Las palabras mágicas

La pensadora boliviana Silvia Rivera Cusicanqui nos advierte de lo que ella ha llamado palabras mágicas. No se trata de palabras que hacen aparecer cosas sorprendentes o que despiertan nuestra imaginación. Son aquellas que, por su carácter seductor y su uso repetitivo, comienzan a vaciarse de significado. Esto es relevante en momentos en que antiguas palabras mágicas irrumpen con nuevos vientos en la discusión nacional: libertad, patria, paz, orden y seguridad.

Por Paula Arrieta Gutiérrez

A fines de los años 90, Nicolas Bourriaud publicó Estética relacional, un marco para leer ciertas prácticas artísticas aparecidas la última década del siglo pasado basadas en la interacción social. Las obras relacionales no son un objeto tradicional de arte como una pintura o una escultura, sino una experiencia de convivencia social. De esta manera, diferentes museos han albergado cenas, bailes y eventos-obras que transforman al antiguo espectador —observador medianamente pasivo frente al objeto de arte— en parte constructiva de la obra, protagonista de ella.

Esta propuesta, tanto artística como teórica, se ha mantenido en el espacio álgido de la discusión hasta hoy. Entre las miradas más críticas, destaca la de la historiadora del arte Claire Bishop, quien recurre al concepto de antagonismo planteado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Su argumentación podría resumirse de esta manera: si existe un tipo de arte que se construye a partir de la interacción social y las relaciones humanas, ¿no deberíamos preguntarnos qué tipo de relaciones se están construyendo? Y aún más, ¿quiénes las están construyendo? Es decir, estas cenas y bailes en el espacio del museo o la galería son asumidas como experiencias democráticas —democratizadoras del escenario artístico, incluso— sin indagar antes en el sentido ético y político de estos intercambios. Si una estrategia artística abre un espacio de democracia, ¿no debería considerar las tensiones y disensos propios de las relaciones entre las personas?

Crédito: Fabián Rivas

A pesar de estas reflexiones, la influencia de estas estrategias es enorme. Ya sea por la necesidad de salir a disputar espacios o bien encontrar un lugar de enunciación diferente, las obras relacionales se han vuelto cada vez más habituales en América Latina. En muchos casos, ya no se trata de una resistencia a la desarticulación neoliberal del lazo comunitario, sino de su apropiación por parte de los sistemas de circulación de las industrias culturales. Un ejemplo: en Chile, en 2016, la entonces Subsecretaría de las Culturas y las Artes lanzó una convocatoria de fondos de creación llamada Residencias de Arte Colaborativo. Según la descripción del concurso, se entiende el arte colaborativo como aquel que

se centra en los contextos sociales, tiene un carácter de intercambio horizontal e inclusivo respecto de quienes participan de su proceso colectivo, a partir del trabajo de roles que se establecen para su desarrollo, ya sea entre varios artistas/trabajadores culturales, así como con y entre diversos actores locales de comunidades específicas. Las prácticas colaborativas desde el arte, conciben la obra más allá de la producción o la creación de objetos estéticos, instalando una trama de relaciones con diversos campos del conocimiento y prácticas locales (…), aportando así a la resolución de conflictos, la intervención y la transformación del entorno social, político y cultural de las comunidades (…).

Esta definición, que bien podría corresponderse con una versión local de la estética relacional, presenta a mi entender varias dificultades. Me detendré en dos que me parecen cruciales.

En primer lugar, se da por sentado que las prácticas artísticas pueden jugar un rol en “la transformación del entorno” o en la “resolución de conflictos”, los cuales, se asume, no han podido ser abordados de buena manera por la misma comunidad sin el artista. Esto podría ser posible, pero es sin duda un principio a revisar. Porque de igual forma se podría afirmar que el papel del arte contemporáneo consiste en lo contrario: tensar los escenarios, introducir preguntas, desplegar el conflicto.

Pero más importante aún es el uso reiterado de varias palabras que parecen funcionar como un talismán: lo colectivo, lo colaborativo, la comunidad. ¿Qué significan realmente estas palabras? ¿Qué es lo que están nombrando?

La pensadora y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui nos advierte de lo que ella ha llamado palabras mágicas. No se trata de palabras que hacen aparecer cosas sorprendentes o que despiertan nuestra imaginación. Las palabras mágicas son aquellas que, por su carácter seductor y su uso repetitivo en los sistemas de circulación institucional, comienzan a vaciarse de significado, a nombrar nada. Más aún. Por su carácter aparentemente emancipatorio, en vez de mostrarnos una realidad, la encubren, la oscurecen, la esconden en la zona de lo que conviene no nombrar ni sacar a la luz. Se relaciona más con el truco y con el engaño que con la magia. El desplazamiento de un artista a una “comunidad”, por ejemplo, parte desde la certeza de que esta última está delimitada por la característica geopolítica, esto es, personas que viven en una misma localidad. ¿Es esta la definición más correcta de “comunidad”? Si es así, ¿qué pasa con nuestras múltiples dimensiones como sujetos? Si, como señala la misma Rivera Cusicanqui, las comunidades son estructuras formadas en torno a afinidades, ¿no pertenecemos cada unx de nosotrxs a varias comunidades a la vez?

Podríamos escribir una enorme lista con las palabras mágicas que invaden todos los ámbitos de nuestro quehacer. La experiencia intelectual y política de Silvia Rivera nos propone poner atención a una que nos sonará familiar: Estado plurinacional. Se trata de una demanda promovida por varias organizaciones como expectativa de nuestro proceso constituyente, pero no hemos discutido suficientemente qué es una nación, qué la constituye. Los pueblos indígenas no se han definido en torno a la delimitación de un territorio definido nación por un Estado, sino como una deriva que traspasa las fronteras. Es por eso que el pueblo mapuche no está solo en Chile ni el guaraní exclusivamente en Paraguay. La experiencia boliviana, según Rivera, instaló esta palabra mágica en la Asamblea Constituyente y bajo el gobierno de un presidente aimara, pero solo logró cubrir con un manto estatal la enorme diversidad de pueblos indígenas: las 33 naciones reconocidas eligen desde la nueva Constitución boliviana solo 7 escaños parlamentarios por usos y costumbres.

Estas reflexiones deben despertar una alerta, sobre todo en atención a los diferentes procesos sociales, políticos y culturales que han tenido lugar en Chile desde octubre de 2019. Discutir sobre el contenido de las palabras, desentrañar su uso, es un imperativo para quienes esperamos que aparezca una nueva perspectiva en el horizonte. Es más: me atrevo a proponer que pensemos el tiempo de las palabras, sin apresurarnos a escoger la más seductora. A veces la ausencia de una palabra es la señal de que algo nuevo está por nacer, para lo cual necesitaremos un nuevo lenguaje más cercano a la experiencia vital. Suely Rolnik, en Esferas de la insurrección (2019), explica que esta búsqueda es algo que la lengua guaraní conoce muy bien. Para ellxs, ñe’e raity es una de las formas de decir garganta, y significa literalmente “nido de las palabras-alma”. Se trata de un lugar para la germinación que debe ser cuidado, respetado en su tiempo.

Evitar recubrir la realidad, revelar la pulsión de la vida. Esto es particularmente relevante en momentos en que antiguas palabras mágicas irrumpen con nuevos vientos en la discusión nacional: libertad, patria, paz, orden y seguridad, entre otras similares, conforman el tejido de una trampa perfecta para la vulneración de las personas, la opresión de las mujeres y las disidencias, el racismo, la xenofobia. Están aquí, expandiéndose, paseándose impunemente por los medios de comunicación como si no pudieran esconder lo más oscuro, lo más siniestro. Arrasan con los sentidos de lo común y con todo horizonte posible. Ya no son una abstracción. Están aquí y debemos desenmascararlas cada vez que podamos, no cederle ni un solo centímetro a aquello que encubren. Nunca.

Paulo Slachevsky: “No dejaremos de ser un país extractivista si no potenciamos nuestras capacidades creativas”

El fundador de la Asociación de Editores de Chile y codirector de LOM Ediciones está esperanzado. Al regreso de las ferias literarias presenciales tras la fase más crítica de la pandemia, se suma el inicio de un nuevo ciclo político que, a su juicio, tiene una responsabilidad urgente: hacer que la cultura y sobre todo el libro y la lectura sean la columna vertebral de la vida democrática.

Por Jennifer Abate C.

Paulo Slachevsky conoce como pocos la realidad del libro y la lectura en Chile, que en los últimos años ha enfrentado, como todo el ecosistema cultural, grandes desafíos asociados a las restricciones impuestas por el covid-19. Sin embargo, el periodista, editor, fotógrafo e integrante del Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile ve luces de esperanza con el regreso de las ferias y festivales presenciales. En los últimos meses, a las tradicionales Primavera del Libro y Furia del Libro, se sumó el primer Festival Internacional del Libro y la Lectura de Ñuñoa. Y eso solo en Santiago, sin contar otras iniciativas que se multiplican en regiones. “Anima, anima después de tanto tiempo encerrados, de vernos a través de las pantallas. Ese contacto humano hace una gran diferencia, y esperamos que pueda mantenerse ese espacio constante de encuentro, porque las ferias, como las buenas librerías, son espacios para encontrar aquello que no esperabas”, dice quien también es, junto a Silvia Aguilera, director de LOM Ediciones, una de las editoriales independientes fundamentales en Chile.

Pero en un país como el nuestro, los desafíos siguen siendo enormes y acuciantes. A su juicio, falta poner la cultura y sobre todo el libro en el centro de la vida democrática, pues es la única alternativa que puede promover el desarrollo de todos y todas, algo que, desde su perspectiva, debería ser una prioridad para el nuevo gobierno. 

¿Qué dirías que pasó con el consumo de libros durante la pandemia? Por una parte las editoriales independientes diversificaron sus formas de venta y llegada al público, pero por otra parte cerraron las bibliotecas públicas. 

—Fue una situación compleja, aunque menos compleja de lo que imaginamos al inicio de la pandemia, cuando se pensó lo peor, pues por suerte hubo ciertas formas de mantener vivo el contacto con los lectores, esencialmente a través de la venta virtual, y eso fue muy importante, porque permitió resistir ese periodo de largas cuarentenas de una mejor manera que otros sectores de la cultura como la música, el teatro, el circo. Evidentemente ha habido impactos como el cierre de bibliotecas, sobre todo para muchos jóvenes que estaban haciendo investigaciones, y se bloqueó el acceso a las obras. Entonces esta reapertura de librerías, de las bibliotecas, de las ferias, de estos espacios de encuentro es fundamental, porque una real democratización del libro exige estas vías diversas. Hay que estar conscientes de que el espacio virtual aceleró su presencia en el mundo del libro y probablemente no va a retroceder, pero hay que lograr que complemente, no que reemplace al espacio físico, porque es una experiencia diferente. El libro digital no reemplaza la riqueza de la lectura propia del papel, porque en ese formato no existe la concentración que se da con la lectura en papel. 

Mencionas que el libro de papel no ha muerto, como se ha anunciado por décadas. ¿Por qué no muere? ¿Por qué la gente sigue prefiriendo esa experiencia?

—En el caso de LOM, y lo hemos hablado con muchas otras editoriales, lo que creció mucho durante este período fue la venta del libro de papel vía digital. Cuando apareció el libro digital surgieron estos discursos de que el libro de papel se terminaba. En Estados Unidos aumentó mucho la venta en formato digital, pero en otras partes del mundo, en países europeos, en América Latina, se mantuvo de una forma relativamente marginal. Hay varios factores, como la experiencia de la lectura y de poder estar concentrado en un texto: en lo digital uno está conectado con cien cosas, y al final lo que las aplicaciones digitales quieren es que uno esté marcando “me gusta” a cada rato. Es decir, lo que hacen es que uno esté desconcentrado, y la buena lectura requiere concentración. La literatura es una posibilidad extraordinaria de entrar en el otro, conocer al otro, compartir con el otro, y eso requiere un tiempo, una pausa. 

También hay un problema político mucho más importante y de largo plazo cuando se compara la lectura en papel versus la lectura en soporte digital: es lo que se llama el capitalismo del control. Lo digital es un control total de todo. ¿Qué leemos, qué nos gusta, qué compramos, dónde vamos? Es un poco terrorífico, es la construcción de una sociedad distópica y hay que tener mucho cuidado y atención con el plano digital. Se habla de la democracia con acceso a todo, pero ¿quién financia lo digital? La publicidad que financia la producción cultural genera un mayor dominio de la lógica comercial por sobre el dominio de la lógica cultural. 

¿En qué situación dirías que se encuentran las y los editores tras casi dos años de convulsión en la producción y venta de libros, primero por el estallido social y luego por la pandemia?

—El mundo de la cultura en general se encuentra en un momento bastante complejo y hubo una situación bien tensa con el Ministerio de las Culturas por falta de un mayor apoyo, de medidas concretas hacia el mundo de la cultura. En el sector del libro la pandemia golpeó mucho, pero menos que en otros sectores que se vieron totalmente inmovilizados. El mundo del libro tiene un plus, y es que ha habido en el tiempo mucha organización del sector. Por ejemplo, la Asociación de Editores de Chile fue la impulsora de la Política Nacional del Libro y la Lectura que se aprobó en el primer gobierno de Michelle Bachelet y se implementó en el segundo. Se construyó e implementó de manera participativa, aunque no se cumplió para nada todo lo que se anhelaba. Se buscaba potenciar todo el ecosistema del libro y romper con el dominio colonial que tenemos tanto ahí como en la cultura en general, donde se valora la producción que viene de los países del norte y se marginaliza la producción local, inhibiendo que abramos un círculo virtuoso para nuestra producción intelectual. 

Los desafíos para el nuevo gobierno 

A principios de octubre, el Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile, una instancia que también integra la Cámara Chilena del Libro y la Asociación de Editores de Chile, lanzó una campaña que interpelaba a la candidata y los candidatos presidenciales. “¿Qué piensa usted cuando considera a la cultura como un aspecto esencial en la construcción de ciudadanos críticos y participativos? ¿Qué opina en temas como el IVA al libro o llegar al 1% del PIB destinado a la cultura? ¿Cómo piensa fortalecer el ecosistema del libro considerando el gasto y las políticas públicas? ¿Cómo se proyecta en su programa el derecho cultural y la participación ciudadana a la cultura, específicamente en el ámbito del libro y la lectura?”. Esas fueron algunas de las preguntas que esta iniciativa lanzó a quienes disputaban el sillón presidencial en la primera vuelta. 

¿Cuáles son, a tu juicio, los puntos cruciales que debería considerar un plan presidencial que pretenda poner a la cultura en el centro de las decisiones?

—Desde el Observatorio del Libro y la Lectura nos parecía muy importante poner a la cultura en un lugar más central en los desafíos futuros de Chile. Lamentablemente el tema cultural siempre ha sido de segundo o tercer orden en los debates y en las políticas públicas, y ahí creemos que se comete un gran error, porque no vamos a poder romper, por ejemplo, nuestra producción primaria a nivel económico y dejar de ser un país extractivista si no potenciamos nuestras capacidades creativas. No vamos a poder mejorar la calidad de la educación realmente si no hay un cambio en los niveles de comprensión lectora. Si queremos tener una democracia participativa que no se resuma en marcar el voto una vez cada cierto tiempo, si queremos tener una democracia mucho más densa, los temas de la comprensión lectora y del desarrollo de nuestras capacidades culturales están al centro. Les escribimos a los candidatos y a la candidata una carta donde planteamos una serie de medidas particulares en torno al libro y la lectura, pero también medidas para pensar la cultura de manera diferente, es decir, levantar una acción pública de carácter cultural que favorezca una acción mancomunada por sobre la lógica de competencia que ha dominado en los fondos concursables como política pública durante la posdictadura, una acción que realmente potencie una democratización cultural.

¿Qué se debe hacer para conseguir lo que planteas?

—Se debe avanzar en una acción pública que enfrente la concentración. El mundo de la cultura, como lo plantea muy bien el sociólogo francés Pierre Bourdieu, vive de forma permanente en esta tensión de la lógica comercial y cultural, y lamentablemente ha dominado el neoliberalismo, la lógica comercial, y vemos cómo multinacionales en el libro, la música y el cine controlan la industria, y al final todo lo que se hace ahí es un negocio. No es que sean puras cosas malas, grandes obras salen de ahí, pero las tienen en ese espacio cuando es negocio. La cultura, para que circule y la gente pueda acceder a ella, para que pueda alimentar nuevas creaciones, no puede reducirse a que sea vendible o no vendible, negocio o no negocio. Todo se pone dentro de la lógica del negocio y se pierde la capacidad transformadora de la producción cultural. La lógica del negocio empieza a cambiar el fondo y en ese sentido los medios inciden sobre los fines, y eso es un tema peligroso. 

¿Qué esperarías ver materializado en el programa cultural del nuevo gobierno?

—Una acción cultural que enfrente la concentración, que potencie que los países del sur tengamos nuestra propia producción y que sea diversa. Es fundamental que las políticas públicas generen equilibrio, y un gran ejemplo son las cuotas de pantalla para el cine, la música o la participación en las compras públicas, como se planteó en la anterior Política del Libro. Que haya presencia local y que no domine la presencia de afuera. Hay una serie de medidas que se le planteó a los candidatos. Una es que se comprometan con la Política Nacional del Libro, otra es que tengamos un IVA diferenciado, una demanda permanente que no solo tiene un impacto económico, sino también simbólico: no es lo mismo un libro que un auto. Como decían las huelguistas a principios del siglo XX en Estados Unidos: “queremos pan, pero también rosas”, y la cultura expresa eso, ese espacio de las rosas. El Estado tiene que potenciar ese espacio y tratarlo de manera diferente a cualquier producto de consumo. Entre otras medidas está el tema de impulsar las prácticas lectoras de manera transversal en los más diversos espacios: en las bibliotecas públicas, en los lugares de trabajo, en los colegios. Eso no puede hacerse desde la obligación de la lectura, de los planes, sino desde la idea de ir descubriendo, desarrollando nuestras sensibilidades. Para eso hay que hacer un camino, y ese camino tiene que apoyarlo el sector público.

Rodolfo Walsh: El violento oficio de escribir

“Escribir es escuchar”, decía Rodolfo Walsh como manual de procedimiento. Una labor signada por esa breve sentencia: la de un observador atento, en permanente estado de alerta, poseedor de un olfato único para captar los fugaces destellos de la realidad y darles sentido en una crónica. En una época en que se imponen realidades alternativas y verdades ambiguas, su palabra viva —inteligente, rebelde e incisiva— se vuelve imprescindible.

Por Felipe Reyes F. | Ilustración: Fabián Rivas

“Hay un fusilado que vive”, fue la frase que escuchó Rodolfo Walsh en 1956 en un café de la localidad argentina de La Plata, seis meses después de la matanza que sería decisiva en su vida. Tenía 29 años y escribía cuentos policiales, había publicado su primer libro, Variaciones en rojo (1953), y realizaba traducciones y trabajos de corrección para la editorial Hachette. Pero fue aquella frase —que en sí misma condensa toda una historia— la que desencadenó la investigación de Operación Masacre, su obra más conocida, que anticipó parte de la alianza que signó la literatura del siglo XX entre el “nuevo periodismo” y la novela de no-ficción.

Walsh mina las antiguas fronteras para fundir los géneros, inaugurando otro. Aporta un episodio a una historia ligada al Allan Poe de El misterio de Marie Rogêt (1842), esa reconstrucción del crimen de una vendedora de cigarros a partir del montaje de la declaración de los testigos y de la información de los diarios. Un dispositivo narrativo que encontraría discípulos aventajados en todas sus variantes: el Carlos Droguett de Los asesinados del Seguro obrero (1940); el González Rodríguez de Huesos en el desierto (2002) o su bifurcación en la novela en el Piglia de Plata quemada (1997), quien afirmaba: “en el medio entre la novela de enigma y la novela dura está el relato periodístico, la página de crímenes. Los hechos reales”.

Aquella frase que modificó su tranquila vida en la provincia, lo involucró en la búsqueda frenética de los sobrevivientes de un fusilamiento clandestino en la zona de José León Suárez bajo el gobierno militar de Pedro Eugenio Aramburu. El propio Walsh dirá que luego de esa investigación ya no volvería a ser el mismo, comprometiéndose con el “violento oficio de escribir” hasta ese último gesto de denuncia: la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, redactada la noche anterior a su desaparición, ocurrida el 25 de marzo de 1977, al día siguiente del primer aniversario de la instalación de la dictadura cívico-militar argentina. Ese día, mientras dejaba las primeras copias de su carta en buzones de Buenos Aires para luego reunirse con un militante de Montoneros —quien había sido torturado para revelar el lugar del encuentro—, Walsh fue emboscado por agentes de la Armada, secuestrando su cuerpo moribundo del nunca más se supo, inaugurando el mito.

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Rodolfo Walsh Gill había nacido el 9 de enero de 1927 en Choele Choel, provincia de Río Negro. Su padre, de origen irlandés, mayordomo de estancia, decidió cortar cadenas y buscar su propio lugar estableciéndose en la localidad de Juárez. Durante su infancia, su familia estaba sumida en la pobreza y Rodolfo y sus tres hermanos se dispersaron. A él lo internaron en un colegio de curas irlandeses para niños pobres, lo que sería la trama y el escenario de sus cuentos de “irlandeses”: “Irlandeses detrás de un gato”, “Los oficios terrestres” y “Un oscuro día de justicia”, en los que narra la violencia y el hostigamiento entre los alumnos. En “El último verano” —una evocación sobre los últimos días del escritor publicada en el diario Página/12—, su pareja, Lilia Ferreyra, afirma que Walsh “fue esencialmente un autodidacta que terminó su escuela a los veintidós años y dejó inconclusa la carrera de Letras. Y fue esencialmente un autodidacta en su formación política que estuvo atravesada por las reveladoras vivencias de sus investigaciones, como los fusilamientos de Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? y El caso Stanowsky”.

Pese al repudio de Walsh a sus relatos de Variaciones en rojo, es esa primera obra leída hoy la que señalará el rumbo de su escritura posterior, en un juego de espejos entre autor y personaje: su protagonista es Daniel Hernández, un corrector de pruebas que investiga crímenes, cuya identidad Walsh asumirá después como seudónimo periodístico. Sus relatos posteriores, reunidos en Los oficios terrestres y Un kilo de oro, desplazan la experiencia personal para indagar en algunos momentos de la historia argentina, como en su cuento “Esa mujer”, en el que da voz al coronel que sustrajo el cuerpo de Eva Perón, o en “Cartas y fotos”, en el que narra el enfrentamiento de clases en el ámbito rural durante el primer peronismo, los que son señalados como algunos de los mejores cuentos de la literatura argentina.

Su incursión en el periodismo se inicia con notas sobre literatura en la revista Leoplán, pero a partir de la segunda mitad de los años 50 empezó a escribir artículos misceláneos, los fait divers que eran el sello de la publicación. Walsh se interroga cada vez más por el heroísmo de los más desposeídos, desplegando sin contemplaciones su crítica contra las instituciones. A partir de la década del 60, sus reportajes se acercan más a la crónica documental. Narradas impecablemente, se hacen cargo de la palabra de los protagonistas buscando respetar su oralidad, el ritmo y la textura de sus frases para acercarse a la experiencia de la gente común.

En 1968, Walsh asiste al Congreso Cultural de La Habana. A su regreso, pasa por Madrid, donde el mismísimo Perón le presenta al líder sindical Raimundo Ongaro. Así, se involucra en la dirección del Semanario CGT de los argentinos, en el que publicará varias investigaciones entre ellas la que dio origen a su libro ¿Quién mató a Rosendo? —, en una pulsión de trabajo que nunca se detiene, como sus colaboraciones para los diarios La Opinión, Siete Días y artículos para la revista Panorama.

En diciembre de 1970, Walsh viaja a Chile. El recién asumido gobierno de Salvador Allende firma la nacionalización del cobre en un ambiente enrarecido luego del asesinato del comandante en jefe del Ejército, René Schneider, por un grupo de civiles y militares de ultraderecha. Walsh se mueve por el centro de Santiago escuchando, anotando lo que luego nutrirá la crónica “La muerte de la anaconda”, publicada en Panorama en diciembre de ese año. En ella, despliega con precisión los antecedentes históricos, políticos y económicos de la resolución del Estado chileno. Operación que fue considerada como una afrenta por las empresas cupríferas, de gran “potencial económico muy superior al de muchos países latinoamericanos con bandera y con ejército”, aclara Walsh, que “sirve para dar una idea del enemigo que se ha echado encima el nuevo gobierno chileno”. También entrevista al ministro de Economía de Allende, Pedro Vuskovic, el encargado de “pilotear las experiencias definitorias del flamante gobierno chileno”.

Al año siguiente, Walsh vuelve a Santiago. El país espera la elección municipal del 4 de abril mientras la sedición ojeaba la puesta en marcha de su estrategia golpista. Marcha por la Alameda para asistir a un acto de la UP en el Estadio Chile; se mezcla con la multitud para escuchar y registrar el pulso de la muchedumbre. Así nace la crónica “Chile: la carrera contra el reloj electoral”, en la que anota: “El episodio que presenció el enviado de Panorama ilustra el grado de pasión que domina la escena política chilena. Han caído fragorosamente los puentes que ligaban al gobierno y la oposición. Tal como pronosticó Panorama en diciembre, es la Democracia Cristiana y no la vieja derecha conservadora la que encabeza la ofensiva contra el gobierno, en una carrera contra reloj”.

La última etapa en la vida de Walsh estuvo signada por su militancia política. A partir de 1973 ingresa a la organización armada Montoneros, sin dejar de manifestar sus serias discrepancias con la dirigencia. Luego, la creación de ANCLA (Agencia Clandestina de Noticias) muestra sus esfuerzos por buscar caminos alternativos de lucha al bloqueo informativo, la censura y la represión desencadenada por el golpe de Estado de 1976.

Como relata Lilia Ferreyra en “El último verano”, en 1976 Walsh —ignorado por la conducción de la organización— estaba convencido de un repliegue. Perseguido, pasa a la clandestinidad y se instala en una modesta casa rural San Vicente, mientras se planteaba otras formas de acción política. “A fines de 1976 empieza a concebir la idea de escribir una serie de ‘cartas polémicas’, como él las llamó, que iba a firmar con su nombre y distribuir desde la más estricta clandestinidad”, afirma Ferreyra. Una de esas cartas fue la que logró enviar antes de su muerte, una reflexión sobre las razones y consecuencias del golpe militar. El rigor de su análisis y la retórica de su prosa pervive como un testamento ético, como la síntesis de su poética y el legado de un escritor que no claudicó frente al poder, siempre “fiel al compromiso de dar testimonio en tiempos difíciles”.

Hoy no dejan de reeditarse sus libros, y adquiere mayor interés la recopilación de su periodismo y sus escritos dispersos; en una época en la que se imponen y retuercen realidades alternativas y verdades ambiguas, la palabra viva de Walsh —inteligente, rebelde e incisiva— se vuelve imprescindible.

Los cuentos que nos contamos

El triunfo de Gabriel Boric se ha leído una y otra vez como el triunfo de unos hijos contra sus padres. Pero sabemos que este tipo de relatos son simplificaciones de historias complejas, en este caso, una que involucra a una multitud de generaciones y actores que tuvieron en los líderes del movimiento estudiantil de 2011 —cuna del presidente electo— solo a sus rostros más visibles. Uno de ellos es Francisco Figueroa, vicepresidente de la FECh durante 2010 y 2011 y autor de Llegamos para quedarnos. Crónicas de la revuelta estudiantil (LOM, 2013), quien plantea en este ensayo que pensar a Boric como hijo de Lagos y Bachelet no le hace justicia a las heterogéneas luchas que lo pusieron en La Moneda ni ayuda a reconocer las tensiones que su gobierno tendrá que resolver.

Por Francisco Figueroa

Todo calza muy bien en el relato que explica el triunfo de Gabriel Boric y de su generación como el triunfo de los hijos sobre los padres. Las edades y los conflictos entre las partes, los gestos de reconciliación y de autocrítica de cada lado, hasta los rasgos psicológicos de los protagonistas individuales; todo parece encajar a la perfección en la trama de unas relaciones familiares que habrían dejado atrás años de desencuentros ásperos para iniciar una etapa de comprensión mutua y convivencia civilizada. Es una historia redonda en que todo funciona. Como en las películas que son éxito de taquilla. Como en una antigua fábula para niños. Como en un cuento de hadas.

Esta es la primera idea que logro articular desde la tarde del 19 de diciembre. Llevo varios días adormecido por la resaca de la semana anterior, semana maldita e interminable, cargada de una angustia agotadora por la posibilidad de un triunfo pinochetista. Y lo hago después de releer dos columnas de opinión que circularon mucho después de estas elecciones, dos ejemplos notables de la narrativa del reencuentro generacional: Carolina Tohá interpelando a sus camaradas de centroizquierda como si le hablara a unos padres incapaces de comprender y relacionarse con sus hijos adolescentes una vez que dejaron de serlo, y Daniel Matamala ofreciendo la imagen de un Boric «hijo pródigo» que se fue de la casa familiar «pegando portazos» pero que ahora vuelve bendecido por su «padre Lagos» y su «madre Bachelet».

No podemos lidiar con el día a día sin contarnos historias. Nos pasan cosas inesperadas, dolores cuyas razones no podemos explicar y alegrías que nos gusta considerar fruto de nuestras decisiones pero que sabemos fortuitas, y por lo mismo, momentos frágiles y potencialmente efímeros. Buena parte de nuestra experiencia es un misterio, partiendo por lo que hacen los demás, en especial cuando estimamos que nos afecta inmerecidamente. Ahí están las historias —los mitos, las leyendas, las fábulas— para hacer todo eso más llevadero. Pero el límite entre los cuentos que nos contamos para reducir la complejidad de nuestra experiencia y el autoengaño es muy difuso.

El movimiento que puso a Gabriel Boric en La Moneda fue desde el primer momento un movimiento intergeneracional. Su germen, claro, fue el movimiento estudiantil universitario. Pero esa experiencia por sí sola no explica todo lo que vino después. Ni siquiera alcanza para comprender el movimiento estudiantil como tal. Lo de 2011 no fue solamente un levantamiento de estudiantes. Fue el inicio de un acelerado pero zigzagueante proceso de encuentro entre personas de distintas generaciones y contextos sociales, personas y grupos más o menos —o nada— organizados que se reconocieron pares en la necesidad de crear condiciones de vida más dignas. Si las y los dirigentes de los estudiantes universitarios fuimos los exponentes más visibles de esa heterogénea multitud, es porque fue la forma que esa multitud encontró para comenzar a expresarse de manera legítima. No fuimos más que personajes de una historia compleja, rostros de un relato coral que con el tiempo sabría dar lugar a muchas más voces.

***

El adormecimiento del que hablaba sigue aquí, así que no estoy en condiciones de «irme de tesis». Tengo apenas algunas fotos. Escenas que no dan para una historia redonda y completamente coherente, pero que atesoro porque hablan no de cómo una generación se erigió como representante de otras, sino de cómo una generación fue transformada y en ese transformarse terminó fundida con algo mucho más grande.

Es octubre de 2011 y estamos en París. Camila Vallejo, Giorgio Jackson y yo le hablamos en la Sorbonne a un auditorio lleno de estudiantes y, sobre todo, de personas mayores. La mayoría son exiliadas e hijos e hijas del exilio. Hay más cabezas canosas que todas las negras, rubias y castañas sumadas, y sabemos que en ellas abundan las secuelas no del paso del tiempo sino de cosas mucho peores: el destierro, la prisión, las ausencias, la tortura. No tiene sentido hablar de las demandas del movimiento estudiantil, de lo justo de la gratuidad y del sinsentido del lucro en la educación. Nuestra lucha es también la de ustedes, atino a decir, pero la obviedad es del tamaño del auditorio. Cualquier palabra está de más. Se hace un silencio que conmueve como un abrazo multitudinario.

Me gustaría decir que estas cosas las conversamos con Camila y Giorgio en su momento, pero no sería del todo cierto. Lo vivimos, lo sentimos, sí, pero no recuerdo que a esa experiencia le hayamos puesto muchas palabras. Muchas veces nos miramos y nos descubrimos conmovidos, suspirando para liberar una emoción que subía con pinta de convertirse en lágrima. Pero no recuerdo que le hayamos puesto nombre. Lo que sí recuerdo es que nos dio fuerza. Y ahora tengo claro que nos cambió para siempre.

Crédito: Fabián Rivas

Otras escenas que se me vienen a la mente muestran cómo nuestra generación, además de comenzar a ser parte de algo social e históricamente más grande, concentra en su interior esa diversidad con toda su historia de traumas y antagonismos.

Es mayo de 2013 y recibo una carta de Jorin Pilowsky. Me pide compartirla con el «c. Boric», en ese entonces ya expresidente de la FECh. La carta es una respuesta a otra, de Miguel Lawner, titulada «En donde se cuenta cómo el anticomunismo le escamoteó a la Jota otras elecciones de la FECh», en la que nos acusaba de haber ganado la federación gracias a la derecha y por representar al «infantilismo revolucionario». Pilowsky integró el Comité Ejecutivo de la FECh de 1948, elegido por las Juventudes Comunistas junto con Fernando Ortiz. Su carta, presentada como una «polémica entre compañeros de ideales», habla del «mundo de distancia» que separa las elecciones FECh de 1948 y 2011 para refutar a Lawner y defender el triunfo autonomista de Gabriel. Su argumentación es pulcra y hasta cariñosa, y la despliega paseándose por González Videla y la invasión soviética de Checoslovaquia y Afganistán, por la DINA y El Mercurio, por el acuerdo Concertación-derecha contra la revolución pingüina y las «legítimas discrepancias en el seno del pueblo».

Avanzando un par de años, me topo con tensiones más íntimas que no terminan de conmover porque todavía son dolorosas. Es una noche de agosto de 2015 en Punta Arenas y con Gabriel caminamos de regreso a su casa. Acaba de terminar una junta con compañeras y compañeros que pronto conformarán la base autonomista de la región de Magallanes. Por supuesto, hace un frío atroz. Pero más helada está nuestra relación. La convergencia entre los distintos grupos autonomistas navega a toda vela hacia su naufragio, y si bien las recriminaciones todavía no afloran a la superficie, el daño es irreversible y esa noche asoma la punta del iceberg: que sectario, que caudillo, que electoralista, que tu soberbia intelectual es insoportable; que no somos sangre nueva para viejas derrotas. Que no me salgai con eslóganes, hueón. De no haber sido personas pacíficas nos habríamos ido a los combos. Y ahora pienso que recibir uno no habría sido del todo injusto. Aún así, al día siguiente, el presidente electo me lleva a la zofri para comprar ropa abrigada (en dos semanas parto a estudiar al extranjero) y me ayuda a elegir unos calzoncillos largos.

Decir que las diferencias que no nos mataron como generación nos hicieron más fuertes sería echarle más leña a la mistificadora narrativa de las generaciones. Lo que quiero decir, supongo, es que con el paso de los años nuestras diferencias, como también nuestros aciertos y nuestras encrucijadas, ya eran las de un actor más amplio y heterogéneo, una multitud con su propia historia, con sus sueños y derrotas; un pueblo en movimiento enfrentado a problemas viejos con herramientas nuevas, con memoria pero también con una perplejidad compartida ante las posibilidades y contradicciones de nuestro presente.

Las mejores cosas todavía estaban por suceder: el movimiento No+AFP, el auge de organizaciones socioambientales en los rincones más remotos e ignorados del país, la solidaridad creciente con las luchas por los derechos de los pueblos indígenas, y por supuesto, la revolución feminista, la más radical y emancipadora de todas las revueltas de esta década, gesta que por sí sola da para pensar toda la década como una «década ganada». Nada de esto está «representado» por Gabriel Boric, no al menos en el sentido en que tradicionalmente usamos esta palabra: estas luchas no han delegado en él su poder, no se cancelan para volver a un estado de individuos atomizados que ahora le encomiendan al presidente electo hacerlas por ellos. Enhorabuena. Lo cierto es que todas ellas posibilitaron el triunfo de Boric y constituyen su base.

Me pregunto si acaso la narrativa del triunfo de unos hijos contra sus padres no es una forma de ignorar todo esto. Un intento —seguramente no calculado— de mantener el control sobre una situación que excede las explicaciones acostumbradas y que protagoniza una multitud inesperada e incomprensible, un empeño por seguir explicando la historia a partir de lo que hacen o dejan de hacer esos especialistas del poder cada vez más profesionalizados y ensimismados que son «los políticos». ¿No es pensar a Boric como hijo de Lagos y Bachelet demasiado parecido a leer la historia como el resultado de las sucesivas luchas y alianzas de linajes nobles y dinastías de reyes? ¿No hay algo muy añejo en estas lecturas retóricamente sugerentes?

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Buscando inspiración para lo que estoy escribiendo me puse a hojear viejas lecturas, varios libros y cosas sueltas de lo que conformaron no tanto mi formación política como mi «educación sentimental», la de los que llegamos a esta creativa pelotera histórica por el lado de la izquierda heterodoxa y con inquietudes libertarias. Apiladas en mi velador tengo unas cuantas crónicas y proclamas de Manuel Rojas y González Vera sobre la (mala) suerte de los anarquistas en la década de los 20, un poemario de Redolés, un libro de Toni Negri y esos hermosos miniensayos filosóficos sobre moral y política que escribió Albert Camus para Combat, donde está una de las frases favoritas del presidente electo, esa que dice que «en política, la duda debe seguir a la convicción como una sombra» (si bien habla del valor de confesar la duda, en realidad Camus cree que lo que acompaña a la convicción como su sombra es el error, pero hay que admitir que el replanteo de Boric es mucho más sugerente).

Por supuesto, como suele suceder cuando uno se propone escribir, la pila en el velador no fue de ninguna utilidad. Pasó que murió Joan Didion y aquí estoy, leyendo frenéticamente y sin importarme para qué un montón de comentarios sobre su vida y su obra y volviendo a unas crónicas viejas. Se me pasa por la cabeza la idea de que no alcanzaré a terminar esta columna o testimonio o lo que sea, pero no hago mucho al respecto. Me dejo llevar por la curiosidad y al rato me olvido de todo esto.

Hasta que me topo con una idea iluminadora. 

Hay dos conceptos claves en las crónicas y ensayos de Joan Didion, dice Nathan Heller en el New Yorker: el de atomización y el de sentimentalismo. El primero se refiere a las evidencias de fragmentación e incomunicación social que Didion comenzó a identificar en la sociedad estadounidense de los 60, incluso entre las personas que abogaban, supuestamente, por lo contrario (como los hippies que retrata en su crónica Slouching Towards Bethlehem [1967], «la primera vez que me enfrenté directa e inequívocamente a la evidencia de la atomización, a la prueba de que las cosas se desmoronan», escribiría después). El segundo se refiere a la difundida aceptación de historias prefabricadas y estructuradas bajo una lógica emocional que tienden a esconder más que a caracterizar los problemas (como las propias de la mistificada sofisticación neoyorkina que critica en New York: Sentimental Journeys [1991], historias, dice, «cada una ideada para oscurecer no solo las reales tensiones raciales y de clase de la ciudad, sino también, más significativamente, los acuerdos políticos y comerciales que hicieron que esas tensiones fueran irreconciliables»). Y ahora lo que me pareció central: «La atomización y el sentimentalismo se exacerban mutuamente —escribe Heller—, después de todo: rompes los puentes que conectan a la sociedad y luego le das a cada isla un cuento de hadas sobre su singularidad. Didion estaba interesada en cómo sucede eso».

Hasta antes de leer sobre Didion, pensaba en la narrativa que aquí comento como expresiva de un cierto elitismo. De eso se trataba, de hecho, el párrafo que venía aquí. Y si bien lo sigo haciendo, ahora pienso que el elitismo no es lo más importante. Seguramente, quienes ven en el triunfo de Boric y su generación el triunfo de sus hijos políticos —aun cuando hasta hace poco nos infantilizaran y ahora lo maticen para recalibrar su influencia—, lo ven así porque no puedan ver mucho más que eso. Después de todo, la pérdida de vínculos entre la política tradicional y la sociedad no es ya un tema emergente, sino un estado del arte consolidado, y debe haber dejado secuelas en su forma de ver (y no ver) a la sociedad chilena. Por eso fenómenos como las movilizaciones de pensionados en ciudades pequeñas, las colectivas feministas de liceanas o, pongamos, la Coordinadora Social Shishigang o Modatima no solo les son invisibles, sino que les son inconcebibles como experiencias políticamente productivas. No hacen historia; son decorado, cuando más.

La atomización exacerba el sentimentalismo.

La cuestión, entonces, no es tanto la relación entre generaciones políticas como quiénes tienen derecho a ser consideradas parte de esas generaciones y cómo interactúan entre sí para resolver las diferentes tensiones sociales que las atraviesan. Por eso la narrativa del triunfo de unos hijos sobre sus padres es autocomplaciente. Porque si ese fuera el caso, entonces no había mucho que hacer más que esperar el paso del tiempo. Que Lagos y Bachelet le pasen la posta a Boric sería el curso natural de la vida. Pero es precisamente así como pueden pasar al olvido los diversos protagonismos populares que llevaron al presidente recién electo a La Moneda, y peor, permanecer irresueltas las tensiones que los movilizaron.

El sentimentalismo exacerba la atomización.

Los padres políticos y las madres políticas de la generación de Boric, entonces, no son las grandes personalidades que ocupan portadas de diarios y se cruzan bandas presidenciales. Son miles de personajes anónimos, muchos de los cuales podrían decir con igual propiedad que Carolina Tohá «luchamos desde chicos contra la dictadura y luego participamos en la reconstrucción democrática», sin decir a continuación que el despunte de Boric representa para ellos una «derrota de marca mayor», sino todo lo contrario: representa la recuperación de la esperanza, la confirmación de que mucho ha valido la pena, porque el triunfo es también de ellos.

¿Qué hay en vez del sentimentalismo de las élites de centroizquierda que se cuentan el cuento de una familia, la misma familia de siempre, en vías de reconciliación? Desde luego, no otra narrativa total y cerrada, no otro conjuro de las tensiones con relatos prefabricados, no otro cuento de hadas. Es difícil eludir la tentación de contarnos nuestros propios cuentos, pero tal vez esa sea la única forma de mirar de frente la diversidad de esa multitud popular que puso a Gabriel en La Moneda y poder asumir, para reparar, la debilidad de los puentes que la vinculan y la fragilidad de la confianza que han depositado en esta generación de luchadores.

Por todo esto es que prefiero los fragmentos por sobre los grandes relatos. Las escenas aisladas que puestas contra la narrativa magnificadora quedan disonantes. Aunque las piezas no calcen y el resultado sea un puzzle desorganizado. Aunque el resultado incomode más que reconforte. Porque eso necesitaremos para hacer duraderos los nuevos lazos y sostenible la lenta marcha después de la atomización, sobre todo en los momentos difíciles, que serán los más: sacar impulso de la conciencia de nuestra fragilidad, de asumir que las mayorías políticas por la vida buena están siempre en construcción. Al menos ese es el cuento que elijo contarme.

Los círculos de Philippe Sands

La responsabilidad del Estado con el individuo y los límites del poder han sido dos temas que han cruzado el trabajo de este reconocido abogado y escritor franco-británico, que ha participado en juicios internacionales relacionados a la guerra de Yugoslavia, el genocidio de Ruanda o las torturas en Guantánamo. De paso por Santiago para investigar los pasos del oficial nazi Walter Rauff, quien fuese parte de la acusación contra Pinochet en Londres reflexiona sobre la justicia, la memoria y los crímenes contra la humanidad, tres temas que ha encontrado más vivos que nunca en Chile, un país “increíblemente traumatizado, de heridas enormes”, afirma.

Por Sofía Brinck Vergara 

La historia de Philippe Sands (Londres, 1960), profesor universitario, autor de los libros Calle Este-Oeste (2017) y Ruta de escape (2021), ambos publicados por Anagrama, está compuesta de múltiples círculos que se entrecruzan. 

El primero es sobre su relación con Chile. En 1998, mientras estaba en el funeral de su abuelo en París, recibió una llamada para ser parte de la defensa de Pinochet en Reino Unido. Los abogados británicos tienen la costumbre de aceptar a la primera persona que los contacte, tal como un taxista para ante la primera persona que le hace señas. La historia habría sido otra si no hubiese sido por su esposa, quien le dijo que si aceptaba, se divorciaba. No lo hizo, y terminó formando parte del bando acusatorio. Su conexión con Pinochet podría haber terminado ahí, pero mientras investigaba para Ruta de escape, su último trabajo, se encontró con un personaje que desaparecía para irse a Chile. Los rumores decían que no solo se había asentado en el país, sino que había trabajado en los servicios de represión de la dictadura. Pinochet se le aparecía de nuevo. 

Otro círculo parte un par de años después, cuando decide desentrañar la historia de su abuelo judío, Leon Buchholz. El mismo en cuyo funeral estaba cuando recibió la llamada del caso Pinochet. Aprovechando una conferencia, Sands siguió los pasos del padre de su madre en la ciudad de Lviv, antigua Polonia y actual Ucrania. Su abuelo fue el único sobreviviente en su familia, quienes murieron en manos del nazismo. Como parte de esa investigación entabló relación con dos hijos de oficiales nazi que comandaron la zona. Uno rechazaba a su padre, el otro defendía su memoria familiar y negaba su involucramiento en los crímenes del Holocausto. 

El tercer círculo también tiene su origen en Lviv. Coincidentemente, en el mismo lugar vivieron Hersh Lauterpacht y Raphael Lemkin, abogados judíos que inventaron los términos “crimen contra la humanidad” y “genocidio”, respectivamente, para los juicios de Núremberg en 1945. Temas a los que Sands ha dedicado su trabajo como abogado en derecho penal internacional, y cargos bajo los que el juez español Baltasar Garzón acusó a Pinochet para lograr su arresto. 

Philippe Sands. Crédito: Antonio Zazueta Olmos

La unión de los tres círculos ha dado como frutos sus dos novelas de no-ficción. Calle Este-Oeste cuenta la historia de su abuelo y los juristas Lauterpacht y Lemkin. Ruta de escape es la historia de Otto von Wächter, un oficial nazi que logró evadir los juicios de Núremberg y cuyo hijo, Horst, entabló amistad con el autor en la investigación del primer libro. El tercero, bajo investigación aún, seguirá la historia de Walter Rauff, el personaje desaparecido en Ruta de escape, y lo conectará con la dictadura de Pinochet y su arresto en 1998. 

Para Sands, el punto común entre sus libros y su vida son más que simples coincidencias. “Lo que une mis libros es la importancia de lo vivido en 1945. Cuando por primera vez los países se unieron y dijeron ‘no, el poder del Estado no es ilimitado. Los individuos y grupos tienen derechos’. Es un momento que debe ser atesorado, cuyo mensaje debe ser transmitido a todo tipo de audiencias. Ese es el objetivo de mi proyecto, contar historias sobre el derecho, la justicia y la injusticia, sobre crímenes y no crímenes. No soy solo un escritor de historias. Soy un escritor con una agenda, que busca proteger la idea de que el poder de los Estados no es absoluto”.

Tus libros se caracterizan por procesos de investigación detallados y una búsqueda constante de la verdad, algo muy relacionado a tu carrera en el derecho. ¿Qué crees que puedes hacer en la literatura que no puedes hacer como abogado? 

—He pensado mucho en este tema estos días en Chile. Una respuesta simple sería que la literatura permite abrir la imaginación, mientras que en la no-ficción pura, en libros de historia o leyes, no hay espacio para ella. Y no estoy escribiendo un libro sobre leyes, estoy escribiendo historias que incluyen decisiones complejas sobre cómo presentarlas, quiénes son los personajes, cuáles son los hilos narrativos. Para mí escribir es un acto de defensa de una causa. Se parece a ser abogado en una corte, no puedes decirles a los jueces qué hacer. Debes exponer el material de una forma que les permita alcanzar las conclusiones que tú quieres. En mis libros hay muchas pistas en las primeras páginas, todo está ahí por una razón. Y el lector, que es muy inteligente, empieza a preguntarse “¿por qué está esto aquí?”.

Tu método de escritura consiste en presentar hechos sin incluir tus emociones o pensamientos. Sin embargo, tú eres parte de tus libros, tu voz está siempre presente. ¿Por qué decidiste incluirte en ellos?

—Fue una sugerencia de mi gran editora en Nueva York, Victoria Wilson. Cuando compró el manuscrito de Calle Este-Oeste me dijo que tenía que reescribirlo e incluirme en la historia, que los lectores no solo estaban interesados en saber qué había descubierto, sino también cómo. Le dije que no podía, había pasado 35 años como profesor y abogado, excluyéndome de las historias. Fue una jugada genial de su parte, y una vez que logré sentirme cómodo, se hizo mucho más fácil. Ahora es parte de mi investigación, en cada entrevista tengo en cuenta mi rol en esa reunión y mis reacciones. Lo voy a incluir también en mi próximo libro, que va a ser publicado antes que el que trata sobre Chile. Se titula La última colonia (The Last Colony) y es una serie de conferencias que daré en un lugar muy prestigioso, pero conservador: la Academia de Derecho Internacional de La Haya. Deseché la idea de objetividad y me puse a mí mismo en la historia para hablar del colonialismo británico, de esclavitud y de racismo. La gente va a decir “dios mío, esto no es una conferencia, esto no es derecho internacional”. Pero lo es. 

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Philippe Sands está en Chile siguiendo la pista de Walter Rauff, oficial nazi de la SS e inventor de la cámara de gas móvil, cuya historia se insinúa en una carta que aparece en Ruta de escape. Pero también será la historia del caso Pinochet en Londres y de lo que significó para el derecho internacional. “Fue la primera vez que se estableció el principio de no inmunidad para un jefe de Estado acusado de crímenes penales internacionales. A la gente se le olvida que Pinochet fue acusado de crímenes contra la humanidad y genocidio”, recuerda. De Chile lo sorprendió el clima electoral, la literatura chilena y la existencia del diario The Clinic y el origen de su nombre. Los círculos de su vida entrecruzándose, una y otra vez.  

Más allá de esa carta, la historia de Rauff se basa en muchos rumores. ¿Has podido comprobar algo hasta ahora?

—No te puedo contar nada de la investigación ni con quiénes me he encontrado, pero después de décadas como abogado no estoy interesado en rumores, me interesa la verdad. Rauff es famoso en Chile, todos conocen el nombre. Todos dicen “Rauff, por supuesto, trabajó para Pinochet”. ¿Pero lo hizo realmente? ¿Qué hacía? Es una puerta que se abrió con la carta que había entre los documentos que me entregó Horst von Wächter y que no sé adónde me llevará. Tal vez concluya que Rauff era solo una persona mayor y que no hizo nada. O tal vez concluya que hizo esto y lo otro. O tal vez concluya que no sé lo que hizo. Y eso es lo interesante. 

Hace un par de años dijiste que el caso Pinochet había sido el momento más decisivo de tu carrera profesional. Pero más allá de las implicancias en el derecho internacional, Pinochet murió sin ser juzgado. ¿Cómo ves el caso a 23 años del arresto en Londres?

—No tengo grandes objeciones a cómo terminó. Creo que es muy importante que cada país se haga cargo de su propia historia, más allá del rol que puedan jugar otros países en ella. Siempre me hizo ruido que fuese una investigación española la que llevara al arresto, porque España nunca se ha hecho cargo de su propia guerra civil, ¿y qué derecho tiene a juzgar crímenes de otros cuando no ha juzgado los propios? No me siento destrozado porque Pinochet haya vuelto a Chile, su reputación quedó hecha pedazos y el caso le abrió puertas a la justicia chilena para que investigara sus finanzas. Pero es mi postura por ahora, porque puede cambiar dentro de los próximos años. He conocido gente furiosa y desolada porque Pinochet logró volver, y mi explicación legal no es mucho consuelo. Pero la justicia internacional es un proceso de largo aliento, que comenzó recién en 1945. Antes, un Estado podía hacer lo que quisiera con su gente. Son pasos graduales en un proceso largo, y la detención de Pinochet fue uno de ellos. 

Ruta de escape
Philippe Sands
Anagrama, 2022.
560páginas.

Mencionaste que los países deben hacerse cargo de su historia, pero ¿qué pasa cuando no solo no ocurre, sino además se niegan partes de esa historia? Como en los discursos negacionistas que hemos visto en movimientos de extrema derecha.  

—Son tiempos difíciles con el aumento de los nacionalismos y la xenofobia. No es solo Chile y Brasil, también es Francia, donde ciertos políticos aún niegan las prácticas colaboracionistas de los territorios ocupados durante la Segunda Guerra Mundial. O el Reino Unido y su pasado colonial. Los países tienen dificultades para hacerse cargo honesta y abiertamente de los períodos oscuros de su historia. En Europa es difícil porque la gente que vivió esos períodos está muriendo. Y estoy convencido de que la desaparición de la experiencia personal es muy significativa, deja espacios vacíos de los que cierta gente se aprovecha. 

En tus libros y en Mi legado nazi (2015), el documental que hiciste con Niklas Frank y Horst von Wächter sobre el rol de sus padres como oficiales nazis, planteas la pregunta de la coexistencia, es decir, cómo cohabitar con gente que niega el pasado, como lo hace von Wächter con su padre. ¿Qué responderías hoy? 

—Es muy difícil. Conozco a Horst hace diez años y nuestra relación está en un momento muy difícil, porque se niega a ceder. Creo que es un mecanismo de sobrevivencia que permite vivir el día a día. Y es lo mismo que he visto esta semana en Santiago, la frustración de hijos y nietos me es muy familiar. Tu pregunta es muy personal para alguien que vive en Chile, y esta semana me he cuestionado muchas veces cómo logran vivir juntos. He entrevistado a gente de ambos lados y es como si vivieran en mundos diferentes. Pasé de una casa en Renca directo al Club de Golf Los Leones. No hay coexistencia posible entre esas dos comunidades, no hay entendimiento ni deseo de entender. Me sorprendió profundamente. Ese mismo día en el club de golf le pregunté a alguien cómo veía las elecciones y me dijo que estaba muy preocupado porque los comunistas habían regresado, que estaban en todas partes. ¿En serio? ¿En 2021? ¿Cómo puedes tener una conversación con esos niveles de paranoia y desde un club de golf? Fue muy surrealista, y hace la convivencia muy compleja. 

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Philippe Sands va y viene entre sus roles de escritor y abogado. A pesar del éxito de sus libros no ha dejado la práctica profesional, que lo ha llevado a casos como la acusación contra Myanmar en 2019 por el genocidio de la población Rohingya. Su último trabajo, sin embargo, fue de otra naturaleza. En 2020 fue invitado por la ONG Stop Ecocide International para copresidir el grupo de expertos que redactaría la primera definición del crimen de ecocidio. Parecería un tema fuera de sus intereses, pero no lo es. Fue la primera persona en impartir un curso universitario sobre Derecho Internacional de Medio Ambiente en el Reino Unido, clase de la que sigue siendo profesor, y negoció la Convención de la ONU sobre el Cambio Climático de 1992. 

El panel presentó sus resultados en julio de 2021. En su primera definición, ecocidio es entendido como “cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medioambiente”. 

Acepté porque a pesar de que había sido escéptico de intentos previos para definir ecocidio, estoy cada vez más preocupado por el estado del medioambiente”, explica. “Y creo que haber estado expuesto de forma tan directa al trabajo de Lauterpacht y Lemkin en los años 40 me ha influenciado mucho. Te puedes quedar sentado y vivir tranquilamente, ir al cine y de vacaciones, o puedes hacer lo que ellos hicieron y pensar en cómo marcar una diferencia en el mundo. No estoy diciendo que el concepto de ecocidio lo logre, pero hay una oportunidad y hay que aprovecharla.» 

Los conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad se desarrollaron en un momento humanitario crítico. ¿Crees que hemos alcanzado un punto similar en el ámbito medioambiental? 

—Sí, y es por esa razón que esto se hará realidad. No tengo ninguna duda de que ecocidio será adoptado por la Corte Penal Internacional, la pregunta es cuándo y con qué características. La definición que propusimos es un borrador, va a evolucionar. Pero la respuesta mundial ha sido increíble. Hay una energía circulando en torno al tema que no puedes volver a encerrar y controlar. No es que crea que es una solución mágica y que todo cambiará de repente. Pero va a impactar en la conciencia general. Las nuevas generaciones están preocupadas por esto también, es la primera vez, en todos los trabajos que he tenido, que mis hijos me dicen “al fin estás haciendo algo útil”. Definir ecocidio no va a prevenir que hechos así ocurran, pero le va a decir a la gente, tal como pasó con el genocidio y los crímenes contra la humanidad, “no puedes hacer esto, no es aceptable”. 

Judy Wajcman: Pobres de tiempo

La destacada socióloga australiana, profesora de la London School of Economics y autora de Esclavos del tiempo: Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital, explica que la sensación de falta de tiempo no es culpa de los avances tecnológicos, sino de la forma en que construimos la sociedad. En esta entrevista, ahonda en torno a los vínculos entre género y tecnología —uno de los temas en los que fue pionera— y explica por qué hoy existe una nueva desigualdad: el tiempo es un lujo, afirma, y por lo mismo, también es la causa de un nuevo tipo de pobreza. 

Por Javiera Tapia Flores

Cuando Judy Wajcman (1950) hacía su PhD en la Universidad de Cambridge durante los años 70, se interesó en el estudio del tiempo y sus usos. La efervescencia de la segunda ola del feminismo, el gran aumento de mujeres en la fuerza laboral y el apogeo del activismo sindical fue la combinación de factores que la llevó a notar que nadie se interesaba por las mujeres trabajadoras. “Era una joven feminista y en ese tiempo me interesaba cuánto tiempo gastaba la gente haciendo trabajo pagado y no pagado. Y cuánto de ello lo hacían particularmente madres y mujeres, y cuánto de este trabajo no pagado, además, afectaba sus carreras y sus posibilidades de trabajo remunerado”, explica hoy la académica a cargo de la Cátedra de Sociología Anthony Giddens en la London School of Economics and Political Science (LSE). Entre las preguntas que se hacía en esa época, cuenta, estaban si la tecnología podría fomentar el trabajo femenino y si los refrigeradores y lavadoras serían objetos que aportarían a la liberación de la mujer, como se planteaba desde la publicidad.

Ahora estamos en 2021 y Judy Wajcman ha tenido una carrera prolífica en el campo de la investigación sociológica de la tecnología desde una perspectiva feminista. Es ella quien acuñó el concepto de “tecnofeminismo”, desarrollado en su libro del mismo nombre publicado en 2004 y en el que plantea, a grandes rasgos, que el hecho de que las mujeres no participaran históricamente en informática e ingeniería tuvo un impacto esencial en los productos y el conocimiento que se produjeron en esas áreas. “Una de mis preocupaciones ha sido enfatizar cuánto la tecnología está moldeada por los procesos sociales. No es neutral, la desarrollan personas con objetivos en mente. Por muchas décadas ha habido una demografía estrecha en el diseño de la tecnología. Hoy son ingenieros en Silicon Valley, en general jóvenes, hombres y blancos, y con la participación de programadores indios, pero sigue siendo algo muy específico. Esto no refleja a toda la población, y ellos diseñan las cosas. El mejor ejemplo es que es difícil usar teléfonos si eres viejo o no tienes buena vista”, advierte. 

Recomienda Invisible Women, de Caroline Criado-Pérez, un libro en el que la autora expone estudios que muestran cómo el mundo está construido por y para los hombres. “Ella explica, por ejemplo, que los cinturones de seguridad siempre eran probados en hombres, entonces mujeres embarazadas o mujeres pequeñas no podían usarlos bien. Hay muchas formas en las que se demuestra que necesitamos diversidad en el diseño. Mi foco siempre ha sido el género. Ahora estoy interesada en cómo los algoritmos encarnan estas parcialidades”, dice la socióloga, quien también es investigadora asociada del Oxford Internet Institute. 

Crédito: Fabián Rivas.

“En la década del 70 se decía —y todavía se dice— que las máquinas y la automatización eliminarían el trabajo doméstico. Que la respuesta a la división doméstica del trabajo no sería que los hombres compartieran la carga, sino que las máquinas lo hicieran”, cuenta Wajcman, y reconoce que podría hablar horas solo sobre tecnología y su relación con el tiempo dedicado al trabajo doméstico. “Creo que tiene que ver en parte con cómo definimos lo que es el trabajo doméstico y que algunas tareas puedan ser automatizadas y otras no. Pienso en el trabajo de cuidados, por ejemplo”. Y agrega: “También está el hecho de que los hombres han aumentado su cantidad de trabajo en el hogar, pero mucho de eso tiene que ver con ser padre y pasar tiempo con los hijos en vez de hacer cosas más mundanas como limpiar el baño. Es una foto complicada en términos de deconstruir los elementos varios del trabajo doméstico y del trabajo de cuidados”.

La pandemia del covid-19 es, probablemente, el hecho histórico reciente que más nos ha hecho pensar sobre la división doméstica del trabajo y las complicaciones, sobre todo para mujeres con hijos, de tener que hacer en el mismo espacio físico el trabajo de cuidados y el remunerado. Respecto a esto, explica que “los estudios aquí en Gran Bretaña mostraron que las mujeres hicieron una cantidad desproporcionada de educación en el hogar. Las mujeres se llevaron esa carga, pero además fueron las que perdieron más trabajos durante este periodo”. 

Atrapados en la paradoja

John Maynard Keynes, uno de los economistas más importantes del siglo XX, dijo que a comienzos del XXI, en Occidente, solo tendríamos que trabajar tres horas al día. Creía que el desarrollo técnico y el aumento de la producción podrían satisfacer nuestras necesidades con menos trabajo. Para Judy Wajcman, el presente no funciona así porque “ha habido un aumento terrible en la desigualdad”, reconoce. “Él estaba imaginando, creo, un mundo en el que la riqueza se distribuiría de manera más equitativa y que produciríamos lo suficiente para que la gente pudiera tener un nivel de vida decente. Y que, al elevar las condiciones de vida, la gente podría elegir. Creo que las personas elegirían trabajar menos horas si sus necesidades básicas estuviesen cubiertas. Keynes es uno de los economistas más inteligentes. Se dio cuenta de que, hasta cierto punto, necesitas dinero para ser feliz, pero pasado ese punto, ser muy rico no te hace más feliz que el resto y que importan otras cosas”. 

La pregunta que surge aquí, dice, es cómo distribuir el trabajo para que la gente pueda vivir una vida decente de verdad. “La tecnología no tiene la culpa”, se responde rápidamente. “Leí el otro día que en Portugal introdujeron una política de no enviar mensajes de texto a los empleados durante el fin de semana. Una sabe que debería poder tener un fin de semana desconectado. Lo que quiero decir es que, para mí, esto no se trata de la tecnología en sí. La tecnología facilita la disponibilidad constante, pero el asunto es que la gente no debería tener que trabajar el fin de semana”, advierte la autora de Esclavos del tiempo: Vidas aceleradas en la era del capitalismo digital (2017), ensayo en el que explica que no debemos culpar a los dispositivos tecnológicos por permitirnos hacer todo más rápido, sino que el problema es el reconocimiento que nuestras sociedades le dan a la productividad. Es el hecho, incluso, de mostrarnos públicamente en un estado de ocupación constante, como si eso fuera señal de éxito. 

¿Podría cambiar esto de alguna forma? 

“Estamos atrapados en esta paradoja de que, por un lado, buscamos que la tecnología resuelva todos estos problemas y por otro, estamos culpando a la tecnología por los problemas. Toda la tecnología llega a un tipo particular de sociedad donde hay valores. Y vivimos en una sociedad que valora la alta productividad, el hecho de estar haciendo la mayor cantidad de cosas que podamos y midiendo el éxito en términos de tipo de ocupación”, explica. LSE, su lugar de trabajo, por ejemplo, hoy está en huelga, al igual que “muchas otras universidades británicas, debido al exceso de trabajo”, cuenta. “Todos hemos visto cómo nuestras cargas de trabajo aumentan de manera espectacular, por lo que el hecho de que estemos corriendo todo el tiempo para mantenernos al día no tiene nada que ver con la tecnología. Tenemos más estudiantes, tenemos menos personal, tenemos menos dinero, tenemos más presiones”.  

Según Wajcman, hay algo fundamental que podría cambiar esta sensación agobiante de aceleración sin fin: “mejorar las condiciones laborales. En mi caso, estamos en huelga para mejorar nuestras condiciones de trabajo. Pero quienes lo tienen peor son los trabajadores que entregan comida y conducen taxis, por ejemplo. Hay muchos tipos de trabajo en los que la gente está con el tiempo en contra siempre, y apoyo mucho las campañas para mejorar las condiciones de trabajo de esas personas”. 

Judy Wajcman. Crédito: London School of Economics and Political Science.

En Esclavos del tiempo dice que “los atascos de tráfico y los tiempos de espera no tienen el mismo impacto en todo el mundo, ya que las personas ricas en dinero, pero pobres en tiempo», pueden utilizar su riqueza para comprar velocidad. El tiempo es hoy un lujo para unos pocos y, a la vez, una nueva forma de pobreza. 

—La forma en que la gente rica tiene acceso al tiempo es comprando servicios; de hecho, esa es también una estrategia individual: le pagan a otras personas para hacer la limpieza e incluso pasear a su perro. Cuando voy al parque, veo muchos paseadores de perros. Es increíble si lo piensas: las personas compran un perro y no lo sacan de paseo porque no tienen tiempo. Esa es la forma en que ganas tiempo: pidiendo comida, contratando a alguien que haga la limpieza, personas que pasean a tus perros. 

Una de sus preocupaciones actuales tiene que ver con el trabajo remoto. 

—La gente ahora está acostumbrada a trabajar desde casa, o lo hacen tres días a la semana y dos en la oficina. De lo que no se habla a menudo es, en realidad, que hay una tecnología mucho mejor para la vigilancia de las personas que trabajan en casa. El trabajo remoto ha sido una excusa para que haya mucho más uso de tecnología de vigilancia con los trabajadores. Cuándo inician sesión y todo eso. Un amigo que trabaja en el gobierno del Reino Unido me dice que pueden saber absolutamente todo, desde el momento en que inicias sesión por la mañana cuando comienzas a trabajar, hasta cuándo terminas el trabajo. ¿Qué estamos permitiendo que se registre?

En mi caso, hace poco alguien muy cercano murió y al día siguiente tuve que seguir trabajando, porque como periodista autónoma no tengo opción de parar. Ese día pensé que los trabajos en condiciones precarias pueden incluso menoscabar las tradiciones que tiene cada cultura en cuestiones esenciales, como, por ejemplo, el tiempo de duelo después de una muerte. 

—Lo siento mucho. Y creo que acabas de levantar un gran punto. Por ejemplo, acá ha habido campañas para que los trabajadores de Uber tengan dentro de sus condiciones laborales bajas por enfermedad y ciertamente se podría poner también la del duelo. Es algo básico. Por eso es tan importante que los trabajadores independientes, con contratos precarios, se organicen. El duelo es un tema muy importante para traer a la conversación, porque se trata, esencialmente, sobre el paso del tiempo. Cuando los niños son chicos, haces muchas cosas para cuidarlos, limpiarlos, alimentarlos, pero cuando son adolescentes, lo importante es que tú estés ahí. No es que estés haciendo mucho más que estar, pero tu presencia es la importante. Mi madre tuvo Alzheimer y durante los últimos años lo esencial solo era sentarte allí y estar con ella. 

Pareciera que no podemos vivir de forma armoniosa con la tecnología. En YouTube está lleno de personas contando su experiencia de desintoxicación de las redes sociales, pero estas son fórmulas individuales. ¿Es un triunfo del capitalismo el acto de no pensar en estrategias colectivas para vivir mejor?

—Lo acabas de decir muy bien. Estamos viviendo en una era en que las empresas de tecnología fomentan esto, que es empujar a la gente a pensar que es su responsabilidad controlar estas cosas. En mi iPad hay una aplicación que me dice cuánto tiempo paso en él. Incluso hablé sobre esto con uno de los diseñadores cuando estuve en Silicon Valley y ellos dicen, completa y genuinamente, que están tratando de ayudar a la gente que se obsesiona. Una de las grandes ironías de las que hablo bastante con la gente que pasa más de un año en Silicon Valley es que se aseguran de que sus hijos no lleven iPads o teléfonos al colegio. Necesitamos tener estrategias colectivas. Si no contesto los correos electrónicos de mi jefe en todo el fin de semana y todos los demás sí lo hacen, es un desastre total. Estos esfuerzos tienen que ser colectivos. 

Yanko González: Una juventud que movió lo imaginable

Lo que logró cuajar en el triunfo de Gabriel Boric fue “una comunión intergeneracional”, afirma el antropólogo y escritor, que lleva dos décadas estudiando las identidades juveniles en Chile. Su tesis es que, a diferencia de 1968, los jóvenes detrás de este proyecto político lograron conectarse con las experiencias de otras generaciones, un fenómeno que empezó en 2011. Por eso afirma que “solo es nuevo lo que se ha olvidado”, y lo dice también pensando en las expresiones de la actual extrema derecha chilena, cuyo gusto por el desparpajo sería una “performance cosmética” para despertar más la fe que la racionalidad, una estrategia propia del fascismo categórico.

Por Evelyn Erlij y Francisco Figueroa

No es raro que Yanko González (1971), antropólogo y uno de los poetas chilenos fundamentales de las últimas décadas, haya dedicado buena parte de su vida académica a estudiar la juventud, quizás una de las metáforas más poderosas que moldea una sociedad y su cultura. Tras más de 20 años estudiando las identidades juveniles en Chile en el siglo XX, el exdecano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral y actual director de Ediciones UACh se enfocó en los 70, investigación que dio origen a Los más ordenaditos. Fascismo y juventud en la dictadura de Pinochet (Hueders), uno de los libros más aplaudidos de 2021 —ganador del Premio Mejores Obras Literarias en la categoría Escrituras de la memoria— y en el que, aferrado a los descubrimientos históricos que hizo, decidió retomar un concepto espinoso para hablar de esos tiempos: el fascismo. 

“Detrás del libro hay un intento de leer la identidad política de los primeros diez años de la dictadura de una manera más compleja, y si bien no es estrictamente fascismo, mi tesis es que se vive un proceso de fascistización —explica hoy González, doctor en Antropología y autor, entre otros libros de poesía, de Metales pesados (1998)—. Por una deformación antropológica, pero también literaria, me interesa lo que hay más allá de la literalidad. Y si se miran las metáforas que el régimen usó, hay una propia del fascismo categórico de entreguerras, que es la palingenesia o los discursos de regeneración, los que se cristalizan en las políticas de juventud. Lo que plantea el libro, con cierta modestia, es que a través de organismos como el Frente Juvenil de Unidad Nacional se montó una religión política”.

Yanko González. Crédito: Signe Klöpper

Abres con una cita de Hemingway que dice hay muchos fascistas que no saben que lo son, “aunque lo descubrirán cuando llegue el momento”. ¿Por qué la eliges? 

—Creo que existe un núcleo genérico que, más allá de sus permutaciones, podemos distinguir como fascismo. Cuando aparecieron otros regímenes que tenían características propias pero contenían un núcleo fascista, varios autores fueron ampliando las herramientas conceptuales para poder leerlos en clave fascista. La cita de Hemingway me hacía sentido en la medida en que debemos estar atentos a detectar el fascismo donde aparezca. El fascismo siempre ha conseguido que se le relativice y naturalice, y eso impide que se detecte y evite este caballo de Troya antidemocrático, que juega en la oferta democrática de las ideas y se entromete ahí para erosionar el sistema. Y el problema es que eso mueve los límites de lo aceptable. Como Hemingway, soy de los que cree en una educación formal antifascista, que sea capaz de hacer estas distinciones finas y fundadas para desactivar la naturalización estratégica que tiene el fascismo. 

Mencionas que se deja de usar el término “fascismo” en los años 80 en el caso chileno, pero tú lo rehabilitas.

—Lo recupero porque no dan las herramientas para decodificar las dictaduras más allá de “dictadura burocrática” o “autoritaria”. Siempre se dijo: “cómo vamos a encontrar fascismo si no hay un partido único ni una movilización de masas, no hay politización ni religión política”. Yo rehabilito el fascismo no por razones románticas, sino porque encuentro evidencia empírica de que estos aspectos, que son invisibles para algunos cientistas políticos e historiadores, sí existieron. Por eso me enfoco en la juventud, porque a través de ella se demuestra que sí había una religión política, un intento de movilización en torno a un líder; sí había un partido único. Chile es el único caso en América Latina donde había una agrupación que se llamaba Frente Juvenil de Unidad Nacional, que era básicamente la UDI, el gremialismo, apoyado por un órgano estatal, la Secretaría Nacional de la Juventud, para diseminar esta religión, movilizar y entronizar una ideología única y de manera desembozada. 

Para el fascismo las creencias son más importantes que el conocimiento, por lo que la fe y los rituales son fundamentales. Chacarillas quedó como una anécdota, pero esos actos de masas son la espuma del régimen. Se veían como anomalías, como un par de marchas, pero si investigas, notas que hubo actos como Chacarillas en todo el país, que la musculatura de la Secretaría Nacional de la Juventud era enorme, que se intentó instaurar una religión política a través de la sacralización de la juventud y que esos elementos se vinculan con el fascismo de entreguerras. Te das cuenta de que el único fascismo de entreguerras que sobrevive está en España y que a través de la exhumación de archivos desconocidos confirmo que vinieron españoles del Frente de la Juventud para acá a transmitir el know how.

¿Qué relación ves entre esa fascistizacion y la posterior implantación del proyecto neoliberal?

—El fascismo no implicaba un modo de producción o una sociedad distinta, era una etapa reactiva de las élites cuando estaban perdiendo el poder y las clases obreras estaban ascendiendo. Las políticas y movimientos fascistas tenían la capacidad de retener el status quo, por lo que el fascismo era una suerte de reacción ante esa amenaza, y el resultado era el capitalismo llevado a sus extremos. [El sociólogo ecuatoriano] Agustín Cueva ha sido visto como un sujeto exagerado, pero él ya hablaba de un proceso de fascistización en Chile antes del golpe, porque vio que se estaban rearticulando las fuerzas reactivas frente a lo que venía. El golpe es la expresión de ese proceso. Y la expresión de esa fascitización es el neoliberalismo. Las condiciones del capitalismo se brutalizan y por eso se explica tan bien no solo el capitalismo salvaje, sino también el carácter terrorista que asume la dominación de clase: sin la dictadura, el neoliberalismo no se habría implantado. Así podemos explicarnos la reactivación de las fuerzas reaccionarias y el surgimiento de un sujeto tan curioso como Kast y el Partido Republicano: esto pasa luego de octubre de 2019, que termina en una nueva Constitución y una posible reestructuración, sobre todo de las bases económicas. Hay un hilo que es reiterativo: una reagrupación reactiva de las clases dominantes para congelar los privilegios.

Se suele comparar a Kast con Trump o Bolsonaro, como si no hubiera antecedentes de extremismos de derecha en Chile. ¿Se entiende mejor esta radicalización de la derecha si se mira la historia reciente?

—Creo que Jaime Guzmán no solo cristalizó una constitución. Su tentativa fue forjar una suerte de ethos cultural no discutible, una hegemonía cultural perdurable cuando los militares dejaran el poder. Se creía que la disputa fundamental era con una derecha moderna, con Evópoli, Sichel, y de repente aparece este chirrido ideológico, reaccionario y refractario. ¿Quién es Kast? Kast no es un heredero culposo del guzmanismo. Es el guzmanismo. Es el que despierta en la memoria lo que los sectores elíticos reclamaban: no solo el orden, la jerarquía, el tutelaje autoritario o el disciplinamiento policial, también esta suerte de paternalismo moral, esa regulación de los afectos, del lenguaje. Hay un grafiti de 2011 que gatilló mi esfuerzo por reconstruir estas memorias fascistizadas de la dictadura: “Desgumanízate”, decía. Tras el estallido parecía que por fin superábamos a Guzmán, pero en noviembre de 2021 parte del electorado nos devolvió su imagen y semejanza. Kast no es un sucedáneo, transporta la genealogía pura del guzmanismo, una genealogía fascistizada, disciplinaria, autoritaria, nacional, catolicista, patriarcal y neoliberal, que sigue intacta también en nuevos actores como Kaiser y de una manera opaca en Parisi. Qué antiguo puede ser el futuro, ¿no? 

Titulas el libro Los más ordenaditos. Pero si se piensa en la ultraderecha que encarna Kast, Trump o Bolsonaro, parece más asociada, al menos performáticamente, al desacato, a decir lo que se piensa, a cuestionar lo políticamente correcto. Se muestran como “los más desordenaditos”.

—Es parte de las performances cosméticas no solo del fascismo categórico, sino también del posfascismo. Hay que pensar en el uso de la propaganda como un instrumento fundamental para movilizar y despertar la fe más que la racionalidad. Estas manifestaciones estilísticas tienen la misión de movilizar las creencias más que las racionalidades ideológicas. Kast es un sujeto casi nativo de Tik Tok, y lo mismo pasa con otras plataformas e influencers: hay ahí una fuerza grativitatoria comunicacional que intenta atraer sensibilidades a través del desparpajo. Ves elementos claros del intento de rearticular una suerte de mística del desparpajo con efectos narcotizantes de la personalidad, propios de algunas narrativas fascistas. ¿Cuál es el fondo? La jerarquía, el orden, la aristocracia, la igualdad como una negación de la ley natural, el darwinismo social. Las mujeres empoderadas, los inmigrantes, los gays, las minorías étnicas y el plurilingüismo son antinaturales para una concepción fascista, son una fuerza invasora que destruye esta suerte de orden natural. Este desparpajo es casi típico del fascismo, recuerden a D’Annunzio, Marinetti, el futurismo. Es decir, está ese intento de incordiar estéticamente, de provocar, pero detrás hay un fuerte conservadurismo. Es lo que algunos teóricos llaman la revolución sin revolución. 

Hay detrás una mentalidad de guerra que, según dices en el libro, se enquistó en la subjetividad de esa generación que se formó durante la dictadura.

    —Exactamente. Las mutaciones son de forma, pero no de fondo; estas actitudes choras, desparpajadas, no pueden evitar el supremacismo, el antirracionalismo, el antintelectualismo, muy propios del fascismo categórico. Y se actualizan. Así se explica esa antipatía hacia el feminismo, a los movimientos de defensa de la libertad sexual y el temor irracional al otro, ya sea mapuche, inmigrante. También vemos un anticomunismo ramplón. Se vincula con la explotación política del miedo en la que el fascismo canónico y el posfascismo son maestros.

Se usa mucho la palabra “ideología” como algo negativo, se habla de “agenda ideológica”, como si en la ultraderecha no hubiera ideología.

—Claro, está ese discurso de que no se es ni de derecha ni de izquierda. Bourdieu lo dice muy bien cuando habla de instalar un “arbitrario cultural” que parece venido desde Dios, y lo ejemplifica con la forma en que los capitales culturales aparecen en la escuela como legítimos, cuando en realidad no hay cultura legítima: se oculta que esos capitales culturales vienen de las clases dominantes. En la ultraderecha hay un discurso ideológico, por supuesto, pero hay una violencia simbólica que tiene que ver con esconder el origen de esas posturas haciéndolas pasar como neutras. Por eso he estado tomando registros de los discursos de youtubers e influencers de ultraderecha, no solo de lo que ellos dicen, sino de ese fondo no discutible, de la naturalización de ciertas narrativas que son tremendamente peligrosas. 

¿Y qué has descubierto?

—Un indicio preocupante es el desplazamiento de lo decible, como cuando aparece Kaiser diciendo lo que dice. Dicho en poesía, al parecer la jaula estaba adentro del pájaro. Como ese afiche de los años 80 en que aparecería un dictador que salía de la guata de otro y decía “saca al dictador que llevas dentro”. En el fondo, se ha activado esa memoria generacional, esa guzmanización que tenemos en el corazón y que todavía no hemos sacado. Veo indicios de una naturalización de esas políticas fascistas, que hace que esas posturas políticas extremas se vean tan legítimas como cualquier otra. 

¿Qué capacidad tienen esos discursos de conectar con sujetos que se sienten víctimas? 

—Creo que esos discursos van dirigidos a sujetos que han visto erosionados algunos valores, como las comunidades cristianas de diverso cuño o las que creen que la identidad chilena está en un reservorio identitario cultural del campo chileno. El eslogan que tenía la Junta Militar en los primeros años era “reconstrucción nacional”, y eso se vuelve a escuchar hoy. En el caso de la dictadura, se usó a la juventud como metáfora e hipérbole de la reconstrucción de los valores perdidos por el cáncer marxista. El cáncer marxista para estas narrativas hoy es la Convención Constitucional, es Boric. Se busca una recuperación además de la nación patriarcal, de los valores inmutables de la comunidad nacional que han sido corrompidos y destruidos por el estallido. Por lo tanto hay una vinculación lógica con esa idea de la destrucción moral de las jerarquías, de un orden natural. Es importante entender que también hay ciertas prácticas monologantes y autistas en nuestros propios sectores, del cual las burbujas algorítmicas se aprovechan. Necesitamos capacidad de escucha: las palabras de Kaiser que reflotaron están circulando hace dos o tres años. 

La bandera de la juventud, al menos desde 2011, parece estar más en la izquierda que en la derecha, pero la derecha ha sido eficaz en recordar que es un tipo de juventud. 

—Cuando a Boric le preguntan qué es lo que admira en Kast, respondió “la perseverancia”, y cuando a Kast le preguntan qué admira en Boric, dice “la juventud”, y seguidamente lo descalifica porque «tiene mucho que madurar». Es muy interesante cómo se desliza una suerte de inconsciente respecto del capital político que él sabe que tiene la juventud para dotar de mística a un proyecto político. Sabemos que para ese sector es muy importante la idea de regeneración: la juventud es el capital político que ellos añoran. Lo inédito del proyecto de Boric, si es que tenía algo inédito, es que concreta, creo, un anhelo huidobriano: hacer nacer la juventud, transformar a un sujeto meramente identitario en un sujeto político y llevarlo al poder en una alianza interclasista.

Vicente Huidobro pierde como precandidato a la Presidencia en 1925, pero pasa a la historia como el candidato de la juventud. 

—Es curioso, hay un paralelo entre los años 20 del siglo XX y los 20 del siglo XXI: en los dos períodos se busca convertir a la juventud en un actor social en el poder. Este proceso de juvenilización de la política se ha manifestado sobre todo desde 2011. Mi tesis es que el estallido se explica en 2011, es ahí donde ocurre una alianza intergeneracional y esa es la forma en que llega Boric al poder, construyendo una mayoría intergeneracional. Es lo que no ocurrió en los 60. Ahí difiero con Carlos Peña cuando dijo que el estallido era un movimiento generacional. Lo que hay ahí es una estratificación de la experiencia generacional, distintas generaciones que tenían un punto en común que no era el malestar, sino la precarización, partiendo por los temas que se levantaron en 2011 y que movieron lo imaginable, como pasó con la gratuidad. En el estallido se sentían interpelados los mayores con el sistema de pensiones, los jóvenes endeudados con el CAE, la gente de mi edad con el sistema de salud. 

¿Qué crees que representó la candidatura de Boric en ese sentido?

—Hay una comunión intergeneracional que logró cuajarse. No es lo que pasó en 1968, en que las y los jóvenes actuaron tan cupularmente que no lograron conectarse con las experiencias ni con los proyectos de las otras generaciones. Lo de ahora es distinto. Y esto es pura poesía: Boric llega y dice “vamos a firmar el Acuerdo por la Paz de 2019”. Cuando Lagos lo apoya, se agarra de eso: reconoce en ese gesto de Boric un dialogo intergeneracional y se siente representado. El proyecto político de Boric puso profundidad donde antes había superficie. Lo que no tenemos que hacer, tal como lo hace el fascismo, es beatificar a la juventud, porque en realidad no ha estado necesariamente en las posturas más progresistas o en la vanguardia político-social. Ni beatificar ni sacralizar: la izquierda debe mirar a las generaciones subrayando sus puntos de comunión, de alianza. Es ahí donde todo fructifera. 

Contextos, límites y prejuicios de lo conversable

Si se han de llevar a cabo los cambios que den sentido a una nueva Constitución, a un nuevo modelo de sociedad y a una nueva forma de hacer política, se debe empezar por develar prejuicios y tergiversaciones, por dejar de normalizar la hipocresía. Durante décadas la política, con notables excepciones, ha preferido evitar cualquier interacción significativa con la academia y ha permitido una insólita ambigüedad conceptual al hablar de educación pública.

Por Ennio Vivaldi

En estos meses de proceso constituyente y campañas presidenciales, la política ha estado mucho más presente en nuestra vida pública, hecho que nos invita a reflexionar tanto sobre sus contenidos, es decir, los temas que le preocupan, como sobre los estilos que se han ido imponiendo.

Empecemos por ver de qué se habla y de qué no. Deberíamos suponer que la mayor o menor importancia que se le otorga a un determinado tema reflejaría cuánto la ciudadanía lo considera un asunto relevante. Según este criterio, educación, salud o previsión serían temas importantes, pero cultura o ciencia y tecnología no lo serían tanto. No obstante, estos últimos podrían ser cruciales para el futuro del país y del modelo de sociedad que, esperamos, reemplace al actual. Debemos, entonces, invitar a una reflexión sobre si son o no importantes aquellos temas a los que no se nos convoca a discutir, así como aquellos que sí concitan atención. 

El contexto en que se sitúa un problema define los alcances y los límites de su discusión. Tanto ciencia y tecnología como cultura reciben presupuestos ridículos. Lo hacían antes y lo han seguido haciendo después de haber contado con ministerios propios. Sin embargo, es fácil identificar una campaña ideológica intencional detrás de esta minimización de recursos para estas áreas. Por ejemplo, suele repetirse que los científicos solo piensan en publicar artículos en revistas especializadas, los que carecerían de trascendencia práctica real y servirían solo para satisfacer los egos de los autores. Es increíble que eso se haya seguido repitiendo después de la pandemia, cuando quedó muy clara la importancia de contar con científicos de primera categoría que estén conectados dentro de redes académicas internacionales. No hubiera bastado con la voluntad de pagar por las vacunas si no se hubiera contado con vínculos académicos para obtenerlas. Uno tiene que sospechar que hay intereses creados que ven en el desarrollo de ciencia y tecnología una amenaza por cuanto podría generar un cambio en la actual matriz productiva con las implicancias socioeconómicas que eso conllevaría. 

Por otra parte, en los temas no omitidos, como educación, las décadas de neoliberalismo extremo que el país ha sufrido han generado un contexto anómalo que impone límites y prejuicios insólitos. Deberíamos aceptar como normal que la matrícula en las universidades públicas corresponda a un 15% del total del sistema. Tampoco debería preocuparnos que los jóvenes prefieran estas universidades pero que no puedan acceder a ellas porque, por años, se ha impedido que estas aumenten sus vacantes. Así, los postulantes estaban obligados, antes de la política de gratuidad, a endeudarse para pagar a las nuevas universidades privadas y, después de la política de gratuidad, a constituirse en vectores que transportan recursos desde el ámbito público al privado.

Si se han de llevar a cabo los cambios que den sentido a una nueva Constitución, a un nuevo modelo de sociedad y a una nueva forma de hacer política, se debe empezar por develar prejuicios y tergiversaciones, por dejar de normalizar la hipocresía. Durante décadas la política, con notables excepciones, ha preferido evitar cualquier interacción significativa con la academia y ha permitido una insólita ambigüedad conceptual al hablar de educación pública.

En la historia de Chile, las universidades, muy especialmente las públicas, han contribuido de manera decisiva y directa en políticas de ámbitos tan diversos como los sistemas públicos de educación y salud, el voto femenino, la informatización del país o la creación de instituciones culturales. Tras el retorno a la democracia no se quiso reconstruir este trabajo interactivo, y se tendió a desconocer el rol histórico de nuestras universidades. Para justificar ese distanciamiento se inventaron figuras como la “captura” de las universidades estatales por sus comunidades y se las miró como gente que venía a pedir recursos económicos para sus instituciones. Toda una ironía por cuanto nuestras universidades han sido un ejemplo de querer aportar desinteresadamente al bien común, a diferencia de quienes tantas veces fueron tristes contraejemplos de lo mismo.

En lo que respecta a la ambigüedad conceptual, esta arranca de una visión que, más que neoliberal, es representativa de ese extremismo ideológico inédito que fue el modelo de sociedad impuesto en dictadura por un grupo de economistas irracionales y fanatizados. La resiliencia con que las universidades estatales no solo sobrevivieron, sino que se mantuvieron como instituciones esenciales quizás sea una de las más emblemáticas y significativas derrotas para ellos. De ahí su interés por aprovechar la laxitud en el uso de los términos que hoy existe y por hacer ambiguo el concepto de universidad pública. Esta idea, en todo el mundo, inequívocamente corresponde a aquellas universidades que no pertenecen a instituciones privadas y que valoran el pluralismo, la inclusión y la equidad. Esperemos que en esta nueva fase que el país quiere comenzar a recorrer, la política converse con la academia y el Estado redescubra el enorme potencial que, para todos los ámbitos del desarrollo social, tiene el acto de trabajar sinérgicamente con sus propias universidades.

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El hada del cine

Libro Memorias 1873-1968 (2021), de Alice Guy. Editorial Banda Propia. Ha tomado siglos hacerle justicia a las mujeres olvidadas de la historia, pero por suerte nunca es tarde. Se ha dicho que los Lumière inventaron el cinematógrafo y que Méliès creó el lenguaje del cine, pero ese día de 1895, cuando aquel aparato fue exhibido, en el público había una joven que pronto haría magia con él. Se trataba de Alice Guy, secretaria de Gaumont, quien pidió permiso para usar la máquina y así dar vida a El hada de los repollos (1896), una de las primeras películas que se conocen. Guy filmó más de mil piezas, dirigió películas cuando aún no existía el voto femenino en Francia y en Estados Unidos fue la primera y única mujer en diseñar y dirigir su propio estudio de cine, cuenta Tiziana Panizza en el prólogo de Memorias 1873-1968, texto que vio la luz luego de la muerte de la creadora francesa. Solo hace algunas décadas su nombre fue reinstalado en la historia del cine, y este libro, publicado en una bella edición por la editorial Banda Propia, desempolva su nombre y la instala en el lugar que le corresponde: el de la primera cineasta y el de una mujer revolucionaria que creó en el cine el espacio de libertad que la sociedad le negó. —Evelyn Erlij.

Nostalgia y desapego

Exposición Geometría emocional, en MAC Quinta Normal. Hasta el 22 de enero de 2022.   Huacherías fue una serie de exposiciones realizadas entre 2015 y 2017 por Juan Castillo (1952), en las que indagó en las vivencias, frustraciones y anhelos de migrantes, material que usó para sus obras visuales. Ahora, en Geometría emocional, el artista toca una fibra más personal: las historias de exiliados chilenos que, como él, se instalaron en Suecia tras el golpe de Estado. El artista, exintegrante del grupo CADA, convierte las doce entrevistas en pinturas, videos e intervenciones en el espacio público. Usa té y harina, materiales vinculados a su infancia en las salitreras, para escribir las frases con que los exiliados responden a la pregunta “¿Qué piensas cuando piensas en Chile?”. Son relatos que despiden nostalgia, tristeza y desapego; sentimientos que llegan a su clímax cuando se muestran los videos con las entrevistas completas. En un momento en que abundan los discursos de odio, Castillo nos recuerda que la identidad puede estar marcada por los devenires geográficos y no por el invento de las nacionalidades; que en los años más oscuros del país, miles de chilenos se volvieron inmigrantes y nunca más dejaron de serlo. —Denisse Espinoza.

Pensar la realidad local

LibroUniversidad pública, crisis y democracia (2021). Varios autores. Editorial Universitaria/Vexcom U. de Chile. Universidad pública, crisis y democracia es el libro que inaugura la colección Universidad, ideas y debates, de Editorial Universitaria y la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile, a través de la que se busca ofrecer una discusión, en el contexto actual de crisis y definiciones políticas, sobre el rol de la universidad pública en la promoción y acompañamiento de las transformaciones que enfrenta nuestra sociedad. Tomando como punto de partida las movilizaciones sociales de 2019 y las expectativas sobre el trabajo de la Convención Constitucional, esta compilación reúne miradas de reputados autores, autoras e intelectuales chilenos para analizar los cambios desde la universidad pública en ámbitos que abarcan la educación, la cultura, la sociología, las ciencias y más. Premios Nacionales como María Olivia Mönckeberg, María Cecilia Hidalgo y Manuel Antonio Garretón, y renombrados intelectuales como Carlos Ruiz Encina, Claudia Zapata, Alejandra Castillo y Federico Galende, entre muchos otros, entregan un panorama de la realidad chilena que pone a la educación pública como centro y al debate de ideas como la piedra angular. —Jennifer Abate.

La muerte en dos tiempos

«En tiempos en que la muerte es cotidiana y las cifras de fallecidos pierden sentido, quizá es pertinente preguntarse por la forma en que las obras de arte mueren también. Su fin se da cuando dejamos de verlas y de reconocernos en ellas, no solo cuando son físicamente destruidas», escribe Diego Parra a propósito de la exposición La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano, de la artista argentina Mariana Najmanovich, que estuvo hasta diciembre en el MNBA.

Por Diego Parra

El deseo por preservarnos eternamente nos ha llevado al desarrollo de nuevas tecnologías que prometen hacernos vivir más y retrasar el envejecimiento. Pareciera que desde las ciencias médicas se invierte tanto o más tiempo en crear tratamientos para darle término a la decrepitud, que en dar soluciones a enfermedades crónicas como la diabetes o algunas formas de cáncer. Es curioso cómo esta lucha contra el tiempo adquiere un carácter poshumano, ya que muchos de los métodos que encubren el desgaste natural del cuerpo pasan por trabajarlo como una masa moldeable. Un ejemplo es la serie Botched, donde un par de cirujanos plásticos intervienen a personas que desean arreglar partes de su cuerpo. La mayoría de las consultas terminan con los médicos dibujando esquemas sobre la piel y explicando lo fácil que es convertir a alguien en una nueva versión de sí mismo. Esto ocurre también en el quirófano, donde solo vemos cómo el cirujano, cual ingeniero, resuelve cómo mover las “partes humanas” para que una vez cicatrizado todo, se vea bien.

Este imaginario médico puede ser bastante inquietante, porque en cuanto sacamos lo humano, lo que queda es el cuerpo como máquina, una estructura compleja que, si se logra descifrar en su mecánica interna, podría ser rápidamente “hackeado”. 

Hasta diciembre, en el Museo Nacional de Bellas Artes, se expuso La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano, de la artista argentina Mariana Najmanovich, curada por Gloria Cortés Aliaga y compuesta por una serie de pinturas de la autora que fueron contrastadas con una selección de obras de la colección del museo. Este tipo de ejercicio curatorial es bastante común hoy, donde piezas antiguas son puestas a dialogar con otras actuales, de modo que se produzca en el espectador aquello que se ha llamado una “experiencia contemporánea”, en la que el pasado se ve reinterpretado a la luz del presente y viceversa. Podemos cuestionar esta suposición, puesto que el sentido que produce la contigüidad espacial de dos trabajos no genera necesariamente un diálogo exitoso o tan interpelante como para llamarlo “contemporáneo”. En este caso ocurre algo curioso, puesto que las obras de Najmanovich pierden potencia al lado de las pinturas del museo, lo que se produce quizás por el gran contrapunto en cuanto a las dimensiones de las piezas, ya que la artista opta por pequeños óleos sobre papel y tela mientras que el museo se impone con sus grandes soportes y marcos dorados. Hay algo en relación al efecto de presencia de las obras que no cuadra. Es como si los trabajos contemporáneos fueran expulsados de un espacio del que son ajenos, tanto por forma como por contenido.

Najmanovich trabaja una serie de pinturas que impactan por el imaginario de terror “hospitalario”, donde los tonos fríos priman y transportan a espacios de muros blancos iluminados por tubos fluorescentes. Las imágenes evocan una estética similar a la de películas como La mosca (1986), de David Cronenberg, o Re-Animator (1985), de Stuart Gordon, por la mezcla de elementos médicos y tecnológicos con cuerpos humanos que abandonan su humanidad. Quizá esta evocación pop termina viéndose subordinada a los grandes lienzos del museo, que de un modo académico resuelven el asunto de la muerte bajo códigos teatrales y, a su vez, con una técnica que aún hoy sigue seduciendo. Najmanovich exhibe rostros perversos que interpelan al espectador con miradas monstruosas y también otras caras que extrae de fotografías sin identificación. 

En el montaje parece haber un ánimo por competir con las obras del museo, como cuando se usan marcos que imitan a los de las pinturas académicas, lo que deprecia en algún grado a las piezas contemporáneas. Esto, porque son tipos de obras distintas, que provienen de paradigmas artísticos distintos, y tratar de omitir esto no contribuye a un diálogo profundo entre las piezas, pues tiende a aplanar sus diferencias naturales. El contrapunto antiguo-contemporáneo no es solo un ejercicio de la pura sensibilidad (del aspecto), es también la tensión entre cosmovisiones disímiles.

Junto con las pinturas de la autora, hay una serie de objetos inquietantes (“Gabinete de piel”), puesto que son una imitación de la piel humana y de algunas partes del cuerpo, como lenguas, orejas, bocas y párpados. La asociación con las películas de terror se hace aún más evidente, ya que las mesas donde están dispuestos pasan inmediatamente a ser identificables con el mobiliario de una morgue. Estas piezas desconciertan más cuando sabemos que muchos de ellos son bienes que se compran y que tienen usos médicos. Algunas de estas imitaciones de piel son superficies para que los estudiantes de medicina practiquen la costura de puntos y también se usan para aprender a tatuar. Lo que perturba es siempre el parecido que puede haber entre la imitación y lo real, especialmente en partes del rostro que son zonas altamente gestuales y que, por ello, se vinculan mucho más con el individuo y su identidad. 

Vale la pena aquí recordar una serie de trabajos realizados en 1966 por la artista Valentina Cruz, en particular la pieza “Botiquín de primeros auxilios”, en la que se reproducían en un escaparate médico una serie de bocas abiertas embutidas en frascos de vidrio, junto con algunos utensilios médicos y otras reproducciones de un rostro de perfil. El material usado por Cruz fue el látex, algo muy innovador en su tiempo por sus orígenes industriales (hoy Najmanovich usa silicona). Si bien las obras están separadas por décadas, podemos reconocer en ellas una cierta vinculación formal y temática, que transita también por la redefinición de lo humano en las actuales condiciones culturales. Al mismo tiempo, es el imaginario médico-sanitario el que permite dicha reflexión, y es que parte del régimen biopolítico imperante puede comprenderse desde tal lugar, pues muchas de nuestras reservas críticas son suspendidas en virtud del discurso científico entendido como neutral y universal.

La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano
De Mariana Najmanovich 
Curada por Gloria Cortés Aliaga 
Museo Nacional de Bellas Artes.

Una cuestión llamativa que creo expresa bien aquella discordancia entre las obras del museo y las actuales fue que al entrar en la sala encontré dos textos de muro, uno de la curadora y otro de la artista, donde cada una presentaba su propia idea de la exposición y sus objetivos. Uno podría preguntarse por la capacidad que tuvo la curaduría de suturar críticamente aquellas divisiones que ocurren al presentar obras que temporalmente chocan y se escinden. Esto creo que da cuenta de que la fisura es profunda y abierta, puesto que pareciera que cada sector defiende lo suyo y se contenta con ello, puesto que las obras no parecen tocarse al punto de generar preguntas nuevas. Hay una evidente pérdida de especificidad en las piezas antiguas, que uno desearía poder conocer mejor en su historia, para así producir un verdadero diálogo temporal y no solo un contraste meramente formal entre el pasado y el presente. Eso sí, hay que reconocerle a la curaduría el hecho de desempolvar obras desde los depósitos del MNBA, una labor siempre a destacar, ya que sin duda es más fácil irse a la segura con las obras ya canónicas.

En tiempos en que la muerte es cotidiana y las cifras de fallecidos pierden sentido, quizá es pertinente preguntarse por la forma en que las obras de arte mueren también. Su fin se da cuando dejamos de verlas y de reconocernos en ellas, no solo cuando son físicamente destruidas. Por ello, sacarlas a relucir —ya sea contrastándolas con obras actuales o no— permite, tal como afirma Boris Groys, “sanar” a las obras de su enfermedad mortal que es no ser visibles. Sin exposiciones que nos recuerden que siguen allí, el museo se convierte en el lugar del reposo final: un mausoleo.