McKenzie Wark: reinventar el futuro

El crítico cultural australiano, autor de más de una decena de libros, es uno de los intelectuales que está desarmando las formas de pensar y producir el conocimiento hoy, en tiempos en que, según dice, la academia necesita reformular el lenguaje y forjar redes de camaradería para hacer frente a un porvenir tan incierto como oscuro. En esta entrevista, habla sobre los retos de trabajo intelectual en el siglo XXI y, de paso, propone a Žižek como el signo de la muerte del viejo intelectual público.

Por Evelyn Erlij

“Alguna vez tuvimos intelectuales públicos, pero quizás, en la era de los medios digitales, ya no es lo que necesitamos”, dice McKenzie Wark (1961) en un video del colectivo estadounidense DIS, famoso por sus proyectos artísticos que tensionan la relación entre cultura y capitalismo. Su voz se escucha, pero en la pantalla sólo aparece su mano que escribe en un pizarrón conceptos como “sociedad de control”, “democracia”, “ellos/nosotros”. El plano se abre y se ve que su cuerpo no tiene cabeza: esta yace sobre una mesa, al costado, mirando y hablando hacia la cámara. De eso, en parte, se trata el futuro para este teórico australiano: de dislocar el conocimiento, de desarmar las ideas preconcebidas, de deconstruir las formas de entender el cuerpo y el saber. También de obligar al lenguaje a crear realidades distintas, partiendo por la suya: para referirse a su persona, Wark prefiere que se hable de “ellos”. El “ellos singular”, valga la aclaración, es la forma que en inglés se usa para las personas que no tienen un género específico.

Hace más de veinte años se trasladó a Estados Unidos, donde hoy es catedrático de Estudios Culturales y Medios de Comunicación en la New School for Social Research de Nueva York, lugar desde el que se ha perfilado como uno de los ensayistas y pensadores marxistas más interesantes de las últimas décadas. Varios de sus libros han sido publicados por la prestigiosa editorial Verso Books —la misma que desde fines de los 70 ha editado a autores como Fredric Jameson, Edward Said, Eric Hobsbawm y Judith Butler—, y entre ellos están Un manifiesto hacker, (2004), en el que sostiene que los hackers son una nueva clase social en tiempos en que el poder yace en quien controla la información; La playa bajo la calle (2018), un ensayo sobre el legado de la Internacional Situacionista, la organización de intelectuales revolucionarios fundada en 1957; y Molecular Red: Theory for The Anthropocene (2016, aún sin traducción), en el que aborda la crisis medioambiental haciendo un cruce entre ciencia ficción, posthumanismo y marxismo.

Uno de los temas predilectos de Wark son las nuevas tecnologías y los cambios socioculturales que han provocado en las formas de comunicarse e informarse, y por lo mismo no extraña su omnipresencia en las redes sociales, donde a ratos se le ve abriendo hilos sobre Hegel o respondiéndole al esloveno Slavoj Žižek —actual rey de los filósofos mediáticos— por alguno de sus dichos en las columnas que publica. La forma en que ha cambiado la figura de los intelectuales públicos en los tiempos que corren es precisamente el tema de su último libro, General Intellects (2017), en el que además de seleccionar veintiún pensadores que están armando el puzle del siglo XXI —entre ellos, Franco “Bifo” Berardi, Judith Butler, Isabelle Stengers, Donna Haraway, Chantal Mouffe y Paul B. Preciado—, propone reemplazar la noción de “intelectual público” por “intelecto general”.

El término, tomado de Fragmento sobre las máquinas (1858), de Marx, está orientado a pensar el trabajo intelectual dentro de un sistema económico que extrae de éste un valor comercial y lo transa como otro bien en el mercado. “Por intelectos generales me refiero a personas que en su mayoría están empleadas como académicos, pero que intentan en su labor abordar problemas generales sobre el estado del mundo hoy”, al mismo tiempo que buscan “maneras de pensar e incluso de actuar contra ese sistema de mercantilización que encontró formas de integrarlos incluso a ellos mismos”, escribe Wark. Sartre o De Beauvoir, apunta, podían vivir de su pluma en tiempos en que existía una educación capaz de generar masas lectoras, pero hoy, “es prácticamente imposible escribir libros intelectualmente estimulantes y vivir de eso. Se necesita un trabajo, y por lo general en la universidad”, afirma en General Intellects.

“El relato en torno al intelectual público siempre ha sido sobre su declive, retomando la formulación que hizo sobre esto Julien Benda —explica el crítico cultural desde Nueva York, en referencia al filósofo francés y autor del ensayo La traición de los intelectuales (1927)—. Siempre es retratada como la historia de una caída en desgracia. Creo que es más útil pensar en los cambios que ha provocado la economía política en las prácticas intelectuales al producir y filtrar lo que hoy se podría llamar información. Esto ha cambiado mucho con el tiempo, en parte porque las técnicas de extracción de información se han ido modificando. Viví la transición de la tecnología análoga a la digital, y es algo que siempre me interesó. En Australia, en los 90, yo era un ‘intelectual público’. Tenía una columna en un diario nacional. Pero ya era tarde y pude ver que internet cambiaría todo, para bien y para mal”.

—En el libro dice que la universidad se ha convertido en un negocio porque el trabajo académico debe hacerse al interior de sistemas que lo cuantifican y lo estratifican, y afirma que los intelectos generales deberían buscar formas de pensar en contra de ese sistema de mercantilización. ¿Qué consecuencias puede tener para la labor intelectual vivir bajo esa contradicción?

—No creo que haya habido una era dorada. El trabajo académico ha estado durante mucho tiempo al servicio del Estado y del capital. Las funciones en particular cambian, porque ya no estamos en el capitalismo industrial. Es útil aceptar que ser académico es un trabajo, y las demandas de ese trabajo cambian con el tiempo y son mucho más precisas que antes. Cuando la economía en los países hiperdesarrollados se movió desde la manufactura hacia el negocio de la información, el lugar de la universidad en esa nueva economía política cambió mucho, y de alguna manera pasó a ser un lugar fundamental, de una forma en que no lo era.

—¿Cómo describiría ese cambio?

—Los académicos ahora no están informando sobre el mundo desde afuera, sino que están dentro de la estructura que permite que la información tenga valor. Es muy raro en el caso de la mercantilización de la tecnología y la cultura: la universidad es sinónimo de desarrollo y también de investigación. Hay una tendencia a enfocarse más en el contenido de las publicaciones académicas, que pueden ser difíciles de entender; que en su forma, la que a menudo se parece a cualquier otro producto de la economía de la información. Y quizás hay una tendencia a trabajar en contenidos herméticos precisamente porque en todo el resto de la producción el respeto por la forma de trabajo es pura labor informativa y, por lo mismo, sujeta a evaluación algorítmica.

“Creo que el modelo del intelectual público blanco que habla en nombre de la universalidad, como Žižek, está muerto y enterrado. Ya nadie es el maestro del pensamiento. Lo que necesitamos es una producción de conocimiento hecha con un sentido de camaradería”.

—El trabajo universitario funciona a menudo de espaldas a la sociedad, en medio de una hiperespecialización del conocimiento y una hiperproducción de papers. ¿Cómo se podrían construir puentes entre la universidad y el espacio público?

—No creo que sirva ver esta situación como un fracaso moral de los académicos. Esto es un trabajo y ningún académico tiene tanta capacidad de acción para cambiar los modos de trabajo. Pero nos podemos comprometer más con la cuestión de la política del conocimiento. ¿Para qué se supone que son estos papers especializados? ¿Su acumulación sirve de algo? ¿Pueden conectarse de forma que sean útiles? ¿Deberían contribuir cada uno en su manera específica a mejorar la vida? Vengo de una tradición marxista donde esto solía ser un problema clave. Sin embargo, no creo que haya relaciones recíprocas claras entre la teoría y la práctica. Esas tentaciones son obstáculos mayores. Por eso, en el libro Molecular Red escribí sobre (el filósofo ruso) Alexander Bogdánov, al que le interesaba mucho una relación de camaradería entre diferentes tipos de conocimientos. En General Intellects traté de aplicar eso un poco, al mostrar cómo diferentes investigaciones pueden ser puestas unas al lado de las otras de formas productivas, a pesar de sus diferencias.

—De hecho, el libro está compuesto por ensayos sobre intelectuales que están pensando problemas muy distintos, desde la precarización del trabajo hasta la mercantilización de las emociones. ¿Cuáles serían los asuntos más urgentes que se deberían pensar hoy, en tiempos en que fenómenos como el cambio climático y la robotización del trabajo parecen vaticinar un futuro oscuro?

—El cambio climático literalmente cambiará todo. Estamos viviendo el paso del tiempo geológico al tiempo histórico. Por lo mismo me parecía urgente crear un proyecto en torno a las políticas del conocimiento. Necesitamos con urgencia prácticas colaborativas e incluso de camaradería para relacionar distintos tipos de saberes, y no sólo desde las humanidades y las ciencias sociales cualitativas. De eso se trata General Intellects. Esto también debe extenderse a la ciencia y a los cambios tecnológicos.

McKenzie Wark. Crédito: Verso Books

—Ha pasado más de medio siglo desde mayo del 68, un estallido influenciado por ideas filosóficas y en el que varios intelectuales se involucraron. En General Intellects dice que hoy el trabajo intelectual “tiene relaciones débiles y distantes con los movimientos sociales y los espacios de lucha”. ¿Cómo se explica esto?

—Se puede explicar en términos de que los sesenta fueron una derrota. 1968 es el año de París, Praga, Ciudad de México, y se podría decir también que fue el fin de la revolución cultural en China. Surgieron nuevas técnicas de producción y distribución transnacionales para acorralar a los trabajadores militantes y a los movimientos sociales contrahegemónicos. Por eso no tengo nostalgia por 1968. Fue una derrota. Necesitamos analizar con mayor profundidad lo que los movimientos de liberación han intentado y por qué han sido vencidos, ampliando el espectro de la historia y la geografía.

—En el comentado ensayo Inventar el futuro (2017), el economista Nick Srnicek y el sociólogo Alex Williams denuncian una falta de ideas en la política, donde habría una incapacidad de imaginar el futuro y de inventar nuevas realidades. ¿Debería haber alguna alianza entre el mundo de las ideas y el de la política para paliar esa carencia?

—Hablo mucho sobre eso en Capital is Dead, que se publicará en inglés en octubre. Parte de este problema tiene que ver con acostumbrarse a un lenguaje que a menudo no se piensa mucho ni se cuestiona. ¿Es el neoliberalismo un término adecuado para describir una etapa histórica del capitalismo o está más enfocado en sus rasgos fuertes? ¿Sigue siendo esto capitalismo o es algo peor? ¿Se trata esto de un nuevo modo de producción basado en extraer información y controlar tanto la cadena de valor como a la población mediante la vigilancia? ¿Ha producido esto nuevas relaciones de clase y nuevas relaciones de explotación? Creo que estas deberían ser preguntas abiertas. Usamos el lenguaje conocido como un atajo para evitar una intervención más profunda en la política del conocimiento. Mi reto es duro: si se quiere algo más imaginativo, hay que abandonar las ideas recibidas y los hábitos de lenguaje en lugar de modificarlos.

—Incluye a Žižek entre los veintiún intelectuales del siglo XXI, a quien se considera un rockstar por su fama. Hace poco, Žižek escribió en la revista británica The Spectator que “el dogma de lo transgénero es ingenuo e incompatible con Freud”. ¿Cuáles son los riesgos de tener a “intelectuales pop” pontificando en los medios?

—Me hice poleras con la bandera trans y la frase “Incompatible con Freud”. Es todo lo que tengo que decir al respecto. Creo que este modelo del intelectual público blanco que habla en nombre de la universalidad está muerto y enterrado. Ya nadie es el maestro del pensamiento. Lo que necesitamos es una producción de conocimiento hecha con un sentido de camaradería. Creo que Žižek simboliza la muerte de ese modelo y lo logró de un modo cómico. Sartre no era un cómico. En su época, parecía viable tener una celebridad mediática que fuera la conciencia del mundo. La primera muerte del intelectual público fue una tragedia, la segunda, una farsa. Žižek fue la farsa. 

La insurrección de Diamela Eltit

La escritora, académica y Premio Nacional de Literatura 2018 —autora de novelas como Lumpérica (1983) y Sumar (2018)— considera la escritura un desacato: en una época en que las obligaciones cotidianas y otras exigencias agobian a los individuos, la literatura vale como una rebelión contra el tiempo de la productividad. Poco antes de partir a Nueva York, donde hace clases, Eltit habla sobre la desarticulación de la educación pública, la crisis del Instituto Nacional y, de paso, arremete contra la categoría “literatura de mujeres”: “el horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores”, asegura. 

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

—Has dicho que escribir fue una forma de salvataje durante la dictadura. ¿Qué significa para ti escribir hoy? 

La escritura es un espacio de libertad. Todas las ordenanzas sociales, que van desde lo familiar hasta lo laboral, son una suma de obligaciones. La literatura, en cambio, es una decisión que tú tomas: podrías escribir o no escribir. Y una vez que escribes, entras a un “espacio otro”, a uno de los pocos lugares donde puedes decidir. No es que la escritura te lleve a una vida más feliz, eso sería inexacto. Más bien pienso que las vidas están bastante pauteadas y que el sujeto llega al mundo para cumplir con una cantidad de obligaciones, sobre todo desde la instalación del capitalismo de manera más clara en el siglo XVIII. El sistema no está interesado en absoluto en la escritura literaria. El mundo no está pensado para que escribas literatura. Por lo mismo, la literatura es una insurrección al sistema. Y es también un juego con el tiempo. Tienes que sacarle tiempo al tiempo. A un tiempo que está pactado en obligaciones. 

El mundo editorial está más institucionalizado que antes y en algunos casos se hace evidente que existe una presión por vender.¿Ves esa insurrección que mencionas en ciertosautores o editoriales? 

—Lo veo en muchas editoriales, sobre todo independientes. La facilidad con que hoy se pueden imprimir libros ha cambiado las reglas, y me parece más interesante la idea de escribir sin un mayor rédito comercial. Es dramático, porque la gente debería vivir de lo que hace, pero por otro lado eso también te permite una libertad bastante amplia en relación a las pautas del mercado editorial.  

—Fuiste parte del período de efervescencia cultural que se vivió durante la dictadura y perteneciste al CADA, el Colectivo de Acciones de Arte, uno de los grupos que en esa época se preocuparon de cuestionar la relación entre arte y política, arte y sociedad. ¿Crees que hoy estén pasando cosas interesantes o importantes en el medio cultural chileno? 

—Estuve hace poco en la presentación de un libro de una editorial cartonera muy interesante, un libro artesanal, hecho a mano con material reciclado, no en el sentido de una moda tonta. Eso me parece interesante: sacar textos riesgosos sin esperar a cambio enriquecimiento, pero sí insertándolos en el mundo cultural. Estos colectivos están invisibilizados por la circunstancia, hay pocos medios de comunicación, hay pocas revistas culturales. Creo que existen iniciativas muy valiosas, pero es difícil llegar a ellas porque están todos los canales obturados. Lo de la editorial cartonera era algo pequeño, y esos siempre han sido los espacios más interesantes. Hay otros grupos pensando más en términos de winner y de loser, que me parecen menos atractivos. Me interesa la cultura como una zona de interrogación y de riesgo.  

«La lucha es democratizar la letra. La autoría siempre está detrás de la letra y no delante. El horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores».

Hace poco se formó el grupo AUCH, Autoras Chilenas, que se define como un colectivo de mujeres diversas relacionadas con el mundo del libro. En el Encuentro de Escritores Latinoamericanos de Nueva York (2017) dijiste que cuando las letras se definen genitalmente, cuando se habla de ‘escrituras de mujeres’ o ‘mujeres que escriben’, se genera una despertenencia a la letra y una pertenencia total a la biología”. ¿Qué opinas de que se creen este tipo de organizaciones? 

—Siempre voy a pensar que toda organización es buena. Hace más de 30 años fuimos las encargadas de hacer con un grupo de mujeres el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, en 1987. Ya habíamos pensado mucho los signos, sin embargo, es interesante repensar lo pensado. Hoy pienso que si separan las literaturas, se producen varios efectos, y uno es que el gueto se amplía, pero se mantiene. Para ponerlo de una cierta manera: “Estas son las literaturas de mujeres y esta otra es la literatura sin mujeres”. Desde mi perspectiva, la gran tarea es democratizar el espacio, no volver a dividir entre mujeres escritoras y hombres escritores. Que mujeres premien a mujeres no garantiza nada, porque estamos bastante colonizadas. Además, sería dramático que hombres premien hombres y mujeres a mujeres, porque se vuelve exactamente a lo mismo. 

—Y en esas decisiones queda fueralo literario. 

—Claro. La lucha es democratizar la letra. La autoría siempre está detrás de la letra y no delante. Eso no quiere decir que si las chicas quieren hacer organizaciones, yo esté en contra, me parece muy bien. Pero el horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores. No hay que esencializar a las mujeres, no todas las escritoras somos iguales, no todas escribimos lo mismo. Por el contrario, hay que ver la letra como insumo, como producción social. De ninguna manera biologizarla. Uno de los grandes retos del feminismo hoy es que para lograr incorporarse como una realidad-otra, tiene que cambiar el sistema económico y el orden institucional, desde la familia hacia adelante. Es una tarea mayúscula, pero no se puede perder el horizonte. El capitalismo no contempla a la mujer. Hay que revisar todas las instituciones y repensarlas enteras.  

En libros como Fuerzas especialeshas reflexionado sobre los abusos de poder. En el último tiempo el Instituto Nacional ha hecho noticia por las demandas de sus estudiantes y por la violencia con que ha actuado Carabineros. ¿Qué piensas sobre este conflicto? 

—Me impresiona la retórica antigua, dictatorial, del Ministro del Interior cuando ocupa la palabra “terrorista” en el caso del Nacional. Tiene un discurso centrado en una amenaza letal por parte de los alumnos hacia el país. Pero la gran pregunta es para el alcalde Felipe Alessandri, que introdujeron a la PDI por largo tiempo en el Instituto. Uno llega a pensar, tal vez de una manera que no puede ser comprobada, que lo que hay detrás es un intento por debilitar al Nacional. Recordemos que tiene uno de los mejores rendimientos en la PSU y eso lesiona a los colegios particulares, porque hay una educación de excelencia, pública y gratuita que puede competir con la de los colegios de alto pago. El Instituto Nacional y su productividad molestan. 

A partir de la cobertura de este tema pareciera que el problema más grave de la educación pública en Chile es la supuesta violencia de los estudiantes, cuando el tema de fondo es lo que la educación pública está ofreciendo a los estudiantes hoy 

—El Instituto Nacional es una especie de chivo expiatorio: un colegio tan histórico, al que llamaban “el faro de la Nación”, ahora es la oscuridad de la Nación. Eso hay que seguir pensándolo: desde la época de Pinochet hubo una destrucción sistemática de la educación y los gobiernos de la Concertación no lograron mejorar esto. Los colegios de sectores vulnerables parece que se merecían situaciones vulnerables. Hay una injusticia educacional gigantesca y hubo una política de desarmar la educación pública que nunca cesó. Hoy se sigue profundizando esto con decisiones caricaturescas, como sacar Historia y Educación Física, en un país con una tasa de obesidad preocupante. No me parece inocente lo que está pasando. Creo que sigue en pie una destrucción de la educación pública. 

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Esta entrevista se realizó el 28 de junio de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5. 

Una historia oral (y política) del arte chileno

En agosto llegará a librerías la reedición de Filtraciones, libro en el que Federico Galende reúne conversaciones que sostuvo con cincuenta artistas, teóricos, escritores y filósofos, y que le permitieron construir un registro inédito de las últimas décadas de las artes en Chile: desde la Escena de Avanzada hasta el Chile neoliberal. 

Por Diego Zúñiga | Fotografías: Felipe Poga

—La idea de reeditar Filtraciones fue de Guido (Arroyo). Y cuando me presentó la diagramación, el diseño, reunir los tres tomos, me pareció muy atractivo, así que ahí cerramos. No coincidimos en las páginas, eso sí, porque yo quería que fuera un libro más grande, porque cuándo me va a salir un libro de tantas páginas —dice Federico Galende (1965) y se ríe, sentado en el living de su departamento, días antes de cerrar los cursos que este semestre impartió en el Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile, donde es profesor asociado.

Cuando se realiza esta entrevista, el libro aún está en imprenta, por lo que no se puede dimensionar, en términos concretos, su tamaño, pero es evidente: dentro de todos los libros que ha publicado Galende —y que ya suman más de diez, entre ensayos y novelas—, esta reedición de Filtraciones. Diálogo con el arte chileno: una historia (1960-2000), es sin duda el más voluminoso: cerca de 650 páginas son el resultado de este trabajo publicado esta vez por Alquimia Ediciones, en el que se reúnen los tres tomos de estas conversaciones que aparecieron, originalmente, en 2007, 2009 y 2011. Aquí están, por primera vez en un solo libro, las conversaciones que sostuvo Galende con artistas, filósofos, escritores y teóricos como Eugenio Dittborn, Nelly Richard, Diamela Eltit, Voluspa Jarpa, Adriana Valdés y Pablo Oyarzún, entre otros, que le permitieron construir, a partir de esa multiplicidad de voces, un registro inédito y crítico acerca de las últimas décadas de la historia de las artes en Chile.

Filtraciones es también, para Galende, su primer libro chileno; el inicio de un diálogo constante que ha tenido con el campo cultural y que empezó cuando llegó al país, a inicio de los 90, desde Buenos Aires. Entró a la Universidad Arcis a trabajar en la carrera de Sociología, y ahí conoció, sobre todo, a un mundo cercano al arte: Nelly Richard, Francisco Brugnoli, Willy Thayer, Guillermo Machuca, Eugenio Dittborn… Un grupo de personas que inevitablemente lo llevaron a los temas que habían marcado las artes visuales de esos últimos años, temas en los que la Escena de Avanzada era un referente ineludible y que a Galende le empezó a generar curiosidad.

—Todos tenían todavía esa referencia a la Avanzada, pero una referencia bien opaca, medio deprimente, como esa cosa medio deprimente que tienen estas neovanguardias en la dictadura, que trabajan con códigos, con indicios, tratando de que el poder no pesquise sus prácticas, pero todo esto entre siete u ocho gatos, peleándose en un taller húmedo, pensando que lo que hacían era relevantísimo, cuando en realidad no afectaba ni importaba a nadie. Todo esto me generaba una especie de choque, de antipatía, incluso el propio discurso de Nelly, con el que sigo teniendo profundas diferencias hasta el día de hoy. Somos amigos, tengo una empatía absoluta con ella, pero una diferencia muy fuerte con sus maneras de pensar.

En ese entonces, Galende venía de un campo cultural —el argentino— en el que prevalecía la literatura; teóricos, novelistas y ensayistas (Sarlo, Piglia, Viñas, Pezzoni, Saer) circulaban por la universidad y sus alrededores. Aquí, en cambio, la literatura funcionaba sobre todo en términos de mercado. Cuando Galende llega a Santiago, todo el mundo está celebrando la aparición de La ciudad anterior (1991), de Gonzalo Contreras, y él no entendía nada, pues esa novela, y esa literatura, le parecían un desastre. Al único que leía con un poco de placer era a Adolfo Couve, que también publicaba por esos años.

—Ahí descubro que el espacio literario en Chile no tenía ninguna importancia. Y cuando voy leyendo esto es cuando conozco a la gente de las artes visuales. Y me perturbaba un poquito el asunto de la Escena de Avanzada y todo eso. Pero claro, en un momento me di cuenta de que tenía que tratar de convivir con eso, pues en Chile era importante.

—Ahí al menos había una densidad que no aparecía en la narrativa.

—Claro. Siempre me pareció que las prácticas poéticas o estéticas no son momentos decorativos de los procesos históricos, sino que son propias configuradoras de historia, y me interesaba saber en qué habían consistido estas practicas tan comentadas de la Avanzada y lo que rodeaba todo eso. Creo que Filtraciones nace un poco por eso. Inicié estas conversaciones con distintas figuras a las que tenía acceso, porque con muchas tenía una cierta amistad, a pesar de que esa amistad no era una amistad en términos de complicidad sobre lo que hacíamos. Ese fue el origen de este libro —cuenta Galende, quien a partir de ahí armaría una obra tan fascinante como inesperada, y que ya se podía rastrear en Filtraciones. Esos intereses y esa curiosidad derivarían en una suma de libros que ha venido escribiendo en estos años. Desde sus ensayos dedicados a Benjamin, Rancière y Kaurismäki, pasando por sus novelas Me dijo Miranda (2013) e Historia de mis pies (2018), hasta llegar a Vanguardistas, críticos y experimentales. Vida y Artes visuales en Chile, 1960-90 (2014), quizá su libro más ambicioso, un ensayo que dialoga con Filtraciones, ya que trabajan con los mismos materiales, pero las formas son distintas: mientras Filtraciones se lee como una historia oral y política del arte chileno de las últimas décadas, Vanguardistas… funciona como una novela llena de imágenes luminosas que surgen desde las ruinas y los escombros.

***

—La primera entrevista que hiciste fue a Eugenio Dittborn y la última es a Carmen Berenguer y Pedro Lemebel. Sin embargo, el orden del libro no es cronológico en ese sentido. ¿Cuál fue la idea tras el montaje?

—Cuando publiqué el primer tomo, en 2007, tenía una idea muy precisa y que sigo sosteniendo: quería contrarrestar el carácter obsesivo que tenía el modo del chileno de relacionarse con su práctica. Esa especie de hiperconcentración en el objeto sin atender a otra cosa. Siempre pienso que una práctica es interesante cuando uno la realiza interesado, a la vez, en revisar otra al mismo tiempo, esta especie del juego de la atención distraída. Entonces convertí un poco esas obsesiones que podían estar en Dittborn, en Nelly, en Gonzalo Díaz, en conversaciones más de café. Y eso fue muy bien acogido.

—Dos años después publicaste el segundo tomo, donde abordas la generación que seguía a la Avanzada.

—Esa generación me interesaba mucho, la de Sergio Parra, Machuca, Roberto Merino, toda esa gente que ocupaba un lugar fantasmático, porque no habían alcanzado a pertenecer al arte conceptual; habían sido demasiado modelados por esa impronta un poco paternalista y por una especie de imperativo del mundo conceptual, pero a la vez habían tratado de escapar de ese lugar. Me parecía que el lugar imaginario que tenían dentro de la realidad histórica era necesario que se cubriera.

—En el tercer tomo, algunos de los más jóvenes (la generación que estudia Arte a partir los 90) son bien críticos con este grupo que los antecede.

—Cuando estaba editando el segundo tomo, comencé a pensar en los que venían, en esta condición ya más de universidad neoliberal, que era la de la producción de la carrera artística y la profesionalización del arte. Ahí estaban los más chicos de ese entonces: los Navarro, Patrick Hamilton, Camilo Yáñez, Voluspa Jarpa. Y creo que este montaje dio como resultado eso: mostrar cómo el arte era representativo de tres momentos imaginarios pero a la vez configuradores de realidades distintas en el campo de la breve historia chilena. Y esos tres momentos eran claros: el de la guerrilla cultural medio barroca neovanguardista y alegórica (que era la época del conceptualismo y la Avanzada). Después, el de esta generación más new wave, de las fiestas, del Trolley. Y un tercer momento que es la generación de los más jóvenes que ya se suben a los aviones, van a grandes bienales y que hacen carrera de artistas.

—¿Y por qué Lemebel aparece en esa última parte? ¿Sentiste que su obra dialogaba con esa generación?

—Es verdad que Lemebel entró tardíamente al libro porque su obra también es tardía en términos de que fue un tipo que siempre trabajó muy heterogéneamente y que sólo al final de su carrera empezó a tener un lugar.

—Siempre fue difícil de etiquetar en todos los sentidos su proyecto, y siempre fue muy contemporáneo, ¿no?

—Me interesa muchísimo Lemebel, a quien se le suele confundir con la Escena de Avanzada o con Diamela Eltit, pero no tiene nada que ver. Puede haber habido una pertenencia histórica, pero Lemebel fue siempre para mí un tipo desesperado por convertir el ruido en voz, y por hablar. Y creo que lo hizo de manera excelente, y en ese sentido me parece que marca una adversidad sobre la posición que tiene esa escritura de neovanguardia de la época de los 80.

—¿Y cuál fue tu impresión cuando te topaste por primera vez con esa escritura?

—Cuando llegué tuve un acercamiento a las formas en que se escribía, que eran las formas por ejemplo de Patricio Marchant, de Pablo Oyarzún, de Nelly Richard, de Diamela Eltit, y me parece que esas escrituras eran todas diferentes, pero que estaban demasiado encriptadas, que eran escrituras para no ser leídas. Había una especie de fascinación por no ser leído, y en eso consistía la escritura. Escribir era huir. Desdeñaban mucho la comunicación, y yo tengo una fascinación por el problema de la comunicación. También había un imperativo filosófico de base: en la medida que la dictadura había sido capaz de presentar lo impresentable, como diría Lyotard, las formas de escritura tenían que trazar en su propio horizonte una irrepresentabilidad, es decir, escapar de toda forma de representación.

—¿No encontrabas mucha sintonía con esa idea?

—Siempre había pensado y sigo pensando que el imperativo de la filosofía es exactamente el contrario, es decir, que un filósofo, un pensador, parte de lo irrepresentable y el problema es cómo traduce esa sensación sin forma a una cierta forma sensible. Y para ser honesto, sigo sin interesarme demasiado en estas formas. O sea, me intereso, pero tengo una distancia con ese mundo de las formas que está regido por el horizonte de irrepresentabilidad al que la escritura tiene que llevar las cosas. Y por supuesto que estoy muy interesado en lo contrario, que es lo que trato de hacer. Por eso me interesa la escritura de Lemebel, o de Leonardo Sanhueza o de Alejandro Zambra.

«Alguien dice en el libro que (la Escena de Avanzada) era una escena de príncipes pobres que se intercambiaban regalos suntuosos. Y eso me parece que da cuenta de esa época. Entonces, sí hay una pequeña pena de Chile retratada en estas conversaciones que me parece importante retomar».

—Cuando empiezas a recopilar estas conversaciones, imagino que tenías algunas ideas sobre lo que ibas a encontrar acerca de la historia reciente de las artes en Chile. ¿Cambió mucho tu percepción de ciertos momentos a partir de estos diálogos?

—Mira, una de las conclusiones es que la Escena de Avanzada fue una especie de invención retrospectiva. Es como lo que dice Borges de El Quijote: El Quijote en la época de El Quijote no era en absoluto poético. Y uno podría decir que la Avanzada en la época de la Avanzada no existía como Escena de Avanzada. Eso fue algo que ocurrió en un prólogo de un libro, que es Márgenes e instituciones, de Nelly Richard, pero nadie se reconocía a sí mismo como perteneciente a esa escena. No obstante, correr el concepto me parecía que era importante, porque era como correr un nombre que lo opaca todo, y cuando corres esa cortina, te encuentras con que había ahí un montón de cosas: las penas, los miedos, los temores, los deseos de construir algo, las formas de circulación.

—Es una escena mucho más compleja y más precaria a la vez.

—Alguien dice en el libro que en el fondo era una escena de príncipes pobres que se intercambiaban regalos suntuosos. Y eso me parece que sí da cuenta de esa época. Entonces, sí hay una pequeña pena de Chile retratada en estas conversaciones que me parece importante retomar. Y que está muy por debajo de la grandilocuencia que muchos jóvenes creen percibir detrás de esta etapa histórica que fue la Avanzada.