Por Emilia Schneider
“No lo vimos venir”. Durante estas semanas en que nuestro país ha vivido un estallido social sin precedentes, muchos actores políticos y sociales han sostenido que esta crisis y este nivel de malestar social “no se veían venir”, cuestión que si bien es real en tanto nos toma por sorpresa tras la ascendente movilización por el pasaje del Metro, le quita carácter histórico a este proceso y lo sitúa como algo espontáneo. La verdad es que nuestro país lleva años movilizándose en rechazo a la forma de vida que el modelo nos ofrece, rechazando la privatización de nuestros derechos fundamentales y representando estos malestares a través del movimiento estudiantil, del movimiento en contra de las AFP, del movimiento feminista, entre otras expresiones del mundo social organizado, que más que autorepresentarse en tanto sector, toman un rol político en las calles y con su acción representan a mayorías sustantivas que no habían tenido un lugar en la restringida democracia chilena.
Así, podemos situar este momento histórico como un largo proceso de politización y acumulación de descontento tras años de impugnación del neoliberalismo chileno y el despojo de derechos sociales que vivimos desde la dictadura en adelante; también es una respuesta a las nulas posibilidades que da el sistema político de procesar democráticamente el malestar social, puesto que en la transición a la democracia se consagró un modelo poco participativo y que posibilita la profundización de la desarticulación de actores sociales iniciada por quienes fueron liderados por Augusto Pinochet y Jaime Guzmán, cuya obra prima fue la Constitución de 1980, la cual podría estar viviendo sus últimos días por los cerrojos que se han roto y la oportunidad histórica que abre la movilización social. La verdad es que este momento, si bien no es espontáneo y ha sido generado por años de impugnación del modelo en la que participaron fuerzas sociales y políticas muy variadas, nos toma en un momento muy complejo para el campo social, caracterizado por el rearme tras la emergencia de fuerzas políticas y liderazgos que se construyen al calor de la lucha social (pendiente evaluar hasta qué punto cumplen/defraudan su promesa), la descomposición de organizaciones sociales históricas e importantes derrotas políticas e ideológicas en el ciclo anterior, donde nuevamente las demandas por derechos sociales que había instalado el movimiento social fueron procesadas a la medida del mercado, profundizando el modelo. Sin duda, años de movilizaciones que chocan contra la muralla de un sistema político cerrado y distante suponen un desgaste para la institucionalidad del movimiento social. Pese a todo, Chile es un país donde los últimos años están marcados por masivas movilizaciones —la de 2018 y marzo de 2019, protagonizadas con fuerza por el movimiento feminista, cabe mencionar— que dan cuenta de formas de organizarse por fuera y con independencia de los referentes tradicionales, lo que da cuenta de una profunda sospecha en la representación.
De lo anterior, sumado a una situación generalizada de descrédito de los partidos políticos y poderes del Estado, queda de manifiesto la necesidad de que el próximo año tengamos un momento de reflexión por parte de las fuerzas políticas y sociales que permita repensar las formas de organizarnos políticamente para aglutinar intereses, construir proyectos de sociedad e incidir en el rumbo de la sociedad, pues de lo contrario eludimos la gran tarea de reconstruir tejido social y actores colectivos para construir una democracia robusta y participativa.
Aquí, partidos políticos, movimientos, coordinadoras y colectivos/as que estén por la transformación deberán dejar de lado mezquindades e identitarismos para poner por delante la reconstrucción del debate público y democrático como forma de resolver malestares e intereses sociales, sin desconocer las nuevas posibilidades que se abren con la creación de organizaciones territoriales y sectoriales al calor de esta movilización, sino que más bien poniéndose al servicio de fortalecerlas y articularlas en pos de un proyecto antineoliberal que se proponga superar el Estado subsidiario. Sin duda, esta es una tarea a largo plazo, pero oportunidades concretas para avanzar en ello se abren, por ejemplo, en el proceso constituyente, donde tendremos la oportunidad —mucho más favorable en caso de emprender el camino de la asamblea (o convención) constituyente con participación representativa de mujeres, disidencias sexuales, pueblos indígenas y personas en situación de discapacidad, que sigue siendo una disputa pendiente— de construir un sistema político que dé garantías para una democracia participativa en la que la organización social tenga más capacidad de autorrepresentación en los grandes debates del país, por ejemplo, a través de la incorporación de cuestiones tan simples como la iniciativa popular de ley y la posibilidad de convocar a consultas nacionales.
Si somos capaces de vincular la disputa institucional que se abre con el acuerdo por la nueva Constitución del día 15 de noviembre con el momento de rearme de lo social y el reacomodo de la izquierda, seremos capaces de vincular planos de intervención política sin acrecentar el quiebre entre la política formal y la amplia realidad que existe fuera de ella, cuestión que hasta el momento ha sido un desafío para las fuerzas transformadoras en Chile. De lo contrario, seguiremos el camino de deterioro de la política y sólo habremos desordenado un poco el tablero, sin una ampliación sustantiva de la democracia y sin haber favorecido la emergencia de actores políticos y sociales que puedan conducir un ciclo político posterior, pues quien piense que la caída del neoliberalismo la decreta una nueva Carta Magna está muy equivocado. Hoy tenemos distintos conceptos de democracia en juego: “de un lado, la concepción oligárquica reinante, es decir, el recuento de voces a favor y en contra en respuesta a una determinada pregunta que se plantea; y del otro, la concepción propiamente democrática: la acción colectiva que declara y verifica la capacidad de cualquiera a la hora de formular las preguntas mismas”, como ha señalado Jacques Rancière.
Necesitamos un gran acuerdo por una nueva democracia, por otra democracia, una que sin duda no esté fundada sobre la base de violaciones a DD.HH. e impunidad, y para ello se necesitan muchas voluntades puestas en un 2020 que ayude a superar el divisionismo y la inacción para dar golpes certeros en un año cargado de disputas.