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La insurrección de Diamela Eltit

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La escritora, académica y Premio Nacional de Literatura 2018 —autora de novelas como Lumpérica (1983) y Sumar (2018)— considera la escritura un desacato: en una época en que las obligaciones cotidianas y otras exigencias agobian a los individuos, la literatura vale como una rebelión contra el tiempo de la productividad. Poco antes de partir a Nueva York, donde hace clases, Eltit habla sobre la desarticulación de la educación pública, la crisis del Instituto Nacional y, de paso, arremete contra la categoría “literatura de mujeres”: “el horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores”, asegura. 

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

—Has dicho que escribir fue una forma de salvataje durante la dictadura. ¿Qué significa para ti escribir hoy? 

La escritura es un espacio de libertad. Todas las ordenanzas sociales, que van desde lo familiar hasta lo laboral, son una suma de obligaciones. La literatura, en cambio, es una decisión que tú tomas: podrías escribir o no escribir. Y una vez que escribes, entras a un “espacio otro”, a uno de los pocos lugares donde puedes decidir. No es que la escritura te lleve a una vida más feliz, eso sería inexacto. Más bien pienso que las vidas están bastante pauteadas y que el sujeto llega al mundo para cumplir con una cantidad de obligaciones, sobre todo desde la instalación del capitalismo de manera más clara en el siglo XVIII. El sistema no está interesado en absoluto en la escritura literaria. El mundo no está pensado para que escribas literatura. Por lo mismo, la literatura es una insurrección al sistema. Y es también un juego con el tiempo. Tienes que sacarle tiempo al tiempo. A un tiempo que está pactado en obligaciones. 

El mundo editorial está más institucionalizado que antes y en algunos casos se hace evidente que existe una presión por vender.¿Ves esa insurrección que mencionas en ciertosautores o editoriales? 

—Lo veo en muchas editoriales, sobre todo independientes. La facilidad con que hoy se pueden imprimir libros ha cambiado las reglas, y me parece más interesante la idea de escribir sin un mayor rédito comercial. Es dramático, porque la gente debería vivir de lo que hace, pero por otro lado eso también te permite una libertad bastante amplia en relación a las pautas del mercado editorial.  

—Fuiste parte del período de efervescencia cultural que se vivió durante la dictadura y perteneciste al CADA, el Colectivo de Acciones de Arte, uno de los grupos que en esa época se preocuparon de cuestionar la relación entre arte y política, arte y sociedad. ¿Crees que hoy estén pasando cosas interesantes o importantes en el medio cultural chileno? 

—Estuve hace poco en la presentación de un libro de una editorial cartonera muy interesante, un libro artesanal, hecho a mano con material reciclado, no en el sentido de una moda tonta. Eso me parece interesante: sacar textos riesgosos sin esperar a cambio enriquecimiento, pero sí insertándolos en el mundo cultural. Estos colectivos están invisibilizados por la circunstancia, hay pocos medios de comunicación, hay pocas revistas culturales. Creo que existen iniciativas muy valiosas, pero es difícil llegar a ellas porque están todos los canales obturados. Lo de la editorial cartonera era algo pequeño, y esos siempre han sido los espacios más interesantes. Hay otros grupos pensando más en términos de winner y de loser, que me parecen menos atractivos. Me interesa la cultura como una zona de interrogación y de riesgo.  

«La lucha es democratizar la letra. La autoría siempre está detrás de la letra y no delante. El horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores».

Hace poco se formó el grupo AUCH, Autoras Chilenas, que se define como un colectivo de mujeres diversas relacionadas con el mundo del libro. En el Encuentro de Escritores Latinoamericanos de Nueva York (2017) dijiste que cuando las letras se definen genitalmente, cuando se habla de ‘escrituras de mujeres’ o ‘mujeres que escriben’, se genera una despertenencia a la letra y una pertenencia total a la biología”. ¿Qué opinas de que se creen este tipo de organizaciones? 

—Siempre voy a pensar que toda organización es buena. Hace más de 30 años fuimos las encargadas de hacer con un grupo de mujeres el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, en 1987. Ya habíamos pensado mucho los signos, sin embargo, es interesante repensar lo pensado. Hoy pienso que si separan las literaturas, se producen varios efectos, y uno es que el gueto se amplía, pero se mantiene. Para ponerlo de una cierta manera: “Estas son las literaturas de mujeres y esta otra es la literatura sin mujeres”. Desde mi perspectiva, la gran tarea es democratizar el espacio, no volver a dividir entre mujeres escritoras y hombres escritores. Que mujeres premien a mujeres no garantiza nada, porque estamos bastante colonizadas. Además, sería dramático que hombres premien hombres y mujeres a mujeres, porque se vuelve exactamente a lo mismo. 

—Y en esas decisiones queda fueralo literario. 

—Claro. La lucha es democratizar la letra. La autoría siempre está detrás de la letra y no delante. Eso no quiere decir que si las chicas quieren hacer organizaciones, yo esté en contra, me parece muy bien. Pero el horizonte tiene que estar en democratizar la letra, no los cuerpos de los autores. No hay que esencializar a las mujeres, no todas las escritoras somos iguales, no todas escribimos lo mismo. Por el contrario, hay que ver la letra como insumo, como producción social. De ninguna manera biologizarla. Uno de los grandes retos del feminismo hoy es que para lograr incorporarse como una realidad-otra, tiene que cambiar el sistema económico y el orden institucional, desde la familia hacia adelante. Es una tarea mayúscula, pero no se puede perder el horizonte. El capitalismo no contempla a la mujer. Hay que revisar todas las instituciones y repensarlas enteras.  

En libros como Fuerzas especialeshas reflexionado sobre los abusos de poder. En el último tiempo el Instituto Nacional ha hecho noticia por las demandas de sus estudiantes y por la violencia con que ha actuado Carabineros. ¿Qué piensas sobre este conflicto? 

—Me impresiona la retórica antigua, dictatorial, del Ministro del Interior cuando ocupa la palabra “terrorista” en el caso del Nacional. Tiene un discurso centrado en una amenaza letal por parte de los alumnos hacia el país. Pero la gran pregunta es para el alcalde Felipe Alessandri, que introdujeron a la PDI por largo tiempo en el Instituto. Uno llega a pensar, tal vez de una manera que no puede ser comprobada, que lo que hay detrás es un intento por debilitar al Nacional. Recordemos que tiene uno de los mejores rendimientos en la PSU y eso lesiona a los colegios particulares, porque hay una educación de excelencia, pública y gratuita que puede competir con la de los colegios de alto pago. El Instituto Nacional y su productividad molestan. 

A partir de la cobertura de este tema pareciera que el problema más grave de la educación pública en Chile es la supuesta violencia de los estudiantes, cuando el tema de fondo es lo que la educación pública está ofreciendo a los estudiantes hoy 

—El Instituto Nacional es una especie de chivo expiatorio: un colegio tan histórico, al que llamaban “el faro de la Nación”, ahora es la oscuridad de la Nación. Eso hay que seguir pensándolo: desde la época de Pinochet hubo una destrucción sistemática de la educación y los gobiernos de la Concertación no lograron mejorar esto. Los colegios de sectores vulnerables parece que se merecían situaciones vulnerables. Hay una injusticia educacional gigantesca y hubo una política de desarmar la educación pública que nunca cesó. Hoy se sigue profundizando esto con decisiones caricaturescas, como sacar Historia y Educación Física, en un país con una tasa de obesidad preocupante. No me parece inocente lo que está pasando. Creo que sigue en pie una destrucción de la educación pública. 

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Esta entrevista se realizó el 28 de junio de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5.