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Los cuentos que nos contamos

El triunfo de Gabriel Boric se ha leído una y otra vez como el triunfo de unos hijos contra sus padres. Pero sabemos que este tipo de relatos son simplificaciones de historias complejas, en este caso, una que involucra a una multitud de generaciones y actores que tuvieron en los líderes del movimiento estudiantil de 2011 —cuna del presidente electo— solo a sus rostros más visibles. Uno de ellos es Francisco Figueroa, vicepresidente de la FECh durante 2010 y 2011 y autor de Llegamos para quedarnos. Crónicas de la revuelta estudiantil (LOM, 2013), quien plantea en este ensayo que pensar a Boric como hijo de Lagos y Bachelet no le hace justicia a las heterogéneas luchas que lo pusieron en La Moneda ni ayuda a reconocer las tensiones que su gobierno tendrá que resolver.

Por Francisco Figueroa

Todo calza muy bien en el relato que explica el triunfo de Gabriel Boric y de su generación como el triunfo de los hijos sobre los padres. Las edades y los conflictos entre las partes, los gestos de reconciliación y de autocrítica de cada lado, hasta los rasgos psicológicos de los protagonistas individuales; todo parece encajar a la perfección en la trama de unas relaciones familiares que habrían dejado atrás años de desencuentros ásperos para iniciar una etapa de comprensión mutua y convivencia civilizada. Es una historia redonda en que todo funciona. Como en las películas que son éxito de taquilla. Como en una antigua fábula para niños. Como en un cuento de hadas.

Esta es la primera idea que logro articular desde la tarde del 19 de diciembre. Llevo varios días adormecido por la resaca de la semana anterior, semana maldita e interminable, cargada de una angustia agotadora por la posibilidad de un triunfo pinochetista. Y lo hago después de releer dos columnas de opinión que circularon mucho después de estas elecciones, dos ejemplos notables de la narrativa del reencuentro generacional: Carolina Tohá interpelando a sus camaradas de centroizquierda como si le hablara a unos padres incapaces de comprender y relacionarse con sus hijos adolescentes una vez que dejaron de serlo, y Daniel Matamala ofreciendo la imagen de un Boric «hijo pródigo» que se fue de la casa familiar «pegando portazos» pero que ahora vuelve bendecido por su «padre Lagos» y su «madre Bachelet».

No podemos lidiar con el día a día sin contarnos historias. Nos pasan cosas inesperadas, dolores cuyas razones no podemos explicar y alegrías que nos gusta considerar fruto de nuestras decisiones pero que sabemos fortuitas, y por lo mismo, momentos frágiles y potencialmente efímeros. Buena parte de nuestra experiencia es un misterio, partiendo por lo que hacen los demás, en especial cuando estimamos que nos afecta inmerecidamente. Ahí están las historias —los mitos, las leyendas, las fábulas— para hacer todo eso más llevadero. Pero el límite entre los cuentos que nos contamos para reducir la complejidad de nuestra experiencia y el autoengaño es muy difuso.

El movimiento que puso a Gabriel Boric en La Moneda fue desde el primer momento un movimiento intergeneracional. Su germen, claro, fue el movimiento estudiantil universitario. Pero esa experiencia por sí sola no explica todo lo que vino después. Ni siquiera alcanza para comprender el movimiento estudiantil como tal. Lo de 2011 no fue solamente un levantamiento de estudiantes. Fue el inicio de un acelerado pero zigzagueante proceso de encuentro entre personas de distintas generaciones y contextos sociales, personas y grupos más o menos —o nada— organizados que se reconocieron pares en la necesidad de crear condiciones de vida más dignas. Si las y los dirigentes de los estudiantes universitarios fuimos los exponentes más visibles de esa heterogénea multitud, es porque fue la forma que esa multitud encontró para comenzar a expresarse de manera legítima. No fuimos más que personajes de una historia compleja, rostros de un relato coral que con el tiempo sabría dar lugar a muchas más voces.

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El adormecimiento del que hablaba sigue aquí, así que no estoy en condiciones de «irme de tesis». Tengo apenas algunas fotos. Escenas que no dan para una historia redonda y completamente coherente, pero que atesoro porque hablan no de cómo una generación se erigió como representante de otras, sino de cómo una generación fue transformada y en ese transformarse terminó fundida con algo mucho más grande.

Es octubre de 2011 y estamos en París. Camila Vallejo, Giorgio Jackson y yo le hablamos en la Sorbonne a un auditorio lleno de estudiantes y, sobre todo, de personas mayores. La mayoría son exiliadas e hijos e hijas del exilio. Hay más cabezas canosas que todas las negras, rubias y castañas sumadas, y sabemos que en ellas abundan las secuelas no del paso del tiempo sino de cosas mucho peores: el destierro, la prisión, las ausencias, la tortura. No tiene sentido hablar de las demandas del movimiento estudiantil, de lo justo de la gratuidad y del sinsentido del lucro en la educación. Nuestra lucha es también la de ustedes, atino a decir, pero la obviedad es del tamaño del auditorio. Cualquier palabra está de más. Se hace un silencio que conmueve como un abrazo multitudinario.

Me gustaría decir que estas cosas las conversamos con Camila y Giorgio en su momento, pero no sería del todo cierto. Lo vivimos, lo sentimos, sí, pero no recuerdo que a esa experiencia le hayamos puesto muchas palabras. Muchas veces nos miramos y nos descubrimos conmovidos, suspirando para liberar una emoción que subía con pinta de convertirse en lágrima. Pero no recuerdo que le hayamos puesto nombre. Lo que sí recuerdo es que nos dio fuerza. Y ahora tengo claro que nos cambió para siempre.

Crédito: Fabián Rivas

Otras escenas que se me vienen a la mente muestran cómo nuestra generación, además de comenzar a ser parte de algo social e históricamente más grande, concentra en su interior esa diversidad con toda su historia de traumas y antagonismos.

Es mayo de 2013 y recibo una carta de Jorin Pilowsky. Me pide compartirla con el «c. Boric», en ese entonces ya expresidente de la FECh. La carta es una respuesta a otra, de Miguel Lawner, titulada «En donde se cuenta cómo el anticomunismo le escamoteó a la Jota otras elecciones de la FECh», en la que nos acusaba de haber ganado la federación gracias a la derecha y por representar al «infantilismo revolucionario». Pilowsky integró el Comité Ejecutivo de la FECh de 1948, elegido por las Juventudes Comunistas junto con Fernando Ortiz. Su carta, presentada como una «polémica entre compañeros de ideales», habla del «mundo de distancia» que separa las elecciones FECh de 1948 y 2011 para refutar a Lawner y defender el triunfo autonomista de Gabriel. Su argumentación es pulcra y hasta cariñosa, y la despliega paseándose por González Videla y la invasión soviética de Checoslovaquia y Afganistán, por la DINA y El Mercurio, por el acuerdo Concertación-derecha contra la revolución pingüina y las «legítimas discrepancias en el seno del pueblo».

Avanzando un par de años, me topo con tensiones más íntimas que no terminan de conmover porque todavía son dolorosas. Es una noche de agosto de 2015 en Punta Arenas y con Gabriel caminamos de regreso a su casa. Acaba de terminar una junta con compañeras y compañeros que pronto conformarán la base autonomista de la región de Magallanes. Por supuesto, hace un frío atroz. Pero más helada está nuestra relación. La convergencia entre los distintos grupos autonomistas navega a toda vela hacia su naufragio, y si bien las recriminaciones todavía no afloran a la superficie, el daño es irreversible y esa noche asoma la punta del iceberg: que sectario, que caudillo, que electoralista, que tu soberbia intelectual es insoportable; que no somos sangre nueva para viejas derrotas. Que no me salgai con eslóganes, hueón. De no haber sido personas pacíficas nos habríamos ido a los combos. Y ahora pienso que recibir uno no habría sido del todo injusto. Aún así, al día siguiente, el presidente electo me lleva a la zofri para comprar ropa abrigada (en dos semanas parto a estudiar al extranjero) y me ayuda a elegir unos calzoncillos largos.

Decir que las diferencias que no nos mataron como generación nos hicieron más fuertes sería echarle más leña a la mistificadora narrativa de las generaciones. Lo que quiero decir, supongo, es que con el paso de los años nuestras diferencias, como también nuestros aciertos y nuestras encrucijadas, ya eran las de un actor más amplio y heterogéneo, una multitud con su propia historia, con sus sueños y derrotas; un pueblo en movimiento enfrentado a problemas viejos con herramientas nuevas, con memoria pero también con una perplejidad compartida ante las posibilidades y contradicciones de nuestro presente.

Las mejores cosas todavía estaban por suceder: el movimiento No+AFP, el auge de organizaciones socioambientales en los rincones más remotos e ignorados del país, la solidaridad creciente con las luchas por los derechos de los pueblos indígenas, y por supuesto, la revolución feminista, la más radical y emancipadora de todas las revueltas de esta década, gesta que por sí sola da para pensar toda la década como una «década ganada». Nada de esto está «representado» por Gabriel Boric, no al menos en el sentido en que tradicionalmente usamos esta palabra: estas luchas no han delegado en él su poder, no se cancelan para volver a un estado de individuos atomizados que ahora le encomiendan al presidente electo hacerlas por ellos. Enhorabuena. Lo cierto es que todas ellas posibilitaron el triunfo de Boric y constituyen su base.

Me pregunto si acaso la narrativa del triunfo de unos hijos contra sus padres no es una forma de ignorar todo esto. Un intento —seguramente no calculado— de mantener el control sobre una situación que excede las explicaciones acostumbradas y que protagoniza una multitud inesperada e incomprensible, un empeño por seguir explicando la historia a partir de lo que hacen o dejan de hacer esos especialistas del poder cada vez más profesionalizados y ensimismados que son «los políticos». ¿No es pensar a Boric como hijo de Lagos y Bachelet demasiado parecido a leer la historia como el resultado de las sucesivas luchas y alianzas de linajes nobles y dinastías de reyes? ¿No hay algo muy añejo en estas lecturas retóricamente sugerentes?

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Buscando inspiración para lo que estoy escribiendo me puse a hojear viejas lecturas, varios libros y cosas sueltas de lo que conformaron no tanto mi formación política como mi «educación sentimental», la de los que llegamos a esta creativa pelotera histórica por el lado de la izquierda heterodoxa y con inquietudes libertarias. Apiladas en mi velador tengo unas cuantas crónicas y proclamas de Manuel Rojas y González Vera sobre la (mala) suerte de los anarquistas en la década de los 20, un poemario de Redolés, un libro de Toni Negri y esos hermosos miniensayos filosóficos sobre moral y política que escribió Albert Camus para Combat, donde está una de las frases favoritas del presidente electo, esa que dice que «en política, la duda debe seguir a la convicción como una sombra» (si bien habla del valor de confesar la duda, en realidad Camus cree que lo que acompaña a la convicción como su sombra es el error, pero hay que admitir que el replanteo de Boric es mucho más sugerente).

Por supuesto, como suele suceder cuando uno se propone escribir, la pila en el velador no fue de ninguna utilidad. Pasó que murió Joan Didion y aquí estoy, leyendo frenéticamente y sin importarme para qué un montón de comentarios sobre su vida y su obra y volviendo a unas crónicas viejas. Se me pasa por la cabeza la idea de que no alcanzaré a terminar esta columna o testimonio o lo que sea, pero no hago mucho al respecto. Me dejo llevar por la curiosidad y al rato me olvido de todo esto.

Hasta que me topo con una idea iluminadora. 

Hay dos conceptos claves en las crónicas y ensayos de Joan Didion, dice Nathan Heller en el New Yorker: el de atomización y el de sentimentalismo. El primero se refiere a las evidencias de fragmentación e incomunicación social que Didion comenzó a identificar en la sociedad estadounidense de los 60, incluso entre las personas que abogaban, supuestamente, por lo contrario (como los hippies que retrata en su crónica Slouching Towards Bethlehem [1967], «la primera vez que me enfrenté directa e inequívocamente a la evidencia de la atomización, a la prueba de que las cosas se desmoronan», escribiría después). El segundo se refiere a la difundida aceptación de historias prefabricadas y estructuradas bajo una lógica emocional que tienden a esconder más que a caracterizar los problemas (como las propias de la mistificada sofisticación neoyorkina que critica en New York: Sentimental Journeys [1991], historias, dice, «cada una ideada para oscurecer no solo las reales tensiones raciales y de clase de la ciudad, sino también, más significativamente, los acuerdos políticos y comerciales que hicieron que esas tensiones fueran irreconciliables»). Y ahora lo que me pareció central: «La atomización y el sentimentalismo se exacerban mutuamente —escribe Heller—, después de todo: rompes los puentes que conectan a la sociedad y luego le das a cada isla un cuento de hadas sobre su singularidad. Didion estaba interesada en cómo sucede eso».

Hasta antes de leer sobre Didion, pensaba en la narrativa que aquí comento como expresiva de un cierto elitismo. De eso se trataba, de hecho, el párrafo que venía aquí. Y si bien lo sigo haciendo, ahora pienso que el elitismo no es lo más importante. Seguramente, quienes ven en el triunfo de Boric y su generación el triunfo de sus hijos políticos —aun cuando hasta hace poco nos infantilizaran y ahora lo maticen para recalibrar su influencia—, lo ven así porque no puedan ver mucho más que eso. Después de todo, la pérdida de vínculos entre la política tradicional y la sociedad no es ya un tema emergente, sino un estado del arte consolidado, y debe haber dejado secuelas en su forma de ver (y no ver) a la sociedad chilena. Por eso fenómenos como las movilizaciones de pensionados en ciudades pequeñas, las colectivas feministas de liceanas o, pongamos, la Coordinadora Social Shishigang o Modatima no solo les son invisibles, sino que les son inconcebibles como experiencias políticamente productivas. No hacen historia; son decorado, cuando más.

La atomización exacerba el sentimentalismo.

La cuestión, entonces, no es tanto la relación entre generaciones políticas como quiénes tienen derecho a ser consideradas parte de esas generaciones y cómo interactúan entre sí para resolver las diferentes tensiones sociales que las atraviesan. Por eso la narrativa del triunfo de unos hijos sobre sus padres es autocomplaciente. Porque si ese fuera el caso, entonces no había mucho que hacer más que esperar el paso del tiempo. Que Lagos y Bachelet le pasen la posta a Boric sería el curso natural de la vida. Pero es precisamente así como pueden pasar al olvido los diversos protagonismos populares que llevaron al presidente recién electo a La Moneda, y peor, permanecer irresueltas las tensiones que los movilizaron.

El sentimentalismo exacerba la atomización.

Los padres políticos y las madres políticas de la generación de Boric, entonces, no son las grandes personalidades que ocupan portadas de diarios y se cruzan bandas presidenciales. Son miles de personajes anónimos, muchos de los cuales podrían decir con igual propiedad que Carolina Tohá «luchamos desde chicos contra la dictadura y luego participamos en la reconstrucción democrática», sin decir a continuación que el despunte de Boric representa para ellos una «derrota de marca mayor», sino todo lo contrario: representa la recuperación de la esperanza, la confirmación de que mucho ha valido la pena, porque el triunfo es también de ellos.

¿Qué hay en vez del sentimentalismo de las élites de centroizquierda que se cuentan el cuento de una familia, la misma familia de siempre, en vías de reconciliación? Desde luego, no otra narrativa total y cerrada, no otro conjuro de las tensiones con relatos prefabricados, no otro cuento de hadas. Es difícil eludir la tentación de contarnos nuestros propios cuentos, pero tal vez esa sea la única forma de mirar de frente la diversidad de esa multitud popular que puso a Gabriel en La Moneda y poder asumir, para reparar, la debilidad de los puentes que la vinculan y la fragilidad de la confianza que han depositado en esta generación de luchadores.

Por todo esto es que prefiero los fragmentos por sobre los grandes relatos. Las escenas aisladas que puestas contra la narrativa magnificadora quedan disonantes. Aunque las piezas no calcen y el resultado sea un puzzle desorganizado. Aunque el resultado incomode más que reconforte. Porque eso necesitaremos para hacer duraderos los nuevos lazos y sostenible la lenta marcha después de la atomización, sobre todo en los momentos difíciles, que serán los más: sacar impulso de la conciencia de nuestra fragilidad, de asumir que las mayorías políticas por la vida buena están siempre en construcción. Al menos ese es el cuento que elijo contarme.