Crisis climática: Una contienda desigual

El último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático es “un código rojo para la humanidad”, en palabras de António Guterres, secretario general de la ONU. Según el estudio, si no se hacen cambios drásticos e inmediatos, la vida en el planeta se verá afectada de forma radical: sequías feroces, megaincendios, escasez de agua potable, olas de calor y desplazamiento de poblaciones son algunas de las consecuencias.

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Pensar horizontes, generar poéticas, valorizar los cuerpos

“Este grupo constituyente reúne emergencias sociales imposibles de homologar. No se trata de pensar solo oposicionalmente, sino entender que en su conformación se alberga un extenso campo de no coincidencias. Los cuerpos electos son una multiplicidad de escrituras sociales que buscan redactar también un texto múltiple, más complejo, actual y poblado”.

Por Diamela Eltit

Habitamos (hoy mismo) un territorio social recorrido por la incertidumbre. Un tiempo que se verificará en el tiempo. La escritura de la nueva Constitución será, sin duda, importante para ampliar fronteras jurídicas que apunten a reconfigurar normativas que posibiliten la ampliación de lo público, los poderes del Estado y su beneficio en los espacios sociales.

Esta escritura forma parte de un protocolo que busca actualizar el marco según el cual se regirá el territorio y, por otra parte, desalojará la figura de Pinochet y sus aliados civiles del control jurídico (material y simbólico) que hasta hoy mismo nos rige. El acuerdo constitucional fue activado por la urgencia del estallido y la extrema violencia ejercida por la policía. Se materializó durante la extensa enfermedad que hasta ahora ha ocasionado una suma de miles de muertos, especialmente de personas habitantes de sectores periféricos a lo largo del país.

El estallido puso en evidencia la existencia de micropolíticas, de formas de resistencia generadas por la ciudadanía ante el poder del neoliberalismo extractivista (de recursos naturales y de los cuerpos, especialmente de mujeres). Estas formas de resistencia moleculares operaban como políticas autogestionadas y autónomas. Fueron esas organizaciones móviles, minoritarias, muchas de ellas agrupadas bajo La Lista del Pueblo, las que consiguieron torcer la conformación hegemónica de la política y configurar los flujos que hoy pueblan la Constituyente. Más allá de la crisis interna, muy lamentable, explosiva y elocuente, que hoy cruza a los integrantes de La Lista del Pueblo, su poderosa emergencia constitucional es la que hay valorizar, porque  ellos conformaron las líneas de fuga que los consolidaron como modelos de resistencia. Transitaron de lo virtual a lo real, pusieron de manifiesto las diferencias que pueblan lo heterogéneo.  Hicieron historia.       

La intensidad política ahora está volcada a desplegar diversidades: la plurinacionalidad, la autonomía de los pueblos originarios, identidades transbinarias, prácticas, comunidades, bienes comunes, equidades que podrían encontrar, en una nueva escritura convencional, espacios proclives a los cambios de paradigmas. Y allí, una de las interrogantes complejas y abiertas radica en la cultura.

Definir “la Cultura” requiere pensar agudamente una multitud de campos, porque la cultura radica en el lenguaje, porque después de todo y antes que nada “somos lenguaje”. La escritura misma es una parte del lenguaje (entre muchos). El lenguaje o los lenguajes producen y, a su vez, reproducen cada una de las estructuras que forman la organización social del mundo o, dicho de otra manera, la sociedad es codificación. En ese sentido, la Constitución misma es una producción cultural.

La composición de los constituyentes conforma un mapa humano múltiple que en su interior contiene diversas gramáticas, desde el rechazo a modificar el texto de 1980 hasta nuevas formas de inclusión, considerando el género como un punto primordial en la búsqueda de equidad. Se apela a la reconfiguración de los cuerpos en sus territorios ya simbólicos, ya materiales, para generar autonomías, disminuir el centralismo y promover los bienes comunes.

En ese sentido, este grupo constituyente reúne emergencias sociales imposibles de homologar. No se trata de pensar solo oposicionalmente, sino entender que en su conformación se alberga un extenso campo de no coincidencias. Los cuerpos electos son una multiplicidad de escrituras sociales que buscan redactar también un texto múltiple, más complejo, actual y poblado.

Pero, desde luego, la contingencia de la composición de los constituyentes es producto de un hecho excepcional, no es aplicable a la realidad más real nacional, puesto que el control hegemónico del ultracapitalismo se mantiene hasta hoy intacto mediante la captura del sentido, es decir, este neoliberalismo irracional, fundado en la avidez y en la concentración de riqueza, se ha dotado de una poderosa racionalidad económica que lo sustenta y lo sostiene. Y eso atraviesa (y controla)  cada uno de los dilemas, géneros, territorios, identidades, recursos básicos.  

Resulta oportuno referirse aquí a las creaciones estéticas y su lugar en la escritura constitucional. Desde luego, las producciones artísticas no son constitucionalizables, y no lo son porque parte importante pertenece al campo de lo intempestivo, de la disrupción y de la irrupción. Así, no es posible poner sobre ellas normativas, pues atraviesan tiempos y fronteras. Muchas de las prácticas artísticas trabajan fundamentalmente con un deseo que, en general, está “fuera de control”. O como lo señalan Gilles Deleuze y Félix Guattari,  emanan de la creatividad, que puede ser entendida como una “máquina deseante” que une lo subjetivo y lo real. La creatividad artística es productiva porque se funda precisamente en un deseo que es producción, un deseo que es poética.  En ese sentido, situar la producción estética en la Constitución implicaría una forma de control apaciguadora del deseo.

Entonces pienso que más allá de establecer la creatividad como un derecho y favorecer iniciativas que apunten en esa dirección, será el conjunto de la tarea constitucional el que posibilitaría un territorio más favorable para las producciones estéticas. Todas cuestiones culturales como paridad, comunidades, geografías, diversidad y libertades (cada una como territorios por ganar, horizontes por construir, nunca inmediatos) podrían contribuir a favorecer, reconocer, difundir los campos creativos.

Desde luego, en el marco constitucional hay que poner en marcha instrumentos burocráticos que apunten a financiamientos. Pero el punto estratégico para la producción artística es cómo generar espacios que integren la burocracia  pero que, a la vez, la atraviesen  y hasta rehúyan las normativas más monótonas, para evitar así que se desencadenen mecánicas de disciplinamiento sobre los campos estéticos.

Nuestros deseos comunes

«La letra no lo cambiará todo. Hay países que mantienen escrituras colectivas con las palabras “pueblo”, “plurinacionalidad” o “buen vivir” y, en la praxis, ello no ha garantizado una estructura social más justa. Por eso debemos seguir allí, atentas a lo que vendrá, atentas a lo que se tenga que defender. Por eso este tejido va más allá de la propia Constitución».

Por Daniela Catrileo

No voy a mentir: no sigo la discusión de la Convención Constituyente como si fuese un reality show. No lo digo en el sentido espectacular de la imagen televisada, sino por su articulación discursiva inagotable. Se me hace difícil seguirle sus rápidas huellas, especialmente en el presente de crisis que todavía intentamos habitar, una vida pandémica, con su peor versión del concepto de hibridez hecho carne. No estoy pendiente de la totalidad de su funcionamiento institucional, más allá de lo que resuena en las noticias, en ciertas columnas de opinión o en las declaraciones de constituyentes en la esfera pública. Porque hay que decirlo: la discusión de la Convención ha permeado mayorías, en el sentido de estar presente en la cotidianeidad de la sociedad movilizada. Su potencia oral se ha viralizado ineludiblemente, como rumor, anécdota o comentario al paso. Podríamos afirmar que no ha sido una discusión política aislada como tantas otras, pues ha encontrado resonancias y oleajes fuera del centro santiaguino y fuera de las élites acomodadas de siempre.

Explicito mi relación actual con la Convención porque sé que hay quienes se han esmerado en seguir los debates con rigurosidad, mientras que yo apenas me he colado por una tangente que más parece un patio enmalezado. No obstante eso, entre el enredo de malezas hay cuestiones que me son significativas, y para sincerarme por completo debo también decir que en un inicio tampoco tenía mucha esperanza en el proceso. Hasta antes de saber los resultados de las elecciones de quienes serían finalmente constituyentes, no me quería involucrar demasiado, lo que a su vez se traduce en un no me quería ilusionar. Quizás porque estábamos acostumbradas a las derrotas sucesivas y porque me invadía cierta desazón respecto al trayecto institucional que comenzaba. En su reverso, se me aparecía todo lo que nos ofrendó la revuelta, con sus distintos brazos, ríos, colores. Toda la experiencia en su complejidad.

No es que haya apostado por la marginación del proceso político. Al contrario, fui parte de algunas actividades y apoyé candidaturas que me parecían importantes, especialmente las de mujeres mapuche que han estado en diversos frentes de lucha. Mi sensación de sospecha se anclaba más en los acontecimientos previos a los resultados de las elecciones: antes del mapudungun irrumpiendo torrencialmente y antes del afafan colectivo contagiando a todes. Mi sospecha no era petrificante, no estaba pasmada ante lo inexplicable, sino ante sucesos concretos que me siguen generando contradicciones. Sobre todo, eso de tener que transar porque se está en el campo de “la política”. Y entonces mis temores se arraigan en comenzar un proceso constituyente con desigualdades, perjudicando una posibilidad única: no resolver la situación de presxs políticxs de la revuelta y la tremenda zancadilla parlamentaria a la participación del pueblo afrochileno entre los escaños reservados.

Ya sé, en este proceso no todo es como deseamos. Ni siquiera lo es en las acciones micropolíticas o en el trabajo colectivo. Pero no se me olvidan estos sucesos fundamentales, porque creo que para imaginar un porvenir común y tramar una heterogeneidad política que se piensa plurinacional, estos asuntos son pisos mínimos. Recordemos lo enmarañado del proceso previo, el poco tiempo para las campañas, el despilfarro de las candidaturas “empresariales”, la desinformación intencionada del gobierno y la vergonzosa repartición de minutos para aparecer en la televisión pública. No seguiré con esta lista, solo presento los antecedentes de la sospecha. Tengo claro que los proyectos políticos no son inmediatos, más aún cuando hemos crecido junto a los fantasmas neoliberales con su propia Constitución.

Y acá doy el paso siguiente, porque hasta el momento he hilado aristas previas, el panorama de la desazón como antecedente. ¿Qué cambió después? Bueno, la inesperada participación popular de zonas que no solían participar de procesos electorales, la arremetida de independientes (especialmente de movimientos sociales y organizaciones territoriales) y el arribo de pu lamngen que han experimentado el hostigamiento racista del Estado colonial, así como voces fundamentales del presente indígena. Pero, sobre todo, la demostración de que no somos una minoría, sino todo lo contrario: somos comunidades plurales y movilizadas.

Todo esto no me quita la desazón inicial, mantengo los reparos ya mencionados. Pero aquella heterogeneidad en movimiento, ese temblor popular ha tendido puentes que hasta ahora parecían imposibles de figurar bajo el mandato de una república forjada a punta de despojos y opresiones. Pues no solo se trataba de constatar la deslegitimación histórica del Estado, sino de su aparataje de representaciones impuestas violentamente a lo largo de siglos. Cargamos con muchas heridas en este pedazo de tierra.

Entonces, ¿cómo no sentirse tocada por las imágenes, las lenguas, las propuestas de trastocar el mundo añejo que heredamos? Y no lo digo solo por la creación de ese artefacto esperado como una letra transgresora o una escritura nueva, sino por todos los pliegues que se cuelan en su camino: la algarabía de la discusión colectiva, la imaginación venidera y su proceso vertiginoso. Porque no será fácil. Pienso en el legítimo disenso de quienes no se sienten convocades porque apuestan por formas de vida fuera del Estado. Pero sobre todo en aquellos que harán lo imposible para enturbiar el proceso constituyente mediante posiciones que ya hemos atestiguado durante estas últimas semanas, con oleadas racistas de una minoría que patalea, moribunda en un rincón.

Hoy el proceso constituyente nos ha traído representaciones más similares a nuestras experiencias. En este sentido, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué hubiese sido de las niñas mapuche que fuimos si hubiésemos tenido la posibilidad de escuchar el discurso de la lamngen Elisa Loncon en nuestras infancias? Y, ante todo: ¿cómo será el mañana de la niñez mapuche y no mapuche escuchando cómo brota nuestra lengua viva?

La letra no lo cambiará todo. Hay países que mantienen escrituras colectivas con las palabras “pueblo”, “plurinacionalidad” o “buen vivir” y, en la praxis, ello no ha garantizado una estructura social más justa. Por eso debemos seguir allí, atentas a lo que vendrá, atentas a lo que se tenga que defender. Por eso este tejido va más allá de la propia Constitución. Se relaciona con lo que se comienza a quebrar, con lo que se transforma simbólicamente cuando se brinda al menos una posibilidad de imaginar un porvenir diferente. Además, significa algo fundamental: abortar una letra muerta y una lengua pura. Se nos vuelve urgente emanciparnos de la escritura y la razón dictatorial, evadir el espectro neoliberal que nos devora. Espero que la letra y la lengua futura, impuras, puedan dar testimonio del temblor incansable de nuestros deseos comunes.

Recuperar la imaginación política, desapropiar la escritura constituyente

“Para que la escritura constitucional sea un espacio común entre las oralidades, con la Convención Constitucional por primera vez en la historia podemos pensar en recuperar la imaginación política. Lo que la paridad y la plurinacionalidad modifica es la posibilidad de producir un presente, pensando la escritura como una producción de maneras otras de constituir lo político”.

Por Sofía Brito

En la versión original de la Constitución de 1980, el derecho de propiedad tiene setenta y nueve incisos, forma con que se nombra a los versos en el lenguaje jurídico.

Si leemos la Constitución como un poema largo y no como ese fantasmagórico y poderoso artefacto con escudo de portada, el derecho de propiedad (19 nº24) sería la estrofa más críptica.

Para entender el lenguaje de la propiedad constitucional, habría que escudriñar en la poética sobre la propiedad de Andrés Bello en el Código Civil, y a la vez en los cuentos de terror de la Unidad Popular sobre la expropiación. Aquella época donde las campañas publicitarias hablaban del comunismo como un régimen expropiador, cuyo gobierno se llevaría la ropa, los muebles y hasta el último cimiento de las casas. El mito que sostiene la dictadura es el de las colas y las cacerolas, por todo lo que “dejaba de haber”, todo lo que “ya no se podía encontrar fácilmente”.

La promesa neoliberal es la promesa de las cosas. “Hacer de Chile un país de propietarios y no de proletarios”, decía Augusto Pinochet. Que cada persona sería capaz de obtenerlas sin depender del Estado. Donde “no todos, sino cualquiera” podría hacerse rico, donde el esfuerzo individual no tendría que mantener a nadie más que uno mismo, donde las uñas propias comenzaron a ser parte de la narrativa del individuo,  el hombre, la familia, el “bolsillo de todos los chilenos”.

Las Constituciones son libros con conceptos de textura abierta, escuché muchas veces en las clases de derecho constitucional. La vaguedad de su lenguaje y su polisemia permiten interpretaciones acordes a los movimientos y cambios sociales. En el caso de la Constitución de 1980, hubo una preocupación en esos siete años de trabajo de la Comisión Ortúzar por mantener los cerrojos de su piel azul marino para quien dijera la palabra pueblo, y una acusasión directa de terrorismo en al artículo noveno a quiénes nos nombraran como pueblos plurales. Las palabras libertad, dignidad, derechos, se mantuvieron enclaustradas en interpretaciones marcadas por ese derecho a la propiedad: el más regulado, el más importante, el más largo y específico.

Las leyes que devienen de esta cúspide normativa se han impuesto con cierta solemnidad, un fraseo formal, una estructura que nos hace reconocible el lenguaje del poder de aquella élite que acumuló sus privilegios a través del despojo y la racionalidad colonial. El primer pilar del poder constituyente dictatorial fue la defensa acérrima a esa división que asienta el derecho de propiedad basada en el miedo. Los delitos contra la propiedad siguen siendo los de mayor palestra pública e importancia en el aparataje judicial y comunicacional. Las cosas corporales e incorporales, los bienes, son lo único que ha sido llorado por el poder en este pasillo neoliberal. La pena de muerte llegó a ser justificada como “un instrumento de rehabilitación muy profunda del alma humana” por Jaime Guzmán[1]. No ha habido verdad ni justicia para las y los detenidos desaparecidos. No hay indulto para lxs presxs politicxs ni reparación por todas las mutilaciones de la revuelta de octubre. La Plaza Dignidad está cercada por un perímetro cuadrado de hierro —hoy pintado de blanco— que protege el pedestal vacío de la estatua del General Baquedano. Sebastián Piñera continúa siendo presidente.

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Desde que la revuelta social de 2019 levantó las banderas por una asamblea constituyente, he estado haciendo talleres sobre proceso constituyente y feminismos. En 2018, los momentos de escritura de La Constitución en debate eran la pausa dentro de todas las actividades, entrevistas, reuniones que requería la movilización de ese tiempo. Todos los viernes nos juntábamos en la sede de LOM, en Concha y Toro, a revisar el libro con Silvia Aguilera para conversar qué es lo que se entendía y lo que no de ese lenguaje jurídico que intentábamos traducir. Dejar de escribir en abogado habiendo estudiado derecho sigue siendo un desafío complejo. No sé si lo que el derecho le hace a la escritura sea una cuestión de endurecimiento, como señalaba Armando Uribe. Más bien creo que el problema es la performatividad leguleya, la pose de dureza que dispone la posición de faro republicano, de expertos en un lenguaje decimonónico que solo sirve/ha servido como gramática de la división de clases.

Despojarse de la poética guzmaniana de la ley es uno de los nudos democráticos de la Convención Constitucional y de quienes, desde nuestro trabajo/activismos, buscamos contribuir a ese proceso. La escritura constituyente necesita soltura de mano y lengua, acortar las distancias entre lo que con desprecio ha sido llamado coloquial, así como  eliminar los bastiones de privilegio que se asientan en una supuesta sabiduría predominante en el culto formal y han dividido estos territorios entre quienes “hablan bien y hablan mal”. La élite ha sustentado su acumulación en un poder/saber que a fuego ha redactado constituciones desde la racionalidad colonial europeizante, así con Diego Portales como con la reforma de 2005.

De algún modo, así lo intuíamos en esas jornadas de edición con Silvia. No teníamos idea que se venía un 18 de octubre, pero sí habíamos sentido con el equipo de autores esa distancia en investigaciones sobre los Encuentros Locales Autoconvocados del proceso constituyente del gobierno de Bachelet. Muchas de las y los asistentes a estos debates sentían, en algún punto, que había un saber que les había sido negado para discutir “estos temas”. El proceso constituyente de Bachelet terminó siendo desechado con el cambio de gobierno. Lo que se fraguaba en las placas subterráneas todavía no tenía tiempo, fue surgiendo desde un saber histórico, quizás, que buscaba derrocar la Constitución de 1980 desde su misma promulgación. Así que cuando la consigna por la asamblea constituyente se volvió común, nos apuramos con los últimos detalles y lanzamos el libro el 18 de noviembre de 2019, con la esperanza de poder ser una herramienta.

Desde ahí recibimos solicitudes de asambleas territoriales y cabildos para ir a explicar qué era una Constitución. Fue un desafío muy hermoso en mi propia des-abogadización pensar en metodologías que permitieran hacer nexos entre esos saberes negados con la vida cotidiana, entre nuestro cuerpo y nuestros territorios, entre nuestras relaciones interpersonales y la forma en que nos relacionamos con el Estado. Destituir la propietarización con la cual fue codificada la Constitución de 1980 en espacios locales, territoriales, vecinales. Espacios que se han pensado a sí mismos siempre como lugares aislados no-importantes para la política. El taller constituyente ha sido, sobre todo, un lugar de catarsis para preguntar(nos) cómo podrían ser las formas en que ordenamos nuestras vidas (con este acento) de otros modos. Pienso que la apertura del gran triunfo del Apruebo y la composición de la Convención Constitucional es una escritura constituyente desapropiada, es decir —como señala Cristina Rivera Garza—, una escritura cuya poética se sostiene sin propiedad, o retando constantemente el concepto y la práctica de la propiedad, pero en una interdependencia mutua con respecto al lenguaje[2].

Para que la escritura constitucional no sea un asunto de técnica o de experticia, para que sea un espacio común entre las oralidades, con la Convención Constitucional por primera vez en la historia podemos pensar en recuperar la imaginación política. Lo que la paridad y la plurinacionalidad modifican es la posibilidad de producir un presente, pensando la escritura como un trabajo, una producción de maneras otras de constituir lo político. Invitan a leer y descolonizar(nos)[3]. Invitan a repensar el lugar del representar y dar paso al presentar/estar presente, en lo que ahonda la escritora mexicana:

“Lejos pues del paternalista «dar voz» de ciertas subjetividades imperiales o del ingenuo colocarse en los zapatos de otros, se trata aquí de prácticas de escritura que traen esos zapatos y a esos otros a la materialidad de un texto que es, en este sentido, siempre un texto fraguado relacionalmente, es decir, en comunidad.”

El cuidado por la equidad territorial, la justicia epistemológica y la educación popular en la Convención tienen la potencia de hacernos construir otro espacio de lo político más allá de las cocinas o, más bien, sacar lo político de esa cocina ficcional de lo ya-hecho ya-cocinado, para revisar con ello el rol que ha tenido lo doméstico y el trabajo de cuidados.

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Pienso que no hay mejor última lectura posible para el derecho a la propiedad neoliberal que las AFP teniendo que sufrir su primer temblor en décadas. Si las ficciones que habilitó el poder constituyente dictatorial son las del miedo y la muerte, el poder constituyente de octubre cambió el sentido de las cacerolas; las disidencias cambiamos el sentido de las colas, los pueblos y pueblas son plurales, y la dignidad rayada en los muros ha transformado la de los incisos: estamos abriendo, en las resistencias, otras metáforas para constituirnos contra la precarización de la vida.


[1] Fundación Jaime Guzmán. “Jaime Guzmán, Pena de muerte”. Video en línea: https://www.youtube.com/watch?v=slEaQZONKtc

[2] Rivera Garza, Cristina. “Necropolítica y escritura”. En: Los muertos indóciles. Santiago: Los libros de la mujer rota, 2020. p. 128.

[3] La interpelación de la presidenta Elisa Loncon a la constituyente Marcela Cubillos tras semanas de acoso político colonialista, irrumpe y habilita la plurinacionalidad como modo de repensar las ficciones que se han instalado como regímenes de verdad en nuestros territorios sobre la cultura, la lengua, los cánones de belleza blancos/europeos e inclusive cuáles son las vestimentas “adecuadas” para el ejercicio de la política.

Momento constituyente y reafirmación de lo público

«Las universidades públicas valoramos que el país comience a protagonizar una gran conversación para la reconstrucción del bien común, la que nos hará reflexionar sobre nuestro marco de convivencia y la necesidad de enmendar las concepciones erradas que se nos han impuesto», escribe en su editorial el rector de la Universidad de Chile.

Por Ennio Vivaldi

Hoy el país escribe una nueva Constitución. Tras días convulsionados y de intensa y comprensible emocionalidad, se inicia un proceso de intercambio de ideas que habrá de ser reflexivo y constructivo. Habrá que conversar de tantas cosas, todas fundamentales para nuestra convivencia, pero de las cuales no habíamos hablado en mucho tiempo. Primero, porque estaba prohibido, y después, porque parecía inconducente. Algunas de estas cuestiones son respuestas directas a los excesos, al extremismo ideológico de la actual Constitución, hecha para justificar o, mejor dicho, para hacer parecer inevitable un camino que nos ha traído un país desagregado, individualista y plagado de injusticias. Otros temas nos obligarán a asumir por fin responsabilidades de larga data postergadas, algunas de ellas presentes en todo el mundo, como la equidad de derechos de la mujer; otras más propias de nuestro país, como el respeto a los pueblos originarios o la descentralización administrativa y económica. También corresponderá tratar nuevos grandes problemas que, si bien llevan un tiempo incubándose, hoy explotan. Enumeremos algunos medioambientales como la sustentabilidad, el cambio climático, la necesidad de energía verde, el agua, la transformación tecnológica; enumeremos también, en el campo de la salud, las nuevas patologías prevalentes, ya sean virales, vinculadas a la tercera edad o a la malnutrición.

La Universidad de Chile ha jugado un rol responsable y previsor al proponer a la ciudadanía incorporar a la discusión nacional estos asuntos. Ese es nuestro deber. Sobre todo, hemos enfatizado que una tarea medular habrá de ser la reconstrucción del espacio público. Pensamos que el esfuerzo por destruirlo, con esa premeditación explícita y desembozada que caracteriza a los fanatismos extremos, está en la base de la crisis que en 2019 se hizo inocultable. Lo público, sobre todo la educación pública, es el gran elemento cohesionador de una sociedad.

Queremos resaltar el tremendo potencial que representa el hecho de que las universidades públicas hayamos logrado configurar una red entre nosotras, convocando además a los otros centros de educación terciaria. Habrá que fortalecer también el apoyo recíproco virtuoso entre nuestras universidades públicas y el resto del Estado, el que volverá a expresarse en la tareas sectoriales, como las de salud, las silvioagropecuarias o las relacionadas a las tecnologías, así como, muy importantemente, las del mundo de la educación, donde deben articularse y vertebrarse sus niveles básico, medio y superior.

Las universidades públicas, en este nuevo escenario, deben ser consideradas en cuanto instituciones proveedoras de bienes públicos y garantes del derecho a la educación superior. Ellas han de cumplir con sus diversos roles: docencia, investigación, creación y vinculación con el medio, mediante una estructura de financiamiento que tiene que contar con aportes directos, asignados y controlados por criterios de desempeño, pertinencia, logros y metas comunes. Quizás lo más importante de la modalidad de financiamiento es permitir que el joven profesional perciba íntimamente que ha contraído una deuda virtuosa con la sociedad en un contexto solidario y no una fatigosa obligación individual con un banco.

El actual Plan de Fortalecimiento de las Universidades Estatales busca instalar la formación ciudadana como rasgo identitario de nuestro sistema, a través del trabajo interinstitucional para el fortalecimiento de la democracia y el desarrollo integral y sustentable del país. También se debe valorar la ética en su comportamiento cotidiano, lo que abarca desde la honorabilidad que un estudiante muestra en los procesos de evaluación hasta el compromiso con una mayor equidad social.

Las universidades públicas son universidades domiciliadas, centradas y focalizadas en cada región, lo que les permite ser actores significativos en la necesaria descentralización del país. También debe entenderse la relevancia que para la calidad de vida de nuestra población tienen las artes, humanidades y ciencias sociales, en las cuales las universidades participan activamente, fomentando un vínculo siempre bidireccional con la sociedad.

En este momento histórico, donde debimos enfrentar una pandemia con el compromiso cabal de una sólida comunidad científica vinculada a nuestras universidades, y donde estamos comenzando este proceso constituyente, algunas de las grandes tareas que el país deberá asumir son las de replantear nuestra matriz productiva e ingresar a la sociedad del conocimiento.

Necesitamos entender a la sociedad desde una mirada sistémica, enfatizando su cohesión y búsqueda de bien común, y no como una coexistencia de intereses individuales y grupales. Las universidades hemos dado un ejemplo avanzando en constituirnos en instituciones que colaboran y se complementan entre sí.

Las universidades públicas pueden y deben criticar constructivamente desde el ámbito del Estado, pero siempre buscando el bien común y con lealtad para con el sistema gubernamental, nacional y regional, y para con el Parlamento. No pueden ser instrumentos en la política contingente ni representar intereses económicos o ideológicos de grupo alguno. Deben seguir sirviendo a la creación y codificación de conocimiento, y destacar en el ámbito de la comunicación global por su libertad respecto de afanes de lucro que contradicen las posibilidades de concordar en políticas globales, hoy necesarias para la sustentabilidad planetaria.

Las universidades públicas valoramos que el país comience a protagonizar una gran conversación para la reconstrucción del bien común, la que nos hará reflexionar sobre nuestro marco de convivencia y la necesidad de enmendar las concepciones erradas que se nos han impuesto. Lo hacemos desde un absoluto respeto por la potestad y legitimidad del organismo elegido para redactar la nueva Constitución, a la vez que expresamos nuestra disposición a contribuir y servir a este proceso y al país en todo lo que se nos requiera.

Silvia Federici: “El Cono Sur está trayendo al mundo la lucha de las mujeres”

En una larga conversación, la autora de Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria habló de la política de los comunes, del desarrollo y su crítica a la izquierda capitalista; de este Chile que cambia y que tiene los ojos del mundo encima. También de la pandemia y los cuidados, y de las luchas que continúan. El mundo se ha ido convirtiendo en un “campo de refugiados” y “solo un uno por ciento de la población no tiene miedo al futuro”, dice desde Brooklyn esta ciudadana italiana-estadounidense que ha formado escuela y que hoy es una de las grandes pensadoras del feminismo anticapitalista.

Por Ximena Póo

En Reencantar el mundo. El feminismo y la política de los comunes (2020), Silvia Federici (Parma, Italia, 1942) dice que su principal preocupación en este libro es “demostrar que el principio de los comunes, tal y como lo definen actualmente feministas, anarquistas, ecologistas y marxistas no ortodoxos, contrata con el supuesto que comparten los desarrollistas, los aceleracionistas y el propio Marx sobre la necesidad de privatizar la tierra como vía hacia la producción a gran escala y sobre la necesidad de la globalización como instrumento para la unificación de los proletarios del mundo”. Ese párrafo y, por supuesto, todo el libro y los anteriores, han sido un camino para quienes transitamos en el aprendizaje feminista, intentando decolonizar incluso el feminismo occidental. Por eso, cuando decidí entrevistarla, pensé en las innumerables veces que la he citado en clases y en esos días en que en Valparaíso y Santiago, antes de la revuelta, estuvo en Chile compartiendo con jóvenes de todas las edades. 

Así, a través de Zoom, conversamos alrededor de dos horas para acercarnos en la cotidianeidad, ella en Nueva York y yo en Santiago. Generosa, en medio del cuidado que proporciona a su pareja, de los escritos y las lecturas y su trabajo con los colectivos de apoyo en Brooklyn, hablamos de tradiciones feministas, del trabajo de las mujeres y la deuda, de las diversidades de todo tipo, de los momentos de vértigo y dolor por los que atraviesa este mundo, incluidas nuestras propias fisuras cruzadas por una pandemia que se ampara en cepas que no solo son biológicas. Y hablamos de creatividad, futuros, resistencias, vida y claves. Ella dice que “Chile es fundamental” hoy, y de eso también hablamos.

Crédito: Analía Cid

Silvia Federici es feminista al pie de la calle, no de salón. Trabajó durante años enseñando en Nigeria y ha promovido que es un derecho que el trabajo doméstico sea reconocido y remunerado. Se considera autónoma dentro de la teoría marxista y ha creado escuela, con una obra marcada por textos como Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria (2004); Revolución en punto cero: trabajo doméstico y luchas feministas (2013), El patriarcado del salario (2018) y ¿Quién le debe a quién? Ensayos transnacionales de desobediencia financiera, publicado junto a otras autoras en julio de 2021.

En este texto se puede leer un manifiesto escrito por ella, Verónica Gago y Luci Cavallero, cuya esencia está en este párrafo: 

“La pandemia ha acelerado la crisis planetaria. La amenaza a la vida se expande, evidenciando políticas destructivas que llevan muchos años. Sin embargo, queremos señalar que hoy es la deuda la verdadera plaga que afecta a millones de personas en todo el mundo, y en especial a las mujeres, lesbianas, travestis y trans. La deuda expresa un momento de gran concentración del capital y de su salto hacia adelante. Aun en la pandemia, en medio de la suspensión de la mayoría de las actividades, el capital financiero no se detuvo. El endeudamiento de los hogares que ya se venía observando durante los últimos años, se diversificó e incrementó frente a la emergencia del COVID19, ya que las deudas ‘no bancarias’ por alimentos, medicamentos, alquileres y servicios de luz, agua, gas y acceso a conectividad crecieron a ritmo acelerado, lo cual se hace aún más fuerte en los hogares monomarentales, con mujeres a cargo de niñes, convirtiendo al endeudamiento en otra de las formas de intensificación de las desigualdades de género (…). La deuda funciona como la máquina más grande de acumulación de riqueza para el capitalismo actual y, simultáneamente, como una forma de control social. La deuda es una herramienta política del capital para explotar y confiscar la vitalidad social y determinar el tiempo futuro”.

Hablamos largo de la vida en casa, del teletrabajo, de los huertos urbanos, los gestos de humanidad, las luchas, el racismo y los enclaves patriarcales que, como la deuda, determinan la existencia y aceleran la máquina, expulsando cuerpos, amenazando las vidas. Ella es parte de una trenza larga de mujeres que durante el siglo XX y mucho antes, desde las trincheras de la furia y el cariño, hoy salen a la calle nuevamente. Este es parte del diálogo que entablamos para Palabra Pública.

En Chile el tiempo ha estado extraño, porque con la crisis climática no ha llovido nada. En la montaña no hay nieve y eso va a acelerar aún más la sequía ya agravada por la concentración de la propiedad del agua.

—Es una locura. Es lo que está pasando aquí también. Se han quemado kilómetros y kilómetros durante semanas. No hay lluvia, se está desertificando todo y por eso hay tanto incendio. La monocultura, que usa muchísima agua, está secando los ríos. Es catastrófico. Se habla mucho de planes verdes, de la gasolina verde, pero en realidad no se hace nada. Es una cosa tremenda. 

Lo que vivimos es una destrucción ecosocial, que implica cambios de vida brutales. Has hablado e investigado mucho sobre los bienes comunes y lo que significa pensarse en común, más allá de lo público. Esos espacios de lo común van quedando como un lugar de resistencia en medio del capitalismo destructivo. 

—Hay mucha gente para la cual sobrevivir es luchar, y creo que estos son los lugares y las luchas más importantes en todo el mundo. Hay gente que no se hace la pregunta de si puedo resistir o no, porque resistir es su única verdad. Es la situación de la mayoría; solo el uno por ciento de las personas puede sentirse segura por el futuro.

En Reencantar el mundo… la política de los comunes es la clave del giro cultural. En Chile, esa disputa está presente en nuestro proceso constituyente, y está en la propia izquierda, dividida entre los desarrollistas aceleracionistas y quienes estamos por el lado de los comunes, en esa interseccionalidad antirracista, antipatriarcal y antineoliberal. ¿Cómo lo ves tú?

Veo que desarrollo es violencia y ahí podemos hablar de 500 años de evidencias, de expulsión, privatización de tierras, destrucción de comunidades. Hoy, “desarrollo” significa expulsar a personas u obligarlas a estar en sus tierras, pero como trabajadores dependientes, no como gente que puede disfrutar de la riqueza natural. El plan es poner todo en cuestión de dependencia: que podamos ser despedidos cuando ellos quieran, que nos den el salario más bajo, y también concentrarnos en las ciudades donde nos puedan controlar. Por ejemplo, no podemos controlar lo que comemos porque ellos controlan la agricultura. No es paranoia, es lo que vemos. Está pasando en todo el mundo y también están las guerras. Esa situación de guerra infinita y permanente es parte de la condición material del desarrollo. Desarrollo significa prácticamente transformar todos los bienes naturales en bienes comerciales. El mundo se está transformando en un gran campo de refugiados; no hay vida, no hay futuro, no hay alegría, no hay nada. Es la historia de las últimas décadas: Somalía, Yemen, Afganistán, Irak, Siria. La guerra y el terrorismo permiten bombardear, destruir, y expulsar millones y millones de personas que tenían el derecho de vivir en sus países desde tiempos ancestrales pero que son desplazados por compañías. Esto también involucra a los planes de desarrollo verde. Por eso, pensar el desarrollo en los términos en que se ponen hoy es realmente suicida en la izquierda. Es la visión de un marxismo ortodoxo, ciego, que piensa que el desarrollo es todo. No, toda la historia del desarrollo es una historia de conquista, de racismo, de divisiones. Lo repito miles de veces: la acumulación capitalista es acumulación de jerarquías, de desigualdades, de riqueza privada. Su éxito ha sido la capacidad de hacer que proletarios maten a proletarios, que hombres controlen y exploten a las mujeres, que blancos controlen y exploten a los racializados. Eso es desarrollo. No sé qué pasa por la mente de esta gente: hay una izquierda que tiene una concepción capitalista del mundo.

Crédito: Gisela Vola.

Camila Sosa Villada: “Hay un montón de gente nombrándose disidencia y que no es disidente de nada”

Si el mundo artístico fuese una gran avenida, Camila Sosa Villada sería quien que la cruza y detiene el tráfico. La actriz y autora argentina publicó Las malas en 2019, un libro en el que se disuelven las fronteras entre autobiografía, crónica y ficción; un relato sobre un grupo de travestis que se prostituyen en un parque de Córdoba, y que, de paso, también es su historia. La de esa familia mágica que la vida le entregó en medio de la violencia. En esta entrevista, Camila habla sobre la escritura y los lugares en los que encuentra la belleza. También explica por qué la chilena Claudia Rodríguez “es la mejor escritora de nuestro tiempo” y por qué detesta la palabra “disidencia”.

Por Javiera Tapia

La novia de Sandro. Un blog que existió en internet y que luego fue borrado por su autora. Muchas veces se dice que una vez que algo llega a esta nube infinita, aunque lo elimines, siempre estará ahí. Quién diría que esa idea que, en general, representa un problema para muchas personas que ven pedazos de su vida en internet sin su consentimiento, jugaría a favor de todes y nos dejaría un regalo. La novia de Sandro fue eliminado por Camila Sosa (La Falda, Argentina, 1982), pero antes, un fan anónimo respaldó toda esa escritura y, después de varios años, envió ese registro por correo electrónico a su autora. Lo que alguna vez supuso una vergüenza para ella, con una nueva lectura y el paso del tiempo, se había transformado en un tesoro. En el testimonio de una revolucionaria. 

Ese es el origen de Las malas, el libro que Tusquets editó en marzo de 2019 y que atrajo mucha lectoría y buenas críticas. Allí cuenta la historia de un grupo de travestis que se prostituyen en el Parque Sarmiento de Córdoba y la familia que construyen juntas alrededor de la Tía Encarna, la matriarca. Es un libro híbrido, no es casual que se publicara dentro de la colección Rara Avis. Tiene mucho de autobiografía, pero también de ficción, crónica y realismo mágico, incluso; lo que lo convierte en un relato indomable, inclasificable, al igual que su autora, que además ha publicado, entre otros, el ensayo El viaje inútil (2018) y la novela  Tesis sobre una domesticación (2019).

Además de estar acompañada, en su memoria, por esta familia de travestis a las que homenajea y con las que construye una suerte de mitología, cuenta que hubo lecturas que se colaron durante la escritura de Las malas: “La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexievich; Memorias de una superviviente e Historia del general Dann y de la hija de Mara, de Griot y del perro de las nieves, de Doris Lessing; Formas comunes, de Gabriel Giorgi y, siempre, Marguerite Duras”. 

Crédito: Alejandro Guyot.

Fue en 2020 que Camila recibió el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, que año a año entrega la Feria del Libro de Guadalajara a la mejor novela escrita por una mujer. “Hoy el mundo es un poco más justo y, por lo tanto, más bello. Y como a mí no me asusta la mentira y tampoco caer en obviedades, les agradezco el coraje y lo inesperado. Se sienta un precedente con esta indecente escritora travesti que recibe tamaña distinción. Y, como dice Susy Shock, mi comadrita, se inaugura la venganza de las travestis por donde menos se lo esperaban: a través de la palabra”, dijo en su discurso de aceptación. 

En esa misma ocasión, se refirió a Las malas como un libro cómplice, uno “que anestesia la culpa de una sociedad que pretendió mi cadáver y el de muchas. Y que aún lo pretende”. Porque las travestis han soñado y sueñan con otras existencias posibles, mientras que la sociedad latinoamericana les recuerda que su esperanza de vida en el continente es solo de 35 años, según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).     

“En una entrevista dijiste que te sorprendía que con el libro muchas personas descubrieran que ‘las travestis viven en la mierda’”, le digo. Camila responde que se ha encontrado constantemente con ese tipo de comentarios. “Aman su negación”, asegura, sobre un mundo que sigue eligiendo no mirar.   

Para ella, el secreto de Las malas es precisamente todo lo que no se cuenta. Eso es “lo que vuelve al libro accesible al dolor y a la palabra. Todo lo demás permanece en el silencio y está en cada página. Es un libro que se escribió con dolor y resentimiento porque, claro, esa es la venganza, poder devolver una canción, juntar los escombros de una vida y hacerlos palabras. Vengarse a través de ellas”, dijo al recibir el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. 

¿Cómo se resiste la vida sin alegría, sin belleza, sin sueños? ¿Cómo se le planta cara a la violencia sin fantasía ni magia? Estas preguntas me llevan nuevamente al libro de Camila. A algunas imágenes que impactan no solo por su escritura talentosa, sino también por ser talismanes dentro del horror. María la Muda, que poco a poco se descubre como ave. Los hombres expatriados sin cabeza que aman a las travestis, una metáfora perfecta de la supresión del mandato patriarcal como única salida para amar fuera de la norma. Una matriarca que hace llorar a la virgen cuando canta o un grupo de travestis que se bañan en la fuente de la juventud hecha de sus propias lágrimas. 

Todas esas imágenes llenas de magia “son las excusas para callar algo que podría ser terrible para mí si despertara mi cuerpo de su necesaria anestesia; enloquecería, pintaría mi boca de anaranjado y me iría a vivir entre cangrejos, a la orilla del mar. Ya no escribiría ni hablaría. Me dejaría arrastrar por la locura. Por eso no hay realidad en Las malas, porque yo no quiero volverme loca todavía”, explicaba el día de su premiación. 

De nuevo. ¿Cómo se resiste la vida sin alegría, sin belleza, sin sueños? ¿Cómo se le planta cara a la violencia sin fantasía ni magia?  Al escucharla hablar, se me viene a la cabeza la historia de todes quienes no fueron hombres cis durante el siglo XX. Y pienso de inmediato en Ayuquelén, el colectivo lésbico feminista chileno creado en 1984. Lesbianas construyendo, celebrando y defendiendo su existencia en medio de una dictadura, con un nombre como Ayuquelén, palabra mapudungún que significa “la alegría de ser”. Así de revolucionario. Porque la alegría en medio de la violencia, en cualquier época y contexto, es un arma y un sostén. Lo sigue siendo.

En Las malas, Camila empuja el significado tradicional de “lo bello” hasta hacerlo polvo. Como si todas las descripciones que pudiésemos hacer del concepto resultaran vanas o insuficientes. En su vida, últimamente, la belleza que la conmociona la ha encontrado en “la serie La veneno, los libros de Delphine de Vigan. En los poemas de Sharon Olds. Siempre en la voz de Billie Holiday. En mi amante dormido en mi cama y todos los rastros del sexo que tuvimos una y otra vez hasta dormirnos. En la comida que hacen mis viejos. En mis amigos y yo bajo el embrujo de alguna sustancia bailando a plena luz del día. En Claudia Rodríguez de punta a punta”, dice, sobre la poeta y activista chilena. 

Y al final de esta lista bella, lanza una reflexión que nos baja a tierra:  “Luego de una visión como esta es necesario cerrar los ojos y estar en silencio. Recordar que el mundo se termina y no hay belleza que nos salve”.

La relación entre la argentina y la escritora y actriz Claudia Rodríguez es profunda. En  2019, y a diez años de haber debutado en el teatro, Camila llevó al escenario Vienen por mí, un unipersonal basado en el texto de Claudia. Lo que separa la cordillera, lo unen las experiencias, las palabras y el arte. 

Camila dice que “Claudia Rodríguez es la mejor escritora viva de nuestro tiempo. Es inteligente, honesta. Habla desde su experiencia. No intenta robarle la vida a nadie para escribir. Su mundo, el mundo de su mamá, de sus hermanos, de su infancia, de su juventud y la prostitución; de su cuerpo, su silicona. Me recuerda mucho a Sharon Olds. Su escritura es como una pequeña bomba. Detona en quien la lee. Hace una economía de lenguaje admirable. Es dulce. Yo le digo la travesti más transparente”. 

El 19 de abril de 2021, Claudia dijo: «Una de las cosas hermosas que tenemos las travestis es besar. Abrazar. También el humor y las risas (…). La vida pasa por encima de nosotras con pocas posibilidades de que podamos decidir, pero ahí están los besos, los abrazos y la ternura de la que aún no hemos escrito». ¿La ocasión? El lanzamiento virtual del libro Me arde, de Mara Rita.

Otra de las invitadas a la cita fue Camila Sosa. Ese día, ella preparó un texto llamado, precisamente, Besitos o el terror del mundo. Lo leyó frente a la cámara de su computador, pero parecía hacerlo sobre un escenario: 

“Tienes que abrir más la boca, me dices. Cómo explicarlo, que cada vez que doy un beso trato que sea pequeñito. Pequeñito por el miedo de dejar el hambre de infinitos millones de besitos que tengo guardados dentro de mí. Temo que si abro un poquito más la boca, me devoraría al mundo por completo y todo lo que esté cerca en menos de un segundo. Créeme, tienes que creerme. Temo que me lo devoraría todo, créeme, todo. Y aún así tendría hambre de infinitos millones de besitos. Por suerte para el mundo y lo que esté cerca, solo un beso tuyo me saciaría por completo y me dejaría solo con hambre de ti y nada más, que te quede claro. Pero todo esto contigo es casi imposible. Por eso aún el mundo y lo que está cerca, me temen”. 

Y con aquel final, el silencio se extendió durante varios segundos. 

Ese día, ambas hablaron también de los sueños. Claudia decía que las travestis tenían que contar los propios “porque no se nos permite soñar”. Camila, luego, respondía a la pregunta ¿qué es ser travesti?. “No es necesario que coincidamos en la respuesta”, advirtió. “Por eso se hace tan necesario, urgente, positivo y bello que escribamos y soñemos. Porque todas tenemos distintos sueños”. 

***

“Yo escribo ficción, ese es mi asunto, en el teatro, en la escritura, cuando canto. Es ficción pura”, dice, cuando le pregunto si acaso todes construimos la ficción que más nos gusta para vivir. “La vida es una ficción, claro”, agrega. “Lo otro es que nos guste o no. Estamos viviendo no una ficción, sino una mentira. Incluso las dizque disidencias, incluso el movimiento lgbterf, están viviendo una mentira donde primero nombran su identidad y en torno a eso organizan su guion. Lo veo a diario. En esto, las travestis fuimos al revés. Nos dimos cuenta mientras íbamos viviendo cómo nombrarnos, cómo vivir, qué condiciones había a nuestro alrededor para que nuestra vida se desarrollara. Pero claro, hablo de hace muchos años atrás. No era nada sencillo lidiar con esto”. 

Si una ha seguido sus comentarios públicos, sabrá que Camila es crítica con el feminismo por ser un nuevo espacio de poder, y porque se ha transformado en un gran paraguas que también alberga discursos transexcluyentes, es decir, que no consideran a las personas trans como sujetos del feminismo. Es la postura de quienes se denominan TERF, acrónimo de Trans Exclusionary Radical Feminist (Feminista Radical Transexcluyente). “Yo no voy a estar aguantando a una tarada que me trate mal, que me trate de hombre, que me insulte, que me haga sentir incómoda. A los 14 años me fui de mi casa a dormir debajo de una piedra, mirá si no voy a poder irme del feminismo y de la palabra mujer”, dijo en una entrevista en La Tercera, en marzo de 2021. 

Cuando le pregunto por la disputa cultural desde las disidencias, aparecen otras reflexiones críticas. “Creo que hay un montón de gente nombrándose disidencia y que no es disidente de nada, y no solo eso, sino diciendo además que hacen cultura disidente. Un montón de aprovechadas y aprovechados diciendo lo que hay que oír en la era del pink washing, usurpando las experiencias travestis de otras generaciones y apropiándoselas en nombre de un colectivo que es capaz de dar mucho más de lo que hasta ahora está dando”, reclama.

“Como si estos personajes, aparecidos ayer y que se nombran a sí mismos trans, trans no binarios y no sé cuántas otras nomenclaturas más sin compartir ni una sola condición histórica o social con las travestis de hace veinte, treinta, cuarenta, cincuenta años atrás, silenciaran con sus expresiones verdaderas obras de arte que va a contrapelo de lo establecido. Hacen mucho ruido, son muy ruidosos y están ocupados en un panfletarismo que no admite respuestas, porque ya dan todo cocinado, masticado, digerido y cagado. Eso da la sensación de una fuerza, pero se me hace que es solo ruido”, opina, categórica. 

Hablamos sobre la adaptación de Las malas a una miniserie, a cargo de Armando Bó. Le comento que leí en archivos de prensa que ella había aceptado la realización del proyecto con la condición de que el equipo de trabajo estuviese integrado por personas trans. Ella me corrige y, de paso, a los periodistas que publicaron esas notas, pues donde escribieron “trans”, la palabra que se debía usar era “travesti”. 

“Puse la condición de que hubiera travestis, que no es lo mismo que decir personas trans. Las personas trans son otra historia. Las travestis, como yo, las del libro, las que quiero que integren los equipos en el set, esas son más especiales”, dice. “Mira, yo detesto la palabra disidencia. En los proyectos culturales mainstream siguen llamando a las que supimos adaptarnos, las que tenemos apariencias que ellos toleran y que piensan que el público puede tolerar; las educaditas, las oportunistas también. Pero las verdaderas travestis están en otro lado y haciendo otras cosas”. 

Muchas cosas. Ojalá siempre en gerundio: viviendo, creando, besando y soñando.

Superar el resentimiento

Los discursos que hacen del 12 de octubre una fecha de festejo por ser el día de la raza, el día de la hispanidad, el día del orgullo nacional o del celebrado encuentro entre dos mundos suponen que las consecuencias funestas y dolorosas de aquellos hechos no son el resultado de un proceso de muerte, expoliación y dominación, sino del rencor que nos atribuyen a las personas que pertenecemos a pueblos indígenas. Pero el colonialismo no pasó. Sus efectos siguen totalmente vigentes: sin ellos, es imposible explicar el desarrollo del sistema capitalista o la crisis climática a la que se enfrenta la humanidad.

Por Yásnaya Aguilar Gil

El resentimiento, ese rencor persistente, se utiliza constantemente para desacreditar los señalamientos sobre lo sucedido hace poco más de quinientos años durante el desembarco de Cristóbal Colón a tierras de este continente o sobre el comienzo de ese proceso llamado la conquista española encabezada por Hernán Cortés. “No seas resentida”, me dicen constantemente cuando hablamos de esos hechos que comenzaron un lamentable periodo de la humanidad. “Tienes que superar el resentimiento para que puedan construir un futuro como pueblo mixe”, me respondieron hace unos años cuando apuntaba el dramático descenso de la población mixe durante el proceso del establecimiento del orden colonial. Mientras citaba datos, estadísticas y hacía alusión al trabajo de investigadores y especialistas, las respuestas que obtenía se relacionaban con una suposición sobre mi estado emocional que invariablemente terminaba en una certeza indiscutible: estoy resentida.  Más allá de lo inadecuado de andar opinando sobre los sentimientos, existentes o no, de una persona con la que se debate, me sorprendía mucho, y aún lo hace, cómo los argumentos que se presentan en torno a las terribles consecuencias del colonialismo se borren contraponiendo un diagnóstico emocional sobre la persona que presenta esos argumentos. Ante ese diagnóstico, las posibilidades de intercambio de argumentos y evidencias se cancelan y solo queda la recomendación condescendiente de que es hora de superar el resentimiento.

En contraste, los discursos que hacen del 12 de octubre una fecha de festejo por ser el día de la raza, el día de la hispanidad, el día del orgullo nacional o del celebrado encuentro entre dos mundos no reciben estas descalificaciones; no he presenciado o leído que ante tales muestras de alarde se recomiende a quienes defienden estas posturas que superen aquello que sucedió hace tanto tiempo, que nada queda qué celebrar de las glorias de las que se jactan (por decirlo de algún modo), que aquello pasó hace demasiado tiempo y que es momento de pasar la página para no vivir de supuestas hegemonías pretéritas que en nada contribuyen al presente y que son un lastre para diseñar un futuro digno. En las posturas que celebran el 12 de octubre y el comienzo del establecimiento del orden colonial, la lejanía temporal no parece ser un argumento que les ayude a moderar sus muestras de entusiasmo.

En contraste, mostrar las consecuencias funestas y dolorosas de aquellos hechos se desacredita apelando a que aquello es el resultado, no de un proceso de muerte, expoliación y dominación, sino de ese rencor persistente que habita y carcome nuestra alma y que, en sus dichos, solo vamos heredando de una generación y otra.  El problema no es que más de la mitad, en cálculos conservadores, de la población nativa haya muerto entre guerras, enfermedades y trabajos forzados, el problema es que estamos enojados. El problema no es que millones de personas hayan sido secuestradas en el continente africano para traerlos como población esclava a este continente, el problema es que estamos resentidos. El problema no son los aperramientos de personas mixes que resistieron a los tributos extenuantes a los que los sometían y que los dejaban sin alimento, hechos que jamás nos cuentan los libros de texto, el problema es que aún no lo supero.

Superar el resentimiento, ese rencor persistente que nos atribuyen inmediatamente a las personas que pertenecemos a pueblos indígenas cuando hablamos de los estragos del orden colonial ignorando nuestras evidencias y argumentos, supone que aquellos hechos no siguen ordenando el mundo actual o que ya no tienen efecto sobre la vida de las personas.

El colonialismo no pasó, sus efectos siguen totalmente vigentes. ¿De qué otra manera explicamos el sistema racista que sigue determinando la diferencia entre ser arrestado después de cometer una masacre como hombre blanco o ser asesinado por la policía como persona afrodescendiente? Sin los efectos del colonialismo, sin el despojo del territorio de los pueblos indígenas y sin la esclavitud de las personas afrodescendientes es imposible explicar el desarrollo del sistema capitalista y la actual división entre países considerados de primer mundo y países calificados despectivamente como del tercer mundo o la crisis climática a la que se enfrenta la humanidad derivado de este sistema económico. Los cánones de belleza, el asesinato de defensores del medio ambiente, la posibilidad de poder acceder a ciertos trabajos, la pauperización de los pueblos indígenas en la actualidad son efectos del colonialismo en funciones. En las narrativas oficiales, lo sucedido hace más de quinientos años quedó en el pasado y poco se ha difundido y enseñado en la historia oficial sobre las líneas que unen esos hechos con la manera en la que el mundo funciona en la actualidad. Ponerlos en relieve es fundamental porque, si bien no podemos hacer nada con respecto de esos acontecimientos, podemos sí, trabajar en la manera en la que los efectos del colonialismo funcionan en estos días, desenmascarar sus dinámicas y comenzar a pensar cómo, desde diversas trincheras, desarticular sus violencias más que vigentes.

Urge superar el colonialismo, sí, pero nada se supera ocultándolo; ninguna violencia se supera negándola en sus dimensiones actuales, el ocultamiento de la vigencia palpable y presente del colonialismo es, de hecho, una de sus violencias más efectivas. Hablar a detalle de lo sucedido resulta fundamental para develar lo que la historia oficial ha matizado y sigue matizando como el festivo encuentro de dos mundos o el descubrimiento de América. El colonialismo no solo es pasado, es presente, y por eso, para muchas personas su celebración aún tiene contenido y necesita defenderse. Celebrar estas fechas con júbilo es la evidencia misma de los efectos presentes del colonialismo, ojalá que lo superen y pasemos a una etapa reflexiva necesaria para sentar las bases mínimas de otra narrativa que permita vislumbrar un futuro distinto.

Este texto fue publicado originalmente en la revista Este País, de México.

Kathya Araujo: “Hoy estamos en un mundo de jerarquías móviles”

En su nuevo libro ¿Cómo estudiar la autoridad?, la renombrada socióloga e investigadora de la Usach explica por qué este concepto es tan importante para el sano funcionamiento de las sociedades, y por qué, a pesar de su mala fama, hay que diferenciarlo tajantemente del autoritarismo, con el que se suele confundir. En un país en crisis, revisitar términos, enfoques y metodologías es clave para que las ciencias sociales puedan acompañar las transformaciones sociales, señala Araujo, una de las teóricas más citadas para entender el estallido de octubre.

Por Jennifer Abate

La académica del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago y directora del Núcleo Milenio Autoridad y Asimetría de Poder ha publicado más de veinte libros, entre ellos, El miedo a los subordinados. Una teoría de la autoridad (LOM, 2016), Hilos tensados. Para leer el octubre chileno (Usach, 2020) y Las calles. Un estudio sobre Santiago de Chile (LOM, 2020). Su extenso trabajo de investigación, que desde distintos frentes ha analizado los cambios sociales del Chile reciente, la ha convertido en una de las voces fundamentales a la hora de entender la autoridad, asunto que estudia en su último ensayo, publicado por Ediciones Usach, y en el que destaca la relevancia que este concepto tiene en una sociedad donde suele tener particular mala fama. En esta entrevista, Kathya Araujo, una de las investigadoras que se adelantó al estallido de octubre, habla sobre su nuevo libro y analiza las transformaciones que está viviendo nuestro país. 

¿Cómo lee una investigadora social como usted lo que está ocurriendo en Chile hoy? Hay un contexto de gran efervescencia social y política, emergen candidaturas presidenciales, crece la participación en las votaciones populares y hay una gran expectativa sobre el trabajo de la Convención Constitucional. 

—Creo que los científicos sociales, en general, tenemos la tendencia a pensar las cosas un poco más a largo plazo y como procesos. Para mí es muy interesante e importante ver cómo esos procesos que hoy observamos se han ido produciendo a lo largo de las décadas; cómo la sociedad se ha ido transformando, cómo ciertas transformaciones sociales han adquirido un rostro político. El proceso más relevante que a mi juicio ha estado aconteciendo en la sociedad chilena es una enorme recomposición de las lógicas, de los principios que han ordenado tradicional e históricamente las relaciones sociales y que comenzaron a ser puestos en cuestión o a debilitarse o a replantearse, sin que hayamos encontrado una solución para esta recomposición. Hay un trabajo muy arduo de la propia sociedad en sí, porque la recomposición toca hasta las relaciones más íntimas, por ejemplo, las relaciones de pareja, de padres e hijos o madres e hijos. Lo veo con mucho interés, a veces con optimismo, a veces con pesimismo. 

Tras la revuelta social, la falta de identificación con las autoridades políticas tradicionales y las violaciones a los derechos humanos hicieron que se cuestionara la idea de autoridad. Usted la aborda no como el uso de la fuerza, sino como una institución necesaria para la vida en sociedad. ¿Por qué le pareció relevante discutir sobre un concepto que ha adquirido tan mala fama en el último tiempo?

—Justamente porque tiene tan mala fama. Hace años publiqué El miedo a los subordinados, y en esa investigación noté que las personas consideraban que la forma histórica de ejercicio de la autoridad había sido una forma autoritaria. Lo comenzamos a ver con más fuerza todavía en el Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder: las personas tienen esta especie de confusión muy grande entre la autoridad y el autoritarismo. Como hemos vivido tan largo tiempo bajo estos modos autoritarios de ejercer la autoridad, consideramos que autoridad es autoritarismo. Este libro intenta abordar esa confusión tratando de entregar las herramientas para entender lo que es la autoridad hoy, o cómo uno puede pensar la autoridad en sociedades como las actuales. La autoridad no es una cosa sin historia y sin localización geográfica; es un mecanismo de gestión de simetrías de poder que tiene nacionalidad, clase social, género. La autoridad como fenómeno social es un mecanismo que no podemos dejar de lado, porque funciona en tareas básicas: la sociedad deja de funcionar si no está actuando de una determinada manera. Nos ayuda a tener una cierta solución para ciertas cuestiones funcionales, pero también es esencial para el lazo social, porque permite, vista desde el lado más positivo, poner a raya el reinado del más fuerte.

Crédito: Felipe PoGa.

¿Qué es lo que el pueblo chileno busca hoy en sus autoridades? ¿Cuáles serían, a su juicio, las características que hoy les darían legitimidad a las autoridades?

—Ya no tenemos esas sociedades donde todos pensamos lo mismo y tenemos las mismas representaciones ni los mismos valores de lo que es bueno o malo. Por eso la cuestión de la legitimidad es importante, pero hay que moverse un poquito de ahí, porque no todos tenemos los mismos valores. Weber decía: “tenemos legitimidad, estamos listos”. Ahora no es así, porque en estas sociedades plurales no tenemos un acuerdo común sobre qué cosas resultan o no legítimas. Además, el mundo ha cambiado de tal manera que ha puesto en cuestión la forma en que entendíamos la jerarquía. La idea de jerarquía muy estable y permanente en el tiempo señalaba que merecíamos la misma consideración de nuestra autoridad, aunque no estuviéramos realizando la función que nos confería esa autoridad. Yo he repetido este ejemplo porque es el más claro: el del juez o el profesor en un pueblo. El juez iba a todos lados y todos lo respetábamos. Lo mismo con el profesor. Hoy estamos en un mundo de jerarquías móviles. Si estoy en el cine y vienes a sentarte conmigo para imponer tu opinión, esa es una falta de respeto; tu autoridad se terminó, está situada, localizada, porque estas jerarquías se han vuelto más móviles y van transformándose. 

Su nombre fue una referencia obligada después de la revuelta de octubre de 2019, pues había advertido desde antes sobre un malestar en la sociedad chilena, fruto de la desigualdad, que se había convertido en rabia. ¿Rabia contra qué?

—Yo creo que era una irritación. Siempre he hablado de una irritación que puede producir rabia. Y creo que no ha cambiado; es muy alta y está vinculada con varias cuestiones: con un grado muy alto de desmesura de las exigencias que tenemos que responder para solucionar los retos de nuestra vida ordinaria, mantener la salud de los que queremos, poder construir la idea de un futuro mejor, tener educación para nuestros hijos, tener un trabajo, tener algún grado de certidumbre para poder hacer proyectos, como irse a vivir con la pareja. Este sentimiento de desmesura atravesó a la sociedad. Tanto la desmesura de exigencias como los abusos y el sentimiento de abuso han estado ligados muy fuertemente con las instituciones. Hay una irritación muy fuerte contra ellas.  

¿Cree que esa irritación ha mutado tras la crisis sanitaria, política y social del covid-19? 

—Pienso que en algunos puntos se agudizó, porque en 2019 pasaron cosas que fueron muy importantes. El malestar era un diagnóstico a comienzos de los 2000, y ese malestar cambió a irritación. Lo esencial de 2019 fue el amplio apoyo de la ciudadanía, que le puso nombres a lo que estaba pasando. No hay vuelta atrás en la mirada de la desigualdad. Pero, al mismo tiempo, se afirmó una idea que venía de antes: que las cosas se resuelven por la fuerza y que el más fuerte es el que gana. Siempre ha sido así en los grandes cambios sociales. Creo que hay una especie de reverberación entre las dos cosas: hay una irritación todavía más acentuada y una idea de que efectivamente la fuerza es lo esencial para dirimir lo que se juega. No estoy hablando políticamente, sino que se juega en cualquier situación social, porque como nuestras reglas no están claras y no sabemos muy bien qué tenemos que hacer, la fuerza aparece como una cuestión muy fuerte. 

¿Cuál es el rol que tienen en estos momentos de transformación quienes están en su posición, es decir, quienes han hecho planteamientos acertados a la hora de leer las crisis y las coyunturas?

—Uno tiene que acompañar estos cambios. Yo creo que las ciencias sociales hicieron un increíble aporte mostrando las desigualdades y los efectos desde el lado de la dominación, pero ahora es el momento de tratar de acompañar estos cambios y de analizar cómo funciona la sociedad más que de denunciar. Creo que el primer gran esfuerzo debe ser acompañar, tratar de entender. En segundo lugar —y es la razón por la que hice este libro y participo en conversaciones públicas sobre cómo estudiar la autoridad—, tenemos que pensar seriamente las herramientas que tenemos para entender las sociedades; hay que renovarlas para producir un conocimiento que esté más cerca del momento que estamos viviendo, para poder identificar los nudos problemáticos sin temor. Tenemos que renovar nuestras herramientas conceptuales, porque en muchos casos creo que no están dando el ancho para la sociedad y los desafíos que estamos enfrentando. Por eso terminamos diciendo que el escenario es líquido, pero el concepto líquido no explica nada; tienes que poder explicar si eres cientista social y analista.

En un momento se decía que todo pasó a ser líquido

—Todo es líquido, porque nuestras herramientas no nos están sirviendo. Entonces repensemos el enfoque, comencemos a hacer este trabajo de cambiar las perspectivas y las herramientas analíticas, teóricas, conceptuales y metodológicas que tenemos. 

El gremio de los pintores y las políticas del muro

«Uno no puede dejar de preguntarse por la pertinencia de una curaduría de este estilo, tan arbitraria en su aproximación a la tarea encomendada por Matucana 100, y finalmente, tan comprometida con solo una forma de entender el arte contemporáneo», escribe el crítico Diego Parra sobre la exposición «Políticas del espacio», curada por César Gabler.

Por Diego Parra

Hay agoreros que cada cierto tiempo anuncian la muerte de la historia, de la política, de los libros en papel y de la pintura, esa práctica tan antigua y noble que, así como fallece, es constantemente revivida. ¿Por qué tanta obsesión con los signos vitales de la pintura? A ratos, al hablar de “pintura contemporánea reciente” pareciéramos estar escuchando una historia de zombies que vuelven para hacerse presentes entre nosotros. Nada está más lejos de la realidad que estos deseos de muerte y resurrección, en especial si contamos la cantidad de espacios, colecciones y galerías que mantienen regularmente exposiciones de pintores (aún con la proliferación de lenguajes como la instalación o la performance, la pintura sigue siendo la reina de los medios artísticos). En definitiva, a pesar de la desmaterialización de las obras, de la importancia de las instalaciones y las artes mediales, hay pintura para rato.

Actualmente, M100 expone “Políticas del espacio”, curada por el artista y crítico César Gabler, quien revisa la historia de la institución con las artes visuales en los últimos veinte años. Sin embargo, rápidamente se hace evidente que la exposición es, ante todo, un ejercicio gremial de pintores visibilizando pintores. De los veinte artistas involucrados, trece se consideran a sí mismos pintores (¿catorce si contamos al curador?) y el grueso de los trabajos operan bajo esta técnica. La escultura, instalación, gráfica, videoarte y performance son fenómenos lejanos y poco entendidos por la curaduría, que prefiere ceder muros a grandes telas elegantemente trabajadas por la mano aristocrática de los pintores.

«Políticas del espacio». Crédito: Matucana 100.

Lo lógico habría sido pensar en una exposición histórica que revisara los hitos fundamentales en la trayectoria de M100. Algo donde encontrásemos obra reeditada y también documentación que ayudase a conocer la potente historia de este espacio, pero eso habría involucrado investigación, cuestión que no estuvo en juego a la hora de organizar esta muestra tan arraigada en el presente y el gusto personal. Uno no puede dejar de preguntarse por la pertinencia de una curaduría de este estilo, tan arbitraria en su aproximación a la tarea encomendada por M100, y finalmente, tan comprometida con solo una forma de entender el arte contemporáneo.

En lo que respecta a las obras, el recorrido planteado no da cuenta de nudos problemáticos o alguna narrativa que facilite la visita del espectador. Al final, da igual por dónde entremos y circulemos, las obras más allá de su bidimensionalidad (predominante en la sala) no parecen exigir demasiadas lecturas ni proponen nexos entre ellas (quizá el caso de Cristóbal Palma y Jorge Gronemeyer sea de las pocas conexiones evidentes, ya que ambos son fotógrafos). Un gesto travieso es el de situar en la entrada el muro escultórico de jabones Popeye de Daniela Rivera, una instalación que vendría a ilustrar el chiste de Barnett Newman: “Escultura es aquello con lo que tropiezas cuando retrocedes para mirar un cuadro”, ya que literalmente es un muro que obstruye el paso al ingresar al espacio.

Al ser esta fundamentalmente una exposición de pinturas, no deja de impresionar el virtuosismo de muchos de sus exponentes: Alejandra Wolff, Pablo Ferrer, Natalia Babarovic, Alejandro Quiroga, entre otros; la mayoría anclados en grandes telas que se ofrecen como golosinas para el espectador, quien puede dedicar mucho tiempo a las pinceladas y veladuras. Sin embargo, a ratos parece que los equilibrios propios de una exposición colectiva e histórica se ven desbalanceados de manera peligrosa: tres telas de Babarovic, varias de Wolff, dos de Ferrer, Quiroga, Herrera, Zamora, Cárdenas y Gumucio, nos dejan poco espacio para incluir a otros artistas fuera de la hegemonía de las escuelas de arte tradicionales y su respectiva narrativa, que protagoniza la historia del arte local. Y es que por “renovada” que sea la pintura, sigue ejerciendo un dominio preferente en la cultura artística y también en la sociedad, siendo casi siempre los pintores los más amigos de galeristas, dealers y coleccionistas. El gremio de los pintores seguramente mira con orgullo tal despliegue en un lugar como M100, donde las condiciones para contemplar una pintura se hacen cómodas por la extensión del espacio (sumado a que no hay esculturas con las que tropezarse).

Si bien es odioso echarle en cara a los curadores sus faltas, en el caso de exposiciones institucionales no se puede evitar hacer presente las ausencias que, por obvias, se hacen aún más visibles que las obras que quedaron dentro. Mi comentario aquí tiene que ver, además, con reconocer el calado histórico que muchas iniciativas de M100 han tenido en el circuito local, y que ante la falta de investigaciones (y curadurías críticas) han pasado al olvido. Al saber de esta exposición pensé que recuperarían el proyecto “Rúbrica” (2003), de Gonzalo Díaz, donde el artista convirtió al espacio mismo en protagonista de la obra al inundar todo de un insoportable rojo. También pensé en “Taller por taller, el lugar de la historia”, de Gracia Barrios y José Balmes (2002), donde toda la galería pasó a ser el taller de los pintores, vinculando así lo expositivo con la instancia de la producción misma de sus obras: casa, taller y galería fueron uno, y el espectador se ubicaba como un mirón o un espía. En 2006, Lotty Rosenfeld presentó “Cuenta regresiva”, donde trabajó con Diamela Eltit una obra que mezcló el video, el teatro y la propia obra precedente de la artista; una exposición que cruzó medios y disciplinas de modos inusitados y que aprovechó también las dimensiones del espacio. También me acordé de “Transformer” (2005), la colectiva curada por Mario Navarro, donde se trabajó bajo el problema de la transición democrática y sus demonios (un año antes de la Revolución Pingüina, que abrió el proceso político que tiene su punto más álgido en la Revuelta de octubre). Para cerrar esta lista de omisiones, podemos citar los ejercicios curatoriales dirigidos por Gonzalo Pedraza: “Colección de Imágenes” (2011), “Colección Televisiva” (2012) y “Colección Vecinal” (2013); que más allá de los problemas de agencia que instalaron en torno a la autoridad del curador y la falta de artistas, suponen hitos en la historia local de las exposiciones y de la crítica institucional.

«Políticas del espacio». Crédito: Matucana 100.

“Políticas del espacio” es insuficiente como ejercicio de revisión histórica, no alcanza siquiera a plantear una identidad clara para el lugar que la alberga, ofreciéndonos en cambio un pequeño capricho de curador-pintor que elude todas aquellas obras emblemáticas que han trabajado con el espacio. El texto curatorial parte con una pretenciosa cita a Gaston Bachelard, que al ingresar se hace tan ausente como irrelevante, puesto que Gabler no sostiene lectura alguna que justifique semejante selección. Quizá lo que mejor se distingue sea un claro ánimo antiteórico, que refleja una incapacidad de discernir que todo aparato teórico en una exposición debe funcionar como mediación y no imposición hermenéutica (error propio de quienes leen la teoría como ataque y no prolongación del arte). Lo que más preocupa es que M100 haya optado por semejante modo de afrontar su historia, puesto que desdibuja el trabajo realizado y oscurece su propio pasado, negándole a los espectadores y al circuito un relato donde reconocerse y proyectarse en el futuro.

«Políticas del espacio«, en Matucana 100
Curada por César Gabler
Hasta el 17 de octubre, en Centro Cultural Matucana 100