Byung-Chul Han: dos momentos de una filosofía callejera

Un filósofo que se ha convertido en fenómeno editorial en varios idiomas ¿no parece una afirmación contradictoria en sus propios términos? Sobre todo teniendo a la vista el saber especializado en el que se ha convertido la filosofía, la mayoría de las veces tan lejos de las preocupaciones, el lenguaje y sentir públicos. Se trata de Byung-Chul Han, filósofo coreano-alemán que ha encontrado un lugar notable en la opinión pública mundial, traspasando los medios académicos y haciéndose escuchar y comentar en ámbitos más mundanos.

Por Pedro Mellado y María José López | Fotografías: Felipe Poga y Alejandra Fuenzalida

Hay elementos completamente específicos que marcan la vocación pública de este pensador y que han facilitado su llegada al ciudadano más o menos común. Una escritura directa, sencilla, bastante poco académica, que evita los lenguajes técnicos y con ello incorpora a un universo mucho mayor de lectores, que sin saber mucho cómo, terminan reflexionando sobre lo que dijo Hegel o Heidegger sin que nada de lo que dice Han se parezca ni de lejos a la elaboración y tecnicidad que estos autores alcanzan en sus propios desarrollos teóricos y que hace de sus libros probablemente los más difíciles de comprender, sobre todo para los que no somos alemanes.

Esta sencillez, que para algunos raya en la excesiva simplificación, se combina con un formato de textos de corta extensión y en un tono ensayístico, que nos permite seguir el movimiento mismo del pensar, suelto, a ratos dubitativo, no muy concluyente, con una buena carga de metáforas que resuenan como síntesis de sus propias reflexiones. No hay que olvidar que Han, además de filosofía, estudió literatura y especialmente poesía alemana, que junto a su redescubrimiento de haiku y de formas poéticas usadas por el pensamiento budista que él rescata, ayudan a pulir su prosa económica, declamativa, con un temple de ánimo en el que busca resonar, como en algún Heidegger, una simplicidad poética.

Al mismo tiempo, está la constante referencia a la experiencia cotidiana contemporánea. El cine, la televisión, internet, la publicidad, la vida en grandes ciudades, las nuevas formas de trabajo, son ejemplos del vivir en nuestro tiempo y en nuestro mundo que aparecen como completamente reconocibles para cualquiera de nosotros aunque no seamos filósofos, no seamos coreanos, ni profesores en una universidad alemana. Pero estas referencias serían completamente estériles si no tocaran problemas reales de nuestras sociedades contemporáneas. En este sentido, no es sólo el estilo de Han el que conecta con la calle y la experiencia. Son los temas de sus libros, los problemas que aborda, los que, siguiendo a Giannini, pueden calificarse de completamente callejeros y contemporáneos.

Cotidianidad y budismo zen

En los textos de su última época, que se centran en el análisis de la sociedad contemporánea y que son los más conocidos, Byung-Chul Han se aboca a la cruda crítica a la sociedad neoliberal y al sujeto que la sustenta.

Caracteriza nuestra sociedad como una sociedad de la transparencia. La transparencia es el resultado del abandono de toda negatividad, de toda diferencia, de toda oposición. La sociedad de la transparencia es un infierno de lo igual en el que, siguiendo a Lévinas, cualquier cosa equivale a cualquier cosa. Producto de esta transparencia, la espontaneidad que podría caberle a los actos humanos se difumina en operaciones calculables, dirigibles y homogéneas, como información circulante en el flujo inextinguible del capital. En esta uniformización de las singularidades se hace visible para Han el rasgo totalitario de nuestra sociedad (La sociedad de la transparencia).

De esta manera, para el autor la autoexplotación termina enfermando a estos sujetos del rendimiento. Instala de hecho una nueva época: la de las enfermedades neuronales que se hacen masivas y paradigmáticas. La depresión, trastorno de personalidad límite, déficit atencional con hiperactividad, los síndromes de desgaste ocupacional, etc. Es decir, más allá de la sociedad disciplinaria de Foucault, en la sociedad del rendimiento el exceso de positividad, la hiperatención, la histeria del trabajo, la hiperactividad, reflejan una forma superior y sofisticada de dominación y explotación: cada cual lleva consigo su propio campo de trabajos forzados, cada cual se explota a sí mismo, haciendo posible la explotación sin dominio.

Así, la tonalidad afectiva del neoliberalismo es la depresión, esta vez mediante el imperativo de la iniciativa personal. Bajo el sino del rendimiento, el sujeto sufre -de modo silente- su fracaso. Esto es lo que crea una sociedad del cansancio, un cansancio que nos aísla y separa, instalando violencias que destruyen a la comunidad, la sociedad del cansancio es también la sociedad del dopaje.

Esta anatomía de la actual y mundial sociedad del cansancio y de su sujeto autoexplotado tiene como soporte filosófico un punto de vista que si bien puede vincularse a visiones críticas contemporáneas del sujeto y la sociedad, como la que nace con Heidegger, o de otras versiones de fenomenología hermenéutica como las de Levinás o incluso Arendt, también está profundamente ligada en el pensamiento de Byung-Chul Han al conocimiento y comprensión de la tradición del budismo zen.

En su temprana obra y quizás la más interesante filosóficamente, Filosofía del budismo zen – publicada en alemán el 2002-, Han confronta derechamente las bases metafísicas y prácticas del mundo occidental, apuntando hacia la gramática ontológica desde la que comprendemos al sujeto y la sociedad en occidente. Esto lo logra confrontando a autores clásicos, incluso contemporáneos y especialmente Heidegger, que siempre está presente, al budismo zen. Aparece aquí un contraste notable y muy nítido entre oriente y occidente en las ideas de Dios, de sujeto y del habitar de ese sujeto en el mundo.

Para el budismo zen, no se trata de matar a Dios, ni siquiera de los filósofos que persisten más allá de las declaraciones de Nietzsche. Sino de una religión sin Dios: no cree en un Dios sujeto o sustancia, sino en ese vacío metafísico que encarna Buda, que no es carencia ni falta, sino todo lo contrario, un modo pacífico de ser de todo lo que es, que no excluye ni violenta nada.

Hay también una experiencia humana en el budismo zen, que como en la filosofía occidental contemporánea, aunque de manera más radical, busca des-interiorizarse y desprenderse de sí mismo, perdiendo su narcisismo, activismo, centralismo. Se trata de un “nadie” más que de un “alguien” que ya no tiene, no persiste, ni tampoco quiere. La meditación zen, a diferencia de la meditación para Descartes, no redescubre y resignifica el yo, sino que se desprende de él.

Desde el recate de Han, el budismo zen afirma la confianza originaria en el aquí y en el mundo, un espíritu cotidiano que constituye un giro práctico hacia la inmanencia, la aparición de la risa. El tiempo sin preocupación, sin cuidado (versus Heidegger). El espíritu cotidiano, que parece guiar la experiencia, encuentra en este vacío el medio de la amistad. Desde un corazón que ayuna, no hay apetito, ni persistencia, ni voluntad, sólo un mundo sin sujeto, que tampoco habita, un peregrino que nunca regresa, que transita y se confunde con todo lo que es. El lenguaje de este peregrino que nunca es huésped y nunca anfitrión es la amabilidad. Una amabilidad arcaica, elemental, inútil, que no persigue nada. No se busca el enfrentamiento ni la lucha que nos lleven a la individualización o la acción, no se trata de ser un yo ante un tú, ni de avanzar, ni de conquistar. En cambio, el peregrino y su corazón que ayuna más bien observa, se ríe y sigue su camino desde una apertura a la experiencia que tiene mucho, vale la pena recordarlo, de callejera.