Palabra de Estudiante. Un país de familias fuera de la norma

«La propuesta de constitución emanada de la Convención Constitucional [reconoce] finalmente que las labores de cuidados, que las mujeres hasta el momento estaban haciendo de manera gratuita en nombre del amor, deben ser valoradas y reconocidas como lo que son: un pilar esencial para la construcción del país», opina Bascur Cruz, coordinadore del Consejo de Presidencias de la FECh (noviembre, 2021 – julio, 2022).

Por Bascur Cruz

Cuando llegaron les colonizadores europees a nuestro continente, vinieron cargades de valores cristianos que les dictaban la manera en que debía funcionar el mundo, desde el sistema político a la conformación de las familias. Este último asunto era de gran importancia, ya que la iglesia católica consideraba imprescindible controlar y homogeneizar la sexualidad de la población, limitándola a la práctica monógama, cisheterosexual, y dentro de la institución patriarcal del matrimonio. 

A pesar de los esfuerzos, las familias latinoamericanas se mantuvieron bastante alejadas de la utopía cristiana; las conductas sexualmente impulsivas del hombre blanco europeo (que estaba dispuesto a atentar contra los valores de la iglesia y mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio), en sincretismo con las distintas culturas indígenas, fomentaron la conformación de familias monoparentales en las que las mujeres solían ser las encargadas de la crianza y mantención económica de les hijes, cuestión especialmente cierta para las personas con menos recursos económicos. 

De esta manera, madre, tía, abuela, hermana, se convirtieron también en trabajadoras obligadas ante la ausencia del padre, cumpliendo un doble rol que no es remunerado ni reconocido por quienes gobiernan. Sin embargo, ni la monarquía española ni el Estado chileno demostraron tener un entendimiento real del funcionamiento de las familias del país, manteniendo en sus normas la “utopía” de la familia biparental, heterosexual y monógama, algo que podría estar a punto de cambiar. 

La propuesta de constitución emanada de la Convención Constitucional pone fin a esta deuda histórica, reconociendo finalmente que las familias pueden tener distintas configuraciones alejadas de los valores cristianos; y que las labores de cuidados, que las mujeres hasta el momento estaban haciendo de manera gratuita en nombre del amor, deben ser valoradas y reconocidas como lo que son: un pilar esencial para la construcción del país. 

El artículo 10 de esta propuesta no se limita solo a esta gran tarea, ya que al establecer que “el Estado reconoce y protege a las familias en sus diversas formas, expresiones y modos de vida, sin restringirlas a vínculos exclusivamente filiativos o consanguíneos, y les garantiza una vida digna”, se abre la puerta a asumir esas otras realidades ajenas a las construcciones cisheteronormativas. Y con esto, no me refiero solo al imaginario burgués de la familia homoparental que sigue siendo monógama y fundada en el amor romántico, sino en aquellas personas que, expulsadas de sus familias cisheterosexuales, deben buscar el cariño y el apoyo en otras personas diversas y disidentes, formando redes de apoyo que brindan la contención, acompañamiento y amor que les fue negado por no someterse a una sexualidad y/o género que atenta contra su existencia. Esto, por culpa de un sistema de valores que hace que incluso el amor materno, ese que se ha construido sobre la supuesta base de la incondicionalidad, sea perdonado cuando nos repudia. 

Por supuesto, el problema de las redes de cuidados en una sociedad atravesada por distintas intersecciones de violencia no se queda solo en la ejercida hacia mujeres cishetero ni disidencias. Las personas migrantes, que llegan solas en busca de mejores condiciones de vida, forman también grupos de afecto con otres en su situación ante la indiferencia de les chilenes, y lo mismo pasa con tantes otres que encuentran fuera de sus parientes sanguínees el cuidado que les negaron. 

La nueva propuesta de constitución nos permitirá abrir los ojos a una realidad ineludible: la familia cisheterosexual monógama fundada en el matrimonio no es el único vínculo encargado de dar apoyo, y no debería serlo tampoco. El Estado debe asumir que el ideal cristiano de familia queda corto ante una realidad diversa; y el reconocimiento explícito de este hecho en el texto constitucional nos permitirá finalmente abrir la puerta a políticas públicas dinámicas y aterrizadas, que pongan realmente en su centro el bienestar colectivo. 

Palabra de Estudiante. Una invitación a retomar la democracia en nuestra Universidad

«Debemos avanzar en la construcción de una universidad que debe escucharse integralmente a la hora de diseñar su plano institucional, que debe incluir a toda su comunidad para enfrentar los desafíos que se avecinan, que necesita considerar todas las perspectivas que habitan en nuestros estamentos. En suma, una universidad que alce nuevamente su compromiso democrático», escriben Bascur Cruz y Noam Vilches, de la FECh, de cara a las elecciones de Rector/a que se avecinan en la Universidad de Chile.

Por Bascur Cruz y Noam Vilches

Se abren las puertas a un nuevo año académico, con una nueva forma de hacer clases, con un nuevo gobierno, con una nueva bancada en el parlamento, una nueva forma de reorganizarnos en la FECh y, cómo no mencionarlo, se avecinan las elecciones para tener un nuevo equipo en rectoría.

Todos estos cambios vertiginosos no pueden dejar al costado las demandas que llevan años siendo exigidas; así, un nuevo año académico deberá dar respuestas a las inquietudes respecto del sistema híbrido y la supuesta presencialidad total a la que transitamos. La nueva bancada y el gobierno deberán responder a las transformaciones exigidas durante el estallido, y nosotres, como FECh, también debemos plegarnos al llamado y contribuir a dibujar la senda hacia un país plural y más justo.

Es en esta línea de responsabilidad histórica que me sitúo para recordarle al estudiantado, a les funcionaries y a les académiques que las transformaciones empiezan por casa, que hoy no tenemos democracia al interior de la Universidad de Chile, que no contamos con triestamentalidad y que, incluso en las instancias donde existe participación por medio de votos, algunos de estos valen más que otros. Por consecuencia, solo unas pocas personas toman las decisiones dentro de nuestra alma máter, incluyendo la elección de rectoría.

Quiero mencionar algunos hitos relevantes que exponen la importancia de las elecciones de rectoría para el estamento estudiantil y su federación. En el contexto de la reforma universitaria que empuja la FECh en la década de 1960, se levanta como punto neurálgico el avance en la autonomía universitaria a través de la participación triestamental en las elecciones de rectoría. Así, en 1966, la FECh planteó la necesidad de un cogobierno para afrontar las problemáticas que mantenían al estudiantado movilizado. En 1969, tras una serie de movilizaciones, por primera vez asumió electo triestamentalmente como rector Edgardo Boeninger.

No es un secreto que dicha rectoría terminó con el golpe de Estado, con una junta militar que extrae todo el dispositivo democrático para designar rectores de forma autoritaria hasta 1990. Con la vuelta a la democracia, les académiques vuelven a votar el cargo de rectoría, pero no se avanza en cogobierno y triestamentalidad hasta 2006, en que se crea el Senado Universitario. Esta entidad cumple un rol legislativo interno, y en tanto participan 27 académiques, 7 estudiantes y 2 funcionaries, significa un avance importante pero insuficiente para hablar de cogobierno. Respecto de la composición de los organismos locales, tal y como son los consejos de facultad, no tienen participación con derecho a voto funcionaries ni estudiantes, aun cuando se traten temáticas que refieren directamente a estos estamentos. Del mismo modo, solo les académiques tienen derecho a elegir a decanes y rectores.

Estos antecedentes dan cuenta de la necesidad de profundizar la democracia al interior de la universidad. Es imperativo que todas las personas habilitadas para el balotaje cuenten con un voto para asegurar la igualdad en la toma de decisiones. Además, esto puede afectar en las propuestas y las candidaturas, pues responden a un público que es capaz de sostener más de 22 horas de trabajo en la universidad, lo que por lo general requiere más experiencia, estudios y trabajo. Todo esto genera una desigualdad incluso etaria y basada en una noción sumamente academicista, que no tienen relación directa con la capacidad, necesidad o interés de participar de los comicios.

Con todo, es igual de urgente que se incluya la participación de funcionaries y estudiantes en los consejos de facultad de toda la universidad, en la elección de decanes y rectores y en las diversas mesas de trabajo que se han ido formando en los últimos años. Esto, con porcentajes que si bien tendremos que discutir, deben ser mucho más equitativos que los propuestos en el Senado Universitario, ya que mantienen un número de estudiantes y funcionaries tan ínfimo, que podría ser una participación casi testimonial si no fuese por el esfuerzo de quienes lo componen para hacerse escuchar.

Respecto del argumento que supone que no tenemos las capacidades para participar de dichas votaciones, hay que recordar que es el mismo Estado el que reconoce nuestra capacidad de opinar y votar en las elecciones presidenciales y legislativas chilenas.

Hoy, y en las posibilidades que se abren en este contexto social, político y cultural, debemos reevaluar no solo las instituciones y políticas a nivel país. También podemos hacerlo como Universidad de Chile respecto de nuestras propias prácticas y normas, en miras de fortalecer nuestra democracia interna. Debemos avanzar en la construcción de una universidad que debe escucharse integralmente a la hora de diseñar su plano institucional, que debe incluir a toda su comunidad para enfrentar los desafíos que se avecinan, que necesita considerar todas las perspectivas que habitan en nuestros estamentos. En suma, una universidad que alce nuevamente su compromiso democrático.

Palabra de Estudiante. El desafío de mantenerse luchando

El llamado es a ser agentes de cambio desde nuestro privilegio de estudiantes de una universidad prestigiosa y pública, y a poner nuestros conocimientos y habilidades al servicio de la comunidad. Estos son los principales retos que debemos enfrentar: el desafío de la organización, el desafío de la democratización de las luchas, el desafío del impacto territorial.

Por Bascur Cruz

Octubre de 2019 fue el comienzo de una bola de nieve cargada del peso de nuestra historia, del dolor de las familias chilenas, de la rabia del estudiante con deudas de por vida. Este efecto siguió creciendo con el esfuerzo de quienes luchan por un país justo y equitativo con miras al progreso social y el respeto a las diversas identidades que existen en el territorio. En estos últimos meses, vimos cómo la mayoría de las políticas públicas que conocíamos —las AFP, la Ley de Pesca, el Servicio Nacional de Menores, el acceso a la educación y un largo etcétera— significaban grandes pérdidas para la sociedad en términos de calidad de vida, posibilidad de desarrollo y justicia social. Pero esto es más problemático aún para los grupos históricamente oprimidos, que ni siquiera tienen las posibilidades de cambiar las cosas por su propia cuenta, pues se ponen un blanco en la espalda si es que intentan pelear contra el sistema. 

Con el inicio de la Convención Constitucional se dio un gran paso hacia el camino del cambio social, la renovación del paradigma político y la continuación de la lucha por la equidad y justicia social. Las fórmulas de participación en la creación de este nuevo Chile nos invitan a ser parte de estos espacios de renovación. La cultura disidente nos invita a contrariar la norma hegemónica que nos oprime y nos obliga a interactuar con un sistema que tanto mal nos hace. El hecho de plantearnos como jóvenes que buscan salidas a los problemas actuales nos pone en una posición particular frente a los procesos socio-políticos, y desde ahí tenemos que hacernos cargo de los desafíos que esto significa, para intentar estar a la altura de ellos y encontrar soluciones efectivas a lo que hoy nos perjudica. 

Como estudiantes debemos pensar y actuar teniendo siempre en consideración la sociedad en la que queremos influir. Debemos tener la capacidad de ser un factor de cambio y de sumarnos a las luchas que mueven al país. Esto va de la mano con el levantamiento de nuestras propias peleas por los derechos de todes. La transversalidad del apoyo a las causas sociales debe ser un pilar fundamental de nuestras convicciones.

Como universidad pública, debiéramos tener requerimientos mínimos respecto de nuestra influencia en la sociedad. Lo que como Universidad de Chile hagamos en este contexto tendrá un impacto, independiente de si es algo que hayamos buscado o no. Es por esto que debemos ser responsables y transitar un camino que nos lleve a proteger a la población, estableciendo líneas de trabajo en pos de los derechos humanos de todes e instalando dentro de nuestras principales banderas de lucha la protección del derecho a la educación gratuita y de calidad. Nosotres, como estudiantes, tenemos la obligación de levantarnos ante las injusticias, pero este deber no nace de la idea de que somos quienes salvarán a la sociedad de todos sus males. Somos quienes motivarán el despertar del resto de las personas con las que compartimos suelo por un sentimiento de comunidad y de humanitarismo. Dicho de otra forma, como estudiantes debemos ser parte de los procesos que vengan, debemos ser una base del cambio, pero no por nosotres mismes, sino por todes. Esto toma más sentido aún cuando lo pensamos como una declaración de principios, como una proyección de ideales básicos para el desarrollo de la sociedad y de sus individualidades. La reconquista del espacio público viene de la mano de la lucha social. 

El llamado es a ser agentes de cambio desde nuestro privilegio de estudiantes de una universidad prestigiosa y pública, y a poner nuestros conocimientos y habilidades al servicio de la comunidad. Estos son los principales retos que debemos enfrentar: el desafío de la organización, el desafío de la democratización de las luchas, el desafío del impacto territorial. El llamado es a organizarse, a ser fuente de cambio, a luchar por un respeto transversal de los derechos humanos y a ir en contra de cualquiera que se interponga en estas labores. 

Palabra de Estudiante. Nada por disputar, todo por construir

«Cuando el llamado es a reconstruir la FECH y no a pelear una tajada de pastel, quizás lo que menos importa para sentirse convocade son los errores del pasado», analiza Noam Vilches sobre la actual crisis de participación y representatividad que atraviesa la Federación de Estudiantes más antigua del país.

Por Noam Vilches Rosales

La crisis de la FECh no es un misterio. Ahora estamos en su peak no solo porque no existió quórum para constituir una mesa, sino que además faltan listas que disputen centros de estudiantes; la participación en asambleas es baja, las orgánicas locales pierden gente a mitad de camino, hay renuncias a cargos y se ha diluido la capacidad de convocar y movilizar cambios estructurales tanto a nivel de la universidad como del país. Las razones que da el estudiantado para explicar esta situación son variadas. Hagamos un breve repaso por las más mencionadas, para luego —ojalá— responder por qué se debe reconstruir la FECh.

La FECh es un trampolín político

Esta es una de las críticas que más se han reportado al menos desde 2013, y es usada tanto por la Centro Derecha Universitaria como por los grupos de izquierda menos adeptos a los actuales partidos políticos chilenos. Lo curioso es que quienes realizan esta acusación tampoco han destrabado esta crisis cuando han estado en la Federación, y tienen cada vez menos incidencia en los comicios estudiantiles. No obstante, no podemos desconocer que quienes pasan por la FECh tienden a tener una carrera política institucional fuera de la universidad. Aquí podemos preguntarnos si es un problema que exrepresentantes estudiantiles ganen elecciones en el Congreso, los municipios o la presidencia de Chile. Me atrevo a afirmar que no, y si el problema es que quienes se suman a la FECh dejan de lado sus labores por intentar darle otro uso a la Federación, eso puede solucionarse estatutariamente. No obstante, creo que quienes tienen un fuerte compromiso con la educación pública, popular y feminista, deben estar disputando no solo una federación de estudiantes, sino que también tienen el deber de llevar nuestras problemáticas a las más altas instancias políticas e institucionales de Chile; y digo deben como imperativo sobre todo práctico, pues son dichas personas quienes lograron visibilizar y hacerle camino a nuestras demandas.

La FECh no es útil a los intereses estudiantiles

Aquí chocan ideas, pues tal afirmación es dicha tanto por quienes creen que los intereses estudiantiles se sitúan en un buen pasar universitario, como por quienes creen que la lucha debe enfocarse en el plano nacional. Esta idea es una falsa dicotomía. Quienes tomen liderazgos en la organización estudiantil deben saber que no se puede dedicar tiempo solo a una, ambas son nuestra responsabilidad y así lo indican los actuales estatutos. Muchos de los problemas que se viven requieren volcarse a la política nacional, y muchas problemáticas nacionales requieren también de nuestro esfuerzo y autorreconocimiento como algo más que estudiantes, como futures trabajadores y ciudadanes. El estallido y la valentía de les secundaries deberían ya habernos dado una cátedra sobre empatía y colectividad que nos saque la individualista idea de que no nos debe importar nada más que lo puramente estudiantil. Sin embargo, y obviando esta situación, creo que una crítica como esta solo puede nacer de la idea de que la FECh no hace nada significativo en ninguno de los dos planos, lo que me lleva necesariamente al siguiente punto.

No se sabe qué es la FECh ni cuáles son sus labores o historia

Este problema es ineludible. Recuerdo conocer la FECh antes de entrar a la Universidad de Chile, la veía en los medios desde 2011 y entendí su relevancia. Sus figuras inspiraban y llamaban a movilizarse por una educación fuera de las lógicas del mercado, de la dictadura y de la élite del país. No sabía su historia, pero quería saberla. Ya estando en la universidad, pensé que mi estadía no necesitaba de la política universitaria y por tanto no necesitaba saber nada de la Federación.

Esto me recuerda una reciente charla donde el primer presidente de la FECh en dictadura, que fue electo con un 90% del quórum, comenta que la participación de antaño se daba porque el enemigo común era claro. Hoy ese quórum es una utopía y ese enemigo común es cada vez más difuso, lo que ha hecho que en la Federación y en Chile existan apuestas mucho menos convocantes. Parece que hacer política importa menos porque estamos en una situación que nos parece menos apremiante, y por tanto la desconfianza en la clase política es argumento suficiente para no interesarse. Esta última idea tiene un nivel de individualismo enorme, es el camino fácil. Si creemos que les actuales representantes son personas en las que no podemos confiar, entonces levantamos proyectos con personas que nos hagan sentido, no nos mandamos a cambiar como si no hubiese nada en juego.

Cuando asumí, como centro de estudiante tenía metas locales bastantes simples, pero basta con dar un paso hacia el camino de la construcción colectiva para entender lo mucho que falta hacer, lo frágil que es la estadía de los sectores más populares en la universidad, lo difícil que es ser mujer y disidencia en la educación superior, lo necesaria que son las presiones y gestiones estudiantiles para el cumplimiento del rol público de la Universidad de Chile. Eso me llevó de no querer saber nada de la federación a necesitar participar activamente en ella.

Cuando el llamado es a reconstruir la Federación y no a pelear una tajada de pastel, quizás lo que menos importa para sentirse convocade son los errores del pasado. Quizás muchas de las labores FECh no nos tendrán en la televisión abierta hablando sobre los necesarios cambios en el modelo educativo, pero tenemos que asumir que muchas de las labores que se realizarán son como levantarse y tomar un buen desayuno, vale decir, no serán labores que nos hagan sentir que estamos cambiando el mundo, pero serán necesarias para que lo logremos.

Palabra de Estudiante. Disidencias sexuales: la deuda histórica continúa

Ad portas de un mes importante para las disidencias sexuales y de género, y ante la gran ausencia de personas trans en la Convención Constitucional, resulta fundamental reflexionar en torno a la deuda histórica para con las disidencias, sobre todo cuando en estos momentos de alta tensión y “oferta” electoral hay sectores o personas que nos utilizan como sujetos de aprovechamiento político.

Por Tomás Barrera Méndez

A semanas de una de las elecciones más importantes de los últimos 30 años, y encontrándonos en un momento histórico, inmersos en una pandemia, una crisis social y una revuelta que no ha culminado —y que dejó decenas de jóvenes presos políticos que, hasta hoy, no tienen respuesta sobre su libertad—, tuvimos la oportunidad de escoger quiénes serán las personas que redactarán la nueva Constitución, una demanda central emanada desde la ciudadanía movilizada a partir del 18 de octubre de 2019.  

Celebramos con éxito la inscripción de candidaturas provenientes de las diversidades sexuales y de género, quienes se atrevieron a asumir nuevos desafíos no solo para el cambio constitucional, sino también para disputar alcaldías y concejalías, espacios claves para la organización de los gobiernos comunales. Tras realizar un mapeo general de las candidaturas abiertamente pertenecientes a la diversidad sexual, Les Constituyentes —como se denomina el Observatorio Nacional LGBTIQ+— confirmó que el número total de ellas fue 52, lo cual habla de un avance claro en materias de participación activa en la disputa del poder. Esto evidencia, sin lugar a dudas, un progreso, pero pensamos que se debe perseguir más.

Luego de las elecciones efectuadas el 15 y 16 de mayo, y tras una derrota aplastante de la exConcertación y la derecha, que obtuvieron las cifras más bajas en estas elecciones, nos percatamos de que de las 52 candidaturas vinculadas a los movimientos disidentes, solo ocho lograron llegar a la Convención Constitucional, representando un escaso 5,2% de los escaños totales. Otro antecedente importante es que las personas trans no tendrán representación en la escritura de la nueva Constitución, lo que es un factor esencial y preocupante a la hora de plantearnos las futuras reglas que van a regir el Estado y nuestras formas de convivencia, pues una vez más, y como se ha hecho de forma histórica, las personas trans quedaremos fuera de las decisiones relevantes que nos atañen. Como si fuera poco, no solo estaremos excluídes, sino además personas cisgénero decidirán por nosotres, lo cual sigue generando un grado de marginación a la hora de enfrentar uno de los momentos más importantes que tenemos como sociedad.

Ad portas de un mes importante para las disidencias sexuales y de género, y ante la gran ausencia de personas trans en la Convención Constitucional, resulta fundamental reflexionar en torno a la deuda histórica para con las disidencias, sobre todo cuando en estos momentos de alta tensión y “oferta” electoral hay sectores o personas que nos utilizan como sujetos de aprovechamiento político. En estas circunstancias de doble marginación (ausencia y ser hablad-s por otr-s), es primordial hacer un llamado a la reflexión crítica y al ejercicio de la presión desde la población trans, para así lograr que las discusiones que hemos instalado desde las organizaciones puedan quedar plasmadas dentro de la nueva Constitución.

En junio, mes en que se conmemora en Estados Unidos el gran hito de Stonewall, no podemos dejar de recordar a Marsha P. Johnson y a Silvia Rivera, entre otras, quienes sufrieron la violencia de la policía y de grupos conservadores solo por manifestarse, exigir sus derechos y reclamar su visibilidad. Las mismas luchas que motivaron la revuelta de Stonewall siguen siendo aquellas por las que nos encontramos peleando hoy. No cabe duda de que en Chile hemos avanzado y que, a pesar de los fallos tras los que se esconden los poderes del patriarcado, contamos con la Ley Antidiscriminación y la Ley de Identidad de Género, que vienen a dignificar la vida de las personas que diariamente tenemos que vivir la exclusión.

En este mismo mes en el que nos preparamos para conmemorar fechas importantes para la comunidad LGBTIQ+, vemos con preocupación el avance de los discursos de odio que se ven materializados, por ejemplo, en el proyecto de ley ingresado por los diputados RN Cristóbal Urruticoechea y Harry Jürgensen, quienes, en plena pandemia y crisis económico-social, como si no pudieran siquiera sospechar los horrores a los que nuestra comunidad se ha visto expuesta en este escenario, propusieron prohibir el lenguaje neutro dentro de las escuelas, lo que no solo es un sinsentido dado el contexto actual, sino también constituye un acto de discriminación y transodio contra las identidades no binarias, replicando ideas conservadoras que buscan mantener la homogeneización masculina de la población.

A lo anterior, debemos sumar los problemas que han tenido personas trans al presentarse en los centros de vacunación contra el covid-19, dado que no se les ha respetado su nombre y sexo registral, a pesar de estar amparados por la Ley de Identidad de Género, fenómeno infame que hemos visto replicado incluso en las elecciones pasadas, lo que es una falta grave a su integridad.  Agregamos la denuncia que realiza el colectivo Organizando Trans Diversidades, en la que mencionan que incluso en el pase de movilidad implementado por el Gobierno esto no se ha respetado. Nuevamente, nos tenemos que enfrentar con situaciones de discriminación frente a las que el Gobierno no solo guarda un silencio cómplice, sino también elude su responsabilidad y  preocupación por el derecho a la identidad de las personas trans.

Sin duda, este es un mes en el que, a la luz de las luchas del pasado y su vigencia, continuamos reivindicando nuestra existencia como comunidad disidente sexual y de género, y afirmando que el contexto actual de profunda vulneración contra la población trans es impresentable. Esperemos que las personas electas constituyentes no nos excluyan otra vez de los espacios y no hagan oídos sordos a las demandas que desde hace años hemos impulsado, entre las que están el reconocimiento de las diversas formas de constituir familias, el derecho a la identidad de todas las personas sin exclusión, el reconocimiento del derecho a la no discriminación y a una vida libre de violencia, y el establecimiento del acceso a la educación sexual integral como un derecho clave para todas las edades.

Palabra de Estudiante. Oportunidades y desafíos para la construcción comunitaria

«¿Cuáles son las estructuras que impiden atender los malestares sociales? El sistema neoliberal, una idea que parece ser el nuevo consenso en la izquierda (…). No obstante, esto no significa que no debamos aprovechar la oportunidad enorme que tenemos de repensar el funcionamiento de la democracia y el de la participación efectiva», escribe Noam Vilches, delegade de bienestar de la FECh.

Por Noam Vilches Rosales

La crisis de representatividad no tiene que ver únicamente con quienes ostentan cargos de representación en las diversas esferas de la política; el problema es mucho más estructural. Quienes creyeron lo contrario, es decir, quienes plantearon que el cambio que se requería era de las personas que componen la clase política, vieron respuestas en crear nuevos partidos y conglomerados con ideales no tan dispersos, pero con supuestos nuevos horizontes y compromisos. Ya no es novedoso dar cuenta de que esta nueva clase política no logró escapar a la crisis que le dio vida y justificación para existir.

Siguiendo la misma línea, una cantidad no menor de independientes se autoproclaman como quienes pueden traer la solución a este problema, ya que, al parecer, es suficiente no tener un partido político al que rendirle cuentas para lograr hacer bien las cosas. Sin duda, esto último es ignorar que el rango de independientes va desde los partidarios de la lista de la UDI hasta quienes se apuntan con La Lista del Pueblo. Pero la respuesta parece más bien tener su origen en uno de los pocos consensos que pareció tener la izquierda luego de las masivas protestas y presiones: el de crear una nueva Constitución, pues ahí parece residir lo que ha impedido los cambios estructurales. De tal modo, lo que se le ha reclamado a la clase política no puede ser resuelto con un mero cambio de personal.

¿Cuáles son las mencionadas estructuras que impiden atender los malestares sociales? El sistema neoliberal, una idea que parece ser el nuevo consenso en la izquierda; un consenso que no debemos soltar, pero ¿es el único? Si lo es, sin duda nos permitirá instalar algunos mínimos bastante significativos, pero esto no significa que no debamos aprovechar la oportunidad enorme que tenemos de repensar otros nudos, como el funcionamiento de la democracia, también el de la participación efectiva, y la necesidad de su extensión a todas las áreas y no solo al voto por representantes.

No quiero aquí desarrollar argumentos contra la democracia representativa y afirmar que la democracia directa nos dará mejores resultados por saltarse el sistema partidista, puesto que ello sería fingir que no sabemos los altos índices de violencia que hay hacia las personas racializadas, inmigrantes, integrantes de la comunidad LGBTIQ+ y un triste y largo etcétera. Un proyecto así fácilmente podría traducirse en un país con aun menos derechos para quienes sufren marginación en nuestra sociedad. Pero lo anterior no significa dejar las cosas como están, significa repensar estrategias y aprovechar esta ventana de oportunidad.

Crédito: Alejandra Fuenzalida

Esta última idea no debe tomarse a la ligera, no solo por el 21% de adherentes al Rechazo, sino también porque este puede ser un momento para trazar márgenes que permitan replantearnos cuáles serán los pilares que ayudarán a la democracia a levantarse de esta crisis y responder de manera efectiva a las demandas sociales de los diversos grupos que componen esta comunidad. Se requiere paridad y escaños reservados para afrontar las demandas de las movilizaciones más grandes de los últimos años, pues sabemos que el machismo y el racismo siguen al pie del cañón, y por lo mismo, las comunidades deben tener un rol protagónico, tal y como lo hicieron en los cabildos y asambleas. Es necesario también que tengan apertura hacia los problemas que afectan a otras comunidades y, desde allí, co-construir desde la empatía de quienes se ven al margen, pero que quieren convertir ese margen en una enorme franja que permita una mejor convivencia a partir de una cosmovisión comunitaria.

Las promesas del mejor vivir del liberalismo triunfante y su intrínseco individualismo no erradicaron los crímenes de odio ni los femicidios, aunque tampoco tenemos buenos referentes de un mejor vivir desde la cosmovisión revolucionaria cubana, donde la homosexualidad fue sinónimo de desprecio y de una moral que no podía ostentar un verdadero militar comunista. Cuando Lemebel escribió “Si algún día hacen una revolución que incluya a las locas, avísame. Ahí voy a estar yo en primera fila”, debió imaginarse que esa revolución, que ese cielito rojo que le permitirá volar a quienes nacen con una alita rota —como escribió en  “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)”—no hay que esperarla, hay que construirla con mujeres como Gladys Marín, quienes hablan por su diferencia sin pretenderla ley ni orden, sino una razón de respeto, un horizonte de construcción.

Creo que desde la vereda estudiantil no podemos ser menos. El congreso refundacional de la FECh debe tener paridad y escaños reservados que le permitan a sus estudiantes hablar desde su diferencia, construir comunidad desde allí y aportar con ello a construir una Federación que pueda, con la misma fuerza que gritó educación gratuita y de calidad, exigir educación sexual integral, una educación no colonialista, sin negacionismo, multicultural, con enfoque sustentable y no capacitista, entre tantos otros sesgos que hoy nuestro sistema educativo reafirma y de los que no nos hemos hecho cargo.

Estas ventanas de oportunidad, situadas en contextos difíciles y que agudizan nuestro malestar general, son un desafío de reinvención. Se habla bastante de los cambios que debieron tener muchos trabajos, y aunque esperamos que la mayoría de las cosas vuelvan a ser presenciales, sin duda algunas apuestas de la virtualidad se anuncian como cambios que llegaron para quedarse. Pero no solo el mercado y el trabajo han tenido que generar cambios, son todos los aspectos de la vida los que se han visto enfrentados a este nuevo y en muchos casos indeseado estilo de vida. En varios de esos ámbitos se podrían adoptar ciertos hábitos virtuales, como son las juntas entre amistades, el estudio grupal, y por qué no, la organización política, comunitaria y social. La izquierda no puede solo alimentar sus apuestas desde el pasado, debe replantearse como alternativa al futuro, con herramientas y saberes que no se le antepongan, sino que lo construyan.

La tecnología hace ya bastante que transformó la comunicación, y las redes sociales aparecen como un nuevo espacio público de debate, quizás el más usado a causa de la protección propia de la pantalla, pero dado el contexto no solo nos ha tocado usarlas para dar opinión, sino que hemos adaptado la tecnología a nuestras propias necesidades políticas y las convertimos en espacios deliberativos. En esas plataformas no solo realzamos nuestra individualidad, sino que le hemos dado espacio a la colectividad, entendiéndolas como una sala que nos invita a escucharnos, dialogar, pensarnos y decidirnos en conjunto. Sabemos que esta enorme crisis no se detendrá pronto, pero la democracia y nuestras necesidades no pueden esperar tanto tampoco. Si esta crisis nos obliga a decidir los grandes cambios legislativos y estructurales de manera virtual, espero que tengamos apuestas a la altura de lo que nos exija la contingencia.

Palabra de Estudiante. Cultura e identidad: el rol de la universidad en la construcción del nuevo Chile

Cada nuevo artículo constitucional repercutirá en las labores y los principios de nuestra casa de estudios. Espero podamos adelantarnos y ser, como ya ha pasado tantas veces, la punta de lanza de los cambios que el pueblo necesita y que ya ha pedido a gritos, cumpliendo así parte importante de la misión que se ha propuesto: construir liderazgo en el desarrollo innovador de las humanidades y las artes a través de la extensión del conocimiento y la cultura en toda su amplitud.

Por Noam Vilches Rosales, delegade de Bienestar FECh

Ha comenzado uno de los procesos más complejos, en un escenario más complejo aún. Quiénes teníamos el corazón amarrado a las calles sabíamos que el plebiscito era el primer paso —y también el más sencillo—, pues si algo estaba claro era la necesidad de cambiar un sistema que no ha dado abasto para las necesidades de una población a la que le urge la dignidad. Banderas negras llenaron las alamedas, el tricolor fue reemplazado por el luto de un país mutilado por manifestarse, un Chile que oscurecía nuevamente su historia a punta de balas, represión y muertes. El negro simbolizó la rabia, pero también el despertar de un pueblo deseoso de cambios profundos. Todo esto terminó canalizado en un victorioso plebiscito por una nueva Constitución, la que si bien no trae consigo las respuestas a todas las demandas sociales, se compromete a abrir las puertas para un nuevo Chile en el que estas respuestas sean posibles.

Y, ¿cuál es ese nuevo Chile?

El común denominador de nuestras repuestas pudo haber estado en las actas de los cabildos realizados de manera masiva y coordinada, pero todo ello se perdió. No hemos visto ninguna publicación que realmente vislumbre dichas síntesis, y parece que los cabildos y las asambleas fueron un simulacro de democracia que, si bien nos dejó aprendizajes, no cumplió el cometido de ser un proceso que recoja la identidad, el sentir y las necesidades colectivas. Probablemente, jamás veremos dichos documentos; en el mejor de los casos sólo aparecerán para volver a candidates representantes del pueblo, ignorando la clara demanda de poder que la ciudadanía ha manifestado en cientos de candidaturas independientes y en la ineludible necesidad de un vínculo territorial o identitario para tener buen recibimiento en las campañas venideras. Lo que se ha pedido no es representación sino participación, una democracia mucho más profunda que la utilizada por la vieja política.

Este proceso se vuelve todavía más complejo existiendo tantos riesgos si nos volvemos a reunir. Difícilmente será posible retomar la práctica de las asambleas y los cabildos sin caer en la irresponsabilidad, sobre todo ante la eventual cuarentena que acompañará el proceso de campaña y elecciones de quienes definirán ese nuevo Chile. Aunque repensemos los métodos y optemos por la virtualidad, no será fácil convencernos de estar aún más tiempo frente a la pantalla de nuestros computadores o celulares, y claramente todo este proceso tendría un enorme sesgo, pues no toda la gente cuenta con internet o algún dispositivo para conectarse, siendo esta población recurrentemente la más desprotegida: gente de la tercera edad, menores de edad, personas vulnerables socioeconómicamente, quienes viven en zonas sin mayor conexión y personas en situación de calle. Si aún nos mueve la dignidad, claramente no queremos construir un Chile sin esa parte de la población.

De este modo, es probable que tengamos una enorme cantidad de votos para quienes logren hacerse la publicidad suficiente; es decir, volvemos a la clásica política electoral, basada en folletos que tienen un rostro y un nombre bien grande, acompañado de algún eslogan genérico sobre justicia, igualdad, seguridad o algo similar. Pero creo que gran parte de la población está pendiente de nuevas candidaturas, de esas que, a punta de trabajo, vínculo territorial e identitario se abren paso entre la misma clase política de siempre. Sin duda, esto es algo que debiese dejarnos algunas esperanzas para obtener los dos tercios que nos permitirán reescribir nuestra historia, y aunque en este proceso no culmina el rol que tendrá el pueblo en la consecución de un Chile digno, sin duda nos permite tener el viento a nuestro favor. Ahora, nuestro rol es posicionar ya no demandas abstractas en torno a nuestras necesidades, sino que propuestas concretas que se hagan cargo desde los límites constitucionales de abrir las grandes alamedas, de consolidar una democracia más profunda, un Estado más social y un país donde se garanticen derechos y no sólo libertades.

Haciéndome cargo de esto último, me quiero referir a algo que nos compete directamente como universidad pero que, a causa del ritmo y las exigencias de este sistema neoliberal, parece ser olvidado por los diversos estamentos. ¿Cuál es la misión de la universidad? Sacar profesionales al mundo laboral parece comerse gran parte del rol, presupuesto y directrices de las diversas casas de estudio, perdiendo totalmente el norte sobre los aspectos culturales y sociales que deben acompañar su quehacer, más aún si hablamos de una institución pública. Hoy dichas actividades van en un segundo plano, en actividades extracurriculares o en cursos de formación general, dejando en un segundo o tercer grado lo que para Ortega y Gasset era el sistema de ideas que dirige nuestras convicciones y que dirige efectivamente nuestra existencia. El riesgo de no hacer nada frente a esta demanda es el estado actual: profesionales al servicio del mercado o, peor aún, a involuntaria merced de éste.

Creo que este patrón se repite en cada institución educacional permeada por el liberalismo falto de pensamiento crítico, que por lo demás termina respaldado por una Constitución que en su artículo 19, número 25, asegura la libertad de crear y difundir las artes junto con el derecho sobre la propiedad de dichas creaciones, pero nada dice del derecho al acceso a la cultura, o de asegurar que el Estado tome las medidas necesarias para el desarrollo y la difusión de ésta. Ni siquiera los acuerdos internacionales que Chile firma han logrado hacerse cargo de este enorme problema, dejando no sólo todo en manos del mercado, sino que —como si eso fuese poco— esto ocurre a costa de quienes trabajan y difunden las artes y la cultura, que sólo tienen para realizar su trabajo lo que presupuestariamente no es prioridad para nadie. El nuevo Chile es ahora sólo posibilidades, una hoja en blanco, una bandera donde reescribir los rumbos de un pueblo tantas veces reprimido. Y serán esas rutas las que debemos dibujar para que aspectos tan olvidados como la cultura no queden nuevamente en último plano.

No es novedoso, aunque no por ello deja de ser interesante y relevante, que de alguna manera cada nuevo artículo constitucional repercutirá en las labores y los principios de nuestra casa de estudios. Espero podamos adelantarnos y ser, como ya ha pasado tantas veces, la punta de lanza de los cambios que el pueblo necesita y que ya ha pedido a gritos, cumpliendo así parte importante de la misión que se ha propuesto: construir liderazgo en el desarrollo innovador de las humanidades y las artes a través de la extensión del conocimiento y la cultura en toda su amplitud, siendo su responsabilidad contribuir con el desarrollo del patrimonio cultural y la identidad nacional. Hoy esta tarea es urgente, pues la cultura y la identidad nacional sin duda jugarán un papel fundamental ya no sólo en la calle para vociferar al unísono demandas sociales desde el sentir común, sino que para saber responder, también al unísono y desde una visión y un pensar común, cuál es esa nueva Constitución y hacia dónde debemos avanzar para construir ese nuevo Chile.

Palabra de Estudiante. El desafío de la identidad colectiva en el proceso constituyente

Nos pensamos colectivamente y nos preocupamos por cosas que no necesariamente nos afectan de manera directa, nos volvemos a llamar pueblo y rompemos así con la moral neoliberal que se instalaba como sinónimo de libertad. Instalamos y nos reapropiamos de la libertad como una necesidad colectiva.

Por Noam Vilches Rosales

El plebiscito constitucional se celebra a un año del estallido que dio vida a una protesta que abre las grandes alamedas, que nos ha dado la esperanza en un Chile distinto. Esta crisis tan vociferada como inesperada, de pronto se vuelve una respuesta casi obvia ante las políticas de gobiernos que no han sabido responder a las necesidades de la gente, que inventan bienestar de la población donde sólo hay riqueza y acumulación de las mismas personas de siempre. La lógica instalada según la cual la meritocracia era sinónimo de éxito económico y felicidad se termina de derrumbar, las promesas del dictador y la transición se muestran como lo que eran: mentiras.

Noam Vilches, delegade de Bienestar de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH).

Mientras la derecha se jacta de que el país es un oasis, el pago del crecimiento económico de un reducido grupo se traduce en que Chile ocupa el lugar número 13 de los países con las mayores tasas de suicidio del mundo (OCDE, 2013), en una desigualdad tremenda y en políticas que sin pudor alguno siguen precarizando nuestras vidas. Pero, claro, algunos sectores políticos creen que bienestar es hacer crecer el PIB, enfocando sus políticas públicas en ello y no en la población y sus necesidades, no en el bienestar de la gente.

Que el estallido social se iniciara producto de una movilización de estudiantes de liceo a causa de un alza en el pasaje que no repercutía directamente a estudiantes preparó el ambiente para que se rompiera la ideología del individualismo y volviéramos a pensarnos como colectivo. Este colectivo no pensaba sólo en las demandas de las grandes mayorías, incluyó en su reflexión a quienes somos constantemente marginalizades, como es el caso de las disidencias sexuales y de género o las personas de la tercera edad, ya no posicionando al pueblo como ente homogéneo, sino que estableciendo la precarización de la vida como el factor común, abordando en los cabildos y luego en la campaña por el Apruebo los diferentes factores que precarizan a esta masa que se reconoce y acepta heterogénea. Nos pensamos colectivamente y nos preocupamos por cosas que no necesariamente nos afectan de manera directa, nos volvemos a llamar pueblo y rompemos así con la moral neoliberal que se instalaba como sinónimo de libertad. Instalamos y nos reapropiamos de la libertad como una necesidad colectiva.

Este proceso abrió una oportunidad que no soluciona las demandas sociales, pero abre las puertas que nos pueden permitir, de una vez por todas, decidirnos democráticamente como país. Se enriquecía este proceso de cabildos, asambleas y organizaciones territoriales de maneras que no veíamos en años. Todo esto se vio abruptamente interrumpido por una pandemia. Pero la mente no es tan frágil, y ante la necesidad se organizan hasta el día de hoy ollas comunes que siguen gritando que sólo el pueblo ayuda al pueblo, y a un año del estallido salimos a las calles, retomamos los puntos de salud y reforzamos que esto sí prendió.

A pesar del optimismo expresado, no todo está dicho. No sólo hay un plebiscito que ganar, hay que ganar una Constitución y luego ganar leyes. Este proceso es largo, y la vida online no lo hace más fácil. Quedamos a merced de lo que dicten las redes sociales, la televisión y los medios de comunicación, que hace ya tiempo se posicionan como poco fiables. La comunicación de esta masa se ve limitada, empatizar se vuelve más complejo, la ayuda se virtualiza y se tensa eso que se construyó en la calle para volver al individuo, al yo y mi casa, al yo y mis cosas ahora no sólo como sinónimo de éxito, sino que además como sinónimo de seguridad, de sanidad, de vida.

Esta pandemia dificulta, por tanto, que reafirmemos ese sentido común que se construía en las calles, en los territorios, en los encuentros barriales, lo que no sólo es una mala noticia para una izquierda que afirma su quehacer y redirige su rumbo al dictado del pueblo, sino que también para la derecha, pues ese sentido común era la posibilidad de ese consenso que es fundamental para hablar de legitimidad, algo que sin duda le hace falta a este Gobierno. El desafío es claro, hay que seguir construyendo esa identidad colectiva.

Esta construcción no es interpretar, ya no basta con interpretar el estallido, con escudriñar en busca del sentido último de esta anomalía. Se vuelve necesario formar ese sentido, construirlo, decidirlo y posicionarlo con miras a las realidades y necesidades concretas que tenemos. Esto, de no ser hecho por el pueblo mismo, es decir, si no es esta misma masa que se manifiesta la que decide el país que quiere, tendrá que resignarse a aceptar que volveremos a estar bajo la voluntad de una clase política incapaz de abordar de manera contundente cualquiera de nuestras demandas. Teniendo la oportunidad de construir una nueva organización política, popular, que mire las necesidades reales de la gente, perderla es simplemente un sinsentido que nos mantendrá lejos de una vida digna.

Este tiempo de encierro ha dejado claro este último punto, pues le dio una oportunidad única al Gobierno para instalar los cambios y reformas que tanto ha vociferado como la real solución, aludiendo a que cambiar la Constitución no es la vía. Aun así, aun sin la presión que ejercíamos en las calles, su propuesta ha sido completamente deficiente. Esta deficiencia se vislumbra en que, a un año del estallido, la gente ha vuelto a dejar de manifiesto en las calles que las necesidades siguen ahí y que el actuar del Gobierno sigue siendo negligente.

Por último, no es menor recordar que esta posibilidad de una nueva Constitución no se ganó con un lápiz azul, se ganó en las calles.  Y para que esa Constitución aborde nuestras necesidades tenemos que retomar lo que significa «nuestras», es decir, retomar el sentido común que se construía en el diálogo colectivo, en la escucha atenta, en la empatía, en el reconocerse como parte de un pueblo que sufre una desigualdad cruel y que se levanta ante la injusticia con organización colectiva, popular, feminista, crítica y, sobre todo, con ganas de cambiar todo lo necesario, hasta que la dignidad, de todes, se haga costumbre.

Palabra de Estudiante. Pandemia en Chile: los costos de una democracia restringida y neoliberal

Por Emilia Schneider

Las últimas semanas, a propósito del debate generado por el proyecto que permite el retiro del 10% de los fondos previsionales, hemos sido testigos de un álgido y polarizado debate público, el retorno de las protestas populares y del pueblo como actor político que determina la agenda y ejerce presión sobre los distintos sectores políticos para aprobar una medida que ideológicamente está lejos de ser un triunfo antineoliberal en sí, pero que tiene una implicancia muy importante. Esos días de fuertes cacerolazos a todas y todos nos trajeron recuerdos de la revuelta social, la primavera del pueblo de Chile, y renovaron nuestra convicción de que la organización social es la vía para la transformación, de que juntos y juntas somos más fuertes. Y es que la pandemia y el distanciamiento social no pueden dejar más clara una cosa: somos seres sociales y lo colectivo juega un rol esencial en nuestra conformación como sujetos y en la resolución de nuestros problemas, a diferencia del individualismo que promueve nuestro neoliberalismo salvaje y, cabe recordar, nuestro sistema de AFP y capitalización individual.

¿Por qué hemos llegado a fijar como demandas centrales proyectos que no necesariamente responden al ideario de los movimientos sociales del último tiempo?, ¿cómo es posible que sólo bajo la amenaza de las protestas los sectores políticos de la derecha y la vieja Concertación pongan celeridad a una agenda social para enfrentar la crisis social producto del Covid-19? Esos son los costos de años de políticas públicas neoliberales, que terminaron por modelar un Estado subsidiario incapaz de actuar y una democracia débil y restringida. El punto en el que estamos hoy requiere de medidas desesperadas, porque todas las propuestas viables que se han levantado desde el mundo social y las izquierdas antineoliberales (Ingreso Familiar de Emergencia por sobre la línea de la pobreza, congelamiento del pago de los servicios básicos y deudas, impuesto a los súper ricos, etc.) han chocado contra la muralla que la dictadura construyó y que la transición apuntaló para que los intereses sociales, que son antagónicos a la élite empresarial y conservadora, jamás tocaran la política y fueran incapaces de incidir directamente, por la vía institucional, en la toma de decisiones.

Performance durante la protesta social post 18 de octubre. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

La presión social es la única herramienta que nos queda, y en tiempos de militarización, distanciamiento y confinamiento nos la habían quitado, pero de a poco nuestras voces vuelven a tomarse las calles y a ordenar la agenda de las desorientadas organizaciones sociales y políticas, que aún no logran adaptarse a los profundos cambios de la sociedad chilena tras la revuelta social. 

La crisis de legitimidad de las instituciones es transversal y se acrecienta cuando la única solución que ofrece el Estado ante la pobreza, el hambre, la enfermedad y la violencia son bonos escasos, cajas de alimentos repartidas de forma improvisada y créditos. Enfrentamos los estragos que dejan años de cercenar lo público y el único margen de acción que tiene nuestro Estado es a través de los bancos u otras instituciones privadas, cuyo fin central claramente no es el bien común. Esto, sin duda, está agravado por un gobierno autoritario y de derecha, colapsado internamente y sin legitimidad para gobernar. ¿Quién conduce, entonces, nuestros destinos? Es lo que nos preguntamos mientras las izquierdas se reacomodan y el mundo social trata de recomponerse. 

Estamos en esos momentos, diría Gramsci, donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, que es justamente cuando salen los monstruos, los atajos electorales, el autoritarismo y la indiferencia, por mencionar algunos. La ultraderecha tiene poco futuro y los gérmenes de una emergente derecha democrática, que no terminan de cuajar, siguen siendo serviles a la barbarie a la que nos tiene sometida la élite. Mientras, las izquierdas tenemos en nuestras manos la posibilidad de enfrentar este ciclo con unidad, pero la pequeñez, la inmediatez y la falta de anclaje social nos juegan malas pasadas una y otra vez. 

Los desafíos que tenemos en el horizonte –reconstrucción del país para enfrentar la crisis económica y social y el proceso constituyente– exigen que estemos a la altura del momento histórico complejo y convulsionado que estamos viviendo. Mientras, la revuelta social 2.0 que se avecina urge poner nuestros esfuerzos para que los golpes que demos al modelo de ahora en adelante sean certeros y afilados políticamente. Para ello necesitamos tomarnos en serio la tarea de construir y articular un polo social y político antineoliberal, cuyo gran consenso sea dar salida al neoliberalismo a través de la ampliación de la democracia y los derechos sociales, sexuales y reproductivos y el respeto de los DD.HH. Mientras la vieja Concertación se rearma, nosotras y nosotros debemos pujar por mejorar nuestra correlación de fuerzas dentro del sector e impedir consensos elitarios y neoliberales que coarten el impulso de transformación de la sociedad entera, y el plazo para ello ya está corriendo, debemos actuar cuanto antes para que los ritmos de las coyunturas electorales no subsuman nuestra política a la “medida de lo posible”. 

Disputar y proteger el proceso constituyente es una urgencia y debe ser entendida como tal por todos los sectores que creemos que otra forma de vida es posible, y es esa la coyuntura ideal para dar una solución a la profunda ilegitimidad que tiene la política. Debemos construir instituciones y un Estado que, en vez de domesticar al nuevo pueblo que se constituye, dé canales para que las mayorías organizadas construyan, participen y modelen las instituciones, pues para hacerle frente al autoritarismo que emerge con fuerza en nuestros adversarios no basta con decir “más Estado”, sino que debemos construir otro Estado, uno en que las comunidades sean soberanas para decidir y resolver sus problemáticas. Una democracia radical y con derechos es la única posibilidad de un horizonte en que seamos libres y recuperemos la política para todos, todas y todes.

Palabra de Estudiante. Crisis de los cuidados, falta de derechos y Covid-19: urge una lectura feminista

Por Emilia Scheneider

En mayo de 2020 se cumplen dos años del histórico mayo feminista en Chile, que comenzó con masivas protestas feministas un 8 de marzo y cuya consigna fue “mujeres a la calle contra la precarización de la vida”. El movimiento alcanzó su clímax en mayo de 2018, cuando diversas instituciones educacionales –entre ellas, la Universidad de Chile– fueron ocupadas por las estudiantes que buscaban visibilizar y combatir la violencia de género, la discriminación y la violencia sexual que vivimos mujeres y disidencias sexuales. Para ello se valieron de la educación como herramienta de transformación social y levantaron con fuerza la demanda por una educación no sexista, que desde sus contenidos, prácticas y estructuras institucionales propicie la desnaturalización de las relaciones sociales basadas en la violencia y la jerarquía de lo masculino por sobre lo femenino, de lo heterosexual y de lo cisgénero por sobre el resto de las identidades. Sin embargo, los efectos sociales, políticos y culturales de esta revolución feminista escapan por mucho al campo de lo educacional, pues años antes ya observábamos un despertar del movimiento feminista desde distintos sectores que fuimos colaborando para que los feminismos fueran discusión cotidiana e ineludible en lo público y en lo privado, y que, en nuestra lucha contra la violencia, politizamos la vida misma y sus condiciones de reproducción para develar la violencia económica y la explotación de muchas mujeres, fenómeno que sostiene una sociedad sin derechos donde el mercado no tiene límites. Desde entonces, la centralidad de buena parte de los feminismos pasó a ser la defensa de la vida y la lucha por condiciones dignas para vivirla. Hoy, cuando todo lo que la humanidad ha construido parece más frágil que nunca y la pandemia impone desafíos tremendos en materia sanitaria y humanitaria, parece acertado decir que la contradicción principal del periodo histórico que nos toca enfrentar es esa: la lucha por la vida versus la mantención y profundización del modelo.

Crédito de foto: Felipe Poga.

A dos años del 2018, uno de los momentos más álgidos de la lucha feminista contemporánea en Chile y el puntapié inicial de un ciclo intenso de movilizaciones, diversas voces feministas desde el campo social, político y académico advierten que la lucha contra la precarización de la vida está más vigente que nunca. Años de abandono estatal, desmantelamiento de lo público y subsidio estatal al mundo privado han sido la receta del neoliberalismo para el desarrollo y el crecimiento; tristemente, nuestro país es uno de los máximos exponentes de ese modelo. ¿Qué saldo nos dejan años de políticas neoliberales? ¿Con qué enfrentamos la crisis más grave de la historia contemporánea? Con un sistema de salud deteriorado y que difícilmente puede ser llamado sistema por la profunda desigualdad, competencia por recursos, proliferación de clínicas privadas subsidiadas por el Estado con altos costos, falta de insumos para profesionales de la salud, problemas de cobertura y, lo más importante, el abandono de la salud pública. Lo mismo vemos en educación, donde las comunidades deben preocuparse por sobrevivir y sostenerse tras años de financiamiento vía voucher, precarización y reducción de la participación del sistema público, estudiantes en instituciones privadas desamparados en el mercado educativo, altas tasas de endeudamiento y ninguna política de alivio económico, cuestión que impide que aprovechemos al máximo el potencial de ellas y el aporte que pueden significar para la superación de la crisis actual. Ejemplos sobran y dejan una incómoda verdad frente a nuestros ojos.

La falta de derechos sociales ha agudizado fuertemente la desigualdad durante la crisis, pues si bien, como dice Judith Butler, el virus no discrimina, el modelo se encargará de que sí lo haga, lo que nos hará ver el rostro más salvaje e inhumano del neoliberalismo y enfrentaremos una verdadera “política de la muerte”, la administración de la cruda realidad de que hay vidas que se entienden como más valiosas que otras. En ese contexto, sujetas particularmente sacrificadas y precarizadas son, nuevamente, las mujeres y disidencias sexuales; ciudadanas de segunda clase, vidas prescindibles. Esto se devela en la crisis de los cuidados, que tiene hoy a buena parte de las mujeres con altísimos grados de explotación por la sobrecarga de trabajo reproductivo y el auge de los cuidados –remunerados y no remunerados– en un contexto de crisis sanitaria, lo que se suma a la precariedad laboral e informalidad a la que ya están acostumbradas y a las iniciativas que ha impulsado nuestro gobierno para retroceder aún más en materia de derecho laboral. También podemos verlo en el auge de la violencia de género y discriminación en el hogar producto del distanciamiento social y medidas como la cuarentena, absolutamente necesarias, pero que sin políticas públicas que aborden el tema suponen un problema de sobrevivencia para mujeres y disidentes sexuales que se exponen a convivir con sus agresores, con quienes niegan sus identidades y con quienes abusan de ellas. Es como si estuviéramos viviendo nuevamente un confinamiento al mundo privado, de la familia, perdiendo espacio en el mundo público.

Todo lo anterior será un problema del futuro a la hora de repensar la vida en sociedad posterior a la pandemia. Por nombrar un ejemplo, la reincorporación de las mujeres a la vida laboral sin duda será un dilema si persiste el abandono total por parte del Estado de las tareas de cuidado de la sociedad, sobre todo en un contexto donde hay que hacerse cargo de la población de riesgo, de reproducir condiciones de vida para el personal médico que es primera línea contra la pandemia, y cuidar niños y niñas en las casas por la suspensión de clases. Por todo lo mencionado y mucho más se hace necesario contar con una lectura feminista para la crisis, una que ponga en el centro de nuestras preocupaciones como sociedad la vida y su reproducción, rompiendo con la lógica neoliberal del “sálvese quien pueda”; aumentar el gasto social directo a los servicios públicos (sin mediar la banca o las empresas, como estamos acostumbrados a que opere el Estado en Chile) y fortalecerlos; garantizar una renta básica de emergencia; recuperar un rol participativo del Estado en la economía y, sobre todo, garantizar acceso a la salud, educación y otros derechos sociales, así como también a los servicios básicos. Citando nuevamente a Butler, en caso de que la revuelta social del 2019 y el proceso constituyente no lo hayan dejado del todo claro, el capitalismo tiene un límite, y urge –sobre todo en Chile– repensar el rol del Estado y el modelo de desarrollo. La crisis debe ser una oportunidad, no una excusa para clausurar los importantes procesos de transformación que hemos abierto a punta de movilización social.