Instituto Nacional: Lo que no cambia se detiene y muere

Labor omnia vincit, el trabajo todo lo vence, es el lema del Instituto Nacional. Pero el trabajo no puede vencerlo todo. No vence el odio a los pobres, a los mapuche, a les LGBTIQ+, a los mediocres, a los normales. Porque ser un institutano no era ser normal, éramos una élite que debía guiar al país. Una élite sin mujeres. El institutano tenía que ser macho, líder, valiente, bueno para los combos. Por suerte, la mayoría no lo fuimos. Con la llegada de niñas, todo será distinto. Para hacer su propio Instituto, tendrán que destruir el que vivimos nosotros. 

Por Juan Manuel Silva

Hay mucho instinto en el hábito y mucho hábito en el instinto. Somos solo animales o no tan solo animales. De algo así habla la extraordinaria nueva novela de Cristian Geisse, Sapolsky, que indaga en los principales problemas humanos mediante el comportamiento de los simios. Lo menciono porque esta novela trata de la oscura cárcel de los atavismos. Y cuando pienso en atavismo, vienen a mi cabeza los años del Instituto Nacional; el mismo que ahora se hincha con el eco de su rotunda vejez, en la calle Arturo Prat número 33, y ha dejado de ser, por fin, un colegio exclusivamente de hombres.

Vengo de una gris generación de personas que vivió su niñez entre lo que debió y pudo y lo que puede y deberá ser; en ese momento y antes incluso muchos quisieron que fuera mixto, aunque algunos apoderados e inspectores hablaran de que el Instituto se transformaría en una maternidad, en un caos.

Algunos logramos la mezcla, pero siempre fuera del liceo. Y aunque no estuviéramos todo el día metidos ahí, entre 1995 y el 2000 toda mi vida giró en torno a ese edificio. Nos juntábamos a leer, conversar, escuchar música o a pasar el rato en esos largos pasillos que al principio nos parecieron de terror, luego nos aburrieron y, al menos para mí, terminaron siendo parte de la tibia materia del inconsciente.

Queríamos que la educación fuera un derecho, entre otras tantas garantías inalienables. Marchamos, desde luego, pero nunca se nos pasó por la cabeza que pudiese ser gratuita. Evidente, era lo justo, pero este país recién estaba saliendo del hoyo y quizás por cuánto tiempo no sería posible. Queríamos mezclarnos para entender qué cosa había pasado con las compañeritas con las que jugábamos en la básica. Por qué hacían otras cosas, se vestían distinto y pensaban de manera tan diferente. De haber podido imaginar una realidad distinta, hubiésemos protestado desde el día uno por esto. Pero no fue así.

Si el gran objetivo de los liceos es que la mayor cantidad de alumnos entre a la universidad, ni lo creativo ni lo colectivo tienen espacio en esta búsqueda, la que, por cierto, está cifrada en la violencia y el control, formas y mecanismos obsoletos que hablan de una sociedad estratificada y sin diálogo que ha comenzado a desmoronarse. Pero quedaban política y poesía. Eran los muchachos que viajaban por toda la ciudad para aprender, para conocer a otros chiquillos, para jugar, para pelusear. Éramos una manada de simios, ciertamente, iguales al resto, salvo en la voluntad de ser distintos, sin saber muy bien por qué. Lo bueno es que todo cambia, y luego de unos años dejamos de refugiarnos en la tristeza y los atardeceres, para concentrarnos en la fraternidad y las mañanas.

El padre de uno de mis más queridos amigos de la adolescencia, genial y respetado científico institutano, dijo algo así como que lo único que había aprendido en el liceo fue a mentir. Todos eran estúpidos salvo nosotros. Por eso que nos hayan enseñado a mentir era tan terrible. Porque la idea era que fuésemos portadores o estafetas de la verdad. Y así como había algunos que nos aleonaban para salir campeones de la vida y casarnos con mujeres rubias, también había otros que nos quisieron sin más, porque compartimos un espacio por un tiempo dado, con respeto, empatía y, naturalmente, resignación. La real excepción del Instituto Nacional eran sus profesores, que llevaron generaciones de las más duras carestías a la seguridad y la opulencia.

Asistíamos a los cursos, jugábamos a la pelota, íbamos a paseos, pero a la hora de los quiubo, el que le ponía el nombre a la prueba era cada uno de los muchachos que fuimos. Aun así, todo lo más importante, lo más hermoso y lo más vil lo vi durante esos años en el Instituto Nacional, un universo en miniatura, con su irracional fuerza, en el que siempre estuvo el colectivo. Por eso, no sé si valió la pena el esfuerzo que hicieron en uniformarnos, siendo que lo excepcional era justamente la diferencia, lo raro era que tanta gente distinta conviviera día a día, por años. Esto, además, tiene algo de secta, por supuesto, y esa idea está marcada por la excepcionalidad de su creación en el país que lo acogería como símbolo bajo un lema: Labor omnia vincit, el trabajo todo lo vence.

Pero el trabajo no puede vencerlo todo. No vence el odio a los pobres, a los mapuche, a les LGBTIQ+, a los fracasados, a los mediocres, a los normales. Porque ser un alumno del Instituto Nacional no era ser normal, éramos una élite que debía guiar al país a su futuro laico, igualitario y científico. Hijos excepcionales de padres normales, o, más bien, padres normales que buscaban la excepción en sus hijos. Una élite sin mujeres, donde la matemática, la ciencia y la literatura no existía para agradar a las madres, donde ser mamón era una señal de envilecimiento por modorra e infantilismo tardío. No, el institutano tenía que ser macho, líder, valiente, bueno para los combos. Un cowboy. Por suerte, la mayoría no lo fuimos. Por suerte, la mayoría terminamos aceptando que está bien ser normales, mediocres; que tampoco es la gran cosa el éxito. Somos solo simios, aunque no tan solo.

Entré al Instituto Nacional en 1995, el mismo año en que fue publicado el libro de cuentos Primer tiempo, de Carlos Cerda. En dos de estas ficciones los espacios predominantes son el Instituto Nacional y el centro de Santiago. En “Iniciación” y “El Führer”, el autor trabaja dos temas fundamentales para la vida de los jóvenes de cualquier edad: las primeras veces y el control, representados, respectivamente, por Lorena y Mario —una estudiante del Liceo 1 y un alumno del Instituto Nacional— y el Führer —un estudiante universitario, que por una decepción amorosa y posterior colapso se transforma en el inspector más brutal del liceo—. Esta fascinación no es nueva y ha sido desarrollada con maestría por Alejandro Zambra, Antonio Skármeta y José Leandro Urbina, entre otros escritores institutanos.

“Iniciación” habla, entre otras cosas, de los primeros amores, como si el enamoramiento fuera el motor del cuento, pero también su condena, porque Lorena solo existe como sujeto que espera y ansía encontrar la completitud en Mario. Este cuento tiene pasajes extraordinarios que podrían haber ocurrido en 2006, en 2011 o en 2019, de brutalidad policial, de desprecio ciudadano por la manifestación y, por sobre todo, de conjura, de la organización secreta de los estudiantes. Aun así, este cuento incluye una lección de mansplaining que representa fabulosamente el espíritu institutano:

 ¿No leyeron Sub terra? ¿No? Y Lorena, lo conozco de nombre, y Mario, tienes que leerlo, nosotros lo leíamos en clases ¿ustedes no? No. La profesora de castellano dijo que no era lectura para señoritas, y Mario y Fernando se ríen, claro, ese era el problema, en el Instituto se había leído, pero no en todos los cursos, ellos tenían la suerte de tener castellano con Juan Godoy, ¿lo conocía? ¿No? Un escritor macanudo, que muestra la vida como es, dice Mario categórico, y Lorena piensa él sabe la vida cómo es.

“La vida como es” ya cayó. Lo curioso es que el fragmento es tan preciso que podría incluso funcionar como antídoto a tales vicios, si se pudiese prescribir la literatura como si fuera una droga. Pero no, querido Derrida, este pharmakon no puede prescribirse, es voluntario y gozoso. Como ese año 1995, cuando también disfrutamos de ver jugar a la muchacha más extraordinaria para la pelota en la calle Quirihue: “Maradona”, como le decía mi papá. Irrealidades o, quizás, raptos de la imaginación para conectarnos con el futuro. Esos partidos que le vimos cobrarían sentido quince años después, cuando comencé a jugar fútbol mixto. ¿Cómo hubiera sido la selección mixta del liceo en tenis de mesa, fútbol o atletismo? Mucho más entretenida que lo que vivimos, de seguro.

Lo que no cambia se detiene y muere. Hay mucho instinto en el hábito y mucho hábito en el instinto. Por eso cambiamos y la juventud es siempre distinta y parecida, con sus contradicciones y deslumbramientos, porque tenemos que cambiar, porque podemos cambiar y lo están haciendo, muchaches, ahora que ese espacio tan cargado de historia —es decir, de dolor y de esperanza— es suyo. Lo que más me emociona es que todo será distinto a lo que vivimos nosotros y tantas generaciones de institutanos, y que para hacer su propio instituto tendrán que destruir el que vivimos nosotros.