Acoso sexual y cambio cultural

Para Hobsbawm, uno de los efectos más relevantes del mayo francés que marcó la década del ‘60 en gran parte de Europa y Latinoamérica fue el cambio cultural que se venía gestando y que se traducía entre otros aspectos en la demanda de mayor incorporación de la mujer al trabajo; la píldora anticonceptiva y la apertura y liberalización de las relación sexuales, así como el cuestionamiento al patriarcado y a otras formas de expresión de la autoridad.

No era la Toma de la Bastilla ni la instauración de otro régimen lo que movía a los miles de manifestantes que ocupaban las calles pintando en los muros que se prohibía prohibir y que levantaban como consigna “la imaginación al poder”. Fue un fenómeno social y político que sin duda puso en jaque al poder establecido, pero que no surgió en las fábricas, sino al interior de los campus universitarios, atravesando incluso las fronteras ideológicas impuestas por la propia Guerra Fría.

Muchos de esos aires de cambio expresados cotidianamente en las relaciones humanas y jerárquicas se perciben hoy en medio de las crisis propias y ajenas que habitan dentro y fuera de nuestras fronteras. Cambios que ponen en cuestión temas y formas de comportamiento naturalizados por décadas, muchos de los cuales pasaron inadvertidos incluso para la vieja izquierda pese a los discursos emancipadores y libertarios que cruzaron el siglo XX. Temas y formas que hoy las nuevas generaciones no están dispuestas a dejar pasar.

Por ejemplo, la relación de respeto hacia los derechos de los pueblos originarios; la valoración y defensa de nuestro ecosistema; la defensa a los derechos de las disidencias sexuales; el respeto a la autonomía de las mujeres en torno a sus cuerpos y sus derechos sexuales y reproductivos; sus derechos al trabajo y a la igualdad salarial frente a los hombres; su derecho a no ser discriminadas, ni cosificadas, ni asesinadas por el hecho de ser mujeres.

De ahí que hoy resulte un escándalo lo que antes podía haber sido “una humorada”, como lo ocurrido con el episodio de la “muñeca inflable”, desnuda, con la boca tapada y exhibida como trofeo de empresarios y políticos; los hechos de la fragata Lynch, cuando nueve marinos grabaron en la intimidad de sus dormitorios a cinco de sus compañeras de armas; o que sea inadmisible que estudiantes sean objeto de acoso sexual de parte de sus pares o profesores en los campus de nuestras universidades y, lo que es peor, que algunos de esos “maestros” salgan en defensa de los acosadores calificando las denuncias como “sobrerreacción casi nerviosa”, en tanto ponían en peligro las “brillantes carreras” de algunos de los acusados.

Hacerse cargo de esos procesos de cambio representa un desafío tanto en materia de legislación y políticas públicas como en la implementación de protocolos y normas claras que den respuesta a las actuales demandas de igualdad, dignidad y no discriminación que se levantan con fuerza en todos los espacios de nuestra sociedad.

Sin duda, lo más difícil es cambiar la mirada sobre aquello que por siglos ha sido naturalizado, más aún cuando quienes se resisten son líderes de opinión o figuras que han sido objeto de admiración para los propios jóvenes.

En la Universidad de Chile, institución en la que también ha habido denuncias sobre el tema, luego de elaborar y difundir en las aulas manuales contra el acoso sexual y contribuir como política institucional a establecer normas de acompañamiento, investigación y sanciones, ahora se acaba de aprobar un completo articulado que se hace cargo del tema de manera integral, a través de una política para prevenir el acoso sexual, y un protocolo de actuación ante denuncias sobre acoso sexual, acoso laboral y discriminación.

Se trata de un hecho inédito en las instituciones de Educación Superior en Chile y de una noticia digna de celebrar. Lo que falta ahora es que en cada aula, campus o biblioteca, concluya el necesario y urgente cambio cultural.

La sorpresa del siglo

Por Diamela Eltit, desde Estados Unidos.

A la mañana siguiente de la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos hubo un silencio extenso, de tal magnitud que parecía que la ciudad de Nueva York se hubiera fugado de sí misma. Se consolidó así una de las elecciones más bizarras de la historia reciente del país, con un candidato que hizo de la agresión y de una serie de promesas asombrosamente falsas y superficiales su sello identitario. A medio camino entre la ficción, la farándula y la realidad, culminó la prolongada escena en la que Trump actuó su rol de “jefe” de una compañía que se llamaba Estados Unidos.

La prensa, de manera absorta, apoyó a Hillary Clinton y, más todavía, algunos de los republicanos emblemáticos retiraron su soporte al candidato que debía representarlos. Todo forma parte de un apretado nudo político, social y mediático que todavía no termina de clarificarse, más allá de las diversas opiniones, de las analíticas, de las múltiples incertezas.

Pero lo que sí parece necesario enfatizar es que antes de la elección y a pesar de las encuestas, de los pronósticos o de la seguridad de la prensa, existía una “presencia Trump” poderosa que recorría todo el espectro social y lo mantenía curiosamente indemne, sin considerar las aseveraciones que negaban sus posibilidades.

A partir de la “mañana siguiente”, cuando Estados Unidos realmente “despertó” silenciosa, asombrada o frenética, pero nunca indiferente, empezó una y otra vez la imperiosa tarea de intentar entender lo que había pasado. Términos de moda como posverdad (cuya conceptualización está instalada hace más de diez años) se inscriben ahora con una fuerza nueva, una y otra vez, luego de que fuera legitimado por el prestigioso diccionario de Oxford a partir, precisamente, del resultado inesperado del Brexit inglés. Este término se refiere al triunfo de lo emocional sobre la realidad que esta emotividad recubre. En ese sentido, parece necesario recordar a Pierre Bourdieu cuando habla de “efectos de verdad” producidos fundamentalmente por los territorios mediáticos y hay que agregar, también, las redes sociales y sus intervenciones y distorsiones.

Desde luego, en lo personal, sería incapaz de leer qué sucedió para que un candidato tan lineal, curioso y extremo se convirtiera en presidente de los Estados Unidos. Más bien, para mí, lo importante fue entender que la democracia estadounidense porta una paradoja, pues no son coincidentes el voto directo y el resultado electoral.

En ese sentido, desde el conteo electoral por estados Trump venció ampliamente y se erigió como presidente. Pero desde la votación ciudadana perdió también de manera consistente. Esta diferencia, al parecer, es la más rotunda en toda la historia electoral de los Estados Unidos.

Otro punto neurálgico se ha centrado en señalar que los votantes de Trump pertenecerían, en gran número, a los sectores más pobres de la población blanca. Una clase trabajadora desplazada por la globalización capitalista y tecnológica (el uso de robots como fuerza de trabajo) que fue cautivada por un discurso paradisíaco que prometía una vuelta atrás, al retorno hacia una sociedad productiva, protagonizada por esos trabajadores legendarios, relegados por una mano de obra radicada ahora en China, India o en México, entre muchos países.

Sobre estos votantes, de manera injusta, recae todo el resultado electoral. Son esos blancos expulsados de su cultura obrera los que absorben la responsabilidad. Sin duda, como en todas partes, existen numerosos grupos populares inflamados por un nacionalismo escolar, por fobias, por pensamientos y conductas alarmantes de corte fascista. Pero definir al conjunto de los trabajadores como “ignorantes” y adjudicarles enteramente el resultado de esta elección, parece una reacción clasista. La primera pregunta debería establecerse sobre una extrema debilidad del mismo Partido Republicano y su frente de postulantes con tradición y experiencia política que, sin embargo, no lograron convocar a sus propias bases. Donald Trump es un outsider sin una militancia ni historia en el partido y, por supuesto, sin ninguna experiencia en cargos de representación pública. Por otra parte, el Partido Demócrata no consiguió perforar el discurso “trumpista” porque existe un malestar laboral que se arrastra desde la crisis y una distancia ideológica, básicamente, con los jóvenes cansados del neoliberalismo que los agobia.

Hay que señalar que el Partido Demócrata experimentó una derrota en todos sus frentes por la pérdida de representantes en las cámaras. En ese sentido, el “legado” del presidente Barack Obama está en franco riesgo ante las sucesivas promesas de Trump de terminar con el programa de salud pública, llamado también Obamacare; el mismo suspenso se yergue ante la reanudación de relaciones diplomáticas con Cuba o los acuerdos con Irán, la inversión en cuidado de medioambiente, entre otras materias.

Por otra parte, el discurso Trump deshizo conquistas importantes conseguidas por luchas civiles y puso sobre el escenario público la arrogancia del poder del dinero y su saber en torno a recursos mediáticos para establecerse como centro de la atención pública. Ninguno de sus insultos y exabruptos detuvo su inscripción. Su debilidad conceptual quedó en evidencia en cada uno de los debates donde se refugió en meros clichés y la promesa de “hacer grande a los Estados Unidos otra vez”. Así, desde una posición de una derecha ultra populista, nacionalista y racista, se generó un personaje que daba una impresión, hasta cierto punto, freak. Pero atravesando las analíticas y las lógicas, resultó electo el presidente del país más poderoso y del que desconfían casi la totalidad de los líderes del mundo, salvo su “aliado”, el presidente Putin.

Hoy, nadie sabe con certeza cuáles serán las claves de su gobierno. La designación de multimillonarios, ejecutivos y generales en su gabinete y puestos claves presagia un devenir, por decir lo menos, especialmente difícil a nivel interno y de alto riesgo en los espacios internacionales.

No se trata solamente de que Trump haya ganado una elección, sino que hay que considerar la magnitud del rechazo que concita y que mantiene al país dividido y hasta enfrentado. Una profesora de California aseguró que se trataba de una elección “terrorista”. Las marchas, protestas, resistencias, se suceden. Para el 21 de enero hay convocada una marcha nacional de mujeres en la ciudad de Washington contra el presidente electo por sus manifiesta misoginia.

Suposiciones, rumores y trascendidos marcan el curso de este tiempo transicional. Se dice que no respeta los protocolos, que durante las reuniones de trabajo no escucha a nadie porque está permanente tweeteando de manera frenética y adicta, que los conflictos de interés que mantiene son de una dimensión incalculable, que sus verdaderos asesores son una de sus hijas, Ivanka, y su yerno.

Desde luego, la situación es crítica. Pero más allá de la posverdad que demostró la elección estadounidense, lo que habría que observar es si acaso no podríamos estar en los inicios del tiempo de la pospolítica. Un tiempo en el que el proyecto neoliberal se materializa en toda su dimensión, descarta la política institucional como eje y transfiere el poder a multimillonarios aliados al poder militar, produciendo así una ecuación perfecta. Generales que garantizan el incremento de la industria de la guerra y multimillonarios que proyectan y ejercen su extremo narcisismo, desprecian la pluralidad y usan al Estado para multiplicar sus fortunas.

Internet, burbujas de opinión y noticias falsas

Por Claudio Ruiz y Pablo Viollier.

En 2006 Yochai Benkler publicaba The Wealth of Networks. Allí, haciendo un guiño a Adam Smith, Benkler teorizaba sobre la sociedad de la sociedad de redes a la que dio paso la denominada sociedad de la información industrial. El libro sugiere que los cambios en medios de producción, consumo e intercambio de contenido supondrían beneficios para construir una sociedad cada vez más abierta e igualitaria.

De alguna forma, el influyente libro de Benkler entregaba un sustento teórico a un fenómeno tan novedoso como acelerado, aquel que destruía la distinción emisor-receptor propia de la era industrial para dar paso a un estadio donde sería la tecnología la que disminuiría de manera radical las brechas existentes, pudiendo cualquiera ser un emisor de contenidos online, sin necesidad de pasar por las anquilosadas estructuras de los medios de comunicación tradicionales.

Diez años después de la publicación de The Wealth of Network vale la pena preguntarse qué tan fundado estaba el optimismo expresado por Benkler en el potencial democratizador de Internet. La misma Internet que permitió la irrupción de los blogs, redes sociales y Wikipedia también permitió la existencia de violencia de género y discriminación online, supresión de contenidos críticos y formas novedosas de censura. En este mismo sentido, a propósito de la última elección presidencial estadounidense, ha llamado la atención la aparición de conceptos como las burbujas de filtros y las ‘fake news’, en las que quisiéramos detenernos con algo más de detención.

Burbujas de filtros

La popularidad de los servicios online más populares depende, en gran medida, de la capacidad que tienen de mostrarnos aquello que queremos ver. Eso explica, por ejemplo, que Facebook cambie hace años la forma en que presenta el contenido en su página principal, desde un criterio cronológico a una fórmula algorítmica misteriosa cuya decisión toma en cuenta con quiénes hemos interactuado últimamente, dónde nos encontramos, qué perfiles hemos visitado con anterioridad, entre otros factores. Lo mismo ha hecho, más recientemente, Instagram y Twitter. Asimismo, Google es capaz de mostrarnos resultados más “precisos” gracias al data mining y nuestro historial pasado de búsqueda.

Que nuestros principales métodos de comunicación y de obtención de información nos muestren preferentemente lo que queremos ver no puede sino tener consecuencias en la forma en que nos informamos e interactuamos. Varias estadísticas muestran cómo, en particular los jóvenes, se informan primordialmente cada vez más a través de redes sociales (incluso cuando redirijan a grandes sitios de noticias) que directamente en sitios o medios tradicionales de comunicación. Sin embargo, la información que se despliega ha sido procesada previamente por un algoritmo que ha decidido cuáles son las noticias más relevantes para cada uno de nosotros. Lo que vemos allí no son sólo aquellas cosas que nuestras redes y amigos comparten. Son aquellas noticias e informaciones que queremos leer.

Esto es lo que se ha denominado la “burbuja de filtros” y se le ha achacado un deterioro en la capacidad de discusión democrática. Después de todo, ¿cómo aprenderemos a discutir con posiciones distintas a la nuestra si el contenido que consumimos sólo refuerza nuestra posición ya adquirida? Autores como Cass Sunstein han demostrado que si sólo nos exponemos a argumentos similares tenderemos a extremar posiciones, debilitando una discusión de ideas racional e igualitaria. Expuestos a una constante reafirmación positiva, hasta lo irracional puede llegar a sonar lógico.

Noticias falsas

La estructura actual de la economía digital se sustenta, en buena medida, en la publicidad. Google y Facebook son, básicamente, grandes empresas cuyo modelo de negocio no reside en la oferta de servicios, sino en la gestión de publicidad finamente orientada a perfiles de usuario. Lo que los usuarios pagan a cambio de un servicio de búsqueda online de calidad o por participar en una red social como Facebook es el costo de la información personal que es procesada para enviarnos publicidad contextual.

Es por ello que buena parte de los modelos de negocio asociados a contenido online están vinculados al tráfico de visitas, tráfico que supone finalmente mayores tasas de retorno por publicidad. Medios tradicionales han debido explorar diversos métodos para mejorar sus SEO (Search Engine Optimization) para obtener visitas que, mayormente, provienen de búsquedas online.

De la mano de este modelo de negocio surgen sitios web que intentan capturar visitas a través de agresivas estrategias de SEO que han derivado en los últimos meses en la creación de sitios que no sólo intentan mejorar sus técnicas para titular sus noticias y hacerlas más atractivas, sino que derechamente desentenderse de la veracidad del contenido y ofrecer contenido falso. Contenido no verificable, pero atractivo para masas de visitas que parecen preferir hacer click allí donde se anuncian hechos improbables antes que la aburrida descripción de la cotidianidad. “Viralizar” se transforma en hacer explotar a través de las redes enlaces a lugares donde, en el fondo, más importa su atractivo masivo antes que su veracidad.

Regular el contenido no es la solución

Ante este desafío no han faltado las voces que han exigido a los intermediarios de contenido tomar cartas en el asunto. Algunos afirman que son estos intermediarios -Google, Facebook, Twitter, otros- quienes tienen un deber de control editorial, tal como cualquier medio de comunicación. Soluciones como ésta no hacen sino amplificar el problema y llevarlo a otro lugar: en vez de hacer que sea lo atractivo de un enlace lo que lo haga viralizable, será la decisión editorial de la empresa dueña de la plataforma la que determinará la veracidad de los contenidos. Decisión editorial que será tomada por un programa computacional, de que se tiene poco o nada de control externo fuera de la compañía.

Los efectos de la burbuja de filtros pueden atenuarse a través de mecanismos de transparencia algorítmica. Estos deben permitir al usuario saber los criterios utilizados para desplegar información y tal vez permitir elegir mecanismos distintos de ordenación, tales como cronológico o aleatorio.

Ni las noticias falsas ni las burbujas de filtros deben ser combatidas a través del control de los contenidos. Los mecanismos de solución deben permitir más y no menos expresión y ofrecer cierta transparencia en la forma en la que los contenidos son presentados a través de sus redes. De otra manera, las soluciones que se planteen, en lugar de mejorar, empeorarán las condiciones de debate y discusión pública.