Una semana con los latinos que caminan a Estados Unidos

Mientras Donald Trump alertaba sobre la caravana de migrantes que comenzaba a organizarse y desplazarse desde Honduras, Guatemala y El Salvador para cruzar masivamente la frontera estadounidense, la periodista Marianne von Pérez partió hacia la localidad de Huixtla, al sur de México, para unirse a la peregrinación de los casi 5 mil migrantes. La siguiente crónica revela las dificultades cotidianas del grupo, las medidas de resguardo, las formas de sobrevivencia y el incierto destino de un enorme grupo de niños, jóvenes, mujeres y ancianos que actualmente insisten en llegar a Estados Unidos. Un país donde, al cierre de esta edición, el presidente Trump autorizó el uso de fuerza letal contra la caravana.

Texto y fotografías: Marianne von Pérez, desde México

A sus 68 años, no es la primera vez que don Jesús se embarca en la cruzada por llegar a Estados Unidos. La primera fue a finales de los ‘80, cuando “quería conocer y saber si era realidad todo lo que le contaban. Que era el país de los sueños, de las promesas, que había mucho dinero y trabajo”. Y pese a que el sueño americano del cual tanto escuchó se hizo real, la preocupación constante por todo lo que dejó atrás lo hizo regresar a Honduras.

Víctor Manuel escuchó las mismas historias de niño que don Jesús. Con 17 años, se armó de valor y los primeros días de octubre salió, una vez más, en búsqueda de su hermana que vive en Houston desde 2013. Era su segundo intento en un año: en abril había sido detenido por la migra y deportado de vuelta a El Salvador, pero al oír sobre la caravana no lo pensó dos veces y decidió unirse. “Es la única forma que tengo de llegar y así poder ayudar con dinero a mi familia. En mi país, al no tener estudios y ser menor de edad no me contratan, ni siquiera para las chambas (trabajos) matadas que pagan menos que poco”, dice.

Bartolo Fuentes, periodista hondureño que lleva veinte años tratando temas de inmigración, fue el primer acusado por el presidente de ese país, Juan Orlando Hernández, de instigar las caravanas. Para muchos era inimaginable pensar que personas de tres países distintos, cuyos gobernantes no gozan de una gran relación entre ellos, se hubieran unido para huir de la violencia, el hambre y la falta de oportunidades que vivían día a día en sus distintas regiones. Pero sucedió: con el lema “la unión hace la fuerza” comenzó a correrse la voz y de las doscientas personas que eran en un inicio, terminaron siendo más de mil las que el 13 de octubre tuvieron el coraje de abandonar sus hogares en Honduras en busca de un mejor porvenir. En esta ocasión no se expondrían a morir solos en el tren de carga llamado “La Bestia”, ni tendrían que pagar los cerca de 6.500 dólares que cobra por persona un coyote para cruzar a Estados Unidos, casi 4 millones y medio de pesos chilenos por arriesgar la vida; ahora lo harían en grupo, cuidándose unos a otros.

Los gobiernos y las realidades que se viven en Honduras, Guatemala y El Salvador -el llamado Triángulo Norte de Centroamérica- no distan mucho entre sí. Los días giran en torno a la miseria, la corrupción y la impunidad. San Pedro Sula, donde se conformó la primera caravana en Honduras, es una de las ciudades más peligrosas del mundo. Tanto que su tasa de homicidios es de 51,18 por cada 100.000 habitantes y, según las Naciones Unidas, si la tasa supera los diez estamos hablando de una “epidemia de homicidios”. Las cifras de Guatemala se asimilan a la realidad hondureña. En el Índice de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2018), Guatemala se encuentra en el puesto 127, sólo seis escalones por sobre Honduras.

Por su parte, El Salvador, conforme a la “Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples 2017” (EHPM, 2017), es uno de los países más desiguales de América Latina. “A nivel nacional un 29,2% de los hogares se encuentran en pobreza; de estos el 6,2% se encuentra en pobreza extrema; mientras que el 23,0% están en pobreza relativa.” Además, ”una característica fundamental es que la población es mayoritariamente joven, puesto que el 53,6% de la población es menor de 30 años, mientras que el 12,6% tiene una edad de 60 años o más”. Pero el problema más grave en este país no son las cifras de desigualdad, sino las pandillas que han azotado la región con su brutalidad.

Roberto Valencia, periodista vasco quien ha investigado durante casi ocho años la realidad de las pandillas en El Salvador y su exportación desde Estados Unidos -análisis plasmado en su libro Carta desde Zacatraz (Libros del K.O., 2018)-, señaló hace poco en una entrevista en el medio eldiario.es que “vivir en una zona controlada por una pandilla significa que si el colegio al que tienen que ir tus hijos está en el territorio de la pandilla rival, no puedes llevarles allí. Las pandillas tienen control e imponen su lema, resumido en oír, ver y callar”. Fue por lo mismo que Juan Carlos, de 14 años, al igual que tantos otros de la caravana, huyó de su hogar. “En mi barrio me dijeron que me tenía que unir a los Mara y que si no lo hacía me matarían, a mí y a mi familia. Así que por buscar un lugar mejor y tratar de salvarlos a ellos, partí”, me contó mientras alumbraba, con una pequeña linterna entre la lluvia, los pies de tres personas a quienes la piel herida ya no les daba más.

La frontera

El 18 de octubre, miles de personas que esperan en el puente Rodolfo Robles -que une a Guatemala con México- están expectantes y algo inquietas. Un helicóptero militar sobrevuela sus cabezas y la policía se alista para recibir el contingente.

La madrugada del sábado 13 de octubre centenares de personas desconocidas empezaron a avanzar juntas hacia la carretera, una detrás de la otra. A medida que la caravana pasaba frente a otras casas, muchos más se iban sumando. Familias, hermanos, amigos, ancianos, mujeres embarazadas, adolescentes y niños. Todos y cada uno de ellos había achicado su mundo para que cupiera en una pequeña mochila. Nada ni nadie los iba a detener de su objetivo: llegar a Estados Unidos para tener una vida mejor. No sería un impedimento la pena por dejar a los suyos, ni las llagas que se irían infectando lentamente en sus pies. Ni siquiera la incertidumbre de si lo lograrían o morirían en el intento. Tampoco los más de 5 mil kilómetros que tendrían que recorrer. Algo así como cuatro días seguidos en bus o 10 horas en avión incluyendo una escala.

Ese 18 de octubre, las horas al sol y la angustia de no tener claridad de si podrán cruzar empiezan a calentar los ánimos hasta que todo estalla con violencia. Un grupo logra tirar las rejas que los mantiene dentro de territorio guatemalteco y como una manada corren a traspasar las barreras. – ¡Sí se pudo! ¡Sí se puede! -, gritan a coro hasta que las bombas lacrimógenas empañan sus ojos y ahogan sus pulmones.

Los noticieros esa tarde mostraron las piedras que en su agobio lanzaron los migrantes y el daño causado a las fuerzas especiales, pero la cámara obvió enfocar a los cientos de mujeres y ancianos que saltaron al río Suchiate en su intento desesperado por respirar y llegar a México. Ni siquiera informó sobre los dos niños muertos en pleno puente a causa de los gases.

Luego de la tormenta/enfrentamiento se llamó a la calma, se negoció con los encargados fronterizos, algunos de los integrantes de la caravana se enfilaron y comenzaron a pasar en grupos de cinco personas, tal como lo habían solicitado las autoridades mexicanas. “Avancemos ordenadamente, compañeros”, se escuchaba alto y claro por un megáfono. Pero muchos no lograron atravesar la frontera ese día. Los rezagados deberán esperar en el mismo puente anhelando cruzar, sin asistencia humanitaria, a la intemperie, en condiciones indignas y con la incertidumbre de no saber cuánto tiempo tendrán que soportar para ser atendidos por las autoridades. No tuvieron otras alternativas de recepción, en Ciudad Hidalgo el albergue temporal fue cerrado.

Pese a que horas antes el nuevo presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador, dijo que “hay que hablar con los migrantes, ofrecerles opciones y protegerlos, que puedan tener albergues, que si son familias se cuide a los niños y al mismo tiempo buscar soluciones para que tengan posibilidad de trabajo”, el personal del Instituto de Migración (INM) y las policías federal, estatal y municipal se dedicaron a obstaculizar el acceso a territorio mexicano bajo diversos medios, y gestionó únicamente el ingreso con la condición de someterse a una detención migratoria. El miedo por una posible deportación aumentó y se hizo visible en sus caras cansadas.

El diario vivir en la caravana

Las condiciones para migrar no son fáciles. La caravana de centroamericanos sufre la incertidumbre todo el tiempo. Los destinos cambian, los buses prometidos no llegan y los kilómetros que faltan por avanzar se tornan inimaginables. En general, cada jornada hay que moverse a un nuevo lugar. La hora de salida es entre las tres y cuatro de la madrugada porque a medida que avanza el reloj, el sol hace imposible seguir desplazándose a pie. Las sandalias empiezan a quemar la piel, las ampollas proliferan y los síntomas de la insolación no demoran en aparecer. Más aún para los ancianos, mujeres embarazadas y niños pequeños.

Pese a que cada lugar trata de recibirlos de la mejor manera, la infraestructura no da abasto para albergar a los cerca de 5 mil migrantes que hoy componen la caravana, lo que se traduce en condiciones indignas para cualquier ser humano. Los piojos y las pulgas abundan, los baños se rebalsan, el agua potable se agota antes de oscurecer, las personas se agolpan en filas para pedir un plato de comida o un café y al llegar la noche la tos es parte del concierto nocturno, cuando es posible dormir. Casi todos están enfermos.

Tratar de descansar es difícil. El calor ahoga o la lluvia no da lugar para salvar lo poco y nada que les queda. La ropa se va dejando tirada en el camino porque el tiempo es insuficiente para que se seque y “llevarla mojada es un peso más”. Las guaguas no dejan de llorar, las madres desesperadas no saben cómo callarlas, empieza el griterío y los golpes entre tanto estrés. Muchos pequeños ya no quieren bajarse de los coches ni un solo momento luego de estacionarlos: les da pavor volver a caminar. Esto, sumado a la obligación de tener un ojo abierto y otro cerrado a la hora de dormir, lo que se ha vuelto ley, tratando de evitar más abusos sexuales a menores. Ya es común que estos se produzcan amparados por la noche, cuando la mayoría trata de recomponerse tras un día de arduo caminar.

A su vez, ser mujer en la caravana no sólo es vivir con el constante miedo a que le hagan algo a tus hijos o los intenten raptar -como sucedió en más de una parada-, sino que además convives con el terror diario a que te roben, violen o rapten. Y pese a que se trata de resguardar la integridad de todos, hasta ahora la más comprometida y vulnerada es la de mujeres y niños. Su espacio vital ha sido invadido, la infancia truncada y lo que partió siendo casi un juego, se convirtió en un tedio real. Pero ya su mentalidad ha cambiado, la de todos ha cambiado, porque ahora la vida es otra. “Por eso somos migrantes”, me dijo Exiel – de 10 años – en el albergue Hermanos en el Camino, “porque nuestra vida ahora es caminar y caminar”.