Reaperturas, presencias y fantasmas

«Paren la música es, desde su génesis, un proyecto inusual», escribe Mauricio Barría sobre la tercera parte de la afamada trilogía de Alejandro Sieveking. El estreno, que además es el primer montaje de la temporada 2021 del Teatro Nacional Chileno (TNCH), se tiñe del sutil humor negro y sentido del absurdo del dramaturgo, quien anuncia su muerte y la de su compañera Bélgica Castro, en un tríptico que funciona como una suerte de memoria escénica de sus vidas.

Por Mauricio Barría

Paren la música es un doble estreno. Además de ser el primer montaje de la temporada 2021 del TNCH, la obra marca también la reapertura de esta sala luego de pasar un año y seis meses cerrada por la pandemia, que hizo que la actividad teatral abandonara su espacio natural para recluirse y sobrevivir en la virtualidad de las pantallas.

Este doblez resulta paradójico, ya que la última actividad que tuvo lugar sobre este escenario, justo una semana antes de que se decretara la cuarentena, fue el funeral (o acaso la última función) de dos grandes artistas chilenos y Premios Nacionales: Alejandro Sieveking y Bélgica Castro. Fue esta, quizás, la última acción performativa de esta pareja que despilfarraba humor negro y agudeza.

Ahí, pues, yacían esos dos féretros sobre el escenario de la Sala Antonio Varas, casi como una premonición de lo que hoy, en ese mismo lugar, y luego de 18 meses, sucedió ante una sala con su máximo aforo. Tal vez la vida no sea otra cosa que un continuo déjà vu de una escena única que no acaba.

Paren la música es, desde su génesis, un proyecto inusual. Es la tercera parte de una trilogía que inicia con Todo pasajero debe descender (2012) y sigue con Todos mienten y se van (2019). Sieveking dejó inconclusa esta tercera parte, escrita a partir de los materiales originales por Nona Fernández. Una trilogía en la que, conforme a su sutil humor negro y sentido del absurdo, el dramaturgo anuncia su muerte y la de su compañera; un tríptico que funciona como una suerte de memoria escénica de sus vidas.

Esta tercera parte se centra en la figura de Bélgica Castro, de su memoria extraviada y de la reunión de la pareja en otra dimensión. Bajo la metáfora ambigua de una obra en construcción que debe cerrar —y que es al mismo tiempo una obra en el sentido inmobiliario y teatral—, representa también la despedida de la actriz. Como en los trabajos anteriores, Bélgica se llama Gregoria, entre personaje ficcional y alter ego de la actriz real. La obra parte de una situación que cita el espacio de un café, que es donde transcurre Todo pasajero debe descender. Gregoria espera a su supuesto biógrafo, Guillermo (encarnado por Sieveking en los episodios anteriores), quien resulta ser una suerte de custodio de su memoria. La espera inicia junto a un obrero de esa construcción (Felipe Cepeda) que, más bien, es una demolición. Lo que está derrumbándose es ese viejo café en el que Gregoria y Guillermo acostumbraban verse.

Desde el comienzo se hace evidente que la repetición será la figura sobre la que se erige el texto, desde las referencias a datos que retornan, la mención del signo piscis de la actriz o una serie de recuerdos que no sabemos si sucedieron o no. Como un pulso narrativo, la repetición materializa muy bien la deriva de esta mente perdida en el tiempo. Con todo, la dramaturgia se estructura de forma progresiva, en la lógica del paulatino develamiento de una verdad. Al rato, sabemos que ella espera a alguien que murió hace meses en ese mismo lugar. La naturalización de lo fantástico, a pesar de lo conocido, resulta emocionante por la referencia a lo real de esta historia.

El personaje de Gregoria, maravillosamente interpretado por Catalina Saavedra, fue En todo pasajero debe descender encarnado por Bélgica Castro, como si de su alter ego se tratara. Sabemos que cuando hablan de Víctor, un antiguo amigo, se refieren a Víctor Jara, y que el biógrafo hace referencia al propio Alejandro Sieveking. De este modo, lo que en principio podría parecer una poética del realismo mágico y absurdo —que conocemos tan bien en la dramaturgia de Sieveking en textos como Ánimas de un día claro (1959), Los tres tristes tigres (1967) o La mantis religiosa (1971)— se convierte en un tipo de alegoría sobre el teatro, su dañada condición en pandemia y su vínculo esencial con la memoria colectiva.

«Paren la música», Teatro Nacional Chileno.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Capturas de la historia

Blanco en blanco, película del director español-chileno Théo Court, es «una reflexión en imágenes sobre las formas de producción de visibilidad de una época y sobre una época. Al construirse bajo la figura del dispositivo fotográfico, construye su propia ética de la visión; nos advierte que el acto de fotografiar es algo más que una observación pasiva».

Por Laura Lattanzi

La conquista y la incorporación de territorios a finales del siglo XIX e inicios del XX se hace en nombre del progreso y de un nuevo modelo productivo “civilizatorio”. Pero ya sabemos que muchas veces este relato histórico obvia lo que este proceso trajo consigo: la violencia y desaparición de otros modos de estar en el mundo, el exterminio de pueblos, la propiedad de las tierras en manos de unos pocos terratenientes.

La conquista se ejerce con máquinas, con armas, con ferrocarriles. Pero hay dos aparatos emergentes del período que participan y también capturan la realidad, en este caso, haciendo visible la pérdida. La fotografía y el cine exponen la realidad, pero de igual forma hacen de esta presencia una ausencia: al disponerla en el marco de una fotografía o de un filme, se vuelve pasado y a la vez algo significativo. Como señala el pensamiento barthesiano sobre la fotografía, con ella no se puede negar que la cosa estuvo ahí, que ha sido, y que ahora ya no está.

La película Blanco en blanco, del director español-chileno Théo Court, se contextualiza en esos albores del siglo XX en Tierra del Fuego, en momentos en que los conquistadores avanzaban sobre los territorios haciendo desaparecer pueblos. Es en este escenario que hace su arribo el protagonista del filme, Pedro, un fotógrafo interpretado por el actor Alfredo Castro, que llega a estas zonas con el trabajo de fotografiar el matrimonio de un terrateniente escocés, Mr. Porter.

Su tarea se tornará, al igual que el paisaje, ardua e inquietante. El latifundista no se hará presente ni ante la cámara de Pedro ni ante la de Théo Court; la celebración del evento se dilata y se torna imposible de ser representado. Mientras tanto, Pedro fotografía a la futura esposa, una niña con la que el personaje parece obsesionarse. Desde su primer encuentro, el fotógrafo quiere inmortalizar su belleza en una imagen. Busca nuevos ángulos, escenarios, poses; la viste y desviste hasta que la cuidadora de la niña se inquieta y decide terminar con las sesiones.

«Blanco en blanco», de Théo Court.

Pedro queda atrapado en ese territorio inhóspito sin trabajo y termina por unirse a mercenarios que asesinan selk’nam por libras esterlinas, procurando así incorporar tierras a las propiedades del latifundista. La nueva tarea del protagonista será entonces fotografiar a los cuerpos asesinados, registrar la desaparición de un pueblo. La precisión con la que compone los encuadres de los cadáveres será la misma que ejerce con la niña, uniendo en su trabajo fotográfico el cuerpo erotizado de la novia infante con la muerte de una comunidad. Fotografías que testimonian una relación perversa, violenta: la conquista de los cuerpos y los territorios.

La película destaca por sus planos elegantes y bien construidos, en los que la luz —su presencia y ausencia— juegan un rol fundamental. La misma precisión de Pedro parece ser la del director de fotografía del filme, que se esmera en retratar, por un lado, espacios cerrados, habitaciones oscuras donde la luz se cuela de manera natural y significativa, como en la primera sesión fotográfica de la niña, donde se ensayan diversos movimientos de cortina para que ingrese la luz al recinto y al cuerpo fotografiado, o la escena en la que se tapia una ventana y el plano se llena de oscuridad; y por el otro, espacios abiertos dominados por las inclemencias de un paisaje austral, en los que la nieve y los vientos se toman el plano visual y sonoro.

Las secuencias son largas, lo que intensifica esa atmósfera de hallarse en lugares aislados, ambiguos, hostiles. Tiempos largos que contrastan con los ritmos de un cine industrial acostumbrado al corte y la vorágine, y que también se vinculan al modo de producción fotográfico de la cámara de Pedro, cuyo tiempo de exposición, como las cámaras de esa época, podía contarse y hasta medirse en varios segundos. En esos días, la fotografía no operaba a través de la captura espontánea de un instante, sino que requería de un tiempo de exposición, lo que implicaba además una cuidada preparación de la escena. Así, Pedro monta su escenario para capturar las imágenes, dispone los cuerpos, mide la iluminación, y bajo ese modo de operar compone un retrato erotizado de una niña forzada al matrimonio y otro en el que se ve a los cazadores blancos posando bajo los cuerpos sin vida de los selk’nam.

Hay algo esquivo y a la vez abyecto en la puesta en escena, y es en este sentido que se puede vincular Blanco en blanco con otras películas contemporáneas que renuevan los vínculos entre cine e historia bajo un prisma similar, como Zama (2017), de la argentina Lucrecia Martel, o Chaco (2020), del boliviano Diego Mondaca. Ficciones latinoamericanas en donde los eventos históricos pierden su carácter de grandes acontecimientos narrativos, para centrarse en los deambulares de personajes que deben transitar espacios inhóspitos, cargados de una atmósfera de angustia y alucinación, y en los que la latencia tiene un papel central. Sin embargo, a diferencia de Zama o Chaco, la película de Court trabaja con retratos de un pasado que quiere ser inmortalizado en imágenes —y no así dinamizado como en los otros casos— mediante los procesos fotográficos de esa época. Así, las imágenes quedan fijas en su propio tiempo y en su propio modo de producción.

Blanco en blanco es una ficción que busca retratar un período histórico, pero es también una reflexión en imágenes sobre las formas de producción de visibilidad de una época y sobre una época. Al construirse bajo la figura del dispositivo fotográfico, construye su propia ética de la visión; nos advierte que el acto de fotografiar es algo más que una observación pasiva. El acto mismo, tal como dice Susan Sontag, es un acontecimiento. Uno que implica la captura, la posibilidad de apropiarse de lo fotografiado, pero también de sentirse punzado por quien observa ahora las imágenes del pasado en una pantalla.


Blanco en blanco
Chile, España, Francia; 2019 
100 minutos / Dirección: Théo Court / Guión: Samuel Delgado, Théo Court
Elenco: Alfredo Castro, Lars Rudolph, David Pantaleón, Lola Rubio, Alejandro Goic / Productoras: Quijote Films, El viaje films, Pomme Hurlante Films

Fugitiva ambigüedad

«Moreno, con su oficio habitual presente en trabajos como La ciudad de los fotógrafos (2004), Habeas corpus (2015) o Guerrero (2017), navega bien por los mares de la síntesis, el ritmo, la información y el acercamiento, pero termina entregando una visión algo institucional al dejar de lado las aristas conflictivas o contradictorias del propio Larraín», escribe Iván Pinto en su crítica sobre Sergio Larraín: El instante eterno, documental dirigido por Sebastián Moreno.

Por Iván Pinto

El retrato biográfico —referido a relatos que abordan la experiencia vivida de un personaje real— es un género históricamente estable en el panorama del documental. Dos de sus formas más actuales son la de rescatar figuras invisibilizadas por la historia o la de presentar aristas desconocidas de nombres célebres (como buenos ejemplos, veáse: Allende, mi abuelo Allende [2015] o Be Natural: The Untold Story of Alice Guy-Blaché [2018]). El documental Sergio Larraín: El instante eterno estaría dentro del segundo grupo, abordando la biografía y obra del fotógrafo, quien, a pesar de ser reconocido internacionalmente, podría decirse que en Chile sigue siendo a gran escala un misterio. Lo digo muy a propósito de un proceso lento de reapropiación narrativa que, en términos locales, se refleja este año en la publicación de dos libros, así como la versión extendida de esta película en una serie de televisión.

El instante eterno, como decíamos, se mete de lleno en la vida y obra de Larraín. El documental se estructura en tres partes: en la primera, asistimos a la reconstrucción de un Sergio Larraín inquieto que descubre en la fotografía un modo de expresión plástica, pero también espiritual. Vemos aquí el descubrimiento del fotógrafo que representa desde los mundos precarios de la marginalidad a la dimensión alegórica del paisaje. Un segundo momento abordado en el documental son los años de fama, con su inserción en el mundo de la revista Life y la agencia Magnum. Observamos aquí la destreza no solo fotográfica, sino reporteril, logrando inmiscuirse en mundos insólitos que iban del star system a la mafia italiana. Capturas increíbles acompañan todo este itinerario: muchas fotos que dan ganas de ver con mayor detención, junto a citas de sus textos y reflexiones. La tercera estación es la más opaca y algo así como un último turning point del documental: su retiro espiritual y el encuentro con el llamado “grupo Arica”, colectivo new age instalado en el norte de Chile. Ahí Larraín termina apartándose definitivamente de la fotografía, llevando una vida monástica con su hijo en una parcela. Parte del “mito” de su figura viene de aquí, y es también una arista que ha llamado la atención a nivel internacional (como lo prueba el documental realizado por el fotógrafo Patrick Zachmann, citado por Moreno).

La película cuenta a su favor con el uso de archivos de primera fuente, accediendo a varias bases de datos, entre ellas, la propia agencia Magnum, el MoMA o el acervo familiar, así como testimonios bien elegidos, particularmente, contrapuntos interesantes entre la visión de la familia más cercana (hermanas, hijos) y las observaciones externas de curadores y otros fotógrafos (entre ellos, Luis Poirot). Así visto, se trata de una investigación de larga data, obligada a resumirse en un largometraje documental de poco más de una hora. Se supone que las líneas que abre el documental se profundizan en la serie que pronto verá la luz. Más allá de eso, la edición denota un trabajo pulcro de síntesis: en la hora y algo de duración, se abarca una cantidad impresionante de relatos y testimonios, además de archivos escasamente conocidos, como registros en super8 de la vida familiar, tiras de contacto con las marcas del fotógrafo, filmaciones propias muy tempranas e incluso videos de su vida retirada, así como escritos, cartas y otros recursos personales, acompañados de una música que evade el sentimentalismo fácil. Se agregan a ello algunas pequeñas —casi imperceptibles— recreaciones para el filme.

Imagen de Sergio Larraín: El instante eterno. Gentileza Familia Larraín Echeñique.

Moreno, con su oficio habitual presente en trabajos como La ciudad de los fotógrafos (2004), Habeas corpus (2015) o Guerrero (2017), navega bien por los mares de la síntesis, el ritmo, la información y el acercamiento, pero termina entregando una visión algo institucional al dejar de lado las aristas llanamente conflictivas o contradictorias del propio Larraín (por ejemplo, su rol como padre, el escaso detalle de su vida en el retiro) o de todo el aparato institucional que lo validó centralmente desde Europa y Estados Unidos (MoMa, coleccionismo). Con todo —y con el objetivo divulgativo cumplido con creces—, es posible también llamar la atención sobre esta timidez, que desemboca no solo en una mirada excesivamente respetuosa, sino también en un archivo fotográfico y audiovisual al servicio de una estructura más expositiva que exploratoria.

Quedan, para mi recuerdo, dos recortes y asociaciones. En primer lugar, la relación que tiene este documental con La ciudad de los fotógrafos, y el díptico que conforman respecto a la fotografía chilena. Mientras el primero aborda el trabajo invisible del colectivo de fotógrafos de la AFI durante la dictadura, abordado desde la perspectiva de la recuperación de la memoria social, el segundo se adentra, más bien, en los terrenos incógnitos y esbozados del mundo interior de Sergio Larraín, un mundo opaco que solo logramos intuir desde la rememoración de terceros, en un juego de reflejos y proyecciones. Se trata de dos polos —el social y el subjetivo— que se anudan en un “arte intermedio”, como llamó el sociólogo Pierre Bourdieu al arte de la fotografía.

En segundo lugar, un souvenir: acaso la secuencia más bella del documental, un archivo rescatado del documental de Zachman y reutilizado aquí, en la que una cámara de video ingresa a la parcela del fotógrafo con la prohibición de filmar su rostro. Se trata de un Larraín de voz pausada, mientras la cámara muestra sus manos bajo la textura lumínica del video casero en una tarde de sol. Una escena ambigua por lo que muestra y lo que no, que habla tanto de las potencialidades del archivo y del medio documental, como la indeterminación radical de una vida sumergida de la cual hemos alcanzado a ver apenas un destello.


Sergio Larraín: El instante eterno
Chile, 2021 / 90 minutos
Dirección: Sebastián Moreno / Guión: Claudia Barril, Sebastián Moreno
Investigación: Sebastián Moreno / Productora: Las Películas del Pez

Tamara, suspendida

«¿Puede haber una relación más honda con el lenguaje y la belleza que la que tuvo Tamara Kamenszain en su vida?», se pregunta la crítica Lorena Amaro en este texto sobre Chicas en tiempos suspendidos, última publicación de la poeta y ensayista argentina que partió el pasado 28 de julio, dejando su obra interrumpida.

Por Lorena Amaro

Construir una literatura tal vez sea transitar de modos muy diversos los mismos caminos. Haciendo figuras, de cabeza o dando volteretas en el aire, algunas palabras, algunas obsesiones y ritmos se repiten como un mantra, y en eso consiste la exploración. Chicas en tiempos suspendidos (Eterna Cadencia), de Tamara Kamenszain —el último libro que alcanzó a publicar antes de que un cáncer fulminante se la llevara en julio pasado— revela esta experiencia obsesiva. Si antes sus temas fueron la generación literaria —sus contemporáneos fueron Lamborghini, Perlongher, Libertella, Carrera, Fogwill, Aira—, la familia, las genealogías que trenzan el judaísmo y el cristianismo y también las tradiciones literarias, en este poemario/ensayo/breve relato de un encargo (excentricidad que la editorial cataloga de “novela”), aquí son “las chicas”, autoras del pasado y del presente, las que se encuentran en torno a la práctica poética, el biografismo, los estragos amorosos y la sombra de un sujeto institucional, poderoso y, en cierto punto, siniestro: el “vate”.

La obra de Tamara Kamenszain quedó interrumpida el 28 de julio de 2021: una escansión del verso de la vida que, como la poesía, se ve interrumpida “a golpe de cortes”, como decía ella en uno de sus últimos ensayos (Libros chiquitos, Ampersand, 2020) y también, quizás si con un presentimiento, en el verso 21 de Chicas…: “¿Y la enfermedad? / ¿Y la muerte? / De estos asuntos ya hablé en otros libros / y no me queda nada más para decir. / Porque en este caso no hay duda / de que lo que empezó como poesía / está terminando como una de esas novelas / donde ni el lamento tanguero / ni el lamento judío /ni el otro lamento con el que suelo tapizar / el diván de mi analista / alcanzan para que el ritmo / el rezo / el verso / la escansión / o como quieran llamar / a ese golpe que corta la prosa / en pedacitos / se interponga entre la realidad y lo que sí o sí /merece quedar suspendido / sin pronóstico / sin metáforas / pero sobre todo / sin miedo.

No es solo en estos versos: la muerte es el bloque de lo real (aquello que “es lo que hay y punto”) que marca todo Chicas…, escrito, como Kamenszain misma subraya, “entre marzo y diciembre de 2020”, bajo pandemia. Explica que es una escritura que surge de un encargo, el de escribir un capítulo para la Historia Feminista de la Literatura Argentina (HFLA, proyecto que ya cuenta con un primer volumen publicado), un texto sobre las poetas del siglo XXI. Ella decide: “Voy a escribir qué pasa con el amor / en lo que escriben esas chicas de hoy / me propuse entusiasmada”. La palabra amor, sin embargo, conecta esta poesía con la que escribieron, un siglo antes, las “poetisas” que, como Storni, lidiaron con un tiempo de “los vates” que las tildaron de chillonas, cuando “La palabra femicidio / no la teníamos / la palabra muso / no la teníamos / la palabra vata / no la queremos. / Pero la palabra poetisa sí / aunque nos avergonzaba”. ¿Cómo nombrarse? ¿Cómo construir esas autorías de mujeres?

No está demás, a estas alturas del siglo XXI y a pesar de que la excepcionalidad es una trampa, recordar que ella y Coral Bracho fueron las dos únicas mujeres presentes el famoso Medusario. Muestra de poesía latinoamericana (1996), que reunía obras de filiación barroca (o neobarrosa). En su caso, poemas de los libros Los no (1977), La casa grande (1986), Vida de living (1991) título que Leticia Frenkel, su nuera, escoge para recordar, bellísimamente, lo que fue su vida compartida—, libros de trama y palabra herméticos que, con los años, irían cediendo paso a una estética más asequible y narrativa. Y cambiaron, también, otras percepciones. Así lo explica en el ensayo que publicó en la HFLA: “Para las que empezamos a publicar en los setenta, que nos llamaran ‘poetisas’ significaba una ofensa”. Explica que ella y sus contemporáneas se decantaban porque las llamaran como a “ellos”, por el apellido: “Rosenberg, Moreno, Bellesi, Gruss” (Chicas…). “Yo no soy poetisa soy poeta / me dije una y mil veces a mí misma”. ¿Pero y “ellas”? Esas otras llamadas Alfonsina, tan “chillonas” para vates como Borges o como Neruda, que prefería a las mujeres silenciosas. ¿Y las uruguayas?: “Juana, Idea, Circe, Amanda” (Chicas…). Kamenszain ejerce aquí su propia autocrítica, en que trastabillan las convicciones de juventud para reconocer el legado de esas escritoras: “porque las poetisas con nombre son / jóvenes viejas que si las leemos a nuevo / nos guiñarán el ojo más actual / para que la poesía de amor / renazca como renace”.

Cinco son las secciones de este poema-ensayo de impensada despedida: “Poetisas”, “Abuelas”, “Chicas”, “Antivates”, “Fin de la historia”. Se hace poco el libro para poder seguir sintiendo algunos de sus estribillos: “y sin embargo sin embargo” o “lo que empezó como poesía / tuvo que terminar como novela” (con variantes que se repiten obstinadas a lo largo del texto, esas “alarmas auditivas” de las que ella también escribió). ¿Puede la poesía terminar como poesía? ¿O siempre la poesía arrastra una novela, o en el caso de Tamara Kamenszain lo que ella misma llama “un novelón”? ¿Puede la poesía cobijar a la novela o es al revés? Kamenszain practica la poesía crítica incluso cuando escribe un aparente ensayo, El libro de Tamar (2018), donde también sabe descubrir (aunque no en versos, sino en prosa) los impensados vericuetos del amor y la palabra.

En Chicas… hay un protagonismo plural, casi coral: las poetisas modernistas, las abuelas como ella misma o las de Plaza de Mayo, en espera de sus nietos, aquellos poetas en que quiere ver la figura inversa del “vate”, los antivates, grupo en el que cuenta, por ejemplo, a un Enrique Lihn agonizante. Se repite la figura de la escritura por encargo, a la que ya le da una vuelta en Libros chiquitos, donde también convoca al pasado y especula que “parece haber siempre una cadena de libros que impulsan la escritura de otros (…) y parece ser que leer es así de dinámico cuando lo que provoca es un entramado de escrituras”. Por eso la suya es una poesía crítica, que se entreteje siempre en la palabra de otres. Así lo hace, por ejemplo, en uno de sus poemarios más bellos, El eco de mi madre, donde relee los textos de Olga Orozco, Diamela Eltit, Coral Bracho, Sylvia Molloy y otras que han escrito sobre “estas rehenes del Alzheimer”, las madres, las amigas, las otras que se han sumergido en la desmemoria: “No puedo narrar / ¿Qué pretérito me serviría / si mi madre ya no me teje más?”.

¿Puede haber una relación más honda con el lenguaje y la belleza que la que tuvo Tamara Kamenszain en su vida? Quizás le hubiese gustado que se hablara aquí de Barthes: “Barthes ya intuía eso que llamó / la nebulosa biográfica / volver a poner en la producción intelectual / un poco de afectividad, nos dijo mientras confesaba / ‘Terminé prefiriendo a veces leer la vida de ciertos / autores más que sus obras’” (Chicas…). Barthes pensó bastante una biografemática, esto es, la articulación de huellas autoriales, sensoriales, activadas a partir de la lectura. Un roce intenso entre la vida de escritores y lectores, un encuentro de dos subjetividades en que la vida se dispersa en puñados de palabras, “… lejos de los tiempos de la cronología / suspendida en una galaxia discontinua” (Chicas…), que es donde la propia Kamenszain dialoga con esos tiempos otros de las poetisas, sus amores, sus vidas, para luego, desde este no tiempo, que es su muerte inesperada, abrupta, seguir hablándonos. Tamara Kamenszain excede todos los encargos que se le hacen y nos envía, como lo hizo antes con ella su amigo Enrique Lihn (cuya última carta llegó, providencialmente, varios años después de la muerte del poeta), un saludo anacrónico (y, en su caso, sobre los anacronismos de las poetas, poetisas).

Chicas en tiempos suspendidos
Tamara Kamenszain
Editorial Eterna Cadencia, 2021
88 páginas

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

***

Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Feria de vanidades

«Parece que la novela no quiso renunciar a tener una protagonista atractiva con una vida sexual libre y a la vez construir una situación supuestamente misteriosa que sin duda remite a un abuso y agresión sexual. Las referencias a los esfuerzos de Mona por evadir la situación —y a su abusador— recurriendo al alcohol resultan bastante superficiales y poco creíbles», apunta Lucía Stecher sobre Mona, novela de la escritora argentina Pola Oloixarac.

Por Lucía Stecher

En medio de otros libros expuestos en distintas librerías, Mona, de la escritora argentina Pola Oloixarac, llama la atención por su portada y tamaño. Neón Ediciones reeditó esta novela en Chile en julio de 2021, apostando por un dibujo llamativo y un formato pequeño, amigable y bien cuidado. Publicada originalmente en 2019 por Random House, Mona comienza bastante bien. Con un ritmo narrativo ágil, configura desde sus primeras páginas lo que será el eje fundamental de su trama: la participación de la escritora peruana Mona en un evento organizado en Suecia denominado la “Meeting”, que congrega a los y las escritoras nominados al Premio Basske-Wortz, “el galardón literario más importante de Europa, y uno de los más prestigiosos del mundo” (13). La voz narrativa focalizada en Mona, la protagonista, la sigue desde que toma el avión en Estados Unidos para participar como autora invitada al encuentro.

En las primeras páginas leemos que la joven es una escritora “latina” que, gracias al éxito obtenido por su novela debut, consigue un puesto como investigadora en la Universidad de Stanford. Mona tiene muy claro que en el sistema universitario estadounidense tiene un lugar preasignado en función de su origen y las expectativas generadas con su primer libro. La inserción de la protagonista en Estados Unidos le permite a la novela iluminar la dimensión cómica —o derechamente ridícula— de las pretensiones de categorización identitaria de su sistema académico: “Las universidades compartían valores esenciales con los zoológicos clásicos, donde la diversidad marcaba su atracción y prestigio; en su rol de latina sobreeducada en plena administración Trump, Mona experimentaba su sereno cautiverio como una forma de libertad. A todos los doctorandos se les preguntaba, al ingresar, por su ethnicity: Mona había cliqueado, debajo de Hispánica, Indígena y debajo había tipeado Inca… todo el asunto le parecía una burocracia más o menos pintoresca, y la elección de subtipos raciales debajo de Hispánica era obligatoria” (19).

La novela, cuyo mundo configura un microcosmos poblado por escritores, intelectuales y agentes del sistema literario, es generosa en observaciones de este tipo, sobre todo cuando traslada su foco al resort sueco en el que están reunidos los y las nominadas al Premio Basske-Wortz. Ahí la vanidad, inseguridad, extravagancia, inadecuación y narcisismo de los distintos escritores es iluminada a veces de modo original, pero en otras ocasiones se hace abusando de los clichés.

Mona se articula en torno a dos líneas narrativas principales. La primera tiene que ver con la ya referida situación de encuentro de hombres y mujeres que, desde distintos lugares del mundo, acuden a Suecia a ver si resultan favorecidos con el importante galardón. A través de esta línea, la novela forma parte de lo que podríamos denominar “literatura de congresos”, emparentada con la más prolífica y antigua “literatura de campus”. Si bien se trata de subgéneros literarios que suelen armar sus tramas y ambientes a partir del recurso a situaciones reconocibles por quienes participan de estos mundos, en Mona los personajes y las situaciones en que se encuentran son extremadamente estereotipados. La escritora japonesa escribe poemas delicados y minimalistas y se conduce del mismo modo en su vida; el escritor colombiano es un latino seductor que para las europeas resulta irresistible; el árabe es encantador y comunica muy bien sus historias, y así sucesivamente. Más que de personajes, se trata de tipos, y la pregunta que surge es si la novela se ríe y cuestiona los estereotipos o más bien se sirve de ellos para generar situaciones que a veces logran ser divertidas, pero que en general son predecibles. Por otra parte, los diálogos entre estos personajes (o tipos) le permiten a la novela desplegar algunas reflexiones sobre temas contemporáneos interesantes: la pregunta siempre relevante sobre el lugar de las mujeres escritoras en el campo literario, la función de los premios y el reconocimiento en las trayectorias autorales, las posibilidades de comunicación y los desafíos de la traducción entre distintas lenguas. En esos diálogos hay momentos y reflexiones interesantes, pero que en general no logran integrarse bien a la trama.

La segunda línea narrativa del libro de Oloixarac es, a mi parecer, la menos lograda. Al principio de esta reseña, señalé que la novela parte con un ritmo ágil que resulta atractivo y que la protagonista llama la atención. Nos enteramos pronto que Mona nació en Perú —aunque las referencias a su país de origen y el vocabulario que proviene de él son aspectos muy débiles en el texto—, que es atractiva, se arregla mucho y busca constantemente el placer sexual. En lo que parece haber sido un esfuerzo por agregar una capa de misterio al libro, cada cierto número de páginas aparecen referencias a moretones en el cuerpo de la protagonista y al hecho de que el viaje a Suecia tiene también la forma de un escape. Incluso se alude a apariciones enigmáticas en el resort y se mencionan llamadas y mensajes que configuran un ambiente de peligro en torno a Mona. A medida que se avanza en la lectura, las alusiones a una escena de abuso y violencia son más explícitas, hasta que se revela que, justo antes de tomar el avión que la llevaría a Suecia, Mona fue agredida por un compañero de Stanford.

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Resulta muy poco creíble —e incluso chocante— que después de una experiencia que le ha dejado huellas en el cuerpo y que intenta olvidar tomando alcohol y Valium, Mona esté permanentemente abierta a darse a sí misma placer sexual y a buscar encuentros con otros hombres. Se nos dice que ha olvidado lo que le pasó y, recién hacia el final, tiene un momento de lucidez en que recuerda todo. Pero su cuerpo tiene las marcas de los golpes y ella está siempre atenta al tiempo que demoran en desaparecer los moretones. Parece que la novela no quiso renunciar a tener una protagonista atractiva con una vida sexual libre y, a la vez, construir una situación supuestamente misteriosa que sin duda remite a un abuso y agresión sexual. Las referencias al dolor, a las dificultades para recordar, a los esfuerzos de Mona por evadir la situación —y a su abusador— recurriendo al alcohol resultan bastante superficiales. A esto se agrega, de forma también poco elaborada, el tema recurrente de la dificultad que enfrentan los y las escritoras para escribir una segunda novela cuando la primera ha sido un éxito. En suma, el personaje de Mona, hilo conductor de la novela, termina siendo tan esquemático como las categorías establecidas por el sistema clasificatorio de las universidades estadounidenses.

Con respecto a la línea narrativa centrada en la “Meeting”, hay aspectos de la “feria de vanidades” que ahí se congrega que tienen cierto atractivo. La tensión generada por la expectativa de quién recibirá el premio modula las relaciones entre los y las autoras y parece, a la vez, impulsarlos a convertirse cada vez más en personajes. La novela opta por un final apocalíptico que subraya la futilidad y banalidad de los egos reunidos en el encuentro sueco, pero a la larga resulta un pincelazo grueso y tosco para terminar con un texto que, como dije al principio, comienza bastante bien.

Épica y resistencia popular

«Carmen Berenguer ha escrito un libro imperecedero, visceral, caliente, rabioso y tremendamente personal, que nos permite acceder a su historia de luchadora, de escritora comprometida y a su mirada privilegiada sobre aquellos días intensos, terribles, con pérdidas de vidas que, espero, no hayan sido en vano», apunta la crítica Patricia Espinosa sobre Plaza de la Dignidad.

Por Patricia Espinosa

La literatura chilena directamente ligada a la revuelta social ha sido escasa; la mayor parte de nuestrxs escritorxs se encuentran, cual estatua de Rodin, en modo pensar. Mientras las calles se llenaron de colores, cantos y bailes, la literatura guardó silencio. Este silencio literario puede entenderse por una distinción, que resurge con fuerza durante la década del 90, entre literatura e historia. La autonomía de la literatura se eleva como un dogma indestructible, imponiendo una visión evasionista y una concepción de literatura no contaminada de realidad, ajena a las crisis políticas del país. Esta mirada ha llevado a la profusión de escrituras del yo, ficciones orientadas a narrar la vida diaria, común, desasida de contexto y, por sobre todo, de una postura crítica respecto de las crisis sociales. Contamos, de tal manera, con un restringido corpus literario donde se advierta la representación de la realidad social contingente.

En medio de este panorama, se publica Plaza de la Dignidad (Mago Editores), de Carmen Berenguer. Un texto al que la editorial incluye dentro de su colección de poesía; sin embargo, desde mi visión, es posible de catalogar como postpoesía por su carácter híbrido, ya que conviven la poesía, la crónica y el testimonio. Berenguer, poeta de extensa y brillante trayectoria, nos enfrenta a una propuesta literaria de potencia superior. Me refiero con esto al planteamiento de una estética de la resistencia donde confluyen la rabia, la utopía y la dignidad.

El lugar: Sin cortes estróficos, puntos seguidos ni apartes se despliega esta suerte de work in progress, en el que la hablante/narradora asume la voz individual — de escritora— pero también del colectivo. Berenguer elabora la historia de una rebelión a la cual da como fecha de inicio el 18 de octubre de 2019 en un lugar específico: “Plaza de la Dignidad”, y una razón particular: el sublevamiento a la “dictadura mesiánica del capital” (30). La autora observa el acontecer desde la ventana de su hogar, situado frente a Plaza de la Dignidad, pero también su voz se ubica en el afuera, en el espacio público, como una más de las manifestantes que muestran su descontento.

La escritura: “Sentidos del oficio” es el texto donde Berenguer plantea su poética: “Esa sentida estadía de sentir este oficio de escribir/ Sin planificación ni estructura más rota la conciencia/ Siempre se enciende la ruptura con el logos/ Por el que escapan las palabras y los sentidos parpadean/ Sustrayendo despejando dejándolas solas refulgentes/ transparentes un signo perla/ Y por qué si las estructuras se están cayendo a pedazos y los oficios/ Los sentidos de la permanencia han caído y rodado en este comienzo/ tantear sobre los pasos rotos como las habichuelas ruedan plastificadas/ nobles del ayer de un día que fue como fui si todo era superficie/ por ello repetir el camino es errar en la noche sagrada y que bien dejaron/ los guijarros en el andar dispersos en la calzada se sienten los gritos corren/ palabras pliegues cantos” (19). “Estadía” denomina la autora a su proceso de escritura, situándose en un oficio, un hacer, que transgrede el logocentrismo, sin mediaciones entre el pensar, sentir, hacer, luchar y escribir. Este punto me parece clave en el volumen, ya que representa la modalidad elegida por la autora para abordar el momento histórico en que se encuentra. Es tal el peso de los acontecimientos, que ha caído lo permanente, como señala Berenguer, lo cual implica el derrumbe de la estructura social, pero también de lo literario. Frente a esto, la desestructuración. Así, la escritura emerge como una práctica móvil, pero con un eje, que acude una y otra vez a la revuelta y las confrontaciones entre policías y manifestantes.

La victoria: La voz asume el triunfalismo del colectivo y dice: “Hoy es domingo Diciembre a 53 días del estallido social en el Chile neoliberal/ En Plaza de la Dignidad preñada de buenos augurios/ Derrotamos el sistema quedan los momentos del final son golpes/ las máscaras del sistema están en el barranco solo propinan palos de ciego/ Son ellos los que a golpes siniestros en sus fábricas de exterminio/ no pelean cuerpo a cuerpo tiran sus pestilentes armas al aire a los ojos/ el tirano solitario guarda sus millones en arcas extranjeras/ Y donde arranque será perseguido por haber estrujado un pueblo/ No habrá refugio en este mundo tendrá que pagar con cárcel sus fechorías” (ibíd.). Esta irrupción de lo utópico, de un futuro con justicia y castigo, se establece como devenir natural de la resistencia y deseo de cambio. Berenguer sabe de utopías clausuradas, pero las levanta nuevamente y les sacude el polvo de una historia de fracasos y traiciones.

El género: Dos interrogantes respecto al género surgen en esta escritura: “si hubo o hay diferencia de género en los castigos” (41), “¿Y si los golpes tienen sexo?” (ibíd.), aludiendo con ello al ensayo de la teórica Nelly Richard “¿Tiene sexo la escritura?”. La autora plantea una gran pregunta sobre la distinción género/sexo y la violencia en un contexto dictatorial y postdictatorial. Ambas temporalidades, regidas por el orden patriarcal, son asumidas por Berenguer a partir de un enfoque de género binario. Esto implicaría que si bien el sexo es una condición biológica, la tortura, el crimen, son ejercidos a partir del género. Berenguer se aleja de la interrogante literaria sobre la escritura y se instala en el terreno de los cuerpos de mujeres. Este desplazamiento tiene implicancias enormes en la propuesta estética de este libro. La autora subordina la reflexión teórica a la preocupación por la materialidad de los cuerpos y los modos de destrucción que ejerce el poder. Y, lo más importante, sospecha que las violencias son generizadas, entregándonos la tarea de desentrañar sus interrogantes.

El barrioco: El tenor testimonial del volumen lo convierte en una pieza literaria irreemplazable, un documento cultural escrito al interior de la revuelta y postrevuelta. “Lo viví” (73), señala la escritora en el poema de cierre, reforzando con ello la condición no ficcional de su itinerario. Así, luego dice: “las llamas rodearon mi plaza/ se llama Dignidad!”. Para luego agregar: “Mi plaza está viva y colorea/ es la guernica sudaca del sur/ Es el bronx en la acera sur del continente/ Es mi barrioco donde escribo/ El día que dejaron ciego a un joven luchador en esta plaza” (ibíd.). El posesivo, “mi plaza” y “mi barrioco”, permite comprender que el territorio es parte de la existencia de la voz lírica. Su barrioco, término acuñado por la autora, unifica barrio con barro y barroco, tres vectores basales de su estética del desborde, del exceso citadino, callejero, ligado al territorio y a la diversidad de géneros y formatos literarios. En el barrioco escribe, vive y lucha la voz lírica/narrativa. Estas conjunciones se deben al carácter transficcional liminar que cruza el texto. Con tales términos me refiero a una escritura donde se concitan, a lo menos, dos géneros literarios (narrativa y poesía) donde se rompen los límites entre ficción y no ficción, voz autoral y voz textual, y donde la representación de lo real concita pasado y presente.

La rabia: Una escritura rabiosa es esta de Carmen Berenguer, que se constituye en una herramienta poderosa contra la opresión individual y colectiva. Ni la autora ni su voz textual son entidades neutras en este volumen. Hay un carácter, un temperamento que no se cobija en el circunloquio, la elipsis; es más, identifica el silenciamiento como una más de las prácticas represoras.

Plaza de la Dignidad
Carmen Berenguer
Mago Editores, 2021
80 páginas

Dignidad: La primera vez que leí una pancarta callejera que decía “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, pensé en la grandiosidad de la palabra y del triste olvido en que había caído en nuestro pueblo. Berenguer recupera la fuerza rabiosa de hacer parte de nuestras vidas la decencia, la honra, confiscadas por un sistema corrupto. Pienso entonces en Audre Lorde cuando dice: “Toda mujer posee un nutrido arsenal de ira potencialmente útil en la lucha contra la opresión, personal e institucional, que está en la raíz de esa ira. Bien canalizada, la ira puede convertirse en una poderosa fuente de energía al servicio del progreso y del cambio”. Tal como Lorde, Berenguer despliega una ira benéfica en su testimonio, emitido desde un cuerpo, su cuerpo, agotado, adolorido. Sin embargo, lo más sorprendente es que, pese a la incertidumbre, emerge una y otra vez el deseo de sobrevivencia.

Carmen Berenguer: ha escrito un libro imperecedero, visceral, caliente, rabioso y tremendamente personal, que nos permite acceder a su historia de luchadora, de escritora comprometida —sí, comprometida, expresión que nunca pasará de moda— y a su mirada privilegiada sobre aquellos días intensos, terribles, con pérdidas de vidas que, espero, no hayan sido en vano.

Palabra de Estudiante. Nada por disputar, todo por construir

«Cuando el llamado es a reconstruir la FECH y no a pelear una tajada de pastel, quizás lo que menos importa para sentirse convocade son los errores del pasado», analiza Noam Vilches sobre la actual crisis de participación y representatividad que atraviesa la Federación de Estudiantes más antigua del país.

Por Noam Vilches Rosales

La crisis de la FECh no es un misterio. Ahora estamos en su peak no solo porque no existió quórum para constituir una mesa, sino que además faltan listas que disputen centros de estudiantes; la participación en asambleas es baja, las orgánicas locales pierden gente a mitad de camino, hay renuncias a cargos y se ha diluido la capacidad de convocar y movilizar cambios estructurales tanto a nivel de la universidad como del país. Las razones que da el estudiantado para explicar esta situación son variadas. Hagamos un breve repaso por las más mencionadas, para luego —ojalá— responder por qué se debe reconstruir la FECh.

La FECh es un trampolín político

Esta es una de las críticas que más se han reportado al menos desde 2013, y es usada tanto por la Centro Derecha Universitaria como por los grupos de izquierda menos adeptos a los actuales partidos políticos chilenos. Lo curioso es que quienes realizan esta acusación tampoco han destrabado esta crisis cuando han estado en la Federación, y tienen cada vez menos incidencia en los comicios estudiantiles. No obstante, no podemos desconocer que quienes pasan por la FECh tienden a tener una carrera política institucional fuera de la universidad. Aquí podemos preguntarnos si es un problema que exrepresentantes estudiantiles ganen elecciones en el Congreso, los municipios o la presidencia de Chile. Me atrevo a afirmar que no, y si el problema es que quienes se suman a la FECh dejan de lado sus labores por intentar darle otro uso a la Federación, eso puede solucionarse estatutariamente. No obstante, creo que quienes tienen un fuerte compromiso con la educación pública, popular y feminista, deben estar disputando no solo una federación de estudiantes, sino que también tienen el deber de llevar nuestras problemáticas a las más altas instancias políticas e institucionales de Chile; y digo deben como imperativo sobre todo práctico, pues son dichas personas quienes lograron visibilizar y hacerle camino a nuestras demandas.

La FECh no es útil a los intereses estudiantiles

Aquí chocan ideas, pues tal afirmación es dicha tanto por quienes creen que los intereses estudiantiles se sitúan en un buen pasar universitario, como por quienes creen que la lucha debe enfocarse en el plano nacional. Esta idea es una falsa dicotomía. Quienes tomen liderazgos en la organización estudiantil deben saber que no se puede dedicar tiempo solo a una, ambas son nuestra responsabilidad y así lo indican los actuales estatutos. Muchos de los problemas que se viven requieren volcarse a la política nacional, y muchas problemáticas nacionales requieren también de nuestro esfuerzo y autorreconocimiento como algo más que estudiantes, como futures trabajadores y ciudadanes. El estallido y la valentía de les secundaries deberían ya habernos dado una cátedra sobre empatía y colectividad que nos saque la individualista idea de que no nos debe importar nada más que lo puramente estudiantil. Sin embargo, y obviando esta situación, creo que una crítica como esta solo puede nacer de la idea de que la FECh no hace nada significativo en ninguno de los dos planos, lo que me lleva necesariamente al siguiente punto.

No se sabe qué es la FECh ni cuáles son sus labores o historia

Este problema es ineludible. Recuerdo conocer la FECh antes de entrar a la Universidad de Chile, la veía en los medios desde 2011 y entendí su relevancia. Sus figuras inspiraban y llamaban a movilizarse por una educación fuera de las lógicas del mercado, de la dictadura y de la élite del país. No sabía su historia, pero quería saberla. Ya estando en la universidad, pensé que mi estadía no necesitaba de la política universitaria y por tanto no necesitaba saber nada de la Federación.

Esto me recuerda una reciente charla donde el primer presidente de la FECh en dictadura, que fue electo con un 90% del quórum, comenta que la participación de antaño se daba porque el enemigo común era claro. Hoy ese quórum es una utopía y ese enemigo común es cada vez más difuso, lo que ha hecho que en la Federación y en Chile existan apuestas mucho menos convocantes. Parece que hacer política importa menos porque estamos en una situación que nos parece menos apremiante, y por tanto la desconfianza en la clase política es argumento suficiente para no interesarse. Esta última idea tiene un nivel de individualismo enorme, es el camino fácil. Si creemos que les actuales representantes son personas en las que no podemos confiar, entonces levantamos proyectos con personas que nos hagan sentido, no nos mandamos a cambiar como si no hubiese nada en juego.

Cuando asumí, como centro de estudiante tenía metas locales bastantes simples, pero basta con dar un paso hacia el camino de la construcción colectiva para entender lo mucho que falta hacer, lo frágil que es la estadía de los sectores más populares en la universidad, lo difícil que es ser mujer y disidencia en la educación superior, lo necesaria que son las presiones y gestiones estudiantiles para el cumplimiento del rol público de la Universidad de Chile. Eso me llevó de no querer saber nada de la federación a necesitar participar activamente en ella.

Cuando el llamado es a reconstruir la Federación y no a pelear una tajada de pastel, quizás lo que menos importa para sentirse convocade son los errores del pasado. Quizás muchas de las labores FECh no nos tendrán en la televisión abierta hablando sobre los necesarios cambios en el modelo educativo, pero tenemos que asumir que muchas de las labores que se realizarán son como levantarse y tomar un buen desayuno, vale decir, no serán labores que nos hagan sentir que estamos cambiando el mundo, pero serán necesarias para que lo logremos.

Hacia un desarrollo regenerativo

“Se necesitan cambios políticos y económicos en distintas escalas, que van desde las comunidades hasta la sociedad mundial. Los beneficios no serán directos ni inmediatos, por lo que la capacidad de gobernarnos con una mirada de largo plazo y con una perspectiva solidaria es fundamental […]

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Hecho en Chile: Vacunas con sello local

Cuenta la historia que Chile alguna vez produjo sus propias vacunas. Que personajes como José Miguel Carrera y José Manuel Balmaceda estuvieron involucrados en promover tanto campañas para inocular a la población como una institucionalidad vacunal en Chile, la que se abandonó tras la dictadura. Sin embargo, después de 20 años, esta historia contará con un nuevo capítulo, esta vez protagonizado por la Universidad de Chile y su nuevo Centro de Biotecnología y Producción de Vacunas. 

Por Sofía Brinck

Corría noviembre de 1878 cuando un telegrama viajaba de forma urgente desde San Felipe a Santiago. “La viruela cunde. Principia a desarrollarse fuera de Salamanca. La vacuna que se tiene es malísima, no produce efecto. Pido a la sociedad respectiva buen fluido”. La situación era delicada y las preocupaciones del señor Tomás Echeverría, remitente de la misiva, tenían sustento. Con una altísima tasa de contagio y mortalidad, la viruela era uno de los principales problemas de salud pública de la época. Controlar los brotes era una tarea gigantesca, y tal como lo evidencia el telegrama, contar con una vacuna no era suficiente.  

Para ese entonces, las vacunas eran conocidas en Chile y en la región, precisamente debido a la viruela. La primera vacuna de Sudamérica, extraída de vacas que sufrían viruela animal y transportada en personas inyectadas con el suero, había llegado por barco a Montevideo en 1805 y de ahí fue distribuida a Argentina, Chile y Perú. Tres años más tarde, se fundaba en Chile la Junta Central de la Vacuna, en Santiago, encargada de coordinar las juntas departamentales que ofrecían un servicio gratuito de inoculación. El tema era de tal importancia que entró en la agenda de gobierno de José Miguel Carrera, quien lideró una de las campañas de inmunización en el período de la Patria Vieja, en 1812. Sin embargo, el proceso fue difícil. Gran parte de la población rechazaba las vacunas, ya que se creía que causaban viruela en personas sanas en lugar de prevenirla. 

La Junta fue modificada varias veces en décadas posteriores, procesos en los que estuvieron involucrados Diego Portales, en 1830, y Domingo Santa María, en 1883. Cuatro años después, en el gobierno de José Manuel Balmaceda, Chile inauguraba el Instituto de Vacuna Animal Julio Besnard (IVA-JB), que tuvo como primera misión producir la vacuna antirrábica para uso animal y el suero antivariólico. 

Para Cecilia Ibarra, una de las coautoras del estudio e investigadora del Centro de Ciencias del Clima y la Resiliencia (CR)2 de la Universidad de Chile, la producción nacional de vacunas fue parte de una política de Estado que incentivó el intercambio internacional de conocimientos en ciencia y tecnología, estimuló la formación de científicos e incluso fue especialmente importante en contextos de emergencias naturales. “Chile ha tenido experiencias de desastres como terremotos y aluviones, donde contar con un stock por razones de seguridad ha salvado vidas”, recuerda Ibarra. “El stock de sueros se usó completo tras el terremoto de 1939, debiendo recurrir a la ayuda de Argentina, que envió suero antigangrenoso. Esto fue repuesto con una devolución en suero antidiftérico producido por el Instituto Bacteriológico”.

La larga historia de avances tecnológicos y médicos en vacunas llegaría a su fin con el retorno a la democracia. A partir de 1970, se dejaron de introducir nuevas vacunas al stock nacional y, más tarde, la Constitución de 1980 relegaría al Estado a un rol subsidiario que, según la investigación de Ibarra y Parada, provocó “un desplome en la fabricación estatal de medicamentos”. Se siguieron fabricando vacunas, pero no hubo inversión en tecnologías, equipamiento e innovación, lo que condenó la producción casi a la obsolescencia. El área de producción del ISP fue cerrada en 2002, aunque quedó stock que se siguió envasando hasta 2004. Así, un año más tarde, se terminaría la larga historia de avances científicos y desarrollo tecnológico que había comenzado casi dos siglos atrás.  

A juicio de Flavio Salazar, vicerrector de Investigación y Desarrollo de la Universidad de Chile y director alterno del Instituto Milenio de Inmunología, los gobiernos de la época dejaron morir al sistema de producción de vacunas. En el programa radial  Palabra Pública, el profesor aseguró que “la decisión de contar con una renovación y modernizar todo el sistema se debería haber tomado antes. Se pensó que ese era un tema que podían resolver los laboratorios internacionales y que Chile no era competitivo, con una visión absolutamente de mercado que hoy estamos pagando”.

Una demanda astronómica 

Desde la década del 2000, el stock de vacunas en Chile se ha basado en importaciones de laboratorios extranjeros. Una historia que podría haber continuado sin demasiados sobresaltos si no hubiese sido por la pandemia del SARS-Cov-2 a fines de 2019 y el posterior desarrollo de vacunas como principal tratamiento preventivo.   

El acceso y distribución de las vacunas ha sido uno de los principales desafíos a nivel mundial en la lucha contra el virus. Los países de mayores recursos han acaparado grandes cantidades, lo que se ha traducido en una desigualdad abismal en las tasas de inoculación: 79% de las vacunas han sido usadas en países de ingresos altos y medio-altos, mientras que solo un 0.5% de las dosis ha llegado a naciones de menores ingresos, de acuerdo a cifras de la Universidad de Oxford. 

Para el Dr. Olivier Wouters, académico de la Escuela de Política Sanitaria de la London School of Economics and Political Science, el principal problema es cómo ampliar la producción de vacunas para poder satisfacer la constante demanda internacional. Una solución, dice, sería incentivar la producción nacional de vacunas en países que hasta ahora no contaban con industria propia. “Probablemente es muy tarde para esta pandemia, pero va a haber nuevas pandemias en el futuro”, reflexiona. “Y deberíamos tomar cartas en el asunto antes de que eso pase, o incluso si descubrimos que el covid-19 es algo que llegó para quedarse y que tenemos que vivir con el virus”. 

En este contexto, diversos países que hasta ahora habían dependido de importaciones han decidido ingresar a la producción de vacunas, ya sea de manera independiente o de la mano de empresas extranjeras. Argentina, por ejemplo, produce en sus laboratorios el principio activo de la vacuna Oxford-AstraZeneca, el que luego es enviado a México para ser envasado y distribuido como vacuna. A esto se suma el anuncio, en febrero de este año, del laboratorio privado argentino Richmond, que firmó un acuerdo con el Fondo Ruso de Inversión Directa (RDIF) para producir en el país la vacuna Sputnik V. 

Sin embargo, Wouters también llama a la cautela. “Esto es especulación, pero no parece económicamente eficiente tener a 190 países produciendo vacunas. Los precios podrían subir, ya que las producciones en lugares como Chile pueden resultar más caras que las importaciones. También hay que tener en cuenta que la situación actual es única. No siempre existe una demanda constante y urgente de vacunas a nivel mundial”, advierte. Una opción por explorar, a su juicio, sería desarrollar instancias de cooperación internacional a través de organismos multilaterales que permitan aunar esfuerzos de países que tal vez individualmente no lograrían desarrollar sistemas de producción propios. 

El rector Vivaldi visita la planta productora de vacunas de ReiThera, en Roma.

Nuevas vacunas para Chile

A pesar de que la pandemia ha sido el escenario perfecto para ejemplificar la necesidad de contar con una producción nacional de vacunas, los intentos por retomar esta tradición en Chile datan de antes de la llegada del covid-19. Según Flavio Salazar, cerca de 2015 se le presentó a la Corfo un proyecto para recuperar la capacidad de producción de vacunas, que tenía por sede tentativa los terrenos de la Universidad de Chile en Laguna Carén. Si bien la idea no prosperó en su momento, seis años más tarde ya está en camino a convertirse en realidad.

El 9 de septiembre, la universidad, en alianza con la farmacéutica italiana ReiThera, anunció la construcción del Centro de Biotecnología y Producción de Vacunas en el Parque Carén, hito que culmina con años de esfuerzo, negociaciones y estudios. Este nuevo espacio tendrá una superficie de 7 mil metros cuadrados y constará de una planta multipropósito con capacidad para producir 100 millones de dosis anuales de hasta cinco productos biofarmacéuticos distintos. El primero será una vacuna contra el covid-19 elaborada con la fórmula de ReiThera, que se encuentra en Fase II de investigación en Europa y que ha demostrado una respuesta inmune en el 99% de las personas inoculadas.

“La primera meta será satisfacer la demanda por vacunas de covid-19 a nivel nacional e incluso regional, pero el proyecto no se agota ahí: el plan también implica, a más largo plazo, dar la posibilidad a otras universidades del país de escalar sus investigaciones a fases clínicas, que es el paso donde la mayor parte de los proyectos se estancan por no existir infraestructura adecuada para continuar con los experimentos. Queremos convertirnos en un apoyo para las instituciones de educación superior, donde puedan encontrar el espacio y herramientas para hacer lotes clínicos y producción industrial de sus investigaciones”, explica el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi.

Para poder ofrecer ese apoyo a otras universidades es necesario desarrollar conocimientos y tecnologías que Chile no tiene en estos momentos, los mismos que se perdieron tras el cierre de la producción de vacunas en el ISP. Y esa es otra de las piedras angulares de la iniciativa, ya que la U. de Chile no será solo un centro de distribución o venta de los productos, sino que se espera una completa colaboración con la farmacéutica italiana en todas las etapas del proceso, desde el desarrollo de ideas hasta la producción.

La alianza con ReiThera marca una diferencia con la institucionalidad original de producción de vacunas en Chile, ya que el proyecto se erige sobre una alianza público-privada —el laboratorio italiano era una compañía privada, pero durante la pandemia el Estado italiano compró un 27% de sus acciones—. Para el rector Vivaldi, esto representa un nuevo modelo de funcionamiento para la ciencia en Chile, “donde tanto el Estado como la empresa invertirán en una infraestructura que impulsará el desarrollo del país, contando a la vez con el apoyo de asociados internacionales que permitan hacer transferencia de conocimientos”, explica. Precisamente, para poder afianzar las relaciones con los nuevos socios, a fines de septiembre una comitiva de académicos acompañó al rector a Italia para conocer la planta productora de vacunas con sede en Roma, cuya estructura es similar a la que tendrá el centro de la Universidad de Chile.

Sin embargo, esta no ha sido la única iniciativa anunciada en Chile. En agosto, el laboratorio chino Sinovac, en alianza con la Pontificia Universidad Católica (PUC) y la Universidad de Antofagasta, anunció que instalará una planta de manufactura de vacunas en Santiago y un centro de I+D en Antofagasta. La diferencia con el proyecto de la Casa de Bello es que en la planta de Sinovac se llenarán y terminarán las vacunas; el resto del proceso se continuará realizando en otros países. Para Salazar, la iniciativa de Sinovac no es contradictoria con la de la U. Chile, pero no es suficiente. “En el fondo, esto igual nos va a hacer depender internacionalmente de otros. Pero sí nos ayuda, nos pone en el mapa, fomenta la investigación y el desarrollo. Nuestro proyecto, que también incluye a la PUC y a otras instituciones, va más profundo, va a intentar recuperar las capacidades del país en el diseño y producción; en todo el espectro que se necesita para generar vacunas”, declaró en el programa Palabra Pública.

Aparte de los avances tecnológicos y las posibilidades científicas que este hito representa, para Cecilia Ibarra hay un tema de fondo que tiene que ver con la responsabilidad estatal en temas de salud pública. “El Estado tiene un rol en la seguridad de la población y en mantener una soberanía sanitaria. Es un asunto estratégico: nuestro país depende totalmente de las importaciones de medicamentos, lo que a su vez depende de la disponibilidad del mercado. Esta situación no solo va en desmedro de la seguridad de la población, sino que limita las posibilidades de desarrollar estrategias de atención en situaciones críticas y en problemas de salud pública”, advierte.

El rector Vivaldi tiene la misma opinión, razón por la que ha impulsado con fuerza el proyecto en Laguna Carén y se ha opuesto a las voces críticas a la inversión científica, las que apuntan a que Chile debería financiar solo las áreas que ya ha desarrollado, como la minería y el sector agropecuario. “Lo que nosotros queremos demostrar desde nuestra universidad es que resulta fundamental impulsar la investigación científica. A pesar de que, por esta vez, resultaron bien las gestiones para obtener vacunas —un mérito del gobierno—, es excesivamente arriesgado dar por descontado que será siempre así”, afirma. “La gran lección que esta pandemia nos deja es que debemos realzar el sistema público de salud, de la atención primaria estructurada, de la investigación científica y del desarrollo tecnológico Nos parece clave que los chilenos entendamos que cuando hay emergencias, el mercado se copa, por lo que debemos tener capacidades flexibles que nos permitan reaccionar con rapidez. Eso, no hay dinero con qué pagarlo”.

Casi dos décadas después del cese de funciones de los laboratorios de vacunas del ISP, Chile se apronta a retomar la producción e investigación interrumpidas. Se estima que el nuevo centro podría estar operativo nueve meses después de conseguir los permisos correspondientes de parte de las autoridades, comenzando así un nuevo capítulo en esta larga historia que comenzó en el siglo XIX.

Tecnología de frontera en Chile

Tras su regreso de Italia, Ennio Vivaldi dio más detalles sobre el proyecto del Centro de Biotecnología y Producción de Vacunas: “(Esta iniciativa) instalará a nuestro país en una condición distinta frente a amenazas como la del covid-19 y otras que pueden venir; además de otorgarle un carácter de interlocutor a nivel mundial, ubicándolo en las cadenas globales de producción. Al mismo tiempo, se trata de una industria avanzada que no solo genera más empleo y diversidad, sino que crea trabajos de alta calidad y desarrolla una tecnología de frontera. Queremos crear una infraestructura de investigación y producción en el área de biotecnología, que será clave no solo en temas de vacunas, sino en muchas nuevas herramientas terapéuticas, pues la farmacoterapia del futuro utilizará progresivamente más fármacos de origen biológico que químico. Este proyecto mira al futuro convocando a las otras universidades, a las otras entidades estatales, a la empresa chilena y a organismos y empresas extranjeras. Para nosotros es también un ejemplo insuperable de lo que queremos que sea nuestro Parque Carén.

Al mismo tiempo, Vivaldi sostiene que el proyecto también abre una discusión largamente postergada en el país: “En este tema hay una dicotomía de base: ¿debe un país como Chile invertir sustantivamente en desarrollar su ciencia y tecnología? En cualquier caso, me alegro que esta cuestión aparezca por primera vez en forma abierta, explícita. Esto permite aquel debate que se elude cuando se dice que hay otras prioridades, pero que apenas podamos invertiremos en ciencia y tecnología. Desde luego, el razonamiento es muy primario y se basa en una mala entendida división del trabajo. Lo que nosotros queremos demostrar desde nuestra universidad es que resulta fundamental impulsar la investigación científica”.

Gabriel Boric y el espíritu de su época

El triunfo de Gabriel Boric no solo es una buena noticia para la democracia, sino que abre las compuertas para que el Chile soñado colectivamente, ese país expresado en los cabildos, en las manifestaciones masivas, en los rayados murales, en los anhelos de tantas generaciones, empiece al fin a hacerse realidad.

Por Faride Zerán

Mientras el candidato que había logrado un amplio triunfo levantaba los brazos saludando a las multitudes que celebraban su victoria no solo en Santiago, sino en distintas avenidas de todo el país, una lluvia de papel picado de colores caía sobre la silueta triunfante de este líder magallánico, egresado de Derecho de la Universidad de Chile y protagonista indiscutido de la política de los últimos diez años. 

Era una imagen épica a la altura de quien había logrado varias hazañas: entusiasmar a millones de votantes que repitieron la diferencia de diez puntos del plebiscito del Sí y el No de octubre de 1988, erigirse como el presidente de la República más joven de la historia de Chile, llevar a La Moneda a movimiento sociales como el de los pingüinos de 2006, el de los estudiantes universitarios de 2011 liderados por él y otros dirigentes paradigmáticos como Camila Vallejo y Giorgio Jackson, el movimiento por el agua, el No+AFP o bien el mayo feminista, que permeó a los nuevos referentes políticos que asumieron que el feminismo y la paridad no eran solo una cuestión de cuotas.

Qué duda cabe que la figura que concitó la simpatía y atención mundial encarnaba los anhelos de cambio expresados en la revuelta de octubre de 2019 y en la instalación de la primera Convención Constitucional paritaria en el mundo. También estaba representando con nitidez el espíritu de un tiempo que se abría expectante, y donde hacía su entrada no un liderazgo particular sino una generación, lo suficientemente madura y fogueada como para asumir las tareas de gobernar. 

Ese nuevo aire, simbolizado por ejemplo en la imagen de Gabriel Boric fundido en un abrazo afectuoso con Elisa Loncon en su primera visita a la Convención Constitucional como presidente electo, representaba toda la épica y la ética de estos tiempos. El poder estaba encarnado en una mujer mapuche y en un joven magallánico, es decir, otras ideas, otros territorios, otras estéticas, otros lenguajes que desplazaban a aquellas a las que nos tenía acostumbrados una élite homogénea, distante y formal.

Algo de todo esto estuvo presente también en las manifestaciones del domingo 19 de diciembre, cuando la gente, el pueblo, los jóvenes coreaban la letra de la emblemática canción de Los Prisioneros “El baile de los que sobran”, o cuando en las redes sociales circularon extractos de “Balance patriótico”, escrito por Vicente Huidobro cuando fue candidato a la presidencia de la República apoyado por la FECh en 1925, a sus 33 años: “Entre la vieja y la nueva generación, la lucha va a empeñarse sin cuartel. Entre los hombres de ayer sin más ideales que el vientre y el bolsillo, y la juventud que se levanta pidiendo a gritos un Chile nuevo y grande, no hay tregua posible (…). Todo lo grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los 29 años. Carrera, a los 22; O’Higgins, a los 34, y Portales, a los 36”.

Pero más allá de las simetrías entre literatura y política, expresadas en un presidente electo al que le gusta la poesía, la lectura, la cultura (todo un lujo); uno que lideró la lucha por la educación pública gratuita y de calidad, o que asume la necesidad de crear un sistema de medios públicos en un país donde la concentración ideológica de los medios es un escándalo que se remonta a los inicios de la dictadura y que atenta contra la libertad de expresión, el triunfo de Gabriel Boric no solo es una buena noticia para la democracia, sino que abre las compuertas para que el Chile soñado colectivamente, ese país expresado en los cabildos, en las manifestaciones masivas, en los rayados murales, en los anhelos de tantas generaciones, empiece al fin a hacerse realidad.