Osvaldo Ulloa: “Uno esperaría que alguno de los millonarios que hay en Chile se la jugaran también por la ciencia”

Osvaldo Ulloa junto a Víctor Vescovo en enero pasado antes de descender a la fosa de Atacama. Crédito: Caladan Oceanic / Instituto Milenio de Oceanografía

En enero se convirtió en uno de los primeros humanos en bajar más de 8.000 metros bajo el mar para investigar la fosa de Atacama, un lugar hasta ahora inexplorado y en el que el equipo de la expedición, además de mapear el fondo marino, descubrió nuevas especies y estructuras geológicas. Un hito para la ciencia chilena que no se podría haber logrado sin la coordinación del grupo científico, un empresario extranjero y la ayuda del Ministerio de Ciencia, asegura el oceanógrafo.

Por Cristina Espinoza

El océano profundo es el ecosistema más grande y menos explorado en el planeta Tierra. Por lo complejo de su estudio, se requiere tecnología de última generación y una inversión al nivel de la exploración espacial, la que hasta hoy se ha privilegiado. “Tenemos mejor mapeada la Luna y Marte que el fondo de los océanos”, asegura Osvaldo Ulloa, oceanógrafo, académico de la Universidad de Concepción y director del Instituto Milenio de Oceanografía (IMO). Lo tiene más que claro. En enero se convirtió en uno de los primeros humanos en bajar los 8.069 metros hasta el fondo de la fosa de Atacama, depresión ubicada frente a las costas del norte de Chile y sur de Perú. Junto a su colega chileno Rubén Escribano, también oceanógrafo, se convirtieron a su vez en los primeros latinoamericanos en descender a tal profundidad.

Los resultados de este hito de la ciencia local y mundial revelarán datos inéditos sobre la fosa con mayor biodiversidad explorada hasta ahora. Lograron mapearla con tan buena resolución, que aparecieron estructuras geológicas que no estaban en las cartas de navegación; observaron una gran densidad de holoturias (pepinos de mar), descubrieron nuevas especies de organismos, y detectaron microorganismos en las paredes rocosas, desconocidos para esta zona.

Para Ulloa, llegar al fondo de la fosa de Atacama fue un viaje que requirió mucho más que las tres horas y media que tardó en tocar fondo el sumergible DSV Limiting Factor, propiedad del explorador estadounidense Victor Vescovo, quien también bajó en esta oportunidad.

¿Cómo se gestó esta travesía?

—Uno de los objetivos que nos planteamos en el IMO fue explorar y estudiar la fosa de Atacama. Tuvimos nuestra primera expedición en 2018, Atacamex, donde logramos llegar con un vehículo no tripulado y obtener muestras de la zona de mayor profundidad. Filmamos, hicimos fotografías y recolectamos muestras que empezamos a analizar. Inmediatamente después, en marzo de 2018, fuimos invitados a participar en una expedición internacional, con investigadores de más de diez países que venían a la fosa de Atacama. Dentro de ellos estaba Alan Jamieson, uno de los especialistas mundiales en fauna de la fosa, que ese año se convirtió en jefe científico de Victor Vescovo, un magnate texano que había decidido construir un submarino y comenzar a bajar, originalmente, a los puntos más profundos de los cinco océanos. Lo hizo entre 2018 y 2019, pero decidió seguir visitando otras fosas. En julio del año pasado estaban trabajando al otro lado del Pacífico y quisieron venir a la fosa de Atacama. Alan Jamieson me dijo: “Victor Vescovo quiere ir y le gustaría colaborar con ustedes en la parte científica”. El 100% de la ciencia quedó a cargo de Chile. El arreglo fue que el permiso para hacer la expedición quedaba en nuestras manos.

Empezamos a buscar los permisos y aquí fue clave el apoyo del Ministerio de Ciencia, porque tuvimos bastantes problemas. Finalmente, el entonces ministro de Ciencia [Andrés Couve] conversó con el comandante en jefe de la Armada, que es por donde pasan estas cosas en última instancia, y la Armada nos apoyó. Esto nos tomó varios meses. La expedición se realizó en enero de 2022. Victor Vescovo trajo todo el equipamiento, tripulantes e ingenieros submarinistas y los puso al servicio de la ciencia chilena, sin más condición que poder bajar a la fosa junto al equipo.

En este caso, se trató de un proyecto particular financiado por un privado, pero sin esa ayuda, ¿se podría hacer este tipo de exploración en Chile?

—En la exploración de la fosa fuimos tremendamente privilegiados. Pero nosotros partimos haciendo la investigación sin saber esto. La exploración y el estudio del océano lo podemos seguir haciendo. Obviamente necesitamos un compromiso mayor, público-privado. Este tipo de investigación es atractiva para gente como Victor Vescovo y uno esperaría que alguno de los millonarios que hay en Chile se la jugaran también por la ciencia. Para dar un ejemplo, cuando bajábamos, una de las cosas que Victor me dijo y que me quedó grabada es “Lo que me ha costado esto, la expedición, el submarino; es lo que se gasta uno de mis colegas en un jet privado”. O sea, no estamos hablando de cifras siderales. Son voluntades, y yo mismo he tenido la suerte de que la investigación que he hecho, en gran parte, ha sido financiada por fundaciones privadas, porque en ningún proyecto individual de nuestro sistema de ciencia, ni siquiera de los centros como el Instituto Milenio, podemos hacer cosas de esta envergadura, a menos que nos asociemos con gente de otros países y tengamos aportes de otras fuentes privadas.

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Fueron casi diez horas de expedición, divididas en tres horas y media de bajada, tres de recorrido y tres de subida en el sumergible para dos personas. 

—La preparación principal fue psicológica —cuenta Osvaldo Ulloa—. Uno no puede entrar con miedo. Cuando mandas un lander [un vehículo autónomo no tripulado para exploración] no puedes buscar mucho. Te da una percepción muy distinta, hay una riqueza en términos de paisaje mucho mayor de la que me imaginaba. ¡Colores! Yo pensé que era todo gris y resulta que hay colores maravillosos abajo, azules, anaranjados, rojos. Nos muestra cómo es un ambiente que antes no habíamos tenido la posibilidad de observar. Para mí, el privilegio de haberlo hecho vale todas las trasnochadas y dolores de cabeza.

¿Qué se ve a más de 8.000 metros de profundidad?

—Lo primero que nos llamó la atención fue la gran cantidad de organismos que había. De hecho, Victor Vescovo, que ha bajado otras fosas, dijo que estos organismos están, pero no en la abundancia de acá, y eso nos dice que la fosa de Atacama es particular. Los datos están mostrando que es la fosa más productiva, donde seguramente haya más vida en el planeta. Vimos un tipo de holoturias que posiblemente sean especies nuevas. Yo quería ver comunidades microbianas, porque sabemos que en otros lugares, como las fuentes hidrotermales, existen tapices que viven pegados a la roca, pero no teníamos evidencia de su existencia a 8.000 metros en la fosa. Para nosotros fue una sorpresa saber que existen allá abajo. El problema ahora es saber de qué viven y cómo vamos a estudiarlas. Son tapices localizados en lugares muy particulares de roca, muy difíciles de observar con los métodos tradicionales. Tenemos que ingeniárnoslas para volver, ya sea con este submarino o con robots autónomos.

¿Cuánto lograron recorrer?

—En la horizontal, siete kilómetros durante tres horas de navegación. En la vertical, como 500 metros de paredes rocosas. Nos movimos de 8.069 a 7.500 metros. Durante nuestras inmersiones solo podíamos observar directamente. El submarino llevaba cámaras de alta resolución y serán horas y horas analizando qué organismos aparecen. La ventaja que tuvimos es que además del sumergible, se llevaron tres lander y los usamos para obtener muestras de ADN ambiental, que es una de las cosas que nos interesan para poder complementar lo que se obtiene mediante imágenes. También pusimos trampas con carnada para poder captar nuevas especies.

¿Hay descubrimientos de los que ya se pueda hablar? 

—La ciencia toma tiempo. Imagina que hicimos la expedición en 2018 y recién el año pasado salió la publicación de que el anfípodo gigante (pulga de mar) que encontramos era una especie nueva. Creo que lo más relevante es resaltar el hecho de que la cantidad de vida que hay en la fosa de Atacama es mucho mayor de lo que sospechábamos, corrobora que es un oasis de biodiversidad. Lo más probable es que descubramos muchas cosas nuevas con nuestros datos. Para mí, ya es un descubrimiento la existencia de comunidades microbianas que viven a más de 8.000 metros. Hoy tenemos un mapa de altísima resolución que muestra que hay estructuras geológicas que no sabíamos que existían. Hay que estudiarlas y, sobre todo, entender por qué están ahí. Eso va a ser un aporte. 

¿Lograron cumplir con los objetivos científicos que se habían propuesto?

—Logramos un 70%, porque una de las cosas que queríamos hacer era capturar peces abajo y no lo logramos. Creemos que una de las razones es porque usamos las trampas de los lander que ellos habían diseñado y vamos a tener que rediseñarlas. Queríamos también mapear mucho más. La idea era mapear desde Valparaíso hasta Antofagasta, pasando por Taltal, pero al principio falló el sonar. Se perdió una inmersión que estaba planificada y que nos hubiera dado más datos. Pero normalmente las expediciones son así, uno va con un plan bien ambicioso y por distintas razones no se lleva a cabo. Pero quedamos contentos, trajimos material y obviamente la experiencia. 

Poder hacer esta exploración es un ejemplo claro de la madurez que ha alcanzado nuestro sistema de ciencia. Sin el Ministerio [de Ciencia] no sé si esto se hubiese logrado. Hubo muchas trabas, y afortunadamente el sistema nos apoyó y funcionó. Eso demuestra que es la institucionalidad la que debe acompañar el desarrollo científico del país. Podemos tener muchos fondos, pero si no tenemos estos otros componentes, estas cosas fracasan. Hemos avanzado con el establecimiento de estos centros, que han sido superimportantes para hacer investigación asociativa, pero tenemos que dar otro salto, ser estratégicos y definir cómo lo hacemos, porque va a tener que ser una combinación de universidades, del Estado y ojalá de privados. Eso sigue siendo lo que nos falta.

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Hasta ahora, solo el 20% de los océanos del planeta está mapeado en alta resolución, y en Chile, en particular, queda muchísimo por hacer; frente a nuestras costas hay varias regiones que aún no están mapeadas en alta resolución, explica Ulloa. Pero eso debería comenzar a cambiar, ya que gracias a un Fondo de Equipamiento Científico y Tecnológico (Fondequip) de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID) se podrá instalar el “Sistema integrado de observación del océano profundo para la investigación en geociencias”, que tendrá sensores oceanográficos y geodésicos anclados al fondo para medir la deformación del piso oceánico producida por el choque de dos placas. 

—Existen en Chile, en tierra, pero no en el fondo marino. Este va a ser el experimento más grande que la comunidad oceanográfica nacional va a intentar hacer — cuenta el oceanógrafo. 

¿Cuál es el plan?

—Pensamos instalar la primera parte el segundo semestre de 2022 y la segunda en enero próximo. No tenemos buque, solo tenemos los equipamientos, pero habrá que pagar o postular a un fondo. En otros países, si haces una expedición, aseguras el buque dos años antes. Acá te dan el resultado [del fondo] dentro del mismo año. Por eso, cuando partimos teníamos una tarea gigante: cómo metemos la ciencia del océano en una institucionalidad para que funcione a otra escala. Los astrónomos ya lo hicieron: están coordinados, tienen proyectos, trabajan en conjunto. A nosotros todavía nos queda un largo camino, pero creo que este tipo de expediciones con impacto mediático puede ayudar a rediseñar nuestro sistema y la institucionalidad. 

¿Para qué nos serviría tener una institucionalidad para la oceanografía?

—Gran parte de lo que somos como país en términos climáticos y geográficos se lo debemos al océano. Estamos frente al océano más grande del mundo y además somos un país que tiene acceso directo a la Antártica, entonces no entender el rol que cumple el océano en la nación y en el futuro lo único que hace es retrasar nuestro desarrollo. Nos queda mucho por hacer desde el Estado. Espero que sigamos avanzando con el Ministerio de Ciencia. Se avanzó bastante con los tres años del ministro Couve y, por primera vez, la ciencia estará en el Consejo de Ministros para el Desarrollo de la Política Oceánica y eso es un tremendo avance. Pero ahora hay que trabajar en los programas, en una nueva institucionalidad. Tenemos que ver cómo hacemos para enfrentar la oceanografía de manera más seria. Con los centros ya tocamos techo, se requiere otro esquema y hay que discutirlo. Debe existir la voluntad primero, tomar la decisión como país de que es un área estratégica. Todavía estamos en eso y espero que esta expedición y lo mediática que ha sido ayude a demostrar que sí somos capaces de lograr cosas.

Complejizar la mirada

«Ya no es noticia que el mundo se desnudó frente a nuestros ojos. La situación es crítica: la crisis internacional y la atrocidad de las guerras, la pervivencia de la crisis sanitaria por covid-19 y sus consecuencias, la crisis política nacional que reflotó con el estallido y que sigue abierta ante las respuestas que pueda ofrecer el proceso constituyente. Hoy todo parece movedizo. Reordenar, entonces, se torna una acción posible frente al desorden mundial», escribe Svenska Arensburg, vicerrectora de Extensión y Comunicaciones, en su editorial del número 25 de Palabra Pública, edición que lleva por título Reordenar un mundo en crisis.

Por Svenska Arensburg

Como si se tratara de una incómoda luna de miel, y luego de un mes y medio en el poder, el gobierno entrante enfrenta ya la mirada escrutadora de una ciudadanía especialmente despierta y una oposición efervescente. La atención mediática a la que la ministra del Interior, Izkia Siches, ha debido responder tras viajar a Temucuicui ha tenido repercusiones. A veces, los comienzos no son fáciles, están presentes las miradas que escudriñan con desconfianza cada paso del presente gobierno, atentas a dictaminar si responde a las exigencias del contexto local y global. 

Pensemos los dispositivos de seguridad de aquella mañana: a cuatro días de iniciado el ejercicio de su cargo, vemos un numeroso contingente que toma del brazo a la ministra,  la hace entrar a otro vehículo de gobierno y se suspende así la visita. Se trata de dispositivos que ocupan herramientas, técnicas y velocidades que no suelen llevarse bien con los dispositivos conversacionales. En estos últimos, es necesario un ritmo que haga posible el encuentro. Los procesos de diálogo requieren de un espacio-tiempo de interlocuciones, que son el resultado de actos que comprometen una trayectoria de entendimientos hacia un futuro, donde se despliega la libertad de palabra y se da lugar a la pausa necesaria para encontrar los acuerdos.  

Sería muy difícil entender lo que hoy se vive en Wallmapu sin considerar los profundos conflictos que se arrastran. No solo por la disputa anticolonial que impregna el debate latinoamericanista actual, sino también por la especificidad que adquiere la transición chilena: desde los años 90, por un lado, se va configurando el reconocimiento de los derechos territoriales y la Ley Indígena; pero, por otro, se va constituyendo la cuestionada imputación de la Ley Antiterrorista, a partir de la que el Estado justificó la militarización de la Araucanía. Se trata de decisiones que sin duda repercuten en la visita de la ministra. 

El título del presente número de la revista es Reordenar un mundo en crisis. Ya no es noticia que el mundo se desnudó frente a nuestros ojos. La situación es crítica: la crisis internacional y la atrocidad de las guerras, la pervivencia de la crisis sanitaria por covid-19 y sus consecuencias, la crisis política nacional que reflotó con el estallido y que sigue abierta ante las respuestas que pueda ofrecer el proceso constituyente. Hoy todo parece movedizo. Tal como dan testimonio los sobrevivientes de catástrofes pasadas, la inestabilidad se presenta como destino, las formas de precarización de la existencia convulsionan. Vivimos un presente turbulento, acechado por la crisis climática —e hídrica en particular—, la crisis económica mundial, la crisis del modelo neoliberal. Reordenar, entonces, se torna una acción posible frente al desorden mundial. 

Es por ello tan crucial complejizar la mirada. Para bien o para mal, los conflictos del presente suelen ser analizados desde las respuestas dadas a las catástrofes del pasado, con la expectativa de construir un hoy de tal forma que sea posible habitar un futuro. Tenemos frente a nosotros una gran responsabilidad: generar los espacios para pensar y crear nuevas condiciones para un orden distinto. 

Permítaseme una analogía. Es parte de nuestra cotidianeidad solicitar orientación médica cuando nos sentimos enfermos. La mayoría de las veces, un diagnóstico médico llega como una mala noticia, pero también puede ser una invitación a modificar los hábitos, a orientarse hacia otros más saludables. Un tratamiento médico suele consistir en un proyecto que modifica nuestras formas de vida para mejorar su extensión y su calidad. Para resolver el malestar que vivimos a nivel social, es necesario también un diagnóstico que ayude a imaginar un proyecto de modificación. Nuestros hábitos sociales deben cambiar para mejorar su extensión y calidad. Una de las transformaciones sustantivas que hoy requerimos es del orden del estilo de gobernanza; precisamos valorar las formas de liderazgo más horizontales, combatir los enclaves autoritarios, estar más disponibles a escuchar, incorporar registros de lenguaje más inclusivos, menos binarios y más diversos.  

Mi abuela ucraniana-argentina radicada en Chile nos contaba una anécdota: cuando a su madre le preguntaban cuál era su origen, ella respondía: “desciendo de los barcos”. Hay algunas personas que no sabemos de nuestras tierras de origen, solo tenemos lazos, recuerdos, memoria colectiva. Hay quienes entienden que su alma solo se encuentra con el espíritu de su pueblo en la tierra que habitan ancestralmente. Hay un mundo de diferencias humanas que no son negociables, sino que resultan ser nuestra mayor riqueza. 

En este escenario, el miedo es una barrera sustantiva. Las fuerzas en resistencia al cambio pueden llevarnos a ver las demandas de transformación como amenazas; si anteponemos los lentes del miedo, esta emoción puede conducir rápidamente a rechazar el camino que modifique un statu quo enfermo. Pero la mayoría de las veces los miedos no refieren a un objeto o persona reales, sino que provienen de la imaginación o de una memoria traumática que no ha sabido traducirse. Cómo desconocer que, por ejemplo, cuando se busca ayuda terapéutica, esta siempre implica resistencias, porque dar cuenta de nuestra posición doliente requiere construir confianzas y tener voluntad de escucha. 

Es urgente problematizar los programas públicos para que promuevan formas de resolver conflictos que atraviesan la vida cotidiana y generan victimizaciones. Que la vía violenta sea la forma de expresión del descontento es sin duda una dimensión presente en nuestras vidas, frente a la que es urgente implementar alternativas como sociedad, con un horizonte de convivencia futura. Pero que la violencia siga siendo un medio de fuerza usado por el Estado para asegurar su poder sobre los pueblos no resiste más análisis. Es una forma abusiva y aberrante que es necesario denunciar y revertir.

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Plurinacionalidad, el potencial político de los pueblos

Es una de las palabras que se repiten una y otra vez, en particular al interior de la Convención Constitucional. ¿Pero qué implica realmente la plurinacionalidad? El historiador Claudio Alvarado Lincopi responde a esta pregunta y advierte que no se trata de tolerancia, “sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades”.

Por Claudio Alvarado Lincopi

Hay un guion de la historia nacional que ha buscado edificar el país como un oasis, o mejor aún, como una isla, una tierra aislada por el mar y la cordillera, y que en su aislamiento ha edificado un pueblo amalgamado bajo la sombra de los héroes patrios. Pero algo aconteció un 18 de octubre: esos héroes petrificados en la monumentalidad pública fueron rasgados y/o saturados de sentidos, y sobre ellos se izó una tela como símbolo improbable, la bandera de un pueblo ensombrecido movilizando nuevas voluntades colectivas, la wenufoye. Y entre esas fracturas desmonumentalizadoras e ideaciones de una nueva comunidad política en emergencia, de contactos y flujos culturales varios, brotó, desde largas ensoñaciones indígenas, una nueva palabra para el debate público en Chile: plurinacionalidad. 

No era parte del canon, nadie antes sino los movimientos indígenas habían empujado esta “palabra mágica” para intentar construir puentes de diálogos políticos y culturales, y empujar agendas que garantizaran derechos colectivos. No ha sido fácil, las nociones políticas son campos de disputa y solo alcanzan sentido cuando son significados mediante la sutura de los lenguajes heredados y las diatribas de las nuevas quimeras. Y en ese empalme nos encontramos, siguiendo una pulsión que toma cuerpo, que se edifica como nuestra plurinacionalidad y dialoga con ideas hermanas como autonomía y territorio, sostenidas en principios básicos como reconocimiento y redistribución del poder y de las condiciones materiales de existencia. El desafío es inmenso e implica fuertemente a las sociedades indígenas, pero también sacude definiciones basales de la sociedad chilena.  

Inés, ¿podemos vivir juntos? 

Un momento de conmoción mayúsculo en la obra Xuárez, dirigida por Manuela Infante, es cuando Patricia Rivadeneira, interpretando a Inés de Suárez, duda frente a un grupo de mapuche que quemaron Santiago un 11 de septiembre de 1541. Su destino, como sabemos, es decapitar esas cabezas y afianzar con ello la reciente conquista e instalación de las fuerzas hispanas en el valle del Mapocho. En la obra, Inés duda, y en ese momento las futuras cabezas degolladas comienzan a entonar en coro: “hazlo Inés, haz lo que debas hacer, para alertar a los nuestros de lo que son capaces los vuestros, para que nunca lleguen a confiar, para que se levanten a vuestro paso donde sea que caminen”.    

La decapitación como un aviso, como una advertencia de siglos. Santiago de Chile, la capital del Reyno y luego del país, desde hace casi 500 años sostenida sobre un rito sacrificial del colonialismo. Parece un trágico vaticinio que, con el paso del tiempo, lamentablemente se ha tornado una aciaga certidumbre. 

Aquí yace un primer dilema que los propios chilenos deberán contestar. Inés, ¿podemos vivir juntos? Es una respuesta que no compete a los pueblos indígenas, le compete a los chilenos y su historia, y sobre todo a los chilenos y sus futuros. ¿Se logran imaginar conviviendo con otros pueblos y naciones en la misma comunidad política? Tiendo a pensar, todavía con la ensoñación utópica que habitó la revuelta popular, que hay margen para esa posibilidad. En cualquier caso, plurinacionalidad no es una cuestión solo de indígenas, sino que es una cuestión de Chile y su atadura con las decapitaciones de Inés. Es Chile, los chilenos y sus fantasmas.      

Reconocimiento, el primer paso

Escribir una Constitución es, de algún modo, una batalla cultural. Las ideas circulan, se propagan y refugian entre nichos y multitudes, son masticadas por primera vez para algunos, mientras que otras encuentran el momento definitivo para irradiar el mundo luego de años y décadas de susurros y pregones. Y entre esas novedades y expansiones, las palabras se tensionan, la pugna se hace carne, las posiciones se encuentran y conflictúan, y aunque la batalla toma forma de lid legislativa, se discuten horizontes de convivencia mediante una lucha por el lenguaje, que recorre toda la sociedad en una realidad desigualmente estructurada.

Hace algunos días, el exalcalde de Temuco y actual diputado de Renovación Nacional Miguel Becker —perteneciente a una tradicional familia de colonos alemanes de la zona—, ante el crecimiento y difusión de la palabra Wallmapu al interior del lenguaje político, utilizado incluso por la ministra Izkia Siches, decía: “No se llama Wallmapu, se llama Región de La Araucanía y así estamos orgullosos de llamarla”. El proceso constituyente, en tanto debate cultural, ha permitido que salga a flote una batería de conceptos anteriormente vedados, entre ellos, el lenguaje de la plurinacionalidad, un lenguaje que abruma a ciertos sectores, volviéndose un desafío ineludible para la constitución de lo plural.  

Es que, durante los últimos meses, entre los viejos salones del Congreso Nacional han retumbado palabras como descolonización, itrofil mongen, poyewün, derecho de la naturaleza, Wallmapu, autonomía, pluralismo jurídico, territorio; una serie de categorías que a oídos de las élites blanquecinas resuenan incomodas, incluso más, emergen incomprensibles. Aquí yace un gran desafío de la plurinacionalidad: reconocer los lenguajes ocultos, habitar una acción comunicativa donde lo que antes eran susurros se vuelve presencia simétrica, permitiendo con ello la construcción de un espacio de diálogo de racionalidades. Este reconocimiento implica volvernos inteligibles unos con otros, aceptar la condición humana de los diversos pueblos, con sus trayectorias y proyecciones. No se trata de tolerancia, sino de atribuirnos entre todos los pueblos las capacidades para construir una vida común en simetría de dignidades.

Esto significa también reconocer diversas formas culturales de organización de lo político, junto con asentir sobre la existencia de una serie de modelos de justicia y de salud que conviven y se traslapan, así como lenguas que cohabitan los mismos paisajes, además de admitir la existencia de territorios reclamados por las naciones despojadas, y buscar, por tanto, reparaciones para asegurar un nuevo pacto de convivencia entre los pueblos de la comunidad política plural que emerge. 

Todo ello implica reconocer: no es un gesto de bienaventuranza multicultural, sino un acto político de convivencia entre naciones y pueblos, un pacto para vivir en común que remueve cimientos generales, que sacude estructuras tradicionales enquistadas del Estado decimonónico, que invita a pensar tanto los derechos de los pueblos indígenas como las formas políticas mediante las cuales se distribuye el poder.      

La urgencia de superar el multiculturalismo

La espada de Inés de Suárez durante el siglo XIX tuvo una actualización fatídica. Utilizando supuestos modelos científicos, se construyó la idea de civilización versus barbarie, dando pie con ello a impulsos colonizadores por parte del Estado republicano; colonialismo interno o colonialismo de colonos le llama el pensamiento mapuche contemporáneo. Si bien muchas de las actuales situaciones políticas se explican por estos procesos de despojo e inferiorización, los modelos de exclusión se refinaron.

Durante la primera mitad del siglo XX, mediante un uso limitado de la idea de mestizaje, se intentó superar la existencia indígena en el país mediante su incorporación en el ideal nacional. Es lo que se conoce como indigenismo: ya no se era mapuche, aymara o rapanui, sino que chilenos todos. Esta operación asimilacionista comenzó a ser fuertemente criticada desde las décadas de 1970 y 1980, cuando surgieron nociones como los derechos colectivos de los pueblos indígenas o la reclamación por autonomía y autodeterminación. 

Ante este nuevo escenario, la exclusión se adornó de multiculturalismo, promoviendo aceptaciones culturales despolitizadas, celebrando la diferencia como atributo individual, mas no colectivo, impulsando incluso la comercialización de “lo nativo” y “lo ancestral”. Etnofagia se le ha llamado. Este momento multicultural, como bien reflexiona Claudia Zapata, vive una crisis desde hace algunos años, sobre todo por demostrar su incapacidad para solucionar conflictos históricos e impulsar reconocimientos que no ponen en tensión las estructuras del poder. 

Ante esta crisis, emerge la idea de la plurinacionalidad como posibilidad de transformar esos reconocimientos en redistribuciones del poder y de las condiciones materiales de existencia, particularmente la tierra y el territorio. Entonces, cuando se dice plurinacionalidad, se intenta situar la simetría en la relación entre los pueblos y buscar rutas para redistribuir la capacidad de gobernanza sobre los territorios y las estructuras institucionales, tanto las propias de los pueblos indígenas como las del Estado. Todo ello, por supuesto, necesita de traducciones concretas para cada realidad, y en aquel desenvolvimiento práctico nos encontramos. 

¿En qué va la Convención Constitucional? 

Hay algunas pistas que anuncian la concreción de nuestra plurinacionalidad en relación con la redistribución del poder al interior de la Convención Constitucional. Por una parte, hay una aspiración de transformar toda la estructura estatal para evitar ser arrinconados en políticas de focalización, sobre todo mediante la instauración de escaños reservados para indígenas que promuevan políticas plurinacionales desde las universidades hasta el Congreso, desde la Justicia hasta el Ejecutivo. De hecho, en un reciente artículo aprobado por el pleno de la Convención Constitucional se señala: “El Estado debe garantizar la efectiva participación de los pueblos indígenas en el ejercicio y distribución del poder, incorporando su representación en la estructura del Estado”. Aquí, lo plurinacional busca infiltrarse en cada operación política de lo público, edificando una aspiración profunda, a saber, reconstruir lo general y repensar lo universal, muy lejos de las acusaciones identitarias y separatistas levantadas por el establishment intelectual. Los pueblos indígenas buscan ser parte del quehacer político de lo total, y para ello un mínimo gesto de reparación y acto de justicia redistributiva son los escaños reservados.      

Por otra parte, y quizás este es el mayor triunfo de los convencionales indígenas, se ha logrado articular la plurinacionalidad con las demandas de autodeterminación y territorio. Dado que existe un reconocimiento de la preexistencia de los pueblos indígenas respecto del Estado, se señala en el artículo recién citado que las naciones indígenas “tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial, tienen derecho a la autonomía y al autogobierno (…) [y] al reconocimiento de sus tierras y territorios [terrestres y marítimos]”. Este es un salto cualitativo respecto a derechos colectivos indígenas en Chile, y ubica por fin al país en el siglo XXI. Con todo, un viejo anhelo de los movimientos indígenas comienza a emerger en el horizonte, y la posibilidad de profundizar la democracia en clave plurinacional está cada vez más cerca gracias a la Convención Constitucional. He podido observar que el trabajo de los convencionales indígenas y sus keyufe (asesores) ha sido titánico, como titánica será la tarea de materializar esos sueños compartidos luego del plebiscito de salida. Como sea, lo cierto es que la plurinacionalidad ya infiltró el sistema político, y su manifestación en Chile será imparable. Quizás es apresurado, pero —a buena hora, Inés—, quizás hoy estamos más cerca que ayer de vivir juntos.     

Cinco reflexiones sobre la facilitación del diálogo en conflictos

«Muchos pueblos tienen memoria de los abusos de generaciones anteriores y es importante crear espacios para hablar de ellas. El diálogo nos puede dar las coordenadas para navegar en esas dificultades», escribe Alfredo Zamudio, director de la Misión Chile del Centro Nansen para la Paz y el Diálogo con base en Noruega, sobre los desafíos del diálogo como herramienta para enfrentar conflictos. […]

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