nosotros no podemos tener de enemiga a la naturaleza, no podemos destruir a la naturaleza..

¿Es usted optimista respecto a los potenciales cambios en la noción de desarrollo que tiene actualmente nuestra sociedad? 

Yo creo que sí, porque si uno ve el contexto de Chile y ve el contexto de Estados Unidos, ellos en este momento están librando la otra crisis, que es el tema del estallido social: el racismo y la desigualdad para los afroamericanos y los latinos allá es como con los mapuches acá. Acá los más pobres son los indígenas, allá los más pobres son los afrodescendientes, los más discriminados y los que tienen más posibilidades de morirse, porque son atacados por la policía. Y aquí, ¿quién tiene mayor posibilidad de morir? Los mapuche, y la gente está diciendo “basta”. Nosotros venimos de un estallido social con una demanda política muy concreta, que es el cambio de la Constitución. La gente ahora está haciendo la cuarentena, pero tenemos la esperanza de cambiar la Constitución. Imagínate que ahora están hablando del acuerdo nacional y se han ido todos los partidos políticos a hablar con el presidente, pero ahí hay racismo, porque no están los pueblos indígenas. Hablemos de plurinacionalidad, somos el 12% de la población y hemos estado históricamente marginados, discriminados, sin derechos, y hasta hoy siguen las mismas barbaridades coloniales.La gente se está dando cuenta y a través de la escuela uno puede hacer mucho. 

En Finlandia, por ejemplo, hubo un gran problema por el tema de la obesidad, porque los jóvenes se iban a vivir solos y no sabían cocinar, y se estaban gastando mucha plata en salud. Para sanar eso, se hizo un cambio curricular para enseñarles, desde niños, las propiedades alimenticias de los alimentos y a prepararlos. Eso hizo que la gente valorara cocinar y comer sano. Podríamos hacer lo mismo acá, con los profesores, en la próxima reforma curricular. Incorporar justamente relaciones distintas con la naturaleza, de manera recíproca, aprender a cuidar las flores, las plantas de olores, las que usamos en la casa, sembrar una papa. Imagínate cuánto nos hace falta hoy tener eso en la casa y la gente no sabe. Si queremos que la gente empiece a valorar estos temas, tenemos que enseñarles, hay una gran tarea de reforma educativa.

¿De qué manera han cambiado en este tiempo las costumbres rituales y cotidianas mapuche? Estoy pensando en prácticas comunitarias y colectivas que tienen que ver con espacios de reunión, de compartir comida, un mate. ¿Qué pasa con esas costumbres en tiempos de distanciamiento social?

Es un gran quiebre para la práctica comunitaria, porque uno anhela eso y sobre todo ahora, que viene junio y viene el Wiñol Tripantu, el año nuevo de los pueblos originarios. Este es un mes de sanación, de ceremonias de la tierra, y no lo vamos a tener, es trágico y duro. Una de las cosas que me impresionó profundamente en el mes de marzo, cuando empezó la pandemia, fue que una machi que conozco, de Traiguén, apareció en sus redes haciendo una oración. Una oración donde pedía para todos y todas, que la epidemia no llegara a nuestras comunidades, que lloviera lo suficiente y que los frutos llegaran lo mejor posible. Yo tomé la información y la publiqué, y entonces hubo gente que me dijo “¿cómo estás haciendo eso? La machi no debe ser grabada en ninguna parte”. Y yo les respondí que la machi no actúa por ella, la machi tiene un poder espiritual y ese poder espiritual entrega conocimiento, y si ella lo hizo, es porque ese poder espiritual le indicó que lo hiciera. Yo sé plenamente que ella estaba haciendo lo correcto y eso para mí fue el punto de partida para decir “sigamos utilizando las redes sociales lo que más podamos, en canto, música, conversatorios”.  

Es verdad que no podemos estar en la ceremonia directamente en la naturaleza, pero la palabra también es ceremonial. Es una palabra que también recibimos de nuestros antepasados. Una vez los antiguos me enseñaron que mientras hablemos nuestra lengua mapudungun, la tierra va a estar más amigablemente respirando. Nos queda la palabra. Es verdad que con la pandemia no podemos compartir cosas, pero la palabra la podemos llevar por todas las redes sociales, en las reuniones que uno hace y con los familiares que están lejos. Podemos seguir armando nuestras propuestas, nos queda mucho que hacer para la nueva Constitución, los indígenas tienen que estar ahí y los derechos lingüísticos tienen que ser constitucionales. Estamos separados, pero no estamos incomunicados, hay que darle fuerza a nuestras demandas.

Usted mencionaba lo que está sucediendo en Estados Unidos, el clímax de una crisis racista que se arrastra hace décadas y que estalla ahora a partir del asesinato de George Floyd a manos de la policía. En la televisión vimos la imagen de una bandera mapuche en las protestas, la misma que vimos muchas veces durante el estallido social en Chile. ¿Por qué cree que este emblema convoca las luchas por los derechos de las personas?

Imagen de la manifestación durante el estallido social y la bandera mapuche en alto sobre el monumento al General Baquedano.

A mí me llena de orgullo ver la bandera donde sea, es un símbolo que lleva mucha fuerza porque representa una lucha histórica por el reconocimiento de los pueblos originarios. Es un símbolo de resistencia, que busca un reconocimiento de esos pueblos pisoteados, discriminados. Cuando la hicimos, se creó como un símbolo político, es una bandera política, para exteriorizar la identidad mapuche y para exteriorizar la lucha de los pueblos originarios. En ese entonces, cuando se discutía por la bandera, yo participé del proceso y decía que si los equipos de fútbol tienen su bandera, la iglesia y los partidos políticos, ¿por qué nosotros vamos atrás de las banderas políticas? ¿Por qué no generamos una bandera? Y así se hizo. 

Usted mencionaba los derechos lingüísticos y la discusión sobre la plurinacionalidad como parte del debate constituyente. ¿Cuáles cree que son los temas que no pueden quedar fuera en esa conversación?

La plurinacionalidad, la paridad, creo que son elementos fundantes, garantizar los derechos de la naturaleza, garantizar el tema de la alimentación sana, porque de eso depende la vida de las futuras generaciones. La intervención genética de los alimentos significa que a cada semilla le están colocando venenos y son los que están causando las enfermedades que tenemos. Hay que pensar en la soberanía alimentaria, que los derechos del agua sean para todos, que la posibilidad de disfrutar de la naturaleza la tengamos todos; no es posible que se siga llenando de bosques de monocultivos. Hay elementos que son de la época actual y que tienen que ver con toda la crisis alimentaria y la crisis ambiental. Obviamente, el derecho a la salud va a ser un tema prioritario después del Covid-19, va a ser imposible que la gente no participe en definir un sistema de salud público de calidad que en este momento no tenemos.

Es indispensable la paridad para los pueblos originarios, no podemos pasar a la otra etapa si no se garantizan nuestros derechos. Somos más del 10% y no es posible que se edifique la democracia marginando a ese porcentaje. Además, hay una historia, fueron los pueblos originarios los que dieron sustento para que se creara esta nación, Chile.

¿Qué diferencia hay entre lo intercultural y lo multicultural? ¿Por qué hay una crítica hacia lo multicultural?

La interculturalidad implica el reconocimiento político de los pueblos originarios, el reconocimiento epistémico de los pueblos. El paradigma intercultural exige que los derechos de los pueblos originarios sean reconocidos. Los derechos colectivos a la lengua, a la cultura, al territorio, a la autonomía, a la representación política. Si tú hablas de interculturalidad, tienes que garantizar que si alguien tiene todos esos derechos, el otro tiene que tener los mismos derechos. En una sociedad intercultural a eso se aspira, en cambio, en una sociedad multicultural no importan los derechos del otro, importa que exista la diferencia, simplemente. Es lo típico en los países multiculturales, Canadá o Estados Unidos, donde los afrodescendientes viven en un sector, los chinos en otro sector y entre ellos no hay diálogo, no hay una relación política y cultural, cada uno vive en el sistema como puede. En cambio, el sistema intercultural exige ese diálogo, exige que este núcleo epistémico reconozca los saberes de todos los pueblos.

Extracto de la entrevista realizada el 5 de junio de 2020 en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile, 102.5.

Lorena Zambrano, dirigenta ecuatoriana: “En Chile eres como un delincuente por pedir un techo donde dormir”

Vive hace 11 años en Chile y en la actualidad es una de las dirigentas del campamento Barrio Transitorio de Emergencia Renacer de Alto Hospicio. Su experiencia en este lugar ha estado marcada por un violento desalojo que realizó Carabineros de Chile en 2016, que culminó con 1.300 familias durmiendo a la interperie del desierto. En esta entrevista, la dirigenta aborda los gestos de racismo y discriminación en contra de la población migrante que lamentablemente hoy se han multiplicado, critica el rol del Estado a la hora de garantizar los derechos humanos y se refiere a las condiciones de vida de gran parte de las y los migrantes. “Somos tratados como animales, esa es la realidad”, afirma.

Por Bárbara Barrera

En agosto de 2016, bajo órdenes estrictas de la Gobernación de Tarapacá, Fuerzas Especiales de Carabineros llegó al sector de La Pampa, en Alto Hospicio, con el objetivo de desalojar a las 1.300 familias que vivían en la toma del sector. Lorena Zambrano (36), ecuatoriana, dirigenta e integrante de la Asociación de Migrantes y Promigrantes (AMPRO), se encontraba viviendo en la toma junto a sus tres hijos, todos menores de edad. 

“En el desalojo la máquina pasó, se llevó casas y no le importó que había abuelos y niños y niñas. Es duro ver tu casa en el piso, ver a tus hijos en la noche durmiendo en el piso. Tan brutal fue lo que pasó, que hubo una señora embarazada que perdió su bebé, hubo una señora a la que le volaron los dientes los carabineros, los niños lloraban, o sea, fue una cosa impresionante. Tuvimos que dormir en carpas, aguantábamos frío, se suponía que nos iban a traer baños químicos, pero nunca llegaron, y la gente al final comenzó a hacer hoyos para al menos tener un lugar donde echar tus necesidades biológicas”, relata Lorena, en medio de la pandemia, desde el campamento Barrio Transitorio de Emergencia Renacer de Alto Hospicio, lugar donde las autoridades locales reasentaron a las familias después del desalojo. 

En 2016, Fuerzas Especiales de Carabineros desalojaron a 1.300 familia del sector de La Pampa en Alto Hospicio. Crédito de fotos: 24horas.cl

Lejos de ser un lugar con condiciones de habitabilidad dignas, el lugar escogido por las autoridades fue, literalmente, un basurero. “Lo abrieron en cuatro partes y en ese cuadrado del medio dijeron ‘ya, ¿quieren estar aquí?’ y aquí nos tiraron. De ahí en adelante han venido las luchas por limpiar el campamento y por hacer otras reconstrucciones dentro de los mismos vecinos, pero ha sido difícil porque nos dejaron abandonados, apartados”, explica la dirigenta.

En la actualidad, el campamento donde vive Lorena cuenta con 250 familias y cerca de mil personas, quienes a través de la organización comunitaria han logrado tener acceso a luz y han negociado con los medios de transporte regionales para obtener movilización desde el campamento a la ciudad. 

El 70% de la población del campamento corresponde a población migrante, siendo los principales grupos los bolivianos, ecuatorianos y colombianos. La dirigenta cuenta que una de las cosas que ha llamado la atención este último tiempo ha sido la llegada de haitianos y haitianas que han migrado desde Iquique o desde la capital tras vivir situaciones de discriminación y racismo en las que han sido escupidos, golpeados y baleados.

«Habría que borrar esa canción ‘Si vas para Chile verás cómo se recibe al amigo cuando es extranjero’, habría que eliminar esa canción porque la realidad no es así. No podemos decir que el 100% de las personas en Chile, pero sí hay un alto índice de racismo», sostiene Lorena.

La dirigenta ecuatoriana de AMPRO, Lorena Zambrano.

-¿Cómo has visto la situación de la población migrante durante la pandemia? ¿Crees que estos actos de racismo y discriminación se han incrementado este último tiempo?

Efectivamente, ha aumentado el clasismo, el racismo, la discriminación y la xenofobia. Hay muchos migrantes que todavía no tienen sus papeles, el Estado todavía no ha dado una solución a las personas que se han quedado sin trabajo y estaban en procesos de tramitación de visas. Si tú le preguntas hoy día a una madre o un padre -sea chileno o extranjero- que tiene seis hijos, si dejaría de trabajar porque tiene Covid-19, obvio que no va a dejar de salir a trabajar porque la respuesta es “prefiero contagiar a diez mil, pero darle a mi hijo de comer”. El Estado tiene que encontrar una forma de proveer a estas familias que están contagiadas con lo mínimo, que son los víveres, porque si en tu casa tienes qué comer, por lo menos los 15 días de cuarentena no tienes para qué salir, porque por lo menos tienes alimento en tu casa. 

El asesinato por parte de la policía estadounidense del ciudadano afroamericano George Floyd indignó a la población mundial y, a partir de ello, en Chile revivimos episodios de racismo que terminaron con la vida de Joane Florvil, Monise Joseph y Rebeca Pierre, entre muchos otros hombres y mujeres haitianas. ¿Cómo ves la indignación que ha manifestado la sociedad chilena ante esta situación?

Ha habido un reconteo de las muertes que han sucedido antes y de otros compañeros que han sufrido racismo y discriminación. Sin embargo, es increíble cómo ha aumentado la discriminación ahora que descubrieron los cités donde hay haitianos contagiados, que han sido incitados por los discursos que lanza el gobierno, en los que tú ves la cuota de racismo al decir que los migrantes que están en cités son culpables de que tengamos el virus. Tienen esos discursos que llaman a que la gente se alce y nos vea como un enemigo infeccioso. Aquí vemos compañeros que han venido de Santiago, especialmente los compañeros haitianos, quienes han sido escupidos, baleados, maltratados. Y ¿quién se hace cargo de todo el daño psicológico que esas experiencias conllevan? Nadie. 

¿Cuáles han sido las principales demandas de la población migrante durante la pandemia? 

Lo mínimo que se pide en este Estado de Excepción es que haya una regularización inmediata, porque no es posible que migrantes que estaban trabajando con sus papeles, al haber una pandemia, sean despedidos siendo que estaban en proceso de regularización. Sí, efectivamente, el carnet se les va a actualizar un año más, pero después del año, ¿qué? Las cosas vienen graves y no creo que haya trabajo de la noche a la mañana. ¿Quién les devuelve su trámite? ¿Quién les devuelve ese dinero? ¿Quién les devuelve su tiempo? Nadie. Por eso nosotros pedíamos una regularización inmediata, que a todas las personas que están trabajando se les regule inmediatamente dos años más su carnet para que tengan la posibilidad de buscar un trabajo.

Otra imagen del desalojo que sufrió el campamento Barrio Transitorio de Emergencia Renacer de Alto Hospicio, en 2016

-Mencionaste la discriminación y episodios de racismo en contra de la población migrante en comunas como Quilicura. ¿Cómo son las condiciones de vida de la población migrante en estos sectores de la capital y en la ciudad de Iquique?

La ley no se ha hecho presente en cuanto a establecer cuál es la responsabilidad de la persona que te arrienda. No te dan ni siquiera un contrato, no te dan un papel de que tú le pagas y las condiciones son deplorables. ¿Quién sanciona a esa persona que arrienda la casa en ese estado? Es el dueño el que tiene la obligación de garantizar al menos un lugar cómodo donde vivir. Somos tratados como animales, esa es la realidad. No les interesa cómo viven los niños, sólo les importa el lucro. Nos tiran a la calle y nos sacan como delincuentes porque llaman a los carabineros. Eres como un delincuente por pedir un techo donde dormir. Yo me pregunto dónde están los derechos humanos, dónde está la humanidad, el respeto por las personas. 

Sin embargo, cuando son las campañas de gobierno, ahí sí nos llaman, cuando nos necesitan para alguna cosa, ahí estamos los migrantes. ¿Y ahora dónde está el gobierno para nosotros? Acá no contamos con el Servicio Jesuita Migrante, no hay casas para alojar a personas que están en la calle. ¿Qué va a pasar entonces? Todo el mundo se va a tirar a las tomas y el gobierno va a decir que no están autorizadas, pero es que entonces, ¿qué haces? Entre tener un techo, aunque sea mal hecho, a estar muriéndote de hambre y frío en la calle, no te toca de otra. 

-¿Cuál crees que es la importancia de los vínculos y formas de organización comunitarias para enfrentar una pandemia como la que estamos viviendo, en un contexto en el que la ayuda por parte del Estado ha sido prácticamente nula?

Acá, en Alto Hospicio, nosotras estamos colaborando con tres ollas comunes, le han puesto «El pueblo ayuda al pueblo» porque es la única forma: juntar todos los víveres para poder solventar el hambre de todos. La gente tiene que entender que uno no viene a vivir a las tomas porque Alto Hospicio prácticamente esté calificado como un foco de delincuencia y que todos venimos a robar, que aquí está la prostitución, etc. No, somos personas a las que el bolsillo no les da para más, el Estado mismo nos obligó a buscar otras instancias de vida y como migrantes tampoco tenemos la posibilidad de obtener una casa de la noche a la mañana si no tenemos papeles. 

Dentro de las principales falencias del proyecto de ley de migraciones que está en tramitación se encuentra la imposibilidad del cambio de categoría migratoria para la visa de turista en el país. Esto implicaría que las y los migrantes deberán volver a sus países de origen para tramitar el cambio de categoría. ¿Cuál es tu opinión sobre el proyecto de ley? 

Prácticamente, están llamando a que la migración sea un delito, porque si a la gente tú no la dejas estar como corresponde, ten por seguro que va a seguir pasando irregular. La ley migratoria va a jugarnos en contra siendo que debería ser más flexible para esas personas que les cuesta traer sus papeles, ya que en sus países también les cobran una barbaridad. En realidad, estas cosas tendríamos que sentarnos a negociarlas. ¿Cuánto va a perder el Estado y cuánto vamos a perder nosotros? Dentro de eso tenemos que llegar a un acuerdo, pero no se puede cuando el Estado decide todo y el resto ve cómo acatar, por eso no podemos decir que este es un país libre y democrático. Este país sigue siendo un país sin democracia, la democracia nunca existió en Chile, cada política que sacan es antidemocrática. El pueblo sigue oprimido y su opresor sigue arriba. 

Mientras sigamos así, van a seguir las marchas, las huelgas, la gente se va a seguir pronunciando. El estallido social no se ha calmado, está pausado por la pandemia, pero una vez que termine esto, la gente se va a alzar a las calles y vamos a tener a un Estado observando cómo todas las medidas no han sido suficientes para aplacar la ira del pueblo.

Marcha contra el racismo en Santiago de la Cátedra de Racismos y Migraciones Contemporáneas de la U. de Chile.

-La campaña “La humanidad somos todes”, de la Cátedra de Racismos y Migraciones Contemporáneas, la Universidad Abierta de Recoleta, la Red Nacional de Organizaciones Migrantes y Promigrantes, la Radio Universidad de Chile y la Radio JGM, busca preservar la vida en tiempos de pandemia y hace un llamado de humanidad ante los distintos casos de discriminación y racismo en contra de la población migrante. ¿Cuál crees que es la importancia de este tipo de iniciativas? 

Siempre, como organizaciones, deseamos que desde la universidad despertara esta hambre por trabajar en conjunto con nosotros. Estamos viendo que otros están entendiendo que la humanidad somos todes, que vivimos en un país donde no podemos seguir hablando de «los chilenos», que es un país donde estamos todos, todas y todes. Para nosotros ha sido un hecho fundamental para poder rebatir el racismo, la discriminación y que sean los mismos actores migrantes quienes aparecen. Yo creo que todas las personas que hagan parte de la campaña son la voz del que no puede hablar y esta campaña sirve para prevenir y evitar que no haya ninguna muerte más por culpa de la xenofobia y el racismo.

La ola racista

El racismo de Trump se ha transformado en una eficaz herramienta de campaña que no sólo le permite conseguir apoyos apelando al odio y miedo hacia el Otro, sino además aparece como un producto de exportación que se instala sin estridencia en Europa y América Latina, como parte del discurso político “razonable” que lo acoge sin resistencia. 

Así, la naturalización del lenguaje y del gesto racista expresado hace poco a través del insulto a cuatro congresistas del Partido Demócrata y de origen puertorriqueño, palestino, afroamericano y somalí, acusándolas de “despreciar” a Estados Unidos y de proceder “de países cuyos gobiernos son una completa y total catástrofe, y los peores, los más corruptos e ineptos”, para luego sugerirles que “vuelvan a esos lugares”, no puede leerse sino como parte de esa vieja forma de llegar a un electorado para quien la inmigración es el nuevo enemigo al que hay que combatir. 

La “moda” racista reaparece así como correlato de la ola migratoria provocada por millones de desplazados que intentan traspasar las fronteras. No sólo las de Estados Unidos y Europa, sino también las de Chile. 

Hace pocos días, un grupo de motoristas venezolanos que trabajan en Santiago para una empresa de delivery protagonizaron una manifestación subida a las redes sociales en la que reclamaban que Carabineros no los dejaba trabajar con sus licencias de conducir venezolanas mientras esperaban la chilena. 

La respuesta de miles de chilenos a ese posteo resultó francamente escandalosa. Porque una cosa era aclararles que debían regirse por las normas de Chile, y otra amenazarlos, insultarlos por su procedencia y color de piel y exigirles, al igual que Trump con las congresistas, que sencillamente retornaran a su país de origen. 

La “moda” racista reaparece como correlato de la ola migratoria provocada por millones de desplazados que intentan traspasar las fronteras. No sólo las de Estados Unidos y Europa, sino también las de Chile. 

Pese a la performance del Presidente de la República en Cúcuta, esa ola racista, expresada a diario en Chile contra los haitianos, hoy se traslada a los venezolanos luego de la llegada a la frontera norte de Chile de centenares de personas, lo que provocó una crisis humanitaria tras el cambio sorpresivo de las reglas migratorias, un giro, por decir lo menos, preocupante. 

Por ello se hace imperativo recordar los hallazgos y recomendaciones del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) en su visita a los complejos fronterizos Chacalluta/Santa Rosa y Colchane/Pisiga en junio y julio último, lo que explicaría no sólo el vergonzoso instructivo de la Dirección Nacional de Asuntos Consulares a las embajadas y consulados chilenos en el extranjero que señala que no se debe permitir que funcionarios de ese organismo realicen inspecciones o controles a las instalaciones; sino también la última arremetida de parlamentarios de derecha pidiendo la renuncia de Consuelo Contreras,  máxima autoridad del INDH. 

Así, luego de la visita de funcionarios del INDH a la frontera norte de Chile, entre los hallazgos y recomendaciones se apuntan los siguientes:   

—La existencia de una crisis humanitaria, con personas de nacionalidad venezolana expuestas a vulneraciones graves de sus derechos humanos y entre las que se cuentan personas necesitadas de protección internacional y grupos de especial atención (niños, personas mayores y enfermas, embarazadas, etc.). 

—Vulneraciones de la Ley 20.430 que regula el procedimiento para la solicitud de la condición de refugiado/a, negándose ésta en la frontera, sin formalización previa y no a través de resoluciones del Subsecretario/a del Interior tras recomendación de la Comisión de Reconocimiento de la Condición de Refugiado, según lo establecen las leyes y reglamentos.  

—Desconocimiento del rol del INDH y obstaculización del ejercicio de su mandato legal por parte de autoridades de fronteras. 

Estos episodios ocurren cuando en Chile diversas instituciones conmemoran los 80 años de la llegada del Winnipeg, un carguero fletado en 1939 por el gobierno de Pedro Aguirre Cerda. A cargo del Cónsul de Chile en París, el poeta Pablo Neruda, llegaron a Chile cerca de 2.500 republicanos españoles desde el puerto de Paulliac hasta Valparaíso, luego de pasar por el puerto de Arica, donde la población se volcó a las calles para darles la bienvenida.  

La carga de este barco era invaluable. Pese a sus dolores, estos centenares de hombres y mujeres dejaron huellas en todos los campos, especialmente en el arte, las ciencias y el pensamiento. Eran refugiados que venían a un país extraño que los acogía, una tierra, como escribió Neruda, que “No es tu tierra/te despierta la luz/y no es tu luz/la noche llega/faltan tus estrellas”. 

Sin embargo, ni esos ni otros versos se escuchan en nuestras fronteras hoy. Y mientras en Europa las embarcaciones repletas de refugiados naufragan, en Chile los ecos xenófobos son replicados sin pudores ni contrapesos, porque aquí la moda tarda, pero siempre llega.      

El sueño amerikkkano

Por Claudia Lagos

El 18 de marzo pasado, Stephon Clark, de 22 años, fue acribillado por policías en el patio de su casa en Sacramento, California. Los oficiales pensaron que era el sospechoso que buscaban, el que había quebrado vidrios de autos y de propiedades en el barrio, según la denuncia recibida al número de emergencias 911. Clark recibió 20 balazos. Los videos liberados por la policía grabados por cámaras que portaban los efectivos y el helicóptero que sobrevolaba la zona, muestran los múltiples disparos en la espalda, a corta distancia, y la nula oportunidad de Clark de haber zafado de su ejecución. Clark, afroamericano, estaba desarmado. Los policías aseguran que confundieron el teléfono móvil de Clark con un arma.

El asesinato a mansalva ha desatado protestas callejeras de la comunidad de Sacramento que aún no se apagan, tal como sucedió antes en Ferguson, Baltimore, Baton Rouge, Charlotte, New York y otras incontables comunidades donde ser joven y afroamericano implica un riesgo vital si la policía se cruza en tu camino. De hecho, datos de distintas fuentes concuerdan en que los afroamericanos tienen más posibilidades de ser baleados por la policía que los blancos.

La brutalidad policial, entre otras manifestaciones del racismo en Estados Unidos, ha gatillado el movimiento #BlackLivesMatter y la adhesión de connotadas figuras públicas. Numerosos deportistas, por ejemplo, llevan varios años manifestándose públicamente contra las víctimas de la brutalidad policial y del racismo, donando a activistas y organizaciones que luchan por una mayor justicia racial o disputando, en la esfera pública, en sus cuentas de Twitter, en las entrevistas en canales de televisión o radio los discursos de supremacistas blancos. Varios connotados jugadores de las ligas profesionales de básquetbol femenino y masculino, así como también del fútbol americano, entre otros, han devenido activistas.

Pero la brutalidad policial es sólo una de las manifestaciones de la discriminación racial en Estados Unidos. El país tiene las peores tasas de muerte materna del mundo industrializado pero las mujeres afroamericanas tienen más posibilidades de morir después del parto producto de negligencias médicas o falta de cuidados de parte de los equipos médicos debido a prejuicios raciales. Los mismos prejuicios que explican la alta tasa de rechazo de solicitudes de créditos hipotecarios a estadounidenses afroamericanos o latinos, por ejemplo.

La retórica instalada por el actual presidente, Donald Trump, desde su campaña en 2016, no ha hecho sino empeorar las cosas: En el lanzamiento de su campaña dijo que los mexicanos son “criminales” y “violadores” y ha insistido en que construirá una muralla en la frontera con México. El año pasado dijo que todos los inmigrantes provenientes de Haití tienen SIDA, que 40 mil nigerianos nunca volverían a sus “cabañas” una vez que vean Estados Unidos y que por qué en vez de recibir migrantes haitianos o africanos no recibían más noruegos. Además, ha dicho reiteradamente que ciudades con población mayoritariamente afroamericana o latina son “zonas de guerra distópicas” y calificó a los puertorriqueños que criticaron la lentitud y escasez de la ayuda federal después del Huracán María como “ingratos”. Las críticas de los boricuas al abandono del gobierno federal son más que justificadas: varios meses después de que el huracán golpeara la isla, hay vastos sectores sin luz o agua potable.

Por el contrario, Trump ha sido condescendiente con los líderes supremacistas blancos y no se inmutó en rechazar el apoyo público a su campaña de parte de quien había sido uno de los máximos líderes del Ku Klux Klan. The New York Times, por ejemplo, rastreó dichos y acciones racistas de Trump en su trayectoria empresarial y pública bien temprano en los 1970s.

Esta retórica se ha materializado en políticas impulsadas por el gobierno federal en el último año y medio tendientes a impedir el ingreso de ciudadanos de algunos países mayoritariamente musulmanes, a recrudecer la deportación de inmigrantes indocumentados, y en desmantelar las políticas actualmente vigentes que protegen a hijos de inmigrantes indocumentados que fueron traídos a Estados Unidos por sus padres siendo niños, como son la Development, Relief and Education for Alien Minors Act (Ley de Fomento Para el Progreso, Alivio y Educación para Menores Extranjeros), conocida como DREAM, y la Deferred Action for Childhood Arrivals (la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia), conocida como DACA, por mencionar sólo algunos ejemplos.

Esto ha implicado, además, una guerra verbal y administrativa entre el gobierno federal y algunos estados y gobiernos locales (condados) que han adoptado políticas más proactivas en la protección de migrantes y que son conocidas como ciudades o estados santuarios. El ánimo anti-migrantes es palpable, por ejemplo, en el aumento de ataques a musulmanes, sobrepasando incluso los registrados el 2001, el año del atentado a las Torres Gemelas. Y eso que estas cifras consideran sólo los casos que fueron reportados al FBI. Buena parte de las víctimas son mujeres que usan hiyab y que enfrentan desde insultos hasta agresiones físicas en intentos por arrancarles el velo.

Ese fue el caso de mi amiga Shughla, musulmana, que usa hiyab. Después de unos meses sin vernos, la encontré sin su velo. Me contó que había decidido usarlo sólo en espacios privados y protegidos después del último de varios incidentes callejeros: un hombre en el metro la inslultó a viva voz por llevar su hiyab, sin que nadie dijera o hiciera nada.

De primera mano

La ciudad donde vivo con mi esposo y mis dos hijos mientras curso mi doctorado es pequeña y la presencia de una universidad con una numerosa población de estudiantes internacionales de prácticamente todos los rincones del mundo influye en que la comunidad sea relativamente más abierta a la diversidad. Sin embargo, ha habido varios incidentes contra hispanos, musulmanes y afroamericanos. Por ejemplo, en la universidad hay centros de investigación y docencia especializados en temáticas sobre latinos, latinoamericanos, afroamericanos y asiáticos, que en los dos últimos años han sido rayados con insultos en sus paredes.

Mis hijos asisten a una escuela bilingüe español-inglés y la comunidad hispana y latina es numerosa, incluyendo algunos indocumentados. Por lo tanto, las autoridades escolares y el personal de la escuela han sido muy activos en proveer información, apoyo social y recomendaciones sobre qué hacer en caso de que las personas se enfrenten a redadas de la migra (que es un organismo federal y no local).

En este contexto, quienes se encuentran sin sus documentos migratorios en regla están comprensiblemente preocupados y han modificadoalgunas prácticas cotidianas con el objetivo de disminuir cualquier riesgo de enfrentar a la policía, lo que incluye enseñarle a sus hijos qué hacer y qué decir en caso de que la migra toque a su puerta, así como también han firmado un poder legal a nombre de amigos estadounidenses que, generosamente, quedarían al cuidado de los niños si es que sus padres son detenidos y/o deportados.

Algunos migrantes han dejado de recurrir a ciertos servicios sociales con el objetivo de evitar cualquier riesgo potencial, ya sea real o aparente. Las deportaciones en Estados Unidos no son nuevas ni han sido esporádicas o a pequeña escala. Barack Obama, por ejemplo, expulsó a más de 2 millones y medio de personas durante sus ocho años de mandato. Sin embargo, en su primer año de gobierno, Trump arrestó más indocumentados que los que había realizado la administración de Obama el año anterior. Es decir, hay más redadas y, por lo tanto, también más temor.

Pero la furia y la discriminación no distinguen si el estatus migratorio de una persona está en regla o no. Sólo identifican pieles, acentos y lenguaje. Y eso basta para que el gringo en la sala de espera del hospital murmure molesto que “por qué no hablan inglés, si en este país se habla inglés”; o que otro baje la ventanilla y le grite de su camioneta andando a una mujer en otro auto, en la carretera, que “por qué no te vas de vuelta a tu país”, a pesar de que Estados Unidos es su país de residencia, según sus documentos en regla. O cuando a mi marido le han preguntado, con cara de pocos amigos, si es del Medio Oriente o de qué parte de México viene. La denominación legal para los inmigrantes en Estados Unidos, la de aquellos con su documentación de estadía en regla, es “alien”.

En estos pocos años viviendo acá, creo que el vocablo captura muy bien la conflictiva relación de la sociedad estadounidense con su población migrante. Con o sin documentos, trabaja, contribuye a sus escuelas, a sus comunidades, a la cultura local y nacional.

Un llamado de atención del INDH

A mediados de diciembre último, en una ceremonia encabezada por la Presidenta de la República y representantes de otros poderes del Estado, y en la que participó como maestra de ceremonia la protagonista de la película “Una mujer fantástica”, Daniela Vega, el Instituto Nacional de Derechos Humanos hizo entrega de su VIII Informe Anual, que contiene tanto el balance como las recomendaciones que deben ser abordadas por el conjunto de las autoridades públicas.

Entre los aspectos negativos que destaca este informe que contiene los avances y retrocesos están las manifestaciones de discriminación hacia las mujeres, la niñez trans e intersex, los pueblos originarios e inmigrantes, las condiciones de las personas internadas en unidades siquiátricas de larga estadía, la situación de las y los adolescentes que están en los centros de protección directa del Estado, el resguardo de la biodiversidad y el cambio climático, la justicia transicional y las políticas de reparaciones a las víctimas de la dictadura.

Uno de los elementos que acompañaron este trabajo fue el llamado de atención que develó la encuesta elaborada por el INDH, que pone el acento en materia de migración y racismo, con datos que demandan políticas que deben ser asumidas con urgencia. Por ejemplo se apunta a que, si bien un 71,3% se muestra de acuerdo con la afirmación de que “con la llegada de inmigrantes a Chile hay mayor mezcla de razas”, el 68,2 % responde afirmativamente ante la pregunta de si está  de acuerdo con medidas que limiten el ingreso de los inmigrantes al país, lo que para el organismo de derechos humanos “resulta preocupante porque constituye un derecho esencial que las personas puedan moverse libremente y establecerse en lugares diferentes a su país de origen”.

En esta línea, la encuesta de percepción sobre los migrantes realizada a 2.047 chilenos mayores de 14 años , hombres y mujeres de todas las regiones del país, aporta otros datos alarmantes, como que un 76 % de la población ha sabido o presenciado al menos una vez hechos contra migrantes como menosprecio(76%), burlas(78,3%), intimidaciones (66,5%), escupitajos (54,2%), insultos (79,8%), golpes (69,5%), agresiones sexuales (44,5%), apuñalamientos (58,7%), y asesinatos (51,9%). El documento agrega que “estas situaciones tienden a acentuarse entre la población joven, los segmentos socioeconómicos más bajos y la zona norte del país”.

Si a lo anterior se suma que un tercio de la población piensa que la mayoría o gran parte de los chilenos considera ser más blanco que otras personas de países latinoamericanos, el informe nos invita no sólo a hacernos cargo de una realidad que  además tiene una expresión cotidiana dramática como la que le costó la vida a la joven haitiana Joane Florvil, sino también a asumir políticas públicas que enfrenten esta y otras realidades que son explicitadas en  esta cuenta anual.

En este sentido no basta que Chile dicte una ley migratoria democrática dentro de los marcos y compromisos que el país ha suscrito en materia de derechos humanos. Entre otras medidas, hace falta también un mayor rigor y tolerancia cero de los medios de comunicación frente a discursos xenófobos y racistas, así como una ciudadanía más alerta y comprometida.

Desde la Universidad de Chile, junto a los estudios y acciones emprendidas de manera transversal, se suma ahora la Cátedra de Migración y Racismo Contemporáneo de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones, que se encuentra en su etapa de tramitación y que con la coordinación académica de María Emilia Tijoux asume que aportar a la reflexión sobre las causas y consecuencias de las migraciones contemporáneas y el avance del racismo en el país requiere necesariamente proponer desde la academia una aproximación amplia y actual del tema, de modo que como sociedad internalicemos que cuando nos referimos a la migración y el racismo no sólo se trata de un ejercicio teórico, abstracto o histórico, sino que también constituye un elemento fundamental del presente y futuro que como país queremos construir.

Escenas de racismo cotidiano

“Queridos compatriotas, sabemos que estamos viviendo momentos difíciles, todos pueden verlo en las noticias y en las redes sociales, pero les quiero informar que vienen momentos peores, pero sé que somos un pueblo resiliente y vamos a poder sobrevivir”. Así comenzaba su saludo el profesor de lenguaje y migrante haitiano, Yvenet Dorsainvil, cuando presentaba en la Casa Central de la Universidad de Chile el primer diccionario kreyol-español de su autoría, en un salón repleto de haitianos.

Era inicios de julio de este año, y esa tarde de fiesta para cientos de migrantes de todas las edades que se congregaban para celebrar este gesto que facilitaba el encuentro entre dos pueblos, dos culturas, dos idiomas, era empañado por el anuncio de la nueva exigencia de solicitud de visa para los migrantes haitianos.

Un anuncio efectuado pese a las demandas de distintos sectores de una nueva ley migratoria con enfoque de derechos y no de seguridad nacional como opera actualmente. Una ley que data de 1975 y que concibe al migrante más como un enemigo interno que como un ser humano digno de acoger.

Algo del espíritu de esa ley promulgada en plena dictadura debe haber sentido en carne propia la joven Joane Florvil cuando intentó explicar a los guardias y luego a carabineros que ella no había abandonado a su bebé. Pero no sólo la barrera idiomática sino el racismo y la discriminación que se extienden como una lacra en todos los ámbitos de la sociedad chilena completaron lo que se transformaría en un episodio cruel que retrata a un país entero.

La mujer de 28 años había sufrido el robo de su cartera mientras estaba en la Oficina de Protección de Derechos de la Municipalidad de Lo Prado. Para salir tras los pasos del ladrón, dejó a su pequeña hija en coche al cuidado de un guardia. Cuando regresó, alguien del municipio había llamado a carabineros acusándola de abandonar a la niña. Joane no logró hacerse entender, no pudo explicar tampoco que su marido estaba realizando un trámite en una oficina de empleos, y terminó detenida en una comisaría, con su hija entregada en custodia al Sename, y luego internada en la Posta Central por golpes que se habría provocado por la desesperación, para después ser trasladada a otro centro hospitalario donde finalmente murió.

La prensa en esos días también aportó a esta cadena de equívocos alentada por la irresponsabilidad de quienes tienen el deber de confirmar los hechos y no plegarse a las lógicas discriminatorias. En titulares como “Detienen a mujer que dejó abandonado a hijo de dos meses”, publicado por La Tercera el 31 de julio, o “Mujer que abandonó a bebé se dio cabezazos en celda y está en la Posta”, del diario La Cuarta, se escurre no sólo el rol de los medios en la construcción de una sociedad más decente como la dimensión ética y profesional de cada uno de ellos.

En un país donde el origen indígena es negado o bien criminalizado, y en el que algunos de sus políticos en plena campaña electoral vinculan migración con delincuencia, o bien llaman a “seleccionar” migrantes, hechos como los ocurridos a Joane no son casuales.

Hace poco nos enteramos que un taxista que circulaba en la comuna de Renca decidió expulsar de su vehículo a una pareja de colombianos que se dirigía a un centro asistencial cuando la mujer estaba a punto de dar a luz. En plena vía pública, Lina García, de 21 años, tuvo a su hijo y en estado de shock vio cómo se le moría en la calle.

Estos hechos nos exigen repensar el país que hemos construido en relación a la educación en Derechos Humanos, a la formación de una ciudadanía respetuosa del otro distinto, y a la dimensión que tienen en el debate público aquellos discursos discriminatorios y racistas que han calado de manera alarmante en diferentes estratos de nuestra sociedad.

Porque si bien se trata de alcanzar una política migratoria democrática, dentro de los marcos y compromisos que el país posee en materia de DDHH, también debemos hacernos cargo desde la política, los medios, los colegios y universidades de esa pulsión discriminadora y racista que cada tanto afloran con la naturalidad de quienes se sienten superiores. La pregunta sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo está más vigente que nunca y no responderla hoy puede llegar a ser un acto criminal.