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Palabra de Estudiante. No queremos más ausentes en la historia

La dictadura cívico-militar chilena dejó una marca profunda en nuestra sociedad en relación a las graves violaciones a los Derechos Humanos. Ejemplo de ello son los casos de tortura, desaparición y muerte de civiles, además de la implantación del modelo neoliberal que dejó en manos del mercado derechos sociales básicos como educación, vivienda y salud. Por ello, tras la caída del régimen, distintas organizaciones civiles exigieron verdad, justicia, memoria y reparación, porque era imposible cimentar las bases de una democracia real sobre la impunidad, cuestión que fue asumida por los gobiernos de la transición de forma fiel a su icónica consigna “en la medida de lo posible”.

De este abandono son cómplices todos los gobiernos que han pasado por La Moneda. La forma en que como sociedad hemos afrontado la memoria y las violaciones a los Derechos Humanos ha sido clave para construir la frágil y restringida democracia que hay en Chile. De aquí que la crisis del sistema político, la crisis de representación y el ascenso de los discursos de odio de hoy estén íntimamente relacionados con la impunidad y el pacto de silencio que decretó la transición.

Una parte especialmente oscura e invisibilizada de este periodo son los crímenes cometidos contra mujeres y disidencias sexuales, hechos que sólo han salido a la luz gracias al esfuerzo de historiadoras, activistas y organizaciones sociales que no han permitido que nos borren de la historia, pero todavía falta mucho. Respecto de la situación de las disidencias sexuales, existe un mito de que la dictadura fue relativamente tolerante con la población homosexual, cuestión sustentada en la existencia de la discotheque Fausto y la presencia de ciertos personajes en la vida pública, por dar algunos ejemplos. Dicha afirmación no podría estar más alejada de la realidad: basta escuchar los testimonios de activistas de la época y analizar cómo en el régimen de Pinochet se reforzaron cuestiones esenciales para el orden patriarcal y heteronormativo, a saber, el rol social de la mujer ligado al espacio doméstico y el rol masculino de fortaleza, virilidad y liderazgo, cuestiones que encarnaban muy bien Augusto Pinochet y Lucía Hiriart como matrimonio insigne del modelo cultural de la familia chilena. No había espacio para las disidencias sexuales, que sufrieron la persecución y la obligación de habitar ocultes en los márgenes de la sociedad.

“La forma en que como sociedad hemos afrontado la memoria y las violaciones a los Derechos Humanos ha sido clave para construir la frágil y restringida democracia que hay en Chile”.

Los activistas de la diversidad y disidencia sexual que vivieron en esa época han aportado relatos que apuntan a lo mismo: los militares cometieron actos de humillación, violencia e incluso asesinatos contra quienes según su apariencia mostraban una orientación sexual o identidad de género diversa, viéndose afectadas de forma más brutal la población trans/travesti y todes quienes desafiaran de forma más visible la heteronorma y los roles de género. Al igual que la militancia política, la orientación sexual y la identidad de género eran motivos para agravar los castigos y abusos que se daban en las cárceles.

8 de marzo de 1989. Estadio Santa Laura, Santiago. Último día de la mujer conmemorado en dictadura. Crédito: Archivos Vicaría de la Solidaridad. Gentileza MMDH.

Otro ejemplo claro de la violación a los Derechos Humanos de la población LGBTIQ+ en dictadura es lo ocurrido con la crisis del VIH/SIDA en el país: en 1984 falleció la primera persona notificada con el virus en Chile, hecho que fue titulado por La Tercera como: “Murió paciente del cáncer gay chileno”. Esta situación fue tratada con la misma irresponsabilidad del titular por el Estado y la junta militar, haciendo omisión de una problemática que más de treinta años después nos sitúa como uno de los diez países en el mundo donde más aumenta el virus.

Por todo lo anterior, en esta conmemoración también es necesario visibilizar cómo resistieron y sobrevivieron durante ese período oscuro las disidencias sexuales y las organizaciones feministas, partiendo por recabar información de forma sistemática respecto de los crímenes cometidos. Este asunto —como también la invisibilización de la violencia política y sexual que vivieron muchas mujeres, cuestión que queda en evidencia con la reciente venta del excentro de tortura “La Venda Sexy”— debería ser asumida como una deuda por parte del Estado y las organizaciones de DDHH.  

Ya que la violencia, la discriminación y la exclusión que viven las disidencias sexuales persiste hasta hoy, es urgente tomar medidas de reparación histórica que se orienten hacia la inclusión y el otorgamiento de plenos derechos hacia estas comunidades. Por ejemplo, a través de una Ley de Educación Sexual Integral con perspectiva en las diversas orientaciones, identidades y expresiones de género; una Ley Integral Trans que incluya medidas de reparación hacia las personas que han vivido violaciones a sus derechos en dictadura y en democracia, como también garantías de acceso a salud, trabajo y educación.

Sólo así podemos ir saldando las profundas deudas que tenemos como sociedad con las mujeres y disidencias sexuales. Sólo así construiremos un país menos excluyente y una verdadera democracia.